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El tercer y último sistema de contacto estaría representado por la elección de un lugar específico para llevar a cabo las transacciones comerciales, lo que supondría la existencia de un contacto continuado y estable que debió efectuarse una vez afianzadas las relaciones entre indígenas y fenicios, momento que se corresponde con la fundación de los primeros asentamientos coloniales arcaicos, como así deja entrever la arqueología en casos como Toscanos, donde ha sido localizado un gran almacén destinado a la conservación de los excedentes. Estos centros reciben comúnmente el nombre de factorías y pueden estar representadas por un solo edificio, más o menos aislado, o estar dotado de viviendas, almacenes, espacios públicos, zonas portuarias, etc. Estos pequeños establecimientos habrían servido también para fomentar las relaciones sociales entre los fenicios y las jefaturas indígenas, culminadas seguramente en el establecimiento de matrimonios mixtos que servirían para afianzar los lazos de unión entre ambas comunidades; o al menos eso podemos deducir gracias a la presencia de algunos tesoros y materiales de factura mediterránea hallados en el interior de estos lugares. Esta fórmula, ensayada en otras zonas colonizadas del Mediterráneo, reportaría a los jefes indígenas privilegios en los intercambios comerciales, mientras que los fenicios se aseguraban la importación de materias primas de zonas donde les era difícil acceder, tanto por desconocer el territorio circundante y las comunidades que lo poblaban, como por la incapacidad para adentrarse en lejanas tierras para adquirir directamente esos productos. Por ello, el mutuo beneficio de indígenas y fenicios contribuiría al rápido desarrollo y a la consolidación de una sociedad mixta, al menos entre las jefaturas, que, con el tiempo, se convertiría en Tarteso.

Aunque la fundación de Gadir es considerada la más antigua de las colonias conocidas en el Extremo Occidente, es cierto que la huella fenicia es algo más antigua en el caso de Onuba, la actual Huelva, hecho que vendría a refutar el segundo viaje de los tirios recogido por Estrabón; sin embargo, aún no tenemos evidencias arqueológicas que permitan ratificar la existencia de un asentamiento colonial bajo la ciudad actual. La intervención arqueológica efectuada en el solar de Méndez Núñez-Plaza de las Monjas, permitió documentar un interesante lote de cerámicas entre las que se pueden destacar las producciones sardas, griegas e itálicas fechadas en el siglo IX a.C. Lamentablemente, este conjunto de cerámicas carece de un contexto arqueológico que permita conocer la secuencia estratigráfica y la funcionalidad del ámbito del que proceden; no obstante, su sola presencia ya habla en favor de la existencia de unos primeros contactos anteriores a la fundación de la primera colonia en el sur peninsular.

Una segunda etapa colonial, posterior a la fundación de Gadir, se corresponde con las denominadas fundaciones arcaicas, cuya proyección y subyacente localización responde a una doble exigencia: el comercio y la navegación, de ahí que se establecieran en islas o islotes, penínsulas y promontorios costeros, provistos de buenos fondeaderos naturales, bahías o ensenadas, al abrigo de los vientos y las corrientes. Eran por lo tanto lugares fáciles de defender frente a los eventuales peligros procedentes del mar o de tierra firme. Poco conocemos acerca de la iniciativa que propició la aparición de estos enclaves, pues desconocemos si su aparición se debe a la propia Gadir o, por el contrario, es fruto del interés de la metrópolis o de otros sitios del Mediterráneo. De este modo, a partir del siglo VIII se advierte un aumento de la presencia de población fenicia estable traducida en la multiplicación de asentamientos de carácter permanente en el territorio que se extiende desde el estrecho de Gibraltar hasta la actual provincia de Almería. La localización de estos enclaves al este de la colonia de Gadir y la escasa distancia a la que se localizan los unos de los otros, les otorga un papel como puntos estratégicos de apoyo a la navegación y control comercial, de tal modo que aprovecharían su posición junto a la desembocadura de los ríos para controlar los intercambios de mercancías con el área tartésica, lo que ratifica sin paliativos la finalidad económica de estas fundaciones (fig. 9).


Fig. 9. Mapa de localización de las colonias fenicias del sur peninsular.

Y es precisamente en ese momento cuando el santuario adopta un papel protagonista como legitimador de las transacciones. Así, los fenicios iniciaban su acercamiento a nuevos territorios mediante el contacto comercial y, una vez calibrado el interés que podía reportarles el territorio elegido, levantaban un pequeño templo como base para sus futuras transacciones que se llevarían así a cabo bajo la protección y supuesta neutralidad de la divinidad. De hecho, los primeros vestigios de la presencia fenicia en el Mediterráneo occidental pertenecen a edificios de claro carácter religioso, como los templos chipriotas de Melkart y Astarté en Bomboula, el de Astarté en Tas Sig, en la isla de Malta, o los de Melkart en Gadir o en Lixus. Y es precisamente el templo de Melkart en Gadir, que se corresponde con el Heracles griego y el Hércules romano, el que parece inaugurar la actividad colonial de los fenicios en la península, convirtiéndose además en todo un punto de referencia en la Antigüedad, como más adelante veremos al abordar con mayor profundidad el mundo de la religión en Tarteso.

Una de las colonias fenicias más importante es la del Cerro del Villar, junto a la desembocadura del Guadalhorce, perteneciente a la primera fase de la segunda etapa colonial, en torno pues al siglo VIII a.C., y cuyas excavaciones han permitido conocer su estrecha relación con la producción alfarera y las actividades marítimas como la pesca o las salazones. Otras colonias de importancia son Toscanos, junto al río Vélez, dotado de un gran almacén compartimentado en tres naves que estaría destinado a contener el excedente agrícola preparado para su posterior comercialización; Morro de Mezquitilla, junto a la desembocadura del Algarrobo, asentamiento en el que se localizó y excavó la necrópolis de Trayamar; o Chorreras, a poco más de un kilómetro de esta última. Posteriormente, ya en una segunda fase, se fundaron otros enclaves como Sexi (Almuñécar), del que cabe suponer una cronología más antigua, y que algunos historiadores relacionan con una de las colonias mencionadas en el texto de Estrabón; sin embargo, la arqueología no ha sido capaz por el momento de confirmar tal antigüedad. A este asentamiento pertenece la necrópolis de Laurita, fechada entre fines del siglo VIII e inicios del siglo VII a.C., una necrópolis de cremación en pozo cuya peculiaridad radica en que las urnas son vasos de alabastro de fabricación egipcia. A esta etapa corresponden también las fundaciones de Villaricos y Abdera, ambos en la provincia de Almería. A excepción de Chorreras, que se abandona a principios del siglo VII a.C., la mayoría de los enclaves fenicios arcaicos perduran hasta el siglo VI a.C., momento de inestabilidad que supondrá tanto el cese de las actividades comerciales que se llevaban a cabo en las colonias como la caída de Tarteso.

La tercera y última etapa dentro de la proyección fenicia se corresponde con la fundación de enclaves en la costa atlántica, desconocidos hasta la pasada década de los noventa, lo que ha provocado que su estudio se haya desligado del proceso de colonización mediterránea. Estos enclaves parecen responder a una doble intencionalidad: el control territorial y, por lo tanto, de los recursos naturales, principalmente metalúrgicos; y la expansión de los conocimientos adquiridos en el sudoeste de la península Ibérica. En lo que al sistema de control se refiere, sus mecanismos no variaron de los desplegados para los enclaves de las costas mediterráneas, si bien en este caso el interés principal se centraba en el control de las explotaciones de estaño, metal necesario para la copelación de la plata y abundante en la región atlántica. Resultado de estas incursiones atlánticas son los enclaves de Castro Marim, junto a la desembocadura del Guadiana (fig. 10), cuyas excavaciones han dejado entrever que se trata más de un centro indígena, vinculado al mundo tartésico y a las relaciones comerciales con agentes fenicios, que de una colonia fenicia propiamente dicha; Tavira, junto el antiguo estuario del río Gilao, dotado de una muralla de Casamatas, al igual que Doña Blanca; Abul, en la desembocadura del Sado, donde se ha excavado un edificio aislado de planta cuadrangular en el que probablemente se inspirasen los edificios bajo túmulo tipo Cancho Roano que analizaremos más adelante como fenómeno exclusivo del Guadiana (fig. 11); Olissipo, la actual Lisboa, considerada por los últimos hallazgos como una fundación fenicia; y, por último, Santa Olaia, junto al estuario del Mondego, el enclave más alejado de Gadir hasta la fecha.


Fig. 10. Planta de la estancia con el altar y detalle de los pavimentos de conchas de Castro Marim (según Arruda, Freitas y Oliveira, 2007).


Fig. 11. Plantas de Abul Fases I – II (según Mayet y Silva, 2000).

Probablemente, el mantenimiento y duración de los contactos entre indígenas y fenicios desde la fundación de Gadir y los siguientes enclaves coloniales, así como las diferentes modalidades de contacto puestas en práctica, provocarían que, lo que en un principio definimos como un proceso esporádico de carácter comercial, se terminaría convirtiendo en un sistema de control territorial que acabará irradiando su influencia a las tierras del interior, algo que puede observarse con claridad en las primeras fases constructivas de yacimientos como El Carambolo, Carmona o Montemolín. Será a partir del siglo VI a.C. cuando se detecte un cambio en la estrategia económica y comercial con el surgimiento del dominio cartaginés en la península Ibérica, que dará paso a la etapa púnica que veremos en el capítulo correspondiente.

IV. La organización del territorio en Tarteso

Uno de las principales cuestiones que plantea el estudio de Tarteso es su definición territorial, que parece que pudo corresponderse con el río Guadalquivir y, por extensión, con todo el vasto territorio que dibuja su valle, una definición que se ha impuesto a la hora de abordar su estudio. Así, con el nombre de Tartessos los griegos se refieren a un territorio ubicado al sudoeste de la península Ibérica y a un río homónimo que atraviesa dicho territorio. La mención de este espacio dentro de las fuentes clásicas ha llevado a suponer que los griegos tendrían un contacto directo con este territorio y con su rey, Argantonio. La referencia más antigua que alude a Tarteso la recoge Estesíocoro de Himera, quien hace referencia a él en su Gerioneida al referir: «Casi enfrente de la ilustre Eritia [una de las islas que conforman el archipiélago de las Gadeira], más allá de las aguas inagotables, de raíces de plata, del río Tarteso, le dio a luz, bajo el resguardo de una roca» (fr. p. 7). Poco tiempo después, Anacreonte de Teos recoge una alusión al legendario rey de Tarteso afirmando «Yo no querría ni el cuerno de Amaltea ni reinar en Tarteso durante ciento cincuenta años» (fr. 16), pues al parecer, según recoge Heródoto al citar los viajes de foceos a Tarteso, este rey habría vivido ciento veinte años y reinado ochenta. Por último, a estas referencias cabe añadir la cita recogida por Hecateo de Mileto, un historiador y geógrafo del siglo VI a.C., quien menciona una ciudad de Tarteso a la que llama Elibirge (FGrHist, I F 38).

Aunque las referencias no sean del todo claras, pues muchas carecen de un contexto en el que insertarlas, lo cierto es que lo que podemos extraer de ellas es que, a lo largo del siglo VI a.C., los griegos entraron en contacto con una región que hoy localizamos en el sudoeste de la península Ibérica a la que denominaron Tarteso; sin embargo, desconocemos si este término deriva del nombre que los griegos dieron a la región, si los indígenas que habitaban este territorio se definían culturalmente como tales o si realmente nos enfrentamos a un término exclusivamente geográfico o con connotaciones etnográficas; cuestiones todas ellas difíciles de resolver.

Los estudios lingüísticos parecen otorgar un origen autóctono a la raíz trt, que podría derivar tanto del nombre de Tarteso como de Tarshish, nombre con el que quizá denominaron a este territorio los fenicios. Igualmente, no debemos olvidar que los datos transmitidos por las fuentes griegas son algo tardíos, aunque se considera a Heródoto buen conocedor de la realidad que narra por cuanto sus fuentes proceden de ambientes foceos que habrían establecido contactos con Tarteso. En este contexto se entienden los pasajes que narran tanto las relaciones que los foceos establecieron con Argantonio, rey de Tarteso, quien incluso les ofreció territorio para asentarse en Iberia y plata suficiente para construir una muralla que rodease la ciudad de Focea, como el viaje de Coleos de Samos, quien llega a Tarteso de manera fortuita arrastrado por un viento del Mediterráneo cuando este emporio todavía no había sido frecuentado por los griegos, lo que le reportó grandes ganancias al marino samio:

Poco después, sin embargo, una nave samia –cuyo patrón era Coleo–, que navegaba con rumbo a Egipto, se desvió de su ruta y arribó a la citada Platea… Acto seguido, los samios partieron de la isla y se hicieron a la mar ansiosos por llegar a Egipto, pero se vieron desviados de su ruta por causa del viento de levante. Y como el aire no amainó, atravesaron las columnas de Heracles y, bajo el amparo divino, llegaron a Tarteso. Por aquel entonces ese emporio comercial estaba sin explotar, de manera que, a su regreso de la patria, los samios, con el producto de su flete, obtuvieron, que nosotros sepamos de cierto, muchos más beneficios que cualquier otro griego (después, eso sí, del egineta Sóstrato, hijo de Laodamante; pues con este último no puede rivalizar nadie). Los samios apartaron el diezmo de sus ganancias –seis talentos– y mandaron hacer una vasija de bronce, del tipo de las cráteras argólicas, alrededor de la cual hay unas cabezas de grifos en relieve. Esa vasija la consagraron en el Hereo sobre un pedestal compuesto por tres colosos de bronce de siete codos, hincados de hinojos. [Heródoto IV, 152]

Después de la información aportada por Heródoto, las fuentes acerca de Tarteso se vuelven más difusas e imprecisas, pues únicamente se recogen en ellas las noticias aportadas por autores anteriores pero que ya no disponen de un lenguaje directo que permita dar un sentido y un significado acertado a este término. Quizá el único que se acerca a una descripción lo más acertada posible sea Estrabón (fig. 12), quien busca en la descripción de la Bética la correspondencia con referencias más antiguas, de ahí que asegure que el río que antes se llamaba Tarteso se llame en su época Bétis y que el término Tartéside se corresponda en su época con el territorio de los túrdulos (Estrabón III, 2, 33). Por su parte, los autores romanos son quizá los que más errores comenten al no transmitir una historia que conocen, sino una leyenda que dan por cierta. Es en este contexto en el que se inserta la identificación de Tarteso primero con la ciudad de Carteia, como nos transmite Pomponio Mela (Mela II, 96, 2) y después con Gadir, noticia que nos transmite Plinio (Plinio, Historia Natural IV, 120).


Fig. 12. Mapa de Estrabón (según Cruz Andreotti, 2010)

Posteriormente, en la Ora Maritima, el poeta del siglo IV a.C., Rufo Festo Avieno, vuelve a identificar Tarteso con Gadir, si bien hay diferentes interpretaciones sobre esta cita, válida para algunos y rechazable para otros. Pero Gadir no atañería solo a una ciudad aislada, sino que abarcaría un extenso territorio donde se levantarían poblados de diferente importancia que conformarían un patrón de asentamiento que aún estamos lejos de configurar definitivamente. En este sentido, debemos recordar que tanto los griegos como los romanos se referían a Gadir en plural, Gadeira y Gades, respectivamente, lo que hace pensar que se trataría de una ciudad, a modo de capital, de todo un extenso territorio que los griegos denominaron Tarteso. Nunca se ha tomado en consideración la posibilidad de que la principal ciudad de Tarteso cambiase de ubicación con el transcurrir del tiempo, lo que podría justificar esa confusión. Gadir es el nombre que los púnicos de Cartago dieron a una ciudad ya floreciente que con anterioridad pudo haberse llamado Tarteso. No cabe duda de que es un tema espinoso. Es muy posible que los fenicios, como en la Antigüedad en general, debieron distinguir la urbe de la ciudad –algo que los romanos estructuraron perfectamente–, donde la primera se restringía al espacio intramuros, mientras que la ciudad abarcaría todo el territorio que la abastecía, con sus bosques, campos cultivables, canteras, puertos, etc. Así, podríamos entender el desarrollo del Castillo de Doña Blanca o la parquedad de hallazgos en la propia Cádiz. Por lo tanto, deberíamos entender Gadir ciudad como un territorio político que abarcaría más allá de la propia isla.

La diversidad de lecturas y significados a los que atiende el vocablo de Tarteso ha provocado la compleja interpretación de este fenómeno. La dimensión del territorio de Tarteso es una de las cuestiones más debatidas, pendiente en todo momento de las alusiones recogidas en las fuentes clásicas. Sin embargo, apenas se tiene en cuenta que Tarteso pudo haber modificado sus fronteras políticas o su territorio de influencia cultural a lo largo de su historia. De hecho, parece evidente que el espacio primigenio de Tarteso fue variando y ampliándose a medida que avanzaba la colonización. En una primera fase, coincidente con la colonización fenicia, Tarteso ocuparía la costa sudoccidental de la península Ibérica, entre los ríos Guadiana y Guadalete, con tres focos de asentamiento principales: Huelva, con población principalmente indígena centrada en la explotación metalúrgica; la desembocadura del Guadalquivir, con escasa población indígena y de vocación agrícola y ganadera; y Cádiz, entendida como un amplio territorio que no se restringiría a la actual isla, sino a las tierras bajas bañadas por el Guadalete. A estas tres zonas principales se las denomina comúnmente como «núcleo tartésico». Sin embargo, a partir del siglo VII a.C., una vez afianzada la colonización y asentadas las bases económicas y culturales de Tarteso, se detecta una paulatina ocupación de las tierras del interior, fundamentalmente en las riberas de sus ríos principales, que culminará con la implantación de la cultura tartésica en un amplio territorio cuyo límite septentrional es el valle del Tajo, si bien su mayor influencia se hace notar especialmente en su desembocadura y en la cuenca media del Guadiana (fig. 13).


Fig. 13. Mapa del territorio de Tarteso.

Otro dato a tener en cuenta es la profunda modificación geomorfológica que ha sufrido el paisaje en la costa sudoccidental, donde se han producido intensas aportaciones sedimentarias en los tres últimos milenios que han supuesto ganar un vasto espacio de terreno hoy ocupado por la marisma, pero que en aquella época conformaba lagos o estuarios. Así mismo, se han detectado subsidencias geológicas y catástrofes naturales que han borrado las huellas de algunos asentamientos costeros, circunstancias que nos obligan a considerar la importancia de algunos poblados que hoy se ubican alejados de la costa y que le otorgamos un valor espacial relativo, cuando en su momento debieron poseer un indudable alcance estratégico. Quizá los ejemplos más notables sean Coria del Río o El Carambolo, hoy varios kilómetros al interior del Guadalquivir, pero que en el momento de su fundación se hallaban junto a la costa. Al igual que el río Guadalquivir, el Guadalete desembocaba más al interior que donde lo hace en la actualidad, a la altura de la ciudad del Puerto de Santa María, otorgando al poblado fenicio del Castillo de Doña Blanca una importancia estratégica dentro de la bahía de Cádiz que, aunque aún no existen pruebas contundentes para asegurarlo, podría haberse correspondido con el Golfo Tartésico que nos mencionan las fuentes clásicas y que, tradicionalmente, se ha situado en la de­sembocadura del Guadalquivir. Por último, los ríos Tinto y Odiel, que hoy flanquean la ciudad de Huelva, también crearon una ensenada en su desembocadura que poco a poco se ha ido rellenando hasta formar la marisma donde se levanta la isla de Saltés, donde algunos historiadores han querido ver la ubicación de la legendaria ciudad de Tarteso siguiendo la descripción de Avieno.

Los trabajos sobre las modificaciones geológicas de la zona se han centrado en el Parque Natural de Doñana, muy condicionados, como ya se ha aludido anteriormente, por la hipótesis que Gavala defendió en los años veinte del pasado siglo y que han servido de base argumental para descartar el poblamiento de esta zona por la ocupación del denominado Golfo Tartésico. Sin embargo, en los últimos años la investigación sobre la dinámica costera en el Holoceno ha avanzado sensiblemente, lo que ha permitido rectificar esta hipótesis al detectarse episodios de gran importancia, entre los que destacan los movimientos sísmicos y tsunamis que afectaron en diferentes épocas históricas al sur del litoral atlántico. La evolución del nivel del mar, la aportación de aluviones, la colmatación de las desembocaduras de los ríos y de la propia ensenada hoy ocupada por la marisma de Doñana, así como la formación de las flechas litorales, se encargaron de dibujar el actual paisaje. Por lo tanto, el paisaje que encontraron los fenicios en el sur peninsular fue sensiblemente diferente al que hoy contemplamos, lo que ha podido causar contradicciones entre las descripciones geográficas que nos legaron los autores clásicos y las interpretaciones modernas. Además, en medio siglo se ha pasado de buscar una ciudad legendaria siguiendo esos textos antiguos, a escrutar todo un territorio donde situar los poblados indígenas y las colonias fenicias. Una tarea que aún tiene mucho recorrido, pero que sólo con una visión arqueológica del problema y una interpretación sosegada de las fuentes podemos ir dilucidando.

Como hemos visto en el apartado anterior, cuando los fenicios llegaron a la península Ibérica ocuparon puntos de la costa meridional cuyos intereses obedecían a diferentes causas; así, las factorías del litoral sudoriental mediterráneo, fundamentalmente el sur de Granada y Málaga, respondieron a intereses económicos que compartieron con los indígenas de la zona, bien establecidos y organizados desde la Edad del Bronce; mientras, en la zona más occidental, al otro lado del estrecho de Gibraltar, los fenicios se encontraron con zonas más despobladas que aprovecharon para llevar a cabo una colonización intensa. De ese modo, distinguiremos tres regiones a la hora de definir los territorios que configuran Tarteso, atendiendo para ello a la distancia de estas con respecto a los nuevos enclaves coloniales fenicios, pues es esta distancia la que marca el grado de influencia o hibridación entre la población fenicia y la sociedad indígena. Así, trataremos las regiones que comprenden el área en torno a Cádiz, Huelva y el interior del Guadalquivir, mientras que dejaremos para el último apartado del capítulo al valle medio del Guadiana, considerado tradicionalmente como la periferia geográfica de Tarteso, pero cuyo estudio debemos abordar de forma independiente en atención a la fuerte personalidad que presenta su territorio.

A pesar de los trabajos efectuados en las campiñas gaditanas en los últimos años, no son especialmente abundantes los datos acerca del poblamiento tartésico en este territorio, donde apenas contamos con los resultados de las excavaciones realizadas en la necrópolis de las Cumbres y los datos siempre escasos del importante asentamiento de Mesas de Asta, sin duda uno de los centros más importantes de este periodo. La necrópolis de las Cumbres se localiza al norte del yacimiento fenicio del Castillo de Doña Blanca y está compuesta por varias decenas de túmulos, aunque sólo uno de ellos, el Túmulo I, ha sido objeto de excavaciones. Los trabajos sacaron a la luz un total de 62 enterramientos fechados a lo largo del siglo VIII a.C., organizados según criterios de jerarquía y parentesco, y constituidos en torno a un ustrinum que ocupa la parte central del túmulo. Todos los enterramientos documentados son cremaciones depositadas en urna, las más antiguas de tipo à chardon, en vasos de tipología fenicia o en las denominadas urnas tipo «Cruz del Negro»; pero también en pequeñas oquedades en el suelo que, posteriormente, fueron tapadas mediante un encanchado. Los ajuares están compuestos por las pertenencias del difunto, entre los que se documentan broches de cinturón, cuchillos de hierro o fíbulas de doble resorte junto a cerámicas de tradición fenicia y producciones locales fabricadas a mano, así como quemaperfumes o vasos de alabastro.

El yacimiento de Mesas de Asta se localiza próximo al estuario del río Guadalete, en la margen izquierda del que pudo muy bien ser el antiguo Golfo Tartésico. Fue objeto de excavaciones arqueológicas en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, sin embargo, son muy escasos los datos acerca del hábitat que caracteriza a este enclave, pues desde las mencionadas labores arqueológicas no se han vuelto a efectuar tareas de documentación en el mismo, a excepción de unos trabajos de prospección efectuados en los años noventa gracias a los cuales fue parcialmente probada su necrópolis. La importancia estratégica de este enclave es evidente, tanto por su ubicación geográfica, que le permite controlar la actividad costera y la desarrollada en las tierras del interior, como por la importancia de los restos materiales recuperados, entre los que cabe citar las cerámicas de tradición local, pintadas tipo Carambolo o bruñidas; pero también productos fenicios como la cerámica de barniz rojo, las ánforas R1, los cuencos pintados a bandas o los quemaperfumes, a los que podemos añadir las tradicionales urnas tipo Cruz del Negro, algunos fragmentos de pithoi o diversos objetos de marfil sin decorar.

Por su parte, Huelva parece responder a un espacio independiente y de enorme significado para entender la formación y desarrollo de la cultura tartésica. No cabe duda de que el hallazgo del depósito de la ría de Huelva ya le confiere al sitio una gran relevancia como posible centro de intercambio comercial entre el Atlántico y el Mediterráneo durante el Bronce Final, lo que sin duda atrajo el temprano interés de los fenicios por la zona, donde no debemos olvidar que se han encontrado los restos fenicios más antiguos de la peninsular hasta el momento.

Localizada junto a la desembocadura de los río Tinto y Odiel, frente a un amplio golfo en el que se hallaba la isla de Saltés, la topografía de la ciudad de Huelva se caracteriza por su articulación en torno a una serie de «cabezos» o cerros testigos donde se han excavado las necrópolis más conocidas, pero también se ha documentado parte de su hábitat en el denominado Cabezo de San Pedro. Las excavaciones efectuadas en este último han dejado entrever la existencia de una ocupación anterior a la llegada del elemento fenicio que se deja sentir a partir de la primera mitad del siglo VIII a.C. gracias a la presencia de materiales fenicios y la aparición de un muro construido con una técnica fenicia en la ladera occidental del cabezo a modo de aterrazamiento para salvar la inestabilidad de la elevación. Poco es lo que se sabe de la organización indígena de este enclave anterior a la presencia fenicia, pues no es mucho lo que se ha excavado en el cabezo, así como por las alteraciones antrópicas que la elevación ha sufrido con el paso de los años. En cuanto a sus necrópolis, son varias las conocidas, aunque sin duda la más representativa es la de La Joya, a la que dedicamos un apartado en el epígrafe correspondiente con el mundo funerario.

La riqueza de Huelva, transmitida principalmente por la majestuosidad de sus necrópolis, le viene dada por el papel que juega en el control de la explotación metalúrgica, concretamente en lo que a la explotación de la plata se refiere, hecho por el cual debía poseer un intenso control sobre la zona portuaria donde se efectuarían los intercambios. Prueba de ello son los restos arqueológicos documentados en las excavaciones de la zona baja de la ciudad, donde se han documentado áreas de viviendas, almacenes y santuarios que nos hablan en favor de la existencia, en este enclave, de un importante emporio visitado por diferentes poblaciones llegadas de diversos puntos del Mediterráneo (fig. 14).


Fig. 14. Plano de Huelva de 1875. Archivo del Museo de Huelva.

Por consiguiente, Huelva ofrece los ingredientes necesarios para asumir la compleja organización que requerían los fenicios para su expansión comercial; y precisamente por ello, sería aquí donde la interacción y la hibridación entre ambas comunidades, oriental e indígena, sería más equitativa. En este contexto, Huelva puede entenderse como uno de los centros tartésicos de mayor importancia, donde sus jefaturas se encargarían del control tanto de la explotación de las minas como del desplazamiento del metal hasta el puerto de la ciudad, donde los fenicios esperarían para llevar a cabo las diversas transacciones bajo la protección de la divinidad, por las que las elites locales recibirían todo tipo de objetos de prestigio y productos de lujo.

Dentro del territorio controlado por Huelva y en estrecha relación con la explotación de los recursos mineros de la zona, como se verá en el epígrafe correspondiente a la economía tartésica, destacan los asentamientos de Niebla, San Bartolomé de Almonte y Tejada la Vieja, que durante la Primera Edad del Hierro mantienen una intensa actividad metalúrgica detectada por la presencia de escorias junto a materiales de origen fenicio, así como la adopción de técnicas constructivas orientales en la concepción de sus construcciones. De los tres enclaves citados, quizá sea Tejada la Vieja el más destacado de ellos, al aparecer dotado de una importante muralla que sigue el mismo modelo constructivo que el documentado en el caso de Doña Blanca. Dicha muralla está compuesta por un zócalo de piedras trabadas con barro que, formando dos caras, se rellena de piedras y tierra, a modo de Casamatas. Sobre el zócalo se levantaría un alzado de adobe o tapial que posteriormente se encalaría y se reforzaría con la construcción de pequeños bastiones semicirculares. Esta muralla rodearía una ocupación de unas 6,5 hectáreas de las que apenas conocemos sus restos constructivos de época tartésica, quizá por haberse tratado de cabañas o por haber sufrido importantes alteraciones en etapas posteriores. Tampoco son abundantes en este enclave los restos de escorias, lo que ha llevado a sugerir el papel de Tejada como centro para el control tanto de las extracciones mineras como del territorio, quedando el papel de transformación de esos metales vinculados a enclaves como San Bartolomé o la propia Huelva.

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