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Sin duda, el elemento más interesante para el estudio de estos monumentos es el escudo, tanto por su forma como por el gran detalle con que fue grabado en estos primeros monumentos. Su característica forma se ha documentado en Irlanda, como ya se ha aludido, pero también en el centro y norte de Europa, en Chipre y en Grecia, por lo que buena parte de los autores los han hecho derivar de algunos de estos lugares dependiendo de sus tendencias filoculturales; sin embargo, los escudos recuperados en las turberas irlandesas están bien datados entre los siglos VII y VI a.C., mientras que los escandinavos y centroeuropeos, atendiendo a su técnica y morfología, no son anteriores al VIII. Por último, los ejemplares chipriotas y griegos, todos hallados en lugares relacionados con zonas de culto, tampoco han sido fechados con anterioridad al siglo VIII a.C., en este caso con la garantía de haber aparecido junto a otros objetos de fácil datación. La conclusión, por lo tanto, es que los escudos escotados de las estelas son anteriores a los que se han documentado fuera de la península Ibérica, por lo que no parece que haya muchos problemas en situar su origen en la propia península.

El segundo grupo es el más numeroso y complejo en cuanto a su composición escénica. Ahora se trata de auténticas estelas apuntadas en su zona inferior para ir hincadas en el suelo. Su tamaño también es muy variado y supera sólo en contadas ocasiones el 1,50 metros. Estos monumentos sólo aparecen en las zonas del entorno del Guadiana, Algarve y Guadalquivir, es decir, en las zonas más meridionales de la península. Su característica más importante es la introducción de la figura del guerrero rodeado de sus armas de clara adscripción atlántica, pero también de una serie de objetos de prestigio de origen mediterráneo, como los carros de dos ruedas, los espejos, las fíbulas de codo, los peines, las pinzas o los instrumentos musicales, entre los que destacan las liras. También es importante observar cómo a medida que las estelas aparecen en la zona más meridional, es decir, hacia los límites con Tarteso, incorporan un mayor número objetos de prestigio en detrimento de las armas, que en ocasiones llegan a desaparecer para dar paso a escenas de alto valor social, como la caza o el ritual funerario, donde destaca la estela cordobesa de Ategua. A su vez, aparecen otros elementos claramente relacionados con el comercio, caso de los conjuntos de ponderales detectados en varias de estas estelas más meridionales. Por último, ya en un momento coetáneo con la colonización oriental, las estelas se extienden hasta el mismo foco tartésico, si bien su perduración no parece que vaya más allá de principios del siglo VII en esta zona, mientras que es posible que aún mantengan su vigor durante al menos un siglo más en las zonas del interior, donde se mantendría un sistema social diferente al que ya regiría en el núcleo tartésico.

Las estelas del sudoeste corroboran, pues, esos contactos previos con el Mediterráneo oriental, en un primer momento a través del interior peninsular, aunque pronto sería la zona tartésica la que protagonizaría estos contactos. La decadencia de estos monumentos significaría un cambio brusco no sólo en la escenificación de las jefaturas de estos territorios del interior, sino también en la organización social, ahora alentada definitivamente por la cultura tartésica. Así, un elemento de enorme importancia como es el antropomorfo tocado con cuernos, sólo presente en las estelas más complejas, parece conducirnos a representaciones inspiradas en divinidades de origen oriental, lo que podría significar que hay una divinización de los personajes grabados.


Fig. 5. Evolución formal de las estelas tartésicas.

En definitiva, la aparición en los últimos años de nuevas estelas en zonas del interior nos permite unir territorios que antes se dibujaban aislados, mientras que otros ejemplares como los recientemente hallados en Castrelo do Val (Orense) o Montalegre (Vila Real, Portugal), en el límite fronterizo con Orense, nos obligan a ampliar hacia toda la fachada occidental la zona donde se desarrolló el fenómeno de las estelas, pues rebasa con creces el área geográfica hasta ahora establecido y que se ceñía al cuadrante sudoccidental de la península Ibérica. Además, disponemos de un dato irrefutable para entender el origen y la evolución tipológica de las estelas, y es que entre los valles del Tajo y el Duero sólo existen «estelas básicas», es decir, sin la figura del guerrero, aunque algunas ya muestran algún elemento de importación como el carro, el espejo o el peine de marfil. Por otra parte, las estelas más conocidas por su número y complejidad compositiva son las que aparecen en el entorno del Guadiana, en concreto entre las comarcas de La Serena extremeña, los Pedroches cordobeses y la zona occidental de La Mancha, donde se han encontrado más del 50 por 100 de las estelas conocidas; una extensa área de enorme interés geográfico que domina el eje de comunicación sur-norte (Guadalquivir-Guadiana-Tajo) que tanta repercusión tuvo en el inicio del periodo tartésico y que justificaría la aparición de los primeros yacimientos tartésicos de la periferia, donde destaca especialmente Medellín, pero también otros sitios que jalonan tanto el Guadiana como el curso medio del Tajo. Estas estelas ya incorporan la figura del guerrero con las armas y los objetos de adorno que las caracterizan, mientras que pierde protagonismo el escudo, un auténtico símbolo gentilicio de las comunidades representadas en las estelas más antiguas, en favor de nuevos elementos de clara raigambre mediterránea que proceden del comercio cada vez más intenso con el foco tartésico. Además, la aparición de estelas con figuras femeninas o diademadas, ya sea de forma individualizada o compartiendo escena con el guerrero, la introducción de los cascos de cuernos en las estelas más meridionales, la atención a los objetos de claro significado económico como los ponderales o la profusión de escenas de caza o de rituales funerarios, suponen un giro revelador en el simbolismo de las estelas, ya muy alejadas de su significado e incluso de su función original.

Las primeras estelas, en forma de losa, debieron surgir en torno al siglo X a.C., manteniéndose su composición básica y su distribución geográfica por el interior de Portugal y norte de Extremadura hasta al menos el siglo VIII a.C. aproximadamente. Tras la colonización fenicia y el impacto que supuso para las estructuras socioeconómicas del sudoeste, las estelas alteraron significativamente su composición escénica, primero introduciendo la figura del guerrero, que se convierte en el protagonista absoluto de la composición decorativa, y, paulatinamente, añadiendo elementos exógenos de gran valor simbólico y de prestigio social para las jefaturas de estos territorios periféricos, quienes jugarían un papel primordial en la colonización fenicia como parece avalar la distribución geográfica de las estelas que, en los últimos momentos de su existencia, hacia mediados del siglo VII a.C., se hacen presentes en el mismo valle del Guadalquivir, cuando se las puede denominar como tartésicas. No obstante, como se apuntaba anteriormente, es posible que el fenómeno continúe de forma puntual en algunas zonas del interior, tal vez incluso hasta mediados del siglo VI a.C., momento que coincidiría con la aparición de las estelas con inscripción que, a su vez, marcan el final del periodo tartésico (fig. 5).

III. La llegada de los fenicios a la península Ibérica

Por lo general, Tarteso se ha entendido como una cultura indígena influida y transformada por la presencia de los fenicios, quienes inmediatamente crearían una corriente orientalizante en las formas de vida de las comunidades que habitaban el sudoeste peninsular. Estos indígenas del sur peninsular estaban imbuidos por la cultura atlántica, lo que significa que con la llegada de los fenicios el choque de mentalidades debió ser drástico, pues se enfrentaban dos concepciones del mundo muy diferentes. No hay duda de que la aventura iniciada por los fenicios tenía un alto componente económico, pero ¿qué les impulsó a recorrer todo el Mediterráneo para no sólo abastecerse de los productos de los que eran deficitarios, sino para instalarse en colonias que suponía, a la larga, desconectarse de sus lugares de origen? El establecimiento en tierras tan alejadas física y culturalmente de sus metrópolis obedeció también a componentes políticos y sociales que de otro modo no entenderíamos; como tampoco comprenderíamos la rápida adaptación de los fenicios al medio, la decisiva implicación en la dinámica indígena o la hibridación que se produjo con los indígenas en un corto espacio de tiempo y que, a la postre, configuró Tarteso. Debemos reparar pues, y aunque sea brevemente, en cuál era el panorama del Próximo Oriente antes de la colonización fenicia y cuáles fueron las causas que la propiciaron.

Una vez finalizada la Guerra de Troya, hacia el 1200 a.C., se produjeron profundas modificaciones en buena parte del Próximo Oriente, sobre todo en el levante, que repercutieron en todo el Mediterráneo. Mientras los dorios propiciaban la caída de Micenas y acababan con su dominio comercial, los continuos y contundentes ataques de los Pueblos del Mar lograron terminar con el poderoso Imperio hitita y destruir Ugarit, la ciudad-estado más importante del Mediterráneo oriental. A pesar de ello, las otras ciudades de la franja levantina, la denominada franja siriopalestina y conocida por los griegos como Fenicia, parece que resistieron la invasión o al menos no fueron objetivo de los conquistadores, probablemente por hallarse bajo la protección del poderoso Imperio asirio, lo que sin duda debió persuadir a los conquistadores. Algunos de estos Pueblos del Mar optaron por asentarse en la franja conquistada, como los arameos, otros prosiguieron sus razias hasta hacer tambalear el Imperio egipcio, aunque finalmente fueron rechazados, propiciando su dispersión por buena parte del Mediterráneo. Es el inicio de lo que conocemos como Época Oscura, una etapa de más de trescientos años que aún resulta complicado reconstruir históricamente. Así, no será hasta los inicios del siglo IX a.C. cuando volvamos a tener noticias fehacientes de la zona gracias a la documentación que conocemos del reinado de Asurbanipal II, por lo tanto, en los momentos previos a la colonización fenicia del Mediterráneo. Pero también disponemos de noticias a través de la Biblia, fechadas hacia mediados del siglo X, donde se nos habla de Hiram I de Tiro y de su contemporáneo el rey Salomón de Israel, quienes parece que compartieron intereses comerciales; el primero aportando mano de obra y madera de cedro procedente de los famosos bosques del Líbano para la construcción del templo de Jerusalén, mientras que los israelíes se ocuparían de abastecer de cereales a los tirios. Los fenicios, que seguían bajo la tutela de los asirios, tenían necesidad de acrecentar sus transacciones comerciales con otros reinos de la zona para aumentar sus beneficios para así contribuir a las arcas asirias, necesitadas de ingentes fondos para construir sus nuevas y opulentas ciudades, mantener la maquinaria de guerra y salvaguardar así su propia soberanía.

Cada ciudad fenicia era independiente, lo que favorecía su control por parte de los asirios, y aunque compartían una misma lengua y una estructura política similar, las ciudades fenicias tenían sus propios dioses y explotaban sus correspondientes rutas comerciales. Y en este sentido, fue Tiro la que desplegó una política sistemática de fundaciones de colonias por el Mediterráneo aprovechando el vacío que habían dejado Micenas y Ugarit. Por ello, es posible que Tiro se beneficiara de las rutas ya trazadas por los micénicos, que abarcaban al menos todo el Mediterráneo central, y que los fenicios fueron consolidando y ampliando a partir del siglo IX a.C. (fig. 6).


Fig. 6. El Mediterráneo en tiempos de la colonización fenicia.

Por lo tanto, la apertura de rutas comerciales de la mano de los fenicios comenzó hacia el siglo X a.C., primero hacia los puertos del mar Rojo e, inmediatamente después, hacia Chipre, Creta, Rodas y Eubea, donde algunos investigadores creen que surgió el alfabeto griego bajo la influencia del fenicio. Pero estas rutas comerciales nunca estuvieron orientadas a la colonización de los lugares visitados, una circunstancia que sólo se produjo años más tarde, hacia mediados del siglo IX, en la propia Chipre, siendo Kitión el primer emplazamiento que se considera como una auténtica colonia fenicia, en concreto de origen tirio, gracias al interés que despertaría tanto la abundancia de cobre de la isla como su posición estratégica en el Mediterráneo, una puerta ineludible hacia las islas del Mediterráneo central. Quizá, aunque es un tema de debate intenso, esta sea la justificación de la temprana presencia de los objetos chipriotas aparecidos en la península Ibérica, que no serían sino una consecuencia de los tanteos comerciales fenicios en nuestra península a través del interior. Sea como fuere, lo cierto es que a finales del siglo IX los fenicios se instalaron en Nora, al sudeste de Cerdeña, para poco después fundar la que sería su colonia más importante, Sulci. Pero probablemente anteriores son las fundaciones coloniales fenicias del Extremo Occidente, donde destacan especialmente Útica, Cartago y Gadir, gracias, en gran medida, a la navegación de cabotaje por el norte de África, más fácil que atravesar el Mediterráneo hasta recalar en los puertos del Mediterráneo central, donde hasta mediados del siglo VIII no se documentan colonias significativas como Mothia, en Sicilia, o Malta. Una vez consolidadas las colonias del Mediterráneo occidental, hacia principios del siglo VIII a.C., los fenicios afianzaron su presencia colonial al otro lado del estrecho de Gibraltar, aunque hoy sabemos que ya mantuvieron intensos contactos previos con esas zonas, fundando así Mogador, en Marruecos u Olissipo en la actual Lisboa. Reseñar en este sentido que estas fundaciones coinciden en el tiempo con la toma por parte de Senaquerib de las ciudades-estado fenicias, además de otras zonas del área sirio-palestina, como Babilonia o el propio Egipto, donde consigue conquistar su capital de entonces, Menfis. Por consiguiente, la intensificación de las fundaciones coloniales tenía como objetivo aportar la obligada tributación al imperio, pero también debió suponer una emigración masiva de gentes procedentes del Próximo Oriente hacia otros puntos del Mediterráneo para sacudirse el dominio asirio; de hecho, conocemos el exilio del propio rey de Tiro, Luli, y de toda su corte gracias a los relieves del palacio de Nínive, lo que a la vez hace pensar en que se trataría de una emigración dirigida por la nobleza tiria, capacitada e interesada en reproducir sus propias reglas y organización sociopolítica en las colonias levantadas.

El primer contacto de los fenicios con las comunidades indígenas parece que se limitó a intercambios comerciales que algunos han calificado como desiguales, aunque es difícil ponderar este asunto por cuanto no sabemos la capacidad de excedentes que manejaban los indígenas ni el esfuerzo económico que tuvieron que hacer los fenicios hasta fondear en los puertos del Extremo Occidente. Una vez regulado ese comercio, los fenicios procedieron a levantar pequeños templos y factorías en islas o pequeñas penínsulas junto al continente que servirían como referente en sus sucesivos viajes y como lugar de encuentro para los intercambios comerciales. Algunos de estos pequeños enclaves se convertirían a partir del siglo VIII en auténticas colonias desde las que se desarrollaría una política tendente a ocupar los territorios circundantes para asegurarse un área agrícola suficiente como para poder abastecerse de alimentos. El siguiente paso consistió en levantar ciudades amuralladas con templos, palacios y santuarios extraurbanos que servirían para marcar un territorio en el que ya estarían integrados los indígenas de la zona. El desarrollo urbano de estos lugares se completó con la construcción de puertos y caminos que favorecieran el transporte desde los lugares donde captaban las materias primas que necesitaban para su explotación comercial, por lo general ubicados en el interior. También se han podido documentar arqueológicamente zonas industriales de importancia, donde los alfares debieron jugar un papel significativo a tenor del elenco cerámico de tradición fenicia hallado en todo el sur peninsular; pero no menos importantes serían los talleres de orfebres, ebanistas, broncistas, etcétera.

Pero por muy fluida que fuera la emigración de gentes del Mediterráneo oriental hacia la península Ibérica, es difícil aceptar que fuera suficiente como para desarrollar la política colonial de buena parte de la costa occidental. La construcción de ciudades, puertos, caminos o industrias, así como el mantenimiento de un poder político y militar en tierra extraña, supondría un esfuerzo inversor de tal calibre que sólo con el apoyo y participación de los indígenas pudo haber sido viable. Además, el concurso de las comunidades indígenas debió ser vital para explotar los recursos mineros del interior y para proporcionar buena parte de los alimentos, al menos en las primeras fases de la colonización, por lo que el control de las vías de comunicación y de las comunidades afectadas debió estar en manos de una sociedad jerarquizada que, tal vez, es la que encontramos representada en las estelas decoradas del Bronce Final, que parece que siguieron ejerciendo ese control hasta el periodo tartésico, pues no olvidemos que siguen apareciendo incluso en el mismo núcleo geográfico, si bien con un significado ya alterado por las nuevas relaciones de poder. Al mismo tiempo, con el objetivo de organizar la intensa actividad comercial, debió existir una clase dirigente sobradamente legitimada como para desempeñar el poder político y religioso que necesitaba una empresa de esa envergadura. Es lógico pensar que los colonizadores importarían su modelo de ciudad-estado de Fenicia para organizar sus colonias; pero también parece obvio que los indígenas conservarían el control del territorio e incluso la representación del poder político bajo el sostén de los colonizadores, quienes pudieron propiciar los matrimonios mixtos entre sendas clases dirigentes para tener un mayor control político de Tarteso; así, quizá, podemos entender la figura de Argantonio. Una vez afianzadas las colonias fenicias y resueltos los mecanismos de reciprocidad con las comunidades indígenas, comenzaría una fase de expansión y de diversificación económica en la que ya participarían de forma activa los indígenas, lo que a su vez propiciaría una mayor integración en el territorio y la explotación activa de la agricultura, donde no parece haber dudas sobre la participación de ambas comunidades a tenor de los diferentes ritos que se aprecian en las necrópolis de la zona.

La riqueza de las colonias fenicias en la península se generaría, fundamentalmente, por la adquisición y comercialización de nuevos productos deficitarios en el resto del Mediterráneo, como el oro o el estaño, pero también por otros elementos que debieron salir de los talleres de las colonias, sin olvidar los elementos agropecuarios. Además, los fenicios de Occidente dejarían muy pronto de aportar los tributos que les exigía el Imperio asirio, por lo que revertirían esos gravámenes en las colonias, lo que supondría una sustanciosa inversión que propulsaría el desarrollo de las zonas afectadas y que redundaría en la mejora urbana de las ciudades y en la monumentalización de sus palacios y templos. A una distancia tan considerable y con el Mediterráneo de por medio, poco debían temer los fenicios de occidente del poder de los asirios, aunque es posible que les obligara a corregir algunas rutas comerciales, probablemente mediante un acuerdo con los foceos, quienes por esa época también habían comenzado una agresiva política de colonizaciones por buena parte del Mediterráneo; de ser así, se entendería perfectamente la ingente cantidad de productos griegos hallados en la península a partir del siglo VII a.C.

La presencia fenicia en la península Ibérica podría dividirse en tres espacios geográficos bien definidos: la costa mediterránea, donde hay claras diferencias entre los asentamientos de la costa andaluza, la levantina e Ibiza; la costa atlántica, donde se engloba el norte de Marruecos y el oeste de Portugal; y Tarteso. Pero también en tres etapas cronológicas diferenciadas, principalmente, por el modo de contacto detectado entre fenicios e indígenas. Como es lógico, el tipo de asentamiento que practicaron los fenicios en la península Ibérica estuvo directamente relacionado con el grado de permisibilidad de las comunidades indígenas que los recibían, pero también con los intereses comerciales de las zonas que querían explotar; por ello, quizá se ha utilizado con demasiada elasticidad el término de colonias, cuando en algunas ocasiones no se trata más que de factorías o asentamientos consentidos que en nada tiene que ver con auténticas colonias, donde deben entran en juego componentes estructurales básicos como el desarrollo urbano del asentamiento. También hay que tener en cuenta que algunos de los lugares elegidos por los fenicios para asentarse se hallaban más despoblados de indígenas que otros, lo que facilitó su arraigo, mientras que otros carecían de suficiente atractivo económico como para invertir en su desarrollo. Estas circunstancias justifican el rosario de asentamientos en la costa mediterránea, sin que se atisbe el dominio de un territorio amplio bajo su control; por el contrario, parece cada día más obvio que los fenicios encontraron un ambiente mucho más favorable en Tarteso que les invitó a establecerse e involucrarse definitivamente en su territorio.

El modelo de asentamiento fenicio presenta un desarrollo muy característico y homogéneo que reproduce el patrón de la metrópolis. De ese modo, los fenicios buscaron por todo el Mediterráneo lugares en alto o promontorios localizados junto a las desembocaduras de los ríos, ubicación que les permitía el abastecimiento de agua dulce, la rápida y más segura conexión con las tierras del interior, el control efectivo sobre el territorio circundante, así como la explotación de las fértiles tierras de vega que los ríos configuran junto a sus cauces. Así mismo, el lugar elegido para el establecimiento de sus necrópolis es característico de este patrón de asentamiento, pues en los casos que conocemos, los establecimientos aparecen situados al otro lado del cauce del río, a escasa distancia del lugar de ocupación, una circunstancia que también se documentan en la metrópolis de Tiro. A este modelo de ocupación podemos sumarle la construcción de barrios fenicios en asentamientos indígenas, pero también conocemos ciudades fenicias, caso de Doña Blanca, con población indígena, una relación que surge de un interés mutuo por la explotación de los recursos de la zona y que únicamente puede llevarse a cabo con el consentimiento de la población local.

Según la tradición recogida de los historiadores antiguos, la primera colonia fenicia fundada en el extremo occidental del mar Mediterráneo fue Gadir, la actual Cádiz, noticia que Estrabón, geógrafo griego del siglo I a.C. toma de Posidonio, y que nos la transmite en su libro III de la Geografía del siguiente modo:

Acerca de la fundación de Gádira recuerdan los gaditanos cierto oráculo que según ello les fue dado a los tirios ordenándoles enviar una colonia a las columnas de Heracles; los que fueron enviados para inspeccionar, cuando estuvieron en las proximidades del estrecho de Calpe, creyendo que los promontorios que forman el estrecho eran los límites de la tierra habitada y de la expedición de Heracles y que constituían lo que el oráculo había designado con el nombre de Columnas, se detuvieron en un lugar del lado de acá del estrecho, donde se encuentra ahora la ciudad de los exitanos; y como quiera que, realizando un sacrificio allí no les resultaran favorables las víctimas, se volvieron. Un tiempo después, los enviados avanzaron unos mil quinientos estadios más allá del estrecho hasta una isla consagrada a Heracles situada junto a la ciudad de Onoba en Iberia, y creyendo que estaban allí las Columnas hicieron un sacrificio al dios, pero como las víctimas volvieron a resultar desfavorables, regresaron a la patria. Los que llegaron en la tercera expedición fundaron Gádira, y levantaron el templo en la parte oriental de la isla y la ciudad en la parte occidental. Por esto creen unos que las Columnas son los promontorios del estrecho, otros que Gádira, y otros que están situadas aún más allá de Gádira. [Estrabón III, 5, 5]

A esta referencia transmitida por Estrabón se suma la creencia de que Gadir fue fundada hacia el 1100 a.C., ochenta años después de la Guerra de Troya, según recoge el historiador latino Veleyo Patérculo (Hist. Rom 1: 2, 3); sin embargo, la arqueología no ha sido capaz hasta la fecha de asegurar una cronología tan antigua para la fundación de este importante enclave. Este hecho resulta, en cierto modo, previsible, en tanto los relatos que nos transmiten la fundación de ciudades durante la Antigüedad tienden a estar cargados de un fuerte sentimiento legendario que sirve de revulsivo para elevar la importancia de la ciudad dentro del contexto histórico de su fundación.

Los recientes estudios geomorfológicos llevados a cabo en la actual localidad de Cádiz han permitido reconstruir su antigua paleogeografía, por lo que actualmente conocemos que, en torno al 1000 a.C., Cádiz era una isla, realidad que algunos autores romanos describieron. Según las fuentes, el archipiélago de Gadeira estaba conformado por tres islas (fig. 7): Erytheia, donde se localizaba el hábitat, Kotinoussa, la isla de mayor tamaño en cuyo extremo oriental se levantó el templo al Melkart (en la actual isla de Sancti Petri) y, por último, la isla de Antípolis, la actual San Fernando; pero además, al cambio de su morfología se suma la existencia de la actual ciudad de Cádiz sobre los restos de esta histórica fundación. Si bien hasta hace pocos años no podía fecharse la presencia oriental en Cádiz con anterioridad al siglo VIII a.C., las recientes intervenciones llevadas a cabo en el solar del Teatro Cómico permiten retrasar la cronología a finales del siglo IX a.C., momento al que pertenecen los restos constructivos de dos calles y varias casas documentadas en estas intervenciones.


Fig. 7. Mapa de las Gadeira.

La fundación de Gadir inaugura una primera etapa de contactos cuyos mecanismos apenas nos son conocidos. La única referencia recogida por las fuentes antiguas, concretamente por Heródoto (IV, 196, 1-3), autor griego del siglo V a.C., nos informa de un sistema denominado «comercio silencioso o invisible» en el que no existe ningún tipo de interacción, pues los comerciantes fenicios dejaban sus mercancías en la costa y los indígenas depositaban a cambio tanta cantidad de oro como considerasen por el valor de la mismas. Si los fenicios no consideraban que la cantidad era adecuada, se retiraban a sus naves a la espera de que los indígenas añadieran más cantidad de oro; así hasta quedar satisfechos.


Fig. 8. Planimetría del Periodo II – Fenicio A y distribución de los grupos estructurales y unidades domésticas del Teatro Cómico (Cádiz) (según Gener y otros, 2014).

Los cartagineses cuentan también la siguiente historia:

En Libia, allende de las Columnas de Heracles, hay cierto lugar que se encuentra bien habitado; cuando arriban a ese paraje, descargan sus mercancías, las dejan alineadas a lo largo de la playa y acto seguido se embarcan en sus naves y hacen señales de humo. Entonces los indígenas, al ver el humo, acuden a la orilla del mar y, sin pérdida de tiempo, dejan oro como pago de las mercancías y se alejan lo bastante de las mismas. Por su parte, los cartagineses desembarcan y examinan el oro; y si les parece un justo precio por las mercancías lo cogen y se van; en cambio, si no lo estiman justo, vuelven a embarcarse en sus naves y permanecen a la expectativa. Entonces los nativos, por lo general, se acercan y siguen añadiendo más oro, hasta que los dejan satisfechos. Y ni los unos ni los otros faltan a la justicia; pues ni los cartagineses tocan el oro hasta que, a su juicio, haya igualado el valor de la mercancía, ni los indígenas tocan las mercancías antes que los mercaderes hayan cogido el oro.

Otra referencia a estos contactos la encontramos en el Periplo conocido como del Pseudo-Escílax, en el que se refleja la existencia de unos contactos esporádicos, si bien más constantes que los reflejados por el comercio «silencioso», pues en este caso existe una relación directa entre ambas partes dentro de un territorio neutral, evitando de ese modo que una de las partes salga más beneficiada que otra:

Los comerciantes son fenicios. Cuando llegan a la isla de Cerne fondean sus barcos de carga y levantan sus tiendas en Cerne. Pero el cargamento, tras haberlo descargado de sus naves, lo transportan en barcas pequeñas hasta tierra firme. Los etíopes se encuentran en tierra firme. Con estos mismos etíopes es con los que se comercia. [Los fenicios] venden [sus mercancías] a cambio de pieles de gacela, leones y leopardos, así como de pieles y colmillos de elefante y de animales domésticos… Los comerciantes fenicios les traen ungüentos, piedra egipcia…, vajilla ática y coes… Estos etíopes se alimentan de carne, beben leche y el vino lo hacen en abundancia con sus propias viñas aunque también se lo traen los fenicios. [Los etíopes] tienen también una gran ciudad, hasta la que también navegan los comerciantes fenicios. [Periplo de Pseudo-Escílax, 112]

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9788446049562
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