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Tras estos primeros asentamientos tartésicos de marcado carácter minero y comercial, hacía finales del siglo VIII a.C., la mayor densidad de población tartésica se concentró en la desembocadura del Guadalquivir, en las elevaciones del relieve que dibujan los Alcores y el Aljarafe, en el sur de la provincia de Sevilla, región que destaca por la fertilidad de sus tierras. De todos los enclaves conocidos quizá Spal pueda considerarse el de mayor importancia al estar asociado al santuario extraurbano de El Carambolo, germen de la cultura tartésica autóctona en la década de los cincuenta del siglo XX, cuyo análisis ha sido recogido en el apartado dedicado a la religión tartésica. Aunque en la raíz de Spal siempre se ha buscado un origen fenicio, son constantes los debates que intentan relacionar su aparición con un horizonte tartésico, sin que la arqueología haya podido definir la filiación cultural de este enclave, pues son pocas las intervenciones llevadas a cabo en parte como consecuencia de que la actual ciudad de Sevilla cuenta con la superposición de varias fases constructivas que complican, en muchos casos, llegar a niveles tan antiguos.

Localizado en la Antigüedad sobre una isla o península en el estuario del Guadalquivir, constituía el punto más al interior al que podía accederse en barco, de ahí el interés que este enclave despertaría entre los comerciantes fenicios. Frente a él, al otro lado del río Guadalquivir, sobre una de las pequeñas elevaciones del Aljarafe se alza su santuario, El Carambolo, consagrado a los dioses Baal y Astarté. La aparición de un conjunto de objetos de oro en 1958 despertó el interés por este yacimiento, convertido desde aquel momento en el fósil guía para el estudio de Tarteso, pues el tesoro se consideró una genuina representación de su arte (fig. 15). Compuesto de dieciséis placas rectangulares, dos en forma de piel de toro, un collar y dos brazaletes, tiene un peso aproximado de tres kilos. Su aparición supuso el inicio de una serie de intervenciones arqueológicas en cuyo marco creyó haberse encontrado la esencia material y cultural de Tarteso que hundía sus raíces en la Prehistoria peninsular y cuyo mejor representante era la cerámica pintada tipo «Carambolo» o también conocida como Guadalquivir I. Se trata de una cerámica fabricada a mano y decorada mediante la plasmación de motivos geométricos con pintura rojiza sobre una superficie bruñida o engobada.


Fig. 15. Tesoro de El Carambolo, Museo Arqueológico de Sevilla.

Sin embargo, las constantes revisiones de los materiales extraídos por J. de Mata Carriazo, su primer excavador, y la definitiva ampliación de los trabajos arqueológicos hace aproximadamente una década, descartaban la existencia de un poblado de cabañas del Bronce Final, confirmando la presencia de un santuario de tipo fenicio en el área denominada como Carambolo Alto, cuya cronología se extiende entre mediados del siglo VIII y el siglo VI a.C. En este marco se insertan las cinco fases constructivas en las que se estructura el edificio, siendo la primera de ellas la que responde a un patrón puramente oriental, mientras que las siguientes se insertan ya en un horizonte tartésico en el que la influencia fenicia se hace notar.

Algo más al interior, sobre una Meseta que se alza en los Alcores, junto al paso del río Corbones, afluente del Guadalquivir, se localiza el asentamiento de Carmona. Del mismo modo que ocurre con el ejemplo anteriormente analizado de Spal, la ejecución de una serie de trabajos arqueológicos, la mayor parte intervenciones de prevención dentro de su casco urbano, han permitido documentar la existencia de una fase de ocupación durante el periodo tartésico. Quizá el hallazgo más significativo lo constituyan los restos constructivos hallados en las intervenciones de 1992 en la casa del marqués de Saltillo, donde se exhumaron varios ámbitos de planta rectangular compuestos por tres fases constructivas (fig. 16). La última fase constructiva es la mejor conocida de todas. Compuesta por un espacio abierto y tres habitaciones contiguas, está edificada a partir de un zócalo de piedra sobre el que se alza el paramento de adobes, con pavimentos de arcilla roja apisonada, contando una de las estancias con un hogar y un banco corrido. Entre sus materiales se documentaron restos de ánforas fenicias, urnas tipo Cruz del Negro, cerámicas de barniz rojo y manufacturas a mano; sin embargo, entre estos destacan los restos de tres pithoi de gran tamaño y con un excelente estado de conservación, decorados, uno de ellos con una procesión de grifos y los otros dos con motivos vegetales en los que se representan unas flores de loto abiertas y cerradas interpretadas como una alegoría al ciclo de la vida. Estos recipientes aparecieron insertos en tres de las esquinas del ámbito 6 donde había sido practicada una oquedad en el pavimento para depositarlos. Junto a ellos, restos de cerámicas grises, un plato de barniz rojo y cuatro cucharillas de marfil que representan los cuartos traseros y delanteros de un ciervo. Estos elementos, fechados entre finales del siglo VII y mediados del siglo VI a.C., han permitido otorgarle a la construcción un carácter cultual cuyos paralelos más cercanos se documentan en Montemolín.


Fig. 16. Estancia de marqués de Saltillo y tres pithoi (según Belén y otros, 1997).

El yacimiento de Montemolín se localiza sobre una pequeña elevación en la margen izquierda del río Corbones. Las intervenciones arqueológicas efectuadas desde la década de los ochenta del pasado siglo, han permitido conocer la existencia de una ocupación que arranca en el Bronce Final y se mantiene sin solución de continuidad hasta el siglo V a.C., momento en el que se abandona para volver a ser ocupado poco tiempo después. Junto a este enclave, en otra elevación situada más al norte, se ha localizado el asentamiento de Vico, cuya ocupación es mucho más prolongada, hecho que ha llevado a sus excavadores a considerar a Montemolín como la acrópolis del asentamiento. Los dos edificios exhumados constan de varias fases constructivas o remodelaciones, fechando su fase más antigua entre los siglos VIII y VII a.C. Todas sus fases están construidas a partir de un zócalo de piedra sobre el que se levanta el alzado de adobe; aunque la mayor particularidad se encuentra en que los edificios rectangulares fueron edificados sobre una cabaña anterior, fechada en el Bronce Final, que hoy en día nos permite conocer la evolución constructiva que estos enclaves sufrieron tras la adopción de las técnicas y los patrones constructivos orientales.

De todos los restos constructivos excavados, es el llamado edificio D el que cuenta con un estudio más pormenorizado en el que se incluye el análisis de los restos materiales que contenía. Entre ellos cabe destacar la aparición de cerámicas a mano que marcan la tradición con una etapa de ocupación anterior, cerámicas grises, urnas Cruz del Negro, vasos à chardon a torno, cuencos decorados o restos de varios pithoi, entre los que sobresale uno en el que se representa una procesión de bóvidos. Destaca también dentro de este edificio la existencia de un patio abierto donde se ha localizado una gran cantidad de carbones, cenizas y huesos de animal, junto a una plataforma de piedra ubicada en la zona de acceso al patio e interpretada como un altar de sacrificios. Todos estos elementos le han otorgado a esta construcción un carácter religioso (fig. 17).


Fig. 17. Planta de Montemolín y pithos (según Bandera y otros, 1995).

Otro de los enclaves considerado de origen tartésico es el yacimiento de Mesa de Setefilla, localizado en una elevación al norte de su necrópolis, mejor conocida que la zona de hábitat. Su ocupación arranca en el Bronce Pleno manteniéndose sin solución de continuidad hasta la época ibérica, circunstancias que han permitido también en este enclave analizar el momento de transición entre el Bronce Final y la llegada de los primeros elementos orientales, marcados por la aparición de las primeras cerámicas a torno y la construcción, sobre cabañas de planta circular, de nuevos edificios rectilíneos construidos a partir de zócalos de piedra y alzados de adobe posteriormente enlucidos. El aumento de los contactos con población de origen oriental conllevó la ampliación del asentamiento y la construcción de una muralla reforzada con bastiones. Pero lo que mejor se conoce de este yacimiento es su área funeraria, articulada a partir de una serie de túmulos de enterramiento de los que se conocen 15, excavados entre los años 1926 y 1927. Cada uno de estos túmulos alberga los enterramientos de grupos familiares que se distribuyen en el espacio atendiendo a su jerarquía y a sus diferencias económicas, lo que ha permitido extraer una radiografía de la organización social de Tarteso.

El último de los asentamientos tartésicos conocidos en el interior del Guadalquivir es Caura, la antigua Coria del Río. Localizada sobre el Cerro de San Juan, enclavado en pleno casco urbano, ocupa un lugar excelente en el paisaje como referente visual desde el que controlar un extenso territorio en el que se inserta el paso del río Guadalquivir, principal arteria comercial de este territorio. En las intervenciones efectuadas entre los años 1997 y 1998 se han sacado a la luz una serie de restos constructivos de planta rectangular construidos a partir de cimientos de piedra sobre los que se levantan alzados de adobe que dibujan estancias pavimentadas de arcilla roja apisonada sobre un fino lecho de cal. Entre estas construcciones se ha individualizado la existencia de un santuario que cuenta con cinco fases constructivas y cuya cronología abarca entre los siglos VIII-VI a.C. (fig. 18). En su denominada fase III quedó documentado un altar en forma de piel de toro, evidencia que pone este templo en relación con el culto a Baal. Al norte del santuario se documentaron varias viviendas construidas con la misma técnica aplicada en el edificio principal. La documentación de una fase de destrucción intencionada como consecuencia de un incendio en una de estas viviendas en torno al siglo VI a.C., ha puesto en relación el abandono de este enclave con la crisis que Tarteso sufre en esa misma fecha.


Fig. 18. Planta del santuario de Caura (según Escacena e Izquierdo, 2001).

Pero la documentación que podemos extraer de todos estos asentamientos va más allá del nivel cultural, pues nos hablan del desarrollo social e ideológico que experimenta Tarteso. A partir del siglo VIII a.C. se detecta en el poblamiento la aparición de espacios residenciales mejor estructurados que responden a un nuevo orden jerárquico. Un elemento a destacar a este respecto es la aparición de murallas, ausentes en las etapas anteriores a excepción de la muralla de Tejada la Vieja, cuya primera fase constructiva se fecha en el Bronce Final. Dichas murallas nos hablan tanto de la existencia de un interés por preservar los recursos económicos de la comunidad como de la existencia de una organización social más compleja capaz de proyectar una construcción de gran envergadura. Acerca de su construcción se ha debatido mucho, intentando discernir si son resultado de la influencia oriental o no. Lo cierto es que la única muralla de tipo fenicio conocida es la localizada en el Castillo de Doña Blanca, aunque las murallas tartésicas de Niebla, Tejada la Vieja, Carmona, Montemolín y, quizá, Setefilla, presentan muchos rasgos que remiten a las edificaciones fenicias, como son la aparición de bastiones o la construcción a partir del uso de dos paramentos que posteriormente se rellenan de tierra y barro.

Mucho queda todavía por conocer del modelo urbano tartésico. Si realizamos una recopilación y clasificación de los restos constructivos exhumados hasta la fecha a partir de los cuales hemos reconstruido el modelo constructivo de este periodo, observaremos que en la mayor parte de los casos se trata de áreas con un fuerte papel cultual que poco o nada nos transmiten de la sociedad encargada de la explotación de los recursos o el desarrollo del comercio. Así, somos expertos conocedores de una «arquitectura singular» cuya estructura social aparece muy bien representada en las necrópolis, lo que nos habla de una correspondencia entre ambos ámbitos; no obstante, la lectura de este tipo de construcciones cultuales o palaciales debe ir más allá de una mera funcionalidad religiosa derivada de la aparición de altares en algunas de sus estancias, pues el hecho de ser tan numerosas dentro del territorio de Tarteso nos hace otorgarles una pluralidad en su funcionalidad.

V. La economía tartésica

Aunque el interés por Tarteso parece que radicó fundamentalmente en su riqueza minera, o al menos así lo manifiestan las fuentes clásicas, no cabe duda de que también disponía de otros recursos que despertaron el interés de los fenicios por levantar colonias estables en el sur peninsular. La riqueza de sus filones de piritas con oro, plata y cobre de Riotinto y Sierra Morena, inaccesibles para los fenicios por hallarse en las tierras del interior, se complementaban con su amplia línea de costa con enormes recursos marinos y unas tierras bañadas por el Guadalquivir y los llanos de Huelva de especial feracidad para la explotación agrícola y ganadera, lo que les proporcionaría un rápido desarrollo que no debemos soslayar. Por último, no podemos olvidar la estratégica posición de Tarteso una vez que se regularizó el cruce del estrecho de Gibraltar, cuando adquirió un papel fundamental en el tránsito comercial entre el Atlántico y el Mediterráneo, con un fácil acceso a las tierras del interior a través de los ríos Tajo y Guadiana, de donde procedían las principales materias primas.

El amplio conocimiento arqueológico que hoy tenemos de esta zona gracias a los análisis del territorio, nos permite acometer y cotejar con ciertas garantías las alusiones que sobre el lugar nos brindan las fuentes filológicas clásicas. Los estudios territoriales no sólo nos están permitiendo conocer mejor la estructura sociopolítica de un espacio geográfico concreto, sino también sus relaciones económicas y culturales con áreas adyacentes, lo que en definitiva permite reconstruir un amplio territorio culturalmente uniforme. Pero como es lógico, Tarteso estaba conformado por diferentes regiones o zonas que tenían sus propias peculiaridades culturales fruto de la actividad económica que desarrollaban; así, se aprecian diferencias sensibles entre las poblaciones con una economía fundamentalmente agrícola de las que se orientaban a la explotación de los recursos marinos o de las que se agrupaban en torno a la explotación minera, pero especialmente de las que centraban su actividad en el comercio exterior, lugares donde además se aglutinaban marineros, comerciantes y artesanos que ofrecerían sus productos a una población de perfil cosmopolita, y donde el intercambio de ideas y la hibridación cultural conseguirían su mayor desarrollo. La definición de todas estas particularidades culturales son las que nos permiten configurar la cultura tartésica.

A pesar de que las fuentes nos narren la llegada de los primeros navegantes mediterráneos a Tarteso como fruto de la casualidad, lo cierto es que esas navegaciones debieron contar con el soporte y la anuencia de las respectivas metrópolis de donde partían los comerciantes, pues de otra forma es difícil entender una iniciativa privada de esa naturaleza que, con el tiempo, sí pudo desarrollarse una vez abierta la ruta comercial. Pero la elección y el levantamiento de las primeras colonias, así como la enorme inversión que ello supuso en capital económico y humano, debieron estar garantizadas y financia­das por Tiro en el caso de los fenicios, si bien con el tiempo estas colonias adquirirían un rol independiente a medida que se asentaban en el territorio. El primer objetivo de los fenicios, por lo tanto, consistió en entablar una estrecha relación comercial con Huelva como punto de conexión entre el Atlántico y el Mediterráneo, y seguramente con la intención de monopolizar el comercio de estaño hacia el Mediterráneo, lo que justificaría la temprana presencia de cerámicas sardas y sículas en Huelva, así como la presencia de objetos procedentes de Huelva en Sicilia y Cerdeña, donde los fenicios ya habían establecido sus primeras colonias; el siguiente paso fue la fundación de Gadir, cuya colonia pronto se convertiría en el foco y punto de encuentro comercial entre sendos mares.

Durante el Bronce Final, en los momentos previos a la llegada de los fenicios, la zona que luego ocupó Tarteso se caracterizaba por la elaboración de ostentosos objetos de oro que han sido hallados en buena parte del cuadrante sudoccidental y la fachada atlántica, lo que da una idea de la importancia de la explotación de las placeres de oro en esa época. Pero además, la ingente cantidad de armas y otros elementos de adorno de bronce con fuertes composiciones de estaño, debieron llamar poderosamente la atención de los comerciantes orientales que vieron en ese metal una oportunidad para extender sus redes comerciales por todo el Mediterráneo, donde era escaso y muy demandado. De hecho, conocemos citas en las fuentes griegas donde se pone de manifiesto la importancia del estaño, y donde los foceos tienen un especial protagonismo; en este sentido, son especialmente relevantes tres citas históricas: la primera se la debemos a Avieno, sin duda sorprendente, pues describe Tarteso como un río cuyo caudal desplaza el estaño hasta la muralla de la ciudad, cuando sabemos que en todo el valle del Guadalquivir no existen filones estanníferos. La segunda mención se la debemos a Hecateo de Mileto, del siglo V a.C.: «Tarteso, ciudad de Iberia nombrada por el río que fluye de la montaña de la plata, río que arrastra también estaño». Más reveladora es la tercera cita de Escimno de Quíos que recogió Éforo de Cime, del siglo IV a.C.: «Tarteso, ciudad ilustre, que trae el estaño arrastrado por el río desde la Céltica, así como oro y cobre en mayor abundancia», una alusión muy ilustrativa porque nos remite al interior peninsular para situar los yacimientos estanníferos. Sin embargo, no conocemos los lugares exactos de donde se extraería el estaño, como tampoco sabemos donde se producirían los productos de bronce, con formas y técnicas muy homogéneas que aparecen distribuidos por toda la fachada atlántica, lo que al menos nos indica que existía una uniformidad estilística en toda esa zona que podría corresponderse con una cierta identidad cultural. Es más, salvo alguna excepción que una vez más se localiza en la periferia septentrional de Tarteso, carecemos de cualquier prueba fehaciente de la existencia de algún yacimiento de esa época donde se pudiera haber centralizado la explotación minera y metalúrgica, lo que sin duda dificulta nuestra labor investigadora. Lo que sí parece seguro es que los fenicios dejaron en manos de las jefaturas locales la provisión de los metales, lo que les reportaría grandes beneficios en su papel de intermediarios, limitándose los comerciantes fenicios a su distribución exterior.

Carecemos de pruebas y de alusiones en las fuentes antiguas sobre el afán de fenicios y griegos por el oro, aunque no podemos descartar que también formara parte de sus intereses comerciales. Lo que es evidente es que los indígenas dejaron de realizar objetos en oro macizo poco tiempo después de la colonización, sustituyéndolos por otros realizados en hueco a los que además incorporaron las técnicas y decoraciones importadas por las modas mediterráneas. La mayor parte de los conjuntos de oro han sido hallados de forma casual, formando parte de ocultaciones que se encuentran, por lo tanto, fuera de cualquier contexto arqueológico, lo que sin duda es un argumento de peso para considerar este metal como un bien relativamente escaso y de gran importancia económica y social para los indígenas; además, no olvidemos que el oro apenas fue utilizado en los ajuares de las tumbas tartésicas de mayor rango social, por lo que su uso debió tener un marcado y restringido carácter ritual, además de servir como garantía económica para las diferentes comunidades que lo atesoraban. La distribución de estos tesoros áureos coincide con la distribución de las estelas básicas, es decir, en el interior del cuadrante sudoccidental de la península Ibérica, y alejados, por lo tanto, del núcleo de Tarteso; no es extraño, pues, que también sea en esta zona del interior donde ya en plena época tartésica aparezcan tesoros de la importancia de Aliseda, un conjunto de joyas de oro y de otros materiales nobles de enorme importancia porque aúna la tradición indígena de algunos objetos con una iconografía y una técnica de elaboración genuinamente mediterránea.

Cuando los fenicios llegaron a la península, los indígenas ya explotarían el cobre de las minas de Riotinto, cercanas a Huelva, así como de otras minas de la zona de Sierra Morena; igualmente, se abastecerían del estaño del interior peninsular para así elaborar sus armas y otros objetos de bronce cuyos tipos eran muy similares a los que se realizaban en el resto del litoral atlántico europeo. La obtención del estaño se convertiría así en uno de los objetivos principales de los comerciantes orientales, quizá incluso el verdadero origen de su interés por el sudoeste peninsular; sin embargo, y una vez asentados en la península, se darían cuenta del enorme potencial que ofrecían las minas de plata, escasa y muy solicitada en el Mediterráneo. Por lo tanto, la gran aportación de los fenicios a la cultura indígena fue la implantación de una tecnología que permitió en poco tiempo multiplicar, exponencialmente, la explotación de la plata al mejorar no sólo los métodos extractivos, sino también las nuevas técnicas del refinado y la copelación, y, por supuesto, facilitar su comercialización. A partir de ese momento, la extracción de la plata, en detrimento del cobre, y la obtención del estaño se convierten en el foco de interés de su presencia en Tarteso.

Como es natural, serían las jefaturas indígenas las responsables de llevar a cabo la explotación de las minas y de organizar su transporte hasta los puertos costeros del Atlántico, donde los fenicios se encargarían de su exportación. No cabe duda de que el beneficio para ambas partes debió ser extraordinario a tenor del fuerte impulso de la zona en tan solo medio siglo, pues pasamos de un práctico desconocimiento de la sociedad indígena hacia el siglo IX a.C. a un sensible aumento de población y de un importante aumento de objetos mediterráneos de diferentes procedencias ya a comienzos del siglo VIII a.C. Es en este punto donde debemos valorar el gran esfuerzo organizativo que debió desplegar la sociedad indígena, que tuvo que destinar una enorme cantidad de mano de obra para explotar sus recursos minerales, lo que obligaría a tender redes de cooperación con otras comunidades para incentivar a la vez la explotación agrícola que tenía que cubrir las necesidades alimenticias de esa nueva población que, en definitiva, pasó a formar parte de la sociedad tartésica. Así mismo, no debemos descartar, como algunos investigadores han apuntado, la posible existencia de mano de obra esclava para llevar a cabo la explotación de la minas, lo que representaría una enorme desigualdad social difícil de detectar arqueológicamente; o la existencia de mano de obra voluntaria ante las perspectivas económicas de futuro que se abrían en Tarteso y que, a la postre, repercutirían de forma positiva en las jefaturas del interior que, por otro parte y a medida que se afianza la colonización, se irían asentando cada vez más cerca del foco tartésico.

Así pues, fue a partir de la colonización fenicia cuando la explotación de las minas se convierte en uno de los objetivos preferentes de Tarteso, un hecho que además viene avalado por la aparición de un gran número de escorias en el entorno de Riotinto, zona donde la extracción de la plata está documentada a partir del siglo VIII a.C., así como por los estudios del paisaje, en los cuales se ha detectado una intensa deforestación en el entorno a los focos mineros, ejercicio imprescindible para generar el combustible necesario para alimentar los hornos destinados al beneficio del metal.

Localizar los centros de distribución del metal es otro de los objetivos de la investigación, hasta ahora limitados a yacimientos de cierta importancia como Peñalosa, San Bartolomé de Almonte o Tejada la Vieja, siendo este último el que mayor interés ha suscitado. La importancia de Tejada se debe fundamentalmente a su situación geográfica, pues se ubica entre las zonas mineras de Sevilla y Huelva, cuyos núcleos urbanos actuarían como los puertos principales de la vertiente atlántica junto a Cádiz; además, se encuentra próxima al poblado de Peñalosa, fechado en el Bronce Final, tal vez el antecedente indígena de la comercialización del metal; por último, Tejada presenta una muralla cuya construcción se fecha en el siglo VIII a.C., contemporánea por lo tanto a los momentos de la colonización (fig. 19). Del mismo modo, son también muy significativos los restos documentados en San Bartolomé de Almonte, tanto porque en el poblado se detecta una actividad metalúrgica desde el Bronce Final, como por su gran desarrollo a partir del siglo VIII a.C., momento en el que pasaría a convertirse en un centro de importante valor estratégico para la salida del metal a través de la desembocadura del Guadalquivir. Por último, cabe también reseñar la presencia de plomo en estos yacimientos, un elemento imprescindible para el copelado de la plata.


Fig. 19. Planta de Tejada la Vieja (según Fernández Jurado, 1987).

Como suele ser habitual en los poblados mineros de la Antigüedad, son muy escasos los restos constructivos que nos podrían servir para detallar sus trazados urbanos, seguramente por haber sido edificados con materiales perecederos. La pobreza de los poblados mineros detectados hasta el momento en el sudoeste de la península Ibérica, en concreto en la zona de Huelva, se justificaría así por la to­tal ausencia de agentes fenicios en este territorio, por lo que la presencia de algunos objetos aislados de origen mediterráneo se ha interpretado como compensaciones o regalos a los responsables de la explotación y gestión minera. No obstante, los fenicios sí intervinieron activamente en los centros encargados de la distribución del metal, caso de Tejada la Vieja, donde su muralla fue levantada usando técnicas de construcción oriental que sólo pudieron ser introducidas por los agentes fenicios, lo que denota su interés por que el metal llegara en condiciones de máxima seguridad a los principales puertos encargados de su exportación, primero Huelva y Sevilla y más tarde Cádiz; los primeros como nexo de unión entre ambos mares, mientras que el segundo acabó por concentrar todo el tráfico hacía el Mediterráneo, como así nos lo confirma el rápido e intenso desarrollo social y urbano detectado a partir del VII a.C.

El incremento de la actividad metalúrgica y los beneficios obtenidos por los fenicios en su ejercicio de intermediación en la explotación de las principales regiones mineras del sudoeste y su posterior comercialización, propiciaría la creación de nuevas colonias desde las que controlaría directamente el negocio, intensificando, de ese modo, su presencia en Tarteso. Esta circunstancia aparece unida a la inestabilidad que en esos momentos se vivía en el Mediterráneo oriental, donde el estado asirio presionaba sobre todo el Levante, lo que empujó a una buena parte de la población a emigrar a otros lugares donde ya existían colonias bien asentadas y donde cada día resultaba más necesario la llegada de mano de obra destinada a la explotación de los recursos de la zona, como era el caso de Tarteso. De ese modo, al contingente de artesanos y comerciantes llegados en los primeros momentos de la colonización, pronto se les uniría mano de obra especializada necesaria para el desarrollo urbano, el trabajo en los puertos, las transacciones comerciales o la explotación agrícola. Estos nuevos contingentes de población, entre los que destacarían foceos y samios en el caso de Huelva, se unirían a la población indígena existente, lo que justificaría la personalidad cultural de Tarteso con respecto a otros lugares del Mediterráneo donde también se habían asentado fenicios junto a poblaciones de otros lugares de su entorno.

La agricultura y la ganadería habían constituido la base económica del sudoeste peninsular durante el Bronce Final. No podemos olvidar cómo las denominadas estelas de guerrero se han puesto en sucesivas ocasiones en relación con la existencia de jefaturas ganaderas, una hipótesis que vendría avalada por la propia dispersión de los monumentos, así como por la escasez de restos funerarios. También las fuentes clásicas sobre el mito de Tarteso nos invitan a considerar la importancia que la ganadería tendría en este territorio, pues no olvidemos que uno de los Trabajos de Hércules consistió, precisamente, en robar los toros de Gerión. También a la agricultura hacen referencia expresa las fuentes, al menos a la expansiva y generadora de excedentes, la cual se comenzaría a desarrollar a partir del reinado del legendario Habis, el rey civilizador a quien se le atribuye la creación de las primeras ciudades tartésicas. Pero detrás del mito hay una realidad evidente que se ve reflejada en la riqueza en pastos y la fertilidad de los territorios que se extienden por la vega de los ríos, caso del Guadalquivir, densamente ocupada pocos años más tarde del comienzo de la colonización, seguramente con el objetivo de producir excedentes que abastecieran a la mano de obra encargada de la explotación de la minas y a los numerosos contingentes que iban llegando desde otras áreas del Mediterráneo oriental. Así, a partir del siglo VIII a.C. comienza a detectarse el establecimiento de grandes poblados asentados en los terrenos más productivos del valle del Guadalquivir, donde Carmona parece convertirse en su núcleo principal.

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