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II. Los indígenas del sudoeste peninsular antes de la colonización

Uno de los mayores vacíos de la investigación arqueológica es el que tiene lugar entre el Bronce Medio o Pleno y la Primera Edad del Hierro (o Hierro I), medio milenio aproximadamente del que apenas conocemos algunos objetos como las cerámicas, las armas de bronce, algunos conjuntos áureos o las primeras estelas guerrero. Sin embargo, la percepción de las facetas determinantes en la vida de las gentes que poblaban ese territorio, es decir, los poblados, las creencias funerarias, los rituales religiosos o la organización social, nos son prácticamente desconocidos; una paradoja sin duda, porque estamos hablando de uno de los territorios, el sudoeste peninsular, más aptos para la explotación agropecuaria, minera y marina. Una época, pues, oscura, que dificulta la comprensión de la transición hacia la Edad del Hierro, momento en el que ya comenzamos a tener una información mucho más completa gracias al contacto de las comunidades indígenas con los primeros comerciantes procedentes del Mediterráneo.

Por otra parte, la llegada de los fenicios a la península Ibérica se adelanta cada día más a tenor de los últimos hallazgos que se han producido en la ciudad de Huelva, en El Carambolo y, especialmente en Cádiz, lo que a su vez restringe cada vez más las fechas en las que se estima que finalizaría el Bronce Final; consecuentemente, muchas manifestaciones que se consideraban genuinamente indígenas entran ahora dentro de una época protagonizada por los primeros contactos coloniales, lo que pone en duda la originalidad de algunas expresiones artísticas que hasta hace poco parecían exclusivas de las comunidades indígenas y que determinaron que a esta época «prefenicia» se la denominara como Bronce Final tartésico, un término que, como ya se ha dicho, no ayuda a entender el concepto cultural que aquí tratamos. Esos primeros contactos comerciales con gentes procedentes del Mediterráneo oriental impulsaron un profundo cambio en las sociedades del sudoeste peninsular, fundamentalmente en el área que hoy ocupan las provincias de Huelva, Cádiz y Sevilla, y que se ha venido denominando como foco o núcleo tartésico, pero tardó mucho tiempo en calar en las comunidades del interior que siguieron ancladas durante al menos un siglo en la cultura derivada de la Edad del Bronce.

Debió ser la colonización efectiva del territorio del foco tartésico, a partir del final del siglo IX a.C., la que desencadenó la reacción de las jefaturas que vivían en el entorno inmediato del que sería el foco tartésico, ávidas por entrar en un nuevo circuito comercial que les iba a procurar mejores beneficios que los que le procuraba el mercado atlántico. Hay tener en cuenta que las relaciones entre el interior y el sur peninsular ya serían fluidas desde fechas muy tempranas, o así parece demostrarlo al menos la presencia de cerámicas tipo Cogotas I en Andalucía o la existencia de objetos típicos del Bronce Atlántico, fundamentalmente armas, en buena parte de la Meseta. En efecto, durante el Bronce Final toda la fachada atlántica de la península Ibérica se hallaba inmersa en un circuito comercial muy activo que la comunicaba con zonas de la costa atlántica francesa y británica; un simple repaso a los tipos de armas, calderos, orfebrería o a algunos adornos personales de toda esa zona avala su homogeneidad técnica y artística. Es en esta época aún temprana cuando comienzan a aparecer objetos de claro origen mediterráneo en el interior del sudoeste peninsular, lo que puede llevarnos a pensar que esas primeras incursiones de productos mediterráneos pudieron haber sido realizadas por el interior de la península, desde su costa oriental, y no desde las costas de Huelva como se viene considerando; el hallazgo de numerosos objetos de tipo atlántico en el centro y este peninsular, así como en Baleares o Cerdeña no hace más que reivindicar esta vía por el interior previa a la apertura del comercio por el Estrecho que inauguraron los fenicios. No obstante, los argumentos aún son muy débiles como para certificar esta hipótesis.

Esa ausencia de poblados en el sudoeste peninsular durante el Bronce Final, que en cualquier caso estarían levantados con materiales poco consistentes, ha ocasionado una profunda división entre los prehistoriadores, pues mientras para unos se debe a un exiguo poblamiento de la zona que sólo se solucionaría gracias al impulso de la colonización mediterránea; para otros se debería simplemente a la escasa atención dedicada a esta época y, por lo tanto, a una falta de documentación que ayude a conocerla mejor. Es decir, el esplendor del Bronce Medio, con culturas como El Argar en el sudeste peninsular o el denominado Bronce del sudoeste, que nos ha dejado una completa información sobre las necrópolis de esta zona, habrían acaparado buena parte de la investigación arqueológica; al mismo tiempo, la irrupción de la colonización fenicia y griega habría centrado buena parte de los estudios históricos de la Prehistoria reciente, dejando de lado una fase larga y, para algunos incluso brillante, del sudoeste como es el Bronce Final. Por el contrario, el interés que siempre ha suscitado el Bronce Final es innegable, de hecho, fenómenos de enorme calado como la orfebrería, la metalistería o las estelas de guerrero han proporcionado una ingente bibliografía; sin embargo, la necesidad de hallar los poblados o las necrópolis para analizar aspectos fundamentales de la sociedad que produjo esas manifestaciones no se ha visto compensada arqueológicamente a pesar de las numerosas prospecciones arqueológicas emprendidas en todo el sudoeste peninsular en las dos últimas décadas, mientras que se seguían hallando yacimientos de importancia de otras épocas. Además, no parece que la escasez de poblamiento durante el Bronce Final sea exclusivo del sudoeste peninsular, pues un problema similar lo encontramos en la Meseta, donde apenas tenemos información sobre sus poblados y escasamente conocemos algún enterramiento bajo el suelo de las casas. Por lo tanto, deberíamos buscar las causas de esa parquedad en la documentación arqueológica y no achacar a la falta de investigación su insuficiente conocimiento.

La contradicción que existe entre la gran densidad de población que se detecta en los inicios de la Edad del Bronce en el sudoeste peninsular y la baja demografía en las últimas fases de este periodo histórico parece estar directamente relacionada con un cambio climático que afectó a toda la península, pero que, como es lógico, se deja notar con mayor intensidad en las zonas que estaban más pobladas, como el valle del Guadalquivir y Huelva. Según los diferentes estudios sobre el paleoclima de la península, después de la Edad del Bronce se produjo un largo periodo de estiaje que afectó gravemente a la economía agropecuaria, acabando así con los centros dedicados a la agricultura extensiva junto a los valles de los grandes ríos, principalmente el Guadalquivir y el Guadiana, y a las tierras de pastos, lo que pudo determinar una masiva emigración hacia las tierras del interior; un momento en el que no pocos investigadores hacen arrancar la trashumancia. El abandono de la agricultura a gran escala y la práctica de la trashumancia serían los responsables de la aparición de los asentamientos de carácter estacional en detrimento de los grandes núcleos de población estables. En consecuencia, el sistema sociopolítico sufriría un drástico cambio hacia sociedades más disgregadas que estarían sostenidas por jefaturas locales interrelacionadas por lazos de parentesco; muy diferente por lo tanto al sistema anterior, basado en la explotación minera a gran escala y en la agricultura extensiva que permitió una organización social que, en el caso de El Argar, ha sido incluso considerada como el germen del primer estado peninsular.

Parece que ese cambio climático, y no sabemos si algún otro tipo de catástrofe natural que pudo afectar directamente al valle del Guadalquivir como se está investigando en los últimos años, supuso el desplazamiento y la ocupación de las tierras más septentrionales y cercanas a la vertiente atlántica, donde surge el denominado Bronce Final Atlántico, un periodo de gran actividad económica como ya se ha aludido. Se da además la circunstancia de que los elementos más sobresalientes del Bronce Final son comunes al ámbito atlántico, caso de las armas de bronce, los oros o las estelas de guerrero, por poner los ejemplos más conocidos, elementos que, paradójicamente, son testimoniales en el valle del Guadalquivir durante el Bronce Final, lo que indica que el eje de la actividad comercial se había trasladado hacia las tierras del interior, donde surgen yacimientos de gran interés en los que ya se documentan objetos de importación procedentes del Mediterráneo. Además, la economía pecuaria predominante facilitó la movilidad de la población y, por consiguiente, el intercambio de productos, lo que justificaría la presencia de armas y otros objetos de prestigio de tipo atlántico en la Meseta. Por último, como veremos más adelante, un fenómeno como las estelas de guerrero, exclusivo en los primeros momentos de las zonas del interior de Portugal y del occidente extremeño, va a suponer una prueba más del comercio atlántico hacia el interior peninsular, pues exhiben objetos, principalmente armas, de evidente origen atlántico, como las espadas de lengua de carpa o el propio escudo escotado, todo un símbolo de estas estelas y de las intensas relaciones atlánticas a larga distancia.

Una economía que se basaba principalmente en la explotación ganadera debió generar una organización social basada en jefaturas que a su vez necesitarían rodearse de un grupo privilegiado a modo de aristocracia guerrera, dentro del ámbito familiar, para defenderse de las razias para robar el ganado, así como para controlar las vías de comunicación, algunas de las cuales vigilarían otros medios de producción de enorme importancia estratégica como la minería, especialmente la del oro y el estaño, este último muy demandado en esos momentos para la elaboración de las armas de bronce, mientras que el oro sería primordial para fomentar los vínculos sociales entre las jefaturas, ya sea como regalo, como tesoro de la comunidad o como dotes para fomentar los matrimonios mixtos.

En cuanto a los objetos que caracterizan a estas sociedades del Bronce Final, además de los torques, brazaletes y pendientes de oro macizos, o las armas de bronce (fig. 1), destacan especialmente las cerámicas, porque serán la guía para dibujar un territorio culturalmente homogéneo. Así, las cerámicas de la época se caracterizan por estar elaboradas a mano en hornos de cocción reductora, lo que hace que sus superficies sean de color oscuro. Las formas más comunes son los platos, las copas y, especialmente, las cazuelas, muy características de la época. Los acabados de estas cerámicas suelen ser lisos y muy bruñidos para darles un aspecto metálico que en ocasiones alcanzan calidades extraordinarias; destacan especialmente las decoradas con motivos geométricos en forma de red, las denominadas «retículas bruñidas», a veces decoradas por fuera, otras por el interior y, en alguna ocasión, por ambas superficies, lo que ha permitido crear grupos según su distribución geográfica. Otra característica de los conjuntos cerámicos del Bronce Final del sudoeste es la carencia de grandes contenedores para el transporte y el almacenamiento, lo que indica una escasa actividad comercial de productos alimenticios que demostraría la economía de subsistencia que prevalece en esos momentos. Por último, destacar que el mayor número de cerámicas decoradas con motivos geométricos se atestigua a partir de la colonización fenicia, por lo que no se puede descartar que su generalización se deba a un impulso derivado de las nuevas modas introducidas por los comerciantes mediterráneos, aunque este es un tema muy sensible que aún está en proceso de estudio.


Fig. 1. Tesoro de Sagrajas (Badajoz), Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

Pero la raquítica documentación que tenemos sobre los poblados y las necrópolis del Bronce Final en el sudoeste no debe llevarnos a pensar en un paisaje desolado y aislado de los circuitos comerciales de la época. Parece que la población se concentró en algunos puntos que, desgraciadamente, están muy poco estudiados, pero sí hay indicios evidentes de población en Huelva, así como en otros puntos del valle del Guadalquivir, algunos de gran interés como Mesas de Asta, Carmona o Setefilla, todos ellos ubicados en sitios altos donde la defensa y el control del territorio son determinantes, pero estrechamente ligados, no obstante, a la explotación pecuaria. También existirían pequeños poblados distribuidos por los valles fluviales dependientes de esos lugares estratégicos ubicados en altura, pero su organización en cabañas redondas o de tendencia oval realizadas con materiales perecederos hace muy difícil detectarlos, destruidos por la intensa y continua labor de los campos en épocas posteriores, por lo que los conjuntos cerámicos son la única guía para detectar su presencia.

Más complicado aún es reconstruir el rito funerario de estas comunidades, de las que apenas podemos colegir algún dato muy aislado. Esta falta de documentación, que contrasta con los cementerios de cistas de la época anterior o con los túmulos funerarios de la Primera Edad del Hierro, ha disparado las conjeturas sobre el ritual que se llevaría a cabo; además, el desconocimiento que también tenemos de otras zonas de la península no ha ayudado a esclarecer este punto. De haberse practicado de forma sistematizada la inhumación, parece lógico que ya contaríamos con algunos conjuntos funerarios significativos, sin embargo sólo conocemos de forma muy parcial algunos resultados procedentes de la necrópolis de Mesas de Asta, donde se han realizado algunas prospecciones que parecen apuntar en este sentido; otros hallazgos aislados, como las tumbas de Roça do Casal do Meio, en Sesimbra (fig. 2), no ayudan a despejar la incógnita por la peculiaridad de la tumba, más moderna de lo que se pensaba hasta ahora gracias a los recientes análisis radiocarbónicos del conjunto. La idea más generalizada es que ya se practicaría la incineración, si bien, y siempre en función de la ausencia de documentación arqueológica, los restos cremados podrían haberse echado a los ríos, lagos o al mar, en línea con los rituales que más tarde se generalizan en el área atlántica. Pero no falta quienes atribuyen la introducción de la incineración a los fenicios, lo que justificaría la convivencia de ambos ritos en las necrópolis más antiguas de época tartésica.


Fig. 2. Tumba de Roça do Casal do Meio (según Spindler, Ferreira y Veiga, 1973).

Por último, subrayar que a pesar de este panorama algo desolador del Bronce Final, hay indicios de una actividad minera previa a la llegada de los colonizadores mediterráneos, lógica si tenemos en cuenta que la zona de Huelva debió jugar un papel primordial en los intercambios comerciales atlánticos como parece demostrar el impresionante depósito de armas y objetos de adorno de bronce hallado en la ría de Huelva, en concreto en la desembocadura del río Odiel (fig. 3). Por lo tanto, no se trata de otorgar a los fenicios todo el protagonismo del auge económico del sudoeste, sino que su papel fundamental consistió en potenciar las actividades productivas ya existentes, introduciendo los mecanismos y las herramientas más apropiadas para ampliar la explotación minera y agrícola, y, sobre todo, poniendo al servicio de los indígenas una red de distribución comercial que ampliaba sensiblemente su mercado; así, y en poco tiempo, los indígenas vieron las mayores ventajas que reportaba el comercio con el Mediterráneo, volcando toda su actividad hacia el núcleo de Tarteso en detrimento del eje atlántico que, no obstante, jamás abandonó, entre otras cosas porque buena parte de las materias primas que demandaban los fenicios eran originarias de la fachada atlántica peninsular.


Fig. 3. Depósito de la ría de Huelva, Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

Primeros contactos comerciales con el Mediterráneo

A esta imprecisa fase se la ha venido denominando como «precolonial», un término que sirve para que todos tengamos una referencia cronológica del periodo que queremos abordar, entre los siglos XII y IX a.C., es decir, los tres siglos que anteceden a la colonización fenicia, si bien supone serios problemas interpretativos. En realidad se trata más de unos hallazgos arqueológicos singulares dentro del Bronce Final que de una fase cronológica. En síntesis, por «precolonial» entendemos la presencia de objetos de origen mediterráneo aparecidos en la península Ibérica antes de la colonización, lo que a su vez demostraría que con anterioridad a iniciarse los mecanismos para crear colonias en el sur peninsular, los fenicios ya conocerían las rutas y las posibilidades comerciales que le ofrecerían estas tierras gracias a contactos comerciales previos desarrollados por ellos o por otros agentes del Mediterráneo. Pero el término «precolonización» no es exclusivo del sur peninsular, si bien es verdad que cuando se utiliza para otras zonas de la cuenca mediterránea tiene connotaciones históricas diferentes, de tal manera que en el Mediterráneo central siempre se vincula con las navegaciones micénicas hacia Occidente, por lo tanto mucho antes de las fechas propuestas para nuestra península. Además, esos contactos micénicos con las zonas centrales del Mediterráneo van unidos a un proceso de aculturación que en ningún caso se detecta entre las comunidades indígenas del sudoeste peninsular, por lo que se trataría de un simple contacto comercial previo y necesario para la posterior colonización, circunstancia que, por otra parte, se ha venido repitiendo a lo largo de los diferentes procesos coloniales de la historia. Es cierto que algunas cerámicas de origen micénico en el curso medio del Guadalquivir y otras zonas del sudeste ha supuesto una nueva vía de investigación de la que aún poseemos pocos datos, pero que en ningún caso deben marcar el punto de inflexión a la hora de sistematizar los primeros contactos precoloniales; por otra parte, a nadie se le escapa que los contactos de la península con otras áreas del Mediterráneo, ya sean de forma directa o indirecta, se remontan a épocas muy antiguas.

El interés por esta etapa previa a la colonización se ha reactivado a la luz de los nuevos datos aportados por la arqueología, aunque desde posturas algo distintas en cuanto al área geográfica mediterránea que habría propiciado ese contacto con la península; el mundo egeo para unos o el sirio-palestino para otros. Pero también se ha concebido la precolonización como un hecho incesante desde las presuntas navegaciones micénicas a Occidente, bien con la intermediación directa de Sicilia y Cerdeña, o bien gracias a navegantes que organizarían ese trayecto comercial tanto desde el Atlántico como desde ambas zonas del Mediterráneo. Quizá lo más interesante de este fenómeno de la precolonización sea poder dilucidar de qué modo se llevaron a cabo esos primeros contactos y las circunstancias en que se desarrollaron. Por último, hay posiciones contrarias a considerar este momento como un incentivo definitivo para el desarrollo de las comunidades indígenas que, según los denominados indigenistas, ya tendrían el suficiente nivel de desarrollo socioeconómico y político como para asimilar sin traumas y en igualdad de condiciones la colonización. En cualquier caso, la existencia de una etapa previa de contactos mediterráneos antes de la colonización fenicia parece hoy indiscutible. También parece lógico pensar que esta etapa precolonial surtió un mayor efecto en las zonas que ofrecían mejores posibilidades comerciales, es decir, en el núcleo tartésico, un territorio en el que ya se debía explotar, aunque fuera de forma incipiente, los ricos recursos mineros y agropecuarios existentes; así, ese potencial económico suscitaría el interés suficiente como para que la zona fuera atractiva a los comerciantes mediterráneos que, seguramente, conocían esos recursos gracias a los contactos indirectos de Tarteso con otras zonas del Mediterráneo central, particularmente con Cerdeña y Sicilia.

Sin embargo, y paradójicamente, la mayor y mejor información sobre esa fase precolonial procede de las zonas geográficas limítrofes con el área tartésica, un territorio estrechamente vinculado con el mundo atlántico del Bronce Final y que, a pesar de ello, apenas sufrió cambios significativos hasta la Primera Edad del Hierro. De este modo, las zonas donde se han recogido los mejores indicios de esos contactos mediterráneos previos a la colonización se distribuyen por la actual Extremadura, la mitad sur de Portugal y la zona occidental de la Meseta Sur, que a su vez comparten claras analogías culturales con la fachada atlántica portuguesa. Quizá la zona más significativa y homogénea de esta etapa del Bronce Final sea la Beira portuguesa, con escasos poblados ubicados en puntos estratégicos y precariamente estructurados, con una total ausencia de necrópolis y una amplísima dispersión de restos que impide cualquier estudio territorial, situación que podríamos trasladar sin problemas a la zona del valle del Tajo en territorio español. A pesar de ello, hay claros signos de la existencia de jefaturas en todas estas zonas periféricas de Tarteso, donde se han documentado numerosos bienes de prestigio que las caracterizan, y donde, como se apuntaba anteriormente, destacan de manera especial las estelas diademadas o femeninas, las estelas de guerrero, la rica orfebrería y un alto porcentaje de armas de bronce. Estas manifestaciones arqueológicas se concentran en zonas estrechamente relacionadas con lugares ricos en pastos y en metales como el oro y el estaño, mientras que en las zonas de labrantío apenas se han localizado restos de esta época, salvo algunos hallazgos aislados junto a los pasos más importantes de los principales ríos, como por otra parte es lógico. Así, y en definitiva, la mayor parte de los hallazgos de objetos de origen mediterráneo anteriores a la colonización fenicia se han documentado en las Beiras y el Alentejo portugueses, en la sierra noroccidental y la penillanura cacereñas y en la comarca natural de La Serena y su prolongación hacia los Pedroches cordobeses y el extremo occidental de la Meseta Sur; zonas que se caracterizan por su bajo rendimiento agrícola y su alta productividad pastoril que aún sigue siendo una fuente de riqueza fundamental hoy en día. Y es precisamente en estas zonas donde se han hallado la mayor parte de las estelas de guerrero, de los tesoros áureos y de las armas y otros objetos de prestigio de bronce de la época.

La fuerte personalidad de las estelas, ausentes del foco tartésico hasta los primeros momentos de la colonización, o el enorme interés que suscitan los hallazgos de los carros rituales de bronce hallados en la localidad portuguesa de Baioes, entre otros objetos, impiden que debamos considerar estas zonas como «periféricas» puesto que aún no se ha configurado Tarteso; además, el concepto «periférico» conlleva una dependencia sociocultural de un foco que en absoluto se percibe en el sudoeste peninsular hasta que está bien asentada la colonización mediterránea.

Las estelas decoradas del oeste peninsular

No cabe duda de que uno de los temas más recurrentes de nuestra Prehistoria y Protohistoria es el de las estelas de guerrero y femeninas o diademadas, también denominadas «estelas del sudoeste» por ser esta la zona donde hasta hace unos años se distribuían; sin embargo, últimamente se han producido nuevos hallazgos al norte del Tajo e incluso del Duero que obligan a clasificarlas como «estelas del oeste» porque su distribución, al menos en sus primeros momentos, está muy ligada al mundo atlántico, mientras que sólo en las fases más recientes hacen su aparición en el núcleo tartésico, ya muy alteradas y con un significado renovado al que tenían en el Bronce Final. La fascinación y los innumerables trabajos dedicados a las estelas decoradas se debe, en primer lugar, a la ausencia de un contexto arqueológico claro en el entorno inmediato donde han sido halladas, lo que ha propiciado todo un rosario de interpretaciones sobre su funcionalidad; en segundo lugar, a la presencia de un buen número de objetos grabados originarios del Mediterráneo que han abierto la puerta a la especulación sobre rutas de comercio entre el Atlántico y el Mediterráneo en etapas previas a la colonización fenicia, lo que a su vez ha propiciado una intensa discusión sobre la cronología de esos objetos; y, en tercer lugar, a que estos monumentos son prácticamente el único argumento del que disponemos para esbozar un ensayo sobre la organización social de estas comunidades antes de la consolidación de Tarteso.

Ha pasado más de un siglo desde que se halló la primera estela de guerrero en Solana de Cabañas, en la sierra cacereña de las Villuercas, pero ya a mediados del siglo XX se pudo elaborar un primer repertorio gracias al rápido aumento de los ejemplares documentados. Los primeros estudios tipológicos fueron realizados entre los años sesenta y setenta del pasado siglo, en los que ya se emitían hipótesis elaboradas sobre su funcionalidad y cronología gracias al descubrimiento de medio centenar de estos monumentos. Por último, en las dos últimas décadas del pasado siglo se produjeron una gran cantidad de hallazgos dispersos por buena parte del sudoeste peninsular que propiciaron nuevas síntesis sobre las estelas, tanto de las diademadas o femeninas como las de guerrero, si bien se puso el acento en la distribución geográfica y territorial que ofrecían, además de indagar en las relaciones sociales y económicas con otros grupos. En estos últimos años asistimos a otro resurgir que de nuevo coincide con la concentración de hallazgos en un corto espacio de tiempo –un 12 por 100 del total de las estelas documentadas– lo que ha ayudado a avanzar sensiblemente en su interpretación, sobre todo gracias a los hallazgos del norte de Portugal, que amplían la zona geográfica donde se desarrolla el fenómeno, o las aportaciones de estelas con representaciones de mayor complejidad que han ayudado a despejar algunas incógnitas sobre su significado, como las estelas mixtas, en las que aparece representadas la figura del guerrero junto a la femenina. En total, contamos hoy en día con más de 120 estelas que nos permiten acercarnos a ellas con un mayor grado de conocimiento del que teníamos hace tan sólo una década, lo que a su vez nos obliga a profundizar en su análisis con un enfoque más social.

Otro de los problemas que presentan las estelas es su distribución geográfica, pues aparecen en territorios a veces restringidos que parecen estar relacionados con variables de carácter tanto social como cronológico (fig. 4). Si partimos de la base de que el paisaje es un producto de la vida social de sus habitantes, el problema en el caso de las estelas decoradas es que apenas conocemos la relación que mantienen con sus hábitats y, por lo tanto, ignoramos la actividad económica que desempeñaron, que sólo podemos intuir a través del análisis de los medios disponibles en su entorno inmediato. En un escenario ideal se podrían establecer los límites políticos de esta manifestación y su interrelación con los otros espacios donde se produce el mismo fenómeno; pero, desgraciadamente, estos presupuestos sólo son viables si estudiamos sociedades de base agrícola o industrial, pero son muy difíciles de aplicar si nos enfrentamos, como parece, con sociedades de base ganadera y claramente jerarquizadas.


Fig. 4. Mapa de distribución de estelas / Losa y estela.

Las estelas responden a un fenómeno indígena del área atlántica peninsular donde ya existía una tradición en la elaboración de losas y estelas de carácter guerrero junto a otras que aluden a personajes femeninos caracterizados por una gran diadema. Por ello, las primeras estelas, en realidad losas, circunscritas al interior de Portugal y norte de Extremadura, sólo presentan tres elementos en su composición: el escudo, la espada y la lanza, sendos objetos de innegable adscripción al mundo atlántico, donde el escudo y esas armas de bronce están bien documentadas hasta Irlanda. Pronto comenzaron a añadirse otros elementos exógenos de origen mediterráneo que, sin embargo, no aparecen hasta más tarde en el área tartésica. La explicación podría estar en la existencia de una ruta que conectaría el Mediterráneo oriental con la península Itálica y que a través del Languedoc-Rosellón se internaría por el interior de la península para buscar lugares de aprovisionamiento en el sudoeste en un momento donde aún habría serias dificultades para atravesar el estrecho de Gibraltar. Esta hipótesis justificaría la presencia de las estelas francesas del sudeste, las recientemente halladas en Italia o la zaragozana de Luna; pero también explicaría la presencia de espejos en las islas Baleares que sólo aparecen representados en las primeras estelas básicas o la temprana representación de los carros; además, abriría una vía para el comercio griego que se consolidaría mucho más tarde con la fundación de Massalia y Emporion.

A modo de síntesis, debemos destacar en primer lugar que las estelas se pueden dividir en dos grupos bien diferenciados, las lo­sas y las estelas propiamente dichas. Las primeras, denominadas estelas básicas, se caracterizan por aparecer principalmente en las zonas más septentrionales del cuadrante suroccidental, ocupando zonas de la Beira portuguesa, la sierra de Gata y el valle del Tajo; son lajas de piedra con un tamaño siempre similar al del cuerpo humano, en torno a 1,70 metros, en las que se grabó en su centro un escudo caracterizado por su escotadura en forma de «V»; el escudo aparece flanqueado, invariablemente, por una lanza en la zona superior y una espada en la inferior. Estas losas probablemente estaban destinadas a tapar cistas de inhumación como las que se han documentado en toda esta amplia zona, ritual que hunde sus raíces en el Bronce Pleno. La losa representaría, por lo tanto, el propio cuerpo del guerrero, con la espada a la cintura y la lanza en posición de ser proyectada; por último, las losas no están rebajadas en la zona inferior y reservan sin decorar ambos extremos de la losa, lo que demuestra que no fueron utilizadas como estelas.

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