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En el litoral comprendido entre los ríos Baetis y Anas, los fenicios habían elegido tiempo atrás el estuario de los ríos Tinto y Odiel para fundar uno de los primeros emporios de Iberia, Onuba (Huelva). La crisis del siglo VI a.C. debió afectar a la población fenicia del emporio, como en el Bajo Guadalquivir, pero no sabemos si desapareció totalmente o, como en el Algarve, estos asentamientos fueron repoblados a partir del siglo IV a.C. por contingentes provenientes de Gadir y de su territorio. Lo cierto es que en época romana había poblaciones fenicias, en una cuantía tan numerosa como para que Estrabón (III, 1, 7) señalase que el litoral entre las desembocaduras de los ríos Guadiana y Guadalquivir estaba habitado por bástulos, al igual que la franja costera entre las Columnas de Heracles y Karchedón Néa –Cartagena– (Str. III, 4, 1). Mela (III, 3), autor originario de Tingentera, en la bahía de Algeciras, y supuestamente buen conocedor de lo que describía, especificó que la fachada bética entre el cabo de Trafalgar y la desembocadura del río Anas estaba habitada por túrdulos y bástulos. La misma noticia es transmitida por Plinio (Nat. II, 8).

El registro arqueológico de las ciudades del entorno, como Onuba, Ilipla o Tejada la Vieja, no desmiente la impresión de los testimonios escritos. En la primera, los contextos arqueológicos y el registro material asociados a ellos evidencian su conexión con la órbita gadirita, una vinculación que no se limitaría a la recepción de importaciones o a la similitud del registro cerámico, sino a la participación de Onuba en el proyecto político y económico coordinado por Gadir, al que contribuyó fundamentalmente en aspectos como la capacidad portuaria y de escala hacia el Extremo Occidente, la aportación de sus costas y de su población al desarrollo de las «industrias» salazoneras, así como las disminuidas, pero aún existentes, explotaciones mineras. En todas las fases distinguidas en el asentamiento la tendencia es similar, aunque la vinculación con el área del estrecho parece, si cabe, mayor en el periodo datado entre 375 y 225 a.C.

Enfrente de Onuba, en Aljaraque, se excavó en los años sesenta un yacimiento arqueológico identificado como «factoría», en sintomática alusión a los asentamientos fenicios que entonces se estaban descubriendo en el litoral mediterráneo. Las limitaciones que ocasiona la realización de una sola campaña de excavaciones y la antigüedad de esta, impiden valorar adecuadamente las características del yacimiento y su evolución, pero podemos avanzar algunas hipótesis. Parece que la vida de este sector del asentamiento se desarrolló en cuatro fases, la más antigua de las cuales se puede datar en los siglos VII-VI a.C. Este primer estrato está sellado por un suelo de tierra apisonada que, por los fragmentos cerámicos que se le asocian (cerámica ática) pueden fecharse a fines del siglo V o principios del IV a.C. La siguiente fase se ha datado en el siglo III a.C., aunque la revisión de los materiales (ánfora Mañá-Pascual A4a, cerámica gris), puede hacernos pensar en una antigüedad mayor o que su composición no responde a un solo momento de deposición. La última fase está definida por muros de guijarros y adobes y un pavimento de conchas, que ha hecho pensar en un santuario por paralelos con otros edificios sacros, como El Carambolo o Alcorrín. Los materiales asociados a estas estructuras son cronológicamente poco definidores, si exceptuamos los bordes de ánforas púnico-gaditanas del tipo T-8.1.1.2, datadas entre la segunda mitad del siglo IV y el siglo II a.C.

La explotación de los recursos marinos del litoral onubense en esta koiné liderada por Gadir tiene un ejemplo paradigmático en La Tiñosa (Lepe, Huelva), una factoría en la desembocadura del río Piedras. Salvo este yacimiento, no hay apenas datos sobre el poblamiento en este estratégico estuario, pero el topónimo de la población ribereña, Cartaya, de raíz fenicia (qrt, ciudad) y un pebetero en forma de cabeza femenina hallado en El Terrón, en la otra orilla del río, permiten tener una razonada sospecha de que existió un núcleo de población de raigambre fenicia en estos parajes. La Tiñosa presenta un evidente paralelismo cronológico, funcional y artefactual con los saladeros de las factorías gaditanas. La cerámica documentada no presenta ninguna divergencia con el repertorio cerámico púnico-gaditano de los siglos IV-II a.C., y las ánforas proceden de los talleres de Gadir o de la campiña gaditana: las más abundantes contenían aceite (T-8.1.1.2), pero están también representados envases salazoneros (T-12.1.1.1) y otros sin contenido conocido (Pellicer D).

Aguas arriba del río Tinto se ubicaba Ilipla (Niebla, Huelva) que, junto con Tejada la Vieja, constituyen dos ejemplos de ciudades con una cultura «mestiza» determinada por los sustratos locales y por la aportación fenicia en época arcaica, potenciada con el tiempo por la integración del asentamiento en la órbita de Gadir. Las excavaciones arqueológicas han generado la idea de una convivencia en el asentamiento entre la población turdetana y la fenicia, valorando las técnicas edilicias y el diseño de construcciones, como la muralla de casamatas posterior al siglo V a.C., con paralelos en la fortificación del Castillo de Doña Blanca. Asimismo, los estratos de incendio detectados en la zona del Desembarcadero y datados a fines del siglo III a.C. se han relacionado con la Segunda Guerra Púnica y con la ofensiva final romana sobre las ciudades aliadas de los cartagineses.

El caso de Tejada la Vieja es similar al de Ilipla. Independientemente de su origen precolonial o colonial, lo cierto es que a fines del siglo VIII a.C. el asentamiento se configuró como una ciudad amurallada, de unas 6,5 hectáreas, actuando como centro acumulador y redistribuidor del mineral obtenido en el área minera que controlaba. Esta urbanización, en cronologías tan elevadas, ha sido interpretada como un fenómeno directamente vinculado a la colonización fenicia, una relación que no cesaría tras la disminución de la actividad minera y metalúrgica. Aun siendo una ciudad del interior, su inclusión en el «Círculo del Estrecho» hasta el traslado de la población a Tejada la Nueva (Ituci), a mediados del siglo IV a.C., queda al margen de cualquier duda por la composición de la vajilla cerámica y, singularmente, los envases de transporte. Como parece ser la norma en el área onubense, los contenedores anfóricos se clasifican en los tipos T-10.2.2.1 y Pellicer D.

El carácter mestizo y culturalmente vinculado al mundo semita de la nueva fundación, Ituci, se pone nuevamente de manifiesto en otro tipo de documento arqueológico: las emisiones monetales de época romana. Ituci, junto con Olontigi (Aznalcázar, Sevilla), forman parte del grupo de cecas que emplearon la escritura púnica o neopúnica normalizada, constituido este por antiguas fundaciones fenicias como Gadir, Ebusus, Malaca, Sexi o Abdera. Esta evidencia no es casual ni carente de significación, sino que debe responder a un doble fenómeno económico y sociocultural: por un lado, la inclusión de la ciudad en la órbita económica de Gades y, por otro, el empleo de un alfabeto y de una lengua, la púnica, con el que se sentían identificadas comunidad cívica y entidad emisora, es decir, un medio de expresión y de comunicación de prestigio y, probablemente, de uso común.

Gadir y las ciudades de los cinetes

Como la Tartéside, la costa meridional portuguesa, habitada por cinesios, cinetes o conios, había sido un área de expansión de la colonización fenicia, aunque no disponemos de muchos datos para reconstruir la evolución posterior de estas fundaciones, si bien la continuidad de algunas, como Castro Marim (Baesuris), Tavira (Balsa) y Cerro da Rocha Branca (Silves), es segura. Siguiendo la tendencia ya vista en la costa onubense, los estudios más recientes son muy aclaratorios sobre la reactivación de estos centros y la creación de otros nuevos, como Faro (Ossonoba) o Monte Molião (Lagos), a partir de la segunda mitad del siglo IV a.C. por iniciativa de Gadir. A esta conclusión se ha llegado después de un riguroso estudio de los materiales cerámicos de tres yacimientos (Castro Marim, Faro y Monte Molião) realizado por A. M. Arruda y E. de Sousa, complementado con lo conocido de otros dos (Cerro da Rocha Branca y Tavira), que documenta no sólo la fluidez del tráfico comercial de estos centros con la bahía de Cádiz, sino también una significativa aportación demográfica, hasta el punto de denominar este proceso como una «gaditanización» de las comunidades cinesias.

En efecto, los estudios macroscópicos de pastas cerámicas de varios conjuntos cerámicos agrupados por características técnicas y funcionales (ánforas, cerámicas comunes, cerámicas «tipo Kuass» y cerámicas hechas a mano) han proporcionado unos datos ilustrativos sobre la procedencia de estas, no sólo de las ánforas, que son los envases tradicionales de transporte que pueden aparecer lejos de sus centros de producción, ni siquiera de la vajilla de mesa, de lógica distribución en los mercados regionales, sino también de la cerámica común. Así, las ánforas se clasifican en los tipos habituales fabricados en Gadir (S-12, T-8.2.1.1, Pellicer D) y en la campiña (T-8.1.1.2), contenedores de salazones y aceite respectivamente, siendo proporcionalmente mayoritarias (Castro Marim: 85 por 100; Faro: 57 por 100; Monte Molião: 94 por 100) respecto de las producciones locales (Pellicer B-C); y la cerámica común, de tipología netamente gaditana, procedía de los talleres gadiritas en un porcentaje superior al 70 por 100.

Otro contexto, en este caso de culto, remite a la vinculación con el «Círculo del Estrecho» y a la impronta cultural púnica en un aspecto tan sensible a las influencias exógenas como el religioso. Se trata del depósito de Garvão (Ourique, Beja), una favissa de forma oval de unos 50 m2 excavada en la ladera del Cerro do Castelo, donde se hallaría el santuario. El depósito se data a fines del siglo III a.C., y fueron hallados en él trece placas oculadas similares a las de La Algaida y Alhonoz y despojos de perros, en una proporción del 15 por 100 del total de los mamíferos consumidos. No hace falta insistir en la idea de que la comparecencia de cánidos en ámbitos de consumo doméstico y cultual, así como en necrópolis, constituye un indicio de hábitos culinarios y pautas religiosas de clara impronta fenicio-púnica tanto en Oriente como en Occidente, y que las placas oculadas metálicas se han puesto en relación con el culto a Tinnit, por lo se convierten en argumentos redundantes sobre la semitización de las comunidades cinesias.

Este horizonte, tan característico de los siglos IV y III a.C., da cuenta de la existencia de una comunidad de intereses en la que Gadir debió jugar el papel de puerto receptor de importaciones mediterráneas y difusor de sus propios productos, mientras que otros centros de rango menor como Onuba, Castro Marim o la propia Spal, ejercerían el papel de redistribuidores de sus respectivas áreas de influencia, y como consumidores de los productos de procedencia gadirita (aceite, vino, salazones). Estas analogías observadas en la procedencia y distribución de los envases de transporte son extensibles, aunque en menor medida, a la vajilla de lujo o semilujo, representada en la cerámica ática y en la vajilla «tipo Kuass», y a algunos recipientes de cocina y mesa, como los morteros, platos de pescado, cazuelas de borde ranurado y jarras monoansadas fabricadas en los alfares de Gadir.

La recuperación del tránsito comercial durante los siglos IV y III a.C. no debe interpretarse con un fenómeno aislado, sino como una manifestación de la reactivación económica y comercial del área atlántica que algunos autores atribuyen a la creciente presencia cartaginesa y a la subsiguiente implantación de colonos norteafricanos y reestructuración de la propiedad de la tierra, mientras que otros contemplan este fenómeno como los síntomas de un periodo de apogeo y de expansión económica y comercial de Gadir. No obstante, una vez revisados y contrastados los datos literarios y arqueológicos, no valoramos como incompatibles la creciente intervención cartaginesa en el Extremo Occidente con el desarrollo y expansión del comercio gaditano, en el sentido de que la primera pudo favorecer a la segunda.

Los periplos de Hanón e Himilcón, empresas estatales cartaginesas anteriores con seguridad al último tercio del siglo IV a.C., tuvieron como objetivo la exploración y el drenaje de materias primas de las que la ciudad era deficitaria, aunque dudamos de que constituyera una empresa de colonización agraria y de repoblación de las antiguas colonias fenicias. El registro arqueológico es discriminatorio en lo que se refiere a la iniciativa cartaginesa en la inauguración de asentamientos agrarios (tipo Cerro Naranja) y a la creación de nuevos asentamientos o refundación de enclaves portuarios en el Algarve y en la costa atlántica andaluza (La Tiñosa). Todas estas iniciativas que, como hemos señalado antes, han sido definidas como de «gaditanización» del área atlántica, responden a la transferencia de productos y poblaciones de la bahía gaditana hacia estas regiones receptoras.

La comparación con una ciudad cartaginesa fundada aproximadamente un siglo después, da buena cuenta de cómo una iniciativa estrictamente cartaginesa se refleja en el registro arqueológico, y especialmente en la composición de la vajilla cerámica. Si en Qart Hadast (Cartagena) las producciones cartaginesas, centromediterráneas e ibicencas son mayoritarias, y las del área del Estrecho son porcentualmente reducidas, en los yacimientos atlánticos portugueses, marroquíes y andaluces de los siglos IV y III a.C. los recipientes de origen cartaginés, o centromediterráneos en general, son poco significativos o inexistentes, mientras que las vajillas fabricadas en los talleres gadiritas, o inspiradas en estos, son mayoritarias.

No obstante ambos fenómenos no son incompatibles entre sí, ya que es probable que fuera la iniciativa cartaginesa la que diera impulso a esta expansión aportando el potencial militar terrestre y naval que garantizaría la seguridad de las nuevas fundaciones. Que sea en este momento cuando se acredite la expansión y colonización agraria según modelos mediterráneos en la campiña gaditana, en coincidencia con la expansión de las ánforas oleícolas por el Atlántico y el Bajo Guadalquivir, no debe ser casual; al igual que tampoco puede considerarse una mera coincidencia que a fines del siglo IV o principios del III a.C. se daten los primeros vestigios de ejércitos cartagineses en el valle de Guadalquivir. La ayuda cartaginesa a Gadir ante la presión de vecinos (Just. XLIV, 5, 1-4) y los periplos de Hanón e Himilcón pudieron ser dos de estas actuaciones que permitieron ensanchar los horizontes comerciales y políticos de Gadir, que a la larga, ya en época romano republicana, permitieron a la ciudad fenicia convertirse en una herramienta imprescindible de la política atlántica de Roma.

El comercio púnico en las Estrímnides

La cultura griega nunca tuvo un conocimiento exhaustivo de las tierras bañadas por el Océano, a pesar de que dos navegantes massaliotas habían surcado sus aguas, Eutímenes y Piteas, el primero al sur de las Columnas de Heracles y el segundo hacia las tierras más septentrionales de Europa. A Piteas se le atribuye, entre otros conocimientos, la comprobación de la peninsularidad de Iberia, pero el aventurero fue objeto de descrédito entre otros griegos, como Dicearco, Polibio y Estrabón (III, 4, 4), y sólo Eratóstenes parece que se hizo eco de sus descubrimientos. Poco son, por tanto, los datos conservados de época prerromana, y no parece muy probable que la cultura griega tuviera un extenso conocimiento de estas tierras, aunque la idea generalizada era la de riqueza metalífera, especialmente el estaño. Al contrario, el Atlántico era un mar fenicio, y la fachada peninsular bañada por el océano era un territorio explotado fundamentalmente por los gaditanos, como lo expresa Estrabón (III, 5, 11) en otro paso:

Así pues, los fenicios eran anteriormente los únicos que realizaban este comercio [a las islas Cassitérides] desde Gades: ocultaban a todos su ruta de navegación. Y cuando los romanos siguieron a un comerciante para conocer también ellos el lugar de intercambio, el comerciante, por celo, varó su nave voluntariamente en un bajío, y arrastró también a sus perseguidores a esta misma desgracia; él mismo se salvó del naufragio y obtuvo del erario público el precio de las mercancías que había perdido; sin embargo los romanos, después de lo que intentaron numerosas veces, consiguieron descubrir la ruta [trad. Gómez Espelosín 2007].

También Avieno (Or. Mar., 113-119), al final de la Antigüedad, se hizo eco de la riqueza metalífera, especialmente en plomo, de las islas Estrímnides, identificadas habitualmente con las Cassitérides de Estrabón, Plinio (Nat. IV, 119; VII, 197) y Diodoro (V, 38, 1-5). Su explotación comercial la asignó a tartesios, a los colonos de Cartago, entre ellos Himilcón, y a gentes del área de las Columnas de Heracles. El interés de los fenicios en las tierras septentrionales de Iberia se remonta a los tiempos más remotos de la colonización, de hecho habían establecido un emporio en la desembocadura del río Mondego, en el norte de Portugal, aunque sus mercancías se pueden encontrar más al norte, hasta Galicia. Se dice que la ventaja de la obtención del estaño, prácticamente en la costa, y la falta de interés de los fenicios en otros productos (agricultura, sal) no favoreció la instalación de factorías en el litoral gallego. Lo cierto es que hasta la fecha no hay evidencias de instalaciones empóricas en época arcaica.

Después de un periodo de escasas evidencias de comercio, a partir del siglo V a.C. se aprecia en el registro arqueológico del noroeste de Portugal y de las Rías Bajas un incremento notable de las importaciones de origen mediterráneo, con una mayor densidad en la desembocadura del río Duero y en las Rías Bajas, ya que esta parte de la costa ofrecía buenos puertos naturales y los depósitos de estaño estaban relativamente cercanos al litoral, a unos 30 kilómetros (Trás-os-Montes). Se han distinguido dos etapas en estas relaciones, la primera, entre 450 y 200 a.C., se caracteriza por la existencia en «emporios» púnicos en puntos de la costa (isla, rías), donde hay evidencias de santuarios, y en la segunda fase (siglos II-I a.C.), las formas de intercambio estarían menos ritualizadas, habría una mayor regularidad en los contactos, siendo el lugar de recepción habitual los oppida, como el de Santa Tecla, o los puertos autónomos o dependientes de los mismos.

Nos centraremos en la primera fase. El patrón espacial de distribución de las importaciones se caracteriza por su escasa incidencia tierra adentro, con la excepción de aquellos castros situados a orillas de ríos navegables como el Miño o el Ulla, y por su concentración en la desembocadura del Duero y en el norte de las Rías Bajas. Más al norte de Finisterre los hallazgos son más esporádicos, y se concentran en zonas portuarias importantes como el castro de Elviña (Brigantium-La Coruña) y Gijón. Como se ha señalado, se trata de una reproducción de los patrones de asentamiento característicos de los fenicios: concentración en la costa, en islas próximas al litoral, cabos que flanquean ensenadas, desembocaduras de ríos y puertos naturales. Los materiales importados que han dejado huella arqueológica eran básicamente alimentos contenidos en ánforas (salazones, vino) del área del Estrecho, Málaga e Ibiza, cerámicas comunes y objetos de lujo o con una simbología que le confería una singularidad, como la cerámica fina de talleres áticos, cerámicas zoomorfas (askoi), cuentas oculadas de pasta vítrea y frascos de perfumes de vidrio (aryballoi).

Entre los sitios de concentración de importaciones destacan los castros de A Lanzada, entre la ría de Pontevedra y la de Arosa, y el Castro Grande de Neixón, en una pequeña ría dentro de la gran ría de Arosa. El primer yacimiento se caracteriza por la ausencia de sistemas defensivos y una arquitectura en piedra, extraña en estos momentos, que le confieren un carácter singular, así como por la concentración de materiales púnicos de los siglos V al III a.C. El castro Grande de Neixón es un recinto complejo construido en la transición entre la Primera y la Segunda Edad del Hierro, protegido por un foso y una empalizada. En la entrada del recinto se dispuso un espacio no doméstico donde se excavaron 16 fosas para almacenamiento de cereal que fueron amortizadas ritualmente entre los siglos IV y II a.C. con cerámicas locales, restos de combustión, escorias, molinos, restos de moluscos y cerámica púnica. Junto a la entrada del recinto, y en los fosos contiguos, se hallaron también materiales similares y restos óseos de perro, cerdo y gaviota. La hipótesis que han barajado los excavadores es el carácter empórico del lugar, con funciones rituales y comerciales, donde se celebraban banquetes.

Pero los hallazgos más espectaculares han sido los de la ría de Vigo, donde se han excavado dos yacimientos que ejemplifican los modos de contacto y las características de las transacciones: Punta do Muiño do Vento y Toralla. El segundo se ubica en una isla a 3,5 kilómetros del primero y las excavaciones proporcionaron una gran cantidad de cerámicas importadas y un cipo de granito de 1,5 metros. En Punta do Muiño do Vento se documentó una estructura cuadrangular con tres betilos in situ asociados a una gran cantidad de cerámicas púnicas, datada a fines del siglo V o principios del IV a.C. En la fase siguiente se construyeron sobre el santuario casas castreñas, pero el lugar siguió desempeñando el papel de centro de intercambios hasta fines del siglo II a.C. Ambos espacios se han comparado con las funciones de los santuarios empóricos fenicios como centros de intercambio, como entornos neutrales, en los que la sacralización del lugar garantizaría la seguridad de las transacciones y donde era posible pedir amparo, ofrecer primicias ante un viaje y agradecer el regreso o los beneficios de un negocio.

Baesippo y su territorio

Las prospecciones arqueológicas sistemáticas de los términos municipales de Vejer de la Frontera y Barbate, y una excavación de urgencia en Vejer, además de algunos hallazgos descontextualizados, son las únicas fuentes de datos de las que disponemos para analizar el poblamiento en el entorno del río Barbate. Este emplazamiento reúne, al menos teóricamente, todas las condiciones que a priori pueden ser observadas para la ubicación de una colonia fenicia: proximidad a una vía natural hacia el interior, condiciones portuarias, defensas naturales, agua potable, tierras de gran valor agrológico, etc. Así, hay noticias de hallazgos fenicios de época arcaica en el entorno: dos urnas de alabastro, una con inscripciones jeroglíficas, extraídas en el dragado del río, y, aunque de dudosa procedencia, dos vasos cerámicos del Geométrico Chipriota II (950-850 a.C.).

En el paisaje actual, sin embargo, no se aprecian estas cualidades debido a la paulatina desecación de la laguna de la Janda y a los fenómenos de sedimentación en el estuario del Barbate, que hacen irreconocible lo que debió ser una profunda ensenada marítima y una laguna navegable tierra adentro. Las orillas de la ensenada presentaban diferentes condiciones de habitabilidad; la derecha, muy escarpada, no reunía requisitos para el asentamiento en casi todo su recorrido, salvo en su tramo final, en el actual núcleo urbano de Barbate, donde hay evidencias de poblamiento prerromano y romano, o bien en altura (Vejer de la Frontera). Sin embargo, en la orilla opuesta las condiciones debieron ser óptimas, según consta por el número de yacimientos catalogados en las llanuras, lomas y cerros que rodean el estuario por esta margen. Lo cierto es que la paleoensenada barbateña era el primer lugar con buenas condiciones portuarias tras la difícil travesía del Estrecho, además de ser el último puerto seguro antes de alcanzar la bahía de Cádiz y de doblar el cabo Trafalgar, un hito en la navegación antigua, como lo sugieren las referencias a un templo de Hera, o el nombre con el que era conocido entre los latinoparlantes, Promunturium Iunonis. Además, el curso del río facilitaba la penetración hacia el interior en barco, aunque también había una óptima comunicación terrestre hacia Gadir y Asido, dos sitios con especial significación en la colonización fenicia.

En el estado actual de la investigación sobre los patrones de asentamiento del área del estrecho de Gibraltar parece claro que la implantación fenicia no se limitó a la presencia testimonial con fines comerciales y de drenaje de recursos en las bahías de Algeciras y de Cádiz. Hubo una estrategia de ocupación del territorio que trasciende el difuso concepto de factoría comercial y de los tímidos contactos con las comunidades locales, para apuntar a una ocupación gradual, pero antigua, sistemática, planificada y, probablemente, no pacífica del territorio, como lo parece indicar la construcción de potentes fortificaciones (Doña Blanca, Chiclana). A partir del núcleo originario gaditano se programarían otras fundaciones, como la del Cerro del Prado, en la desembocadura del río Guadarranque, quizá en Tarifa en el siglo VI a.C., y probablemente en la desembocadura del Barbate en la fase más antigua. Este proceso de ocupación del territorio conllevó también una apropiación simbólica del litoral mediante la fundación de santuarios, o la conversión de puntos conspicuos de la costa en lugares sacralizados, como la cueva de Gorham, el Promonturium Iunonis, La Algaida, La Punta del Nao y el santuario insular de Melkart, el primero y los tres últimos con evidencias arcaicas de culto.

Las excavaciones en el núcleo urbano de Vejer han proporcionado datos indirectos de una posible muralla antigua, pero sobre todo una secuencia estratigráfica que documenta la inauguración del hábitat en la parte más elevada del cerro (220 ms.n.m.) a principios del siglo VII a.C. Por otro lado, las prospecciones superficiales han ofrecido una información escasa sobre la ocupación del territorio a lo largo de todo el I milenio a.C., y sólo a fines del siglo III o en la primera mitad del II a.C. se puede hablar de poblamiento rural propiamente dicho. Durante los primeros siglos del Hierro II (V-IV a.C.), las evidencias arqueológicas son escasas y no permiten documentar transformaciones perceptibles en el patrón de asentamiento. Los yacimientos de este periodo constatados arqueológicamente son Vejer (oppidum), Casa Altamira I (asentamiento rural) y Cerro del Hinojal-Benitos del Lomo (poblado costero y probable factoría de salazones). Sin embargo, esta atonía en el poblamiento rural experimentó un cambio radical en las últimas décadas del siglo III o a principios del II a.C., multiplicándose el número de yacimientos por cinco, la mayoría de ellos granjas o factorías agrícolas de pequeña extensión.

Con esta significativa muestra de poblamiento hemos propuesto un ensayo de clasificación de los asentamientos, teniendo como variables la ubicación topográfica del yacimiento, su extensión superficial, la presencia o ausencia de fortificaciones, la proximidad o lejanía de vías de comunicación y el registro arqueológico. El resultado ha sido la distinción de cuatro tipos: (1) oppida; (2) asentamientos «tipo atalaya»; (3) asentamientos de carácter productivo; y (4) santuario o lugar sacralizado.

Los oppida son dos, Vejer y Cerro Patría, los cuales responden a un tipo de asentamiento muy característico del área del Estrecho, determinado en parte por la fragmentación orográfica de la costa que hace imprescindible descentralizar los puntos de visibilidad para un control visual completo, tanto del litoral como del interior. Otros oppida del mismo tipo han sido identificados en los términos vecinos de Barbate y Tarifa: Los Algarbes, Peña del Aljibe y Silla del Papa. En todos se eligieron para la habitación cerros escarpados con cualidades defensivas, óptima visibilidad, secuencia de ocupación amplia, y cercanía a vías naturales de comunicación y a territorios de importancia económica. En el caso de Vejer y Cerro Patría, la orografía de este sector del litoral produce una compartimentación del territorio en unidades con escaso control visual, lo que puede hacer comprensible la ubicación relativamente cercana de los dos asentamientos. En este reparto de funciones, Vejer se ocuparía del control visual de la ensenada del río Barbate y de un sector del litoral, con una visibilidad que alcanza la costa africana, además de la supervisión de la «vía heraclea» y del cauce del río. Por su parte, desde Cerro Patría ejercería el control visual de la costa al noroeste del cabo Trafalgar y los caminos que se dirigían a Asido y a Gadir, al tiempo que desde su escarpe se dominaba una de las mejores zonas agrícolas del entorno. No obstante, Cerro Patría debió desarrollar un papel subsidiario y complementario con respecto a Vejer, el único de los dos que ha mantenido una secuencia de ocupación hasta la actualidad. En ambos, el registro arqueológico es diversificado, y en Cerro Patría se ha documentado una gran cantidad de numerario gaditano datado entre fines del siglo III a.C. y la primera mitad del siglo I a.C., así como monedas de otros talleres monetales de Hispania como Carteia, Salacia, Carmo, Cástulo, Ilipa, Roma, etc., y de Mauretania, como Zili y Semes, lo que pone de manifiesto su condición de área de mercado.

Los asentamientos «tipo atalaya» son también dos (Cortijo de Óscar y Sierra de la Atalaya), y se caracterizan por una ubicación topográfica con condiciones estratégico-defensivas, función que se potenciaría con la construcción de defensas artificiales. El primero conserva en superficie restos de un bastión y de otras estructuras, por lo que quizá se constituyese en baluarte defensivo de apoyo de Cerro Patría en la vigilancia del camino que conduce a Asido y la franja costera entre El Palmar y Conil. Sierra de la Atalaya ocupa un cerro en la cota 140 ms.n.m., y presenta evidencias de una muralla hecha con grandes bloques de piedra; su función fue probablemente la del control visual de la ensenada de Zahara y de la Sierra del Retín. La secuencia de ocupación en ambos es corta, y en Cortijo de Óscar no perdura después de época republicana (siglos III-II a.C.).

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