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Capítulo V
La guarida

—Ya veréis que su padre volverá pronto, confiad en Dios. El Señor no quiere más huérfanos en el mundo.

C. Malaparte, El compañero de viaje

El día amaneció frío y lluvioso. Las tremendas olas que ese día asediaban las costas de Nerja y el Balcón de Europa, unidas al oscurísimo cielo lleno de nubes y algún relámpago, no presagiaban nada bueno. Era el 8 de febrero del año 1937 y sería el día más importante en la vida del joven Roberto Quiles.

A las doce y pocos minutos de la mañana, coincidiendo con el único momento del día en que cesó la finísima lluvia y se abría a ratos el cielo, separándose las dos inmensas y negras nubes que cubrían Nerja, se dejaron ver los primeros hidroaviones caza del ejército rebelde del general Franco, pilotados por la Legión Cóndor procedentes de Cádiz. Los vigías apostados en el mirador de la iglesia del Salvador dieron pronto la voz de alarma y en apenas unos segundos el ruido de las sirenas y las campanas se tornó ensordecedor. Cientos de personas empezaron deambular corriendo de un lado a otro de la plaza de España en todas las direcciones, incluidos algunos ancianos que se refugiaron en el túnel del ayuntamiento; otros lo intentaron yendo a resguardarse en la iglesia, aterrados. Algunos incluso olvidaban a sus hijos en la carrera, presos del pánico y la desesperación. Los milicianos indicaban a toda prisa las entradas de los dos refugios para civiles, situados en dos sótanos muy próximos, uno en la calle Málaga y otro en la esquina con la calle Angustias. El ruido de aquellos aviones se notaba ya muy próximo y en las dos primeras pasadas sobre el pueblo no cayó proyectil alguno.

La primera de las bombas destrozó los postes de teléfono que comunicaban Nerja con el oeste de la provincia. La segunda cayó al mar, enfrente de la playa de Burriana, pero la tercera y la cuarta impactaron justo en el centro del pueblo. Una hizo añicos la plaza de la Ermita, afectando a los frescos de Alonso Cano y a la propia estructura del siglo XVII. Cinco civiles murieron en el acto, tres de ellos aún niños, uno de los cuales se desangró por la femoral durante la infructuosa carrera de su padre hasta el refugio. Los heridos eran casi un centenar. Veinte segundos después impactó la otra bomba en medio de la iglesia del Salvador y movió los cimientos del ayuntamiento. El templo quedó destrozado y en pie sólo resistió el campanario. La polvareda ocasionada tardó varios minutos en disolverse, y una vez pasaron hacia el este los cinco aviones rebeldes dejaron a su paso un espectáculo sangriento y desolador. Los muertos se contaban por decenas: hombres de paisano, pescadores y viejos con pequeños papeles donde envolvían la escasa comida que tenían entre las manos, algún miliciano, mujeres y niños, jornaleros que volvían a casa tras un día de trabajo difícil y arriesgado que había finalizado al divisar entre las nubes a los aviones golpistas. Tenían razón aquellos augurios. Los rebeldes ya estaban en Nerja.

Cuando Roberto salió de su casa en la calle Carabeo en dirección a la plaza de la iglesia junto a su hermano Adolfo, alarmados por los tremendos impactos, su padre aún intentaba salvar la vida del sargento Calle tras algunos meses entre la vida y la muerte. Intentó, desde su consulta-cárcel, detener a los muchachos. Pero le fue imposible.

Roberto llegó a la plaza del ayuntamiento y quedó de inmediato paralizado. Jamás había visto un herido y mucho menos un muerto, y muy pocas veces la sangre. Ese día y en un solo instante conoció las tres cosas en abundancia. Se mareó y casi perdió el conocimiento entre aquella polvareda y el olor a quemado. Con diecisiete años acababa de darse cuenta por segunda vez de la triste y cruda realidad de una guerra y de la muerte. Dos pescadores impactaron contra él en su huida desesperada y lo hicieron caer al suelo, de donde lo recogió un conocido viejo anarquista de la FAI que seguía guiando a la población hacia los refugios antiaéreos.

Parte de la multitud se agolpaba sobre los heridos, y varios coches intentaban por medio del claxon llegar al centro del desastre y la tragedia. Su hermano Adolfo, que había llegado sólo unos instantes después, lo intentó llevar de nuevo a casa, tirándole fuertemente del grueso jersey de lana, pero Roberto seguía inmóvil. En eso, varios soldados franquistas seguidos por un italiano al que reconoció por sus gritos y por el uniforme negro, comenzaron apresuradamente a montar sacos entre los restos de la iglesia del Salvador y a cargar los fusiles y la artillería ligera. Un moro y un subteniente comprobaban la ametralladora Maxim. El ejército rebelde había llegado a Málaga pero la República no se lo iba a poner fácil. Milicianos y escasos soldados leales como ayuda, bajo las órdenes del capitán Martínez, comenzaron a hacer lo propio justo enfrente, entre la intersección de la calle Pintada y la calle Carabeo. El tiroteo comenzó enseguida y ni siquiera dio tiempo a evacuar a los heridos que aún había en la plaza y cerca del mirador, ni a los escasos supervivientes del obús que había caído del cielo sólo unos minutos antes. Los gritos de los primeros heridos de aquellas balas hacían más ruido que los aviones que aún seguían dando intimidadoras pasadas por encima del pueblo.

Roberto y Adolfo consiguieron esconderse en un portalillo de la calle Granada al tener cortada la dirección a casa por el rudimentario ejército republicano. Adolfo no paraba de llorar y se tapaba los oídos y temblaba a cada ráfaga de ametralladora. Roberto tiritaba también pero se mantuvo algo más calmado. Oyó entre las detonaciones la voz de una niña que pedía ayuda, pero no sabía de dónde provenía y no se atrevió a salir de aquel portal. Daba vueltas a qué hacer y no lo supo. Cerró los ojos y abrazó a su hermano con fuerza cuando intuyó que otro de los aviones parecía volar a dos metros de su cabeza. Y fue entonces cuando la mano del sargento de la guardia civil Antonio Barranco lo agarró del brazo derecho y los condujo a toda prisa hacia el refugio que éste se construyó un año antes en su casa de la calle Chaparil. Adolfo seguía en estado de shock y Roberto parecía haber perdido la voz. Seguían temblando de frío y de pánico. Los dos notaron la orina en los pantalones y sintieron vergüenza.

La gruta a través del modesto jardín de la casa del sargento, a la que llegaron a salto de mata escondiéndose a cada detonación entre los portales, conducía al refugio. Era muy estrecha, y los dos hermanos pensaron que no tendría fin. Se les hizo interminable el tránsito de rodillas y con la cabeza casi en el suelo, pero llegaron a un habitáculo más grande de lo esperado. Había un banquito de madera con una mesa larga y cuatro camastros en el suelo. Una vez sentados, el guardia les ofreció una manta entre la que intentaron calentarse. Hacía un frío terrible y demasiada humedad. Sólo un año antes, el sargento de la guardia civil de caminos y medio rural, Antonio Barranco, había construido esta guarida porque intuyó el curso de los acontecimientos, además de por el miedo a represalias del bando republicano contra su familia; aunque Antonio Barranco jamás entendió de política. Nunca vertió juicio alguno sobre un cargo público ni sobre una sola ley. Fue un muchacho muy inteligente y capaz, pero en aquella España de finales del siglo XIX el hijo de un peón caminero de Maro no podía aspirar a mucho más que al cuerpo de Carabineros o la guardia civil, y si acaso al ejército profesional como máxima ambición. Y así había sido. Con su humilde trabajo y su vida nómada de destino en destino —llevaba diez en los últimos veinte años— procuró seguir con su vida de trabajo duro, de hombre humanista y curioso, lector y amante de la naturaleza. La noche en que el comandante en Málaga, el indeciso Francisco Patxot —que dudó hasta el último momento si apoyar a los militares rebeldes—, lo llamó a filas en el verano de 1936, supo que él formaría parte del ejército golpista. No se alteró. No hizo preguntas. No reflexionó. Encendió un pitillo de picadura y se fue a casa. Esa noche, al acostarse, le dijo a su mujer que se avecinaban malos tiempos y que al día siguiente comenzaría a cavar un túnel y a hacer un refugio.

«Maldita la hora y el día en que este país se fue al diablo», pensó antes de caer dormido. La guerra había comenzado y tenía miedo.

Los dos muchachos continuaban paralizados por el horror y el tiroteo que acababan de presenciar en la plaza. Hasta ese momento la guerra para ellos había sido muy distinta: algunas ráfagas de balas muy a lo lejos, detenidos que cruzaban por el pueblo esposados, familias que habían dejado de hablarse y algunas noticias de combates en las montañas, muy cerca del puente de las Águilas en Maro, así como rumores de los combates en algunas capitales. También había gente que huía despavorida, como lo había hecho don Fernando, el maestro. Y por supuesto estaba la humillación a la que estaba siendo sometido su padre desde aquel horrible día en la casa de la playa. Había sido acusado sin prueba alguna y seguía confinado y enfermizo en su propia casa. Las tazas de caldo clarísimo que el guardia civil les ofreció les sentaron bien y servían para calentarles los gélidos huesos. A los pocos minutos se dieron cuenta que desde uno de los camastros, tras las mantas, una voz de mujer comenzó a hablar.

—No temáis, hijos. Aquí no os pasará nada. Los aviones se irán pronto —dijo la señora Elvira, en tono maternal y cálido, mientras intentaba incorporarse. Se acercó a los muchachos y les acarició la cabeza, y fue entonces cuando se percataron de que en el camastro había también alguien más. Cuatro niños. Un muchacho y tres niñas que parecían estar acostumbrados a aquel espanto y no tener miedo. El hijo pequeño del militar miró tímidamente a los muchachos y se sentó en las rodillas de su padre, con una pequeña bombona de oxígeno con mascarilla entre las manos; las dos niñas mayores los miraban desde la cama sin decir palabra. La pequeña, de unos doce años, fue corriendo hasta su madre y se agarró muy fuerte a ella. Roberto, jadeante aún, la miró mientras se secaba las lágrimas y la niña le sonrió, avergonzada.

—Son los hijos de don José, Elvira —dijo el guardia Barranco, intentando explicarle la situación—. Los encontré en un portal de aquí cerca; les ha pillado de lleno el tiroteo cuando volvían a casa. La bomba se ha llevado media plaza. Hay muertos y muchos heridos —añadió en voz baja mientras le tapaba los oídos a su hijo. Las niñas comenzaron a llorar y se abrazaron a su madre.

El sargento encendió otro cigarrillo, prosiguiendo en su intento de consolar a la familia, tranquilizándolos con su dicción queda y pausada mientras repartía caricias y besos. Luego se sentó cerca de su mujer, al tiempo que los muchachos sorbían la sopa y sus hijos los miraban embobados.

—Franco llegará a Málaga mañana o pasado, y tomará toda la Axarquía. Los republicanos están muy nerviosos y si no me equivoco van a pasar por las armas a todos los que consideren enemigos. Tendré que esperar un par de días antes de llevarlos a la casa de la playa —concluyó Antonio, resignado—. En su casa temerán lo peor, pero no puedo hacer otra cosa. Salir ahora es ir en busca de la muerte.

Dos días enteros duró el crudísimo enfrentamiento entre las tropas rebeldes auxiliadas por la Corpo Truppe Volontarie junto a batallones rifeños y las Brigadas Mixtas de la Axarquía, con escasísimos soldados profesionales. Los combates resultaron interminables. Ruido de ametralladoras y fusiles a todas horas, cañonazos y obuses de montaña hacían retumbar el pueblo y el refugio, desde donde también se escuchaban los aviones.

Antonio Barranco tenía, desde hacía años, una deuda contraída con José Quiles, y sufría mucho por no poder avisarle de lo ocurrido ni llevar a sus hijos a casa, pues conocía de sobra el momento tan terrible que debía de estar sufriendo esa familia al creer desaparecidos a sus dos hijos mayores. Él estaba encargado del orden público junto con veintitrés hombres, y no combatiría en el frente. Ya no era joven ni tenía la suficiente agilidad ni fuerza, pero gozaba de gran prestigio en la Benemérita.

A cinco minutos de las dos de la tarde del tercer día de contienda en Nerja se produjo un silencio sepulcral en el pueblo. Los milicianos empezaron el repliegue hacia el este, en dirección a Almería junto a unos cinco mil civiles, muchos de ellos llegados desde la capital. Fue el día más frío del invierno y en los montes de Frigiliana se adivinaban ciertas manchas blancas de nieve. El guardia civil Barranco decidió que era el momento de llevar a la casa de calle Carabeo a los dos hijos del médico. Una vez que el sargento dio la voz los dos muchachos salieron por el túnel a toda prisa, torpemente, tras despedirse afectuosamente de la familia del militar, y se metieron en el viejo coche que la guardia civil disponía para la vigilancia de los caminos y las zonas más recónditas de la región en busca de ladrones y bandoleros, dando cierta seguridad a los agricultores y jornaleros, por aquel entonces tan necesaria.

En sólo dos días los dos muchachos habían establecido una entrañable relación con los hijos del guardia, y no les resultó nada fácil la despedida. Roberto había estado enseñando a las pequeñas juegos de cartas, y Adolfo se distraía con la mayor jugando a las damas. Prometieron volver pronto, y Roberto nunca olvidaría la mirada cómplice de la menor de aquellas niñas.

Antonio Barranco conocía de sobra todas las posibilidades y rutas para ir a la casa del médico, y meditó unos minutos antes de iniciar el camino. Eligió por fin el que creyó menos arriesgado, atravesando el río Chillar por un puente aparentemente intacto, con menos riesgo de encontrar algún miliciano, y acertó. Cerca de las dos y media llegaron sigilosos a la hermosa casa en la que vivía el doctor con su esposa e hijos. La fachada era blanca con cierres de acero y tenía varias ventanas que daban a la calle Carabeo. En una de ellas estaba asomada Fuensantita, que al verlos aparecer corrió hacia dentro para dar la noticia a la familia que la había acogido siendo sólo una niña. Les abrió la puerta, y en el momento que entraban, la señora Elisa bajaba corriendo las escaleras gritando.

—¡Hijos míos! ¡Adolfo! ¡Roberto!, gracias a Dios, ¿Dónde habéis estado? —preguntó con la respiración entrecortada. Se abrazó a los dos con fuerza, intentando contener el llanto. Le temblaban las piernas y por momentos se derrumbaba por la emoción.

Antonio Barranco se había quitado el tricornio y lo sujetaba entre las manos, con la cabeza ligeramente agachada, mirando de reojo la emotiva escena. Los dos hijos menores del médico los miraban extrañados y temerosos desde detrás de la barandilla de la inmensa escalera que conducía a las habitaciones, en la planta de arriba.

—Señora Elisa, los muchachos no han hecho nada malo. Les sorprendió el tiroteo que se ocasionó tras la bomba de la iglesia del Salvador y los llevé a mi casa. Corrían mucho peligro —dijo el guardia con voz muy baja—. Su marido lo entenderá, si pudiera…

Roberto y Adolfo hicieron caso a su madre y fueron arriba junto con sus hermanos pequeños. Roberto cogió a su hermanita en brazos y fueron hacia el cuarto de estar donde solían jugar. Fuensantita los besó entre llantos y bajó corriendo a prepararles algo de comer.

Elisa se secaba las lágrimas con el delantal mientras iba hacia el jardín seguida del sargento Barranco. Allí comenzó a hablarle de la reciente y desastrosa situación de aquella casa.

—Ha ocurrido algo muy grave, Antonio, y no sé cómo voy a decírselo a mis hijos —dijo Elisa, y casi empezó a llorar de nuevo, pero se contuvo—. No sé si usted podría…

—¿Qué ha ocurrido, señora? —preguntó alarmado el fibroso sargento. Desde que comenzó la guerra había adelgazado varios kilos, quedándose prácticamente en los huesos.

La esposa del médico miraba ahora al mar entre los destrozos del jardín que habían ocasionado aquellas brigadas de comunistas y anarquistas. Bajo un inmenso ficus, la señora Elisa se sinceró con aquel bonachón.

—A mi marido ayer lo secuestraron los rojos. Se lo han llevado con ellos en su huida.

Se dio la vuelta y abrazó al guardia civil, pero esta vez no pudo reprimir el llanto.

—No puede ser, doña Elisa —dijo extrañado, aún con la mujer de su amigo sujeta a su cuerpecillo fibroso—, perdone mi franqueza, pero estamos en guerra, ¿está usted segura de que está vivo? No suelen hacer prisioneros. Están pasando a muchos por las armas —dijo sincero, haciendo llorar más aún a aquella desconsolada mujer.

Tras el abrazo lleno de rabia se puso el tricornio e intentó pensar, mordiéndose el labio inferior.

—No lo entiendo —volvió a decir—. No entiendo nada.

Elisa había escuchado, desde el cuarto en el que los milicianos la encerraron la tarde anterior, que los enfermeros y el único médico que tenían habían caído entre los destrozos de la Ermita, en la batalla de Frigiliana y en el horrible combate que se ocasionó el día pasado en plena playa. Tenían decenas de heridos, algunos de ellos gravísimos. Necesitaban a un médico y no podían prescindir de José.

Antonio Barranco estaba aturdido. Fue corriendo a su coche, pero la radio no funcionaba. Estaba bloqueado y la única noticia que tenían en el cuartel era la dirección de huida de la población civil: Almería. Se sentó de nuevo en el banco que había en el jardín, de donde apartó cáscaras de plátano y lo que parecía el cargador vacío de un máuser, y ni siquiera notó el frío. Estaba confuso e indeciso. «¿Cómo se le dice a dos jóvenes que lo más probable es que no vayan a volver a ver a su padre más?», se preguntaba. «¿Creerían los chicos el secuestro o lo verían como una simple excusa para negarles la realidad de una muerte más que probable?». La República, desde muy pronto, había comenzado a perder la guerra y sabía de sobra que de la desesperación y el odio podía brotar cualquier cosa.

Entre aquel caos de dudas que era ahora su cabeza en cuanto al proceder con aquellos muchachos, Barranco recordó que había conocido a Elisa Magallanes hacía unos cinco años. El hijo menor del sargento había nacido con terribles problemas respiratorios, y el médico militar de San Fernando —donde estaba destinado por entonces— lo había desahuciado nada más nacer. No le auguró más de un año de vida. Fue entonces cuando, en la más absoluta desesperación y ruina por culpa del elevado coste de las consultas y los tratamientos del pequeño, Barranco fue destinado a Nerja. Allí dio con el doctor Quiles, que confirmó el diagnóstico, pero probó con el muchacho unos ungüentos balsámicos que él mismo formulaba en su laboratorio del jardín. José lo mandó a Madrid, a ver a un médico amigo y especialista en patología pulmonar, y procuró que el humilde guardia sólo se costease el viaje. El complejo tratamiento con esteroides funcionó y el muchacho mejoraba. Don José, de alguna forma, había mejorado y alargado la vida de su hijo, y Antonio se sentía en deuda, pero nunca imaginó que se pudiese ver en la situación de comunicarle a sus hijos que no lo volverían a ver con vida. La mano temblorosa con la que fumaba delataba su angustia.

El guardia civil entró en el salón de la casa acompañado por doña Elisa y aceptó un café de pucherete que le ofreció Fuensantita. Esperó impaciente a que los niños comieran y se lavaran. Habían entrado tan aturdidos y hambrientos que ni se habían percatado de la ausencia de su padre. Elisa había subido y mandado a los chicos al salón donde Antonio aguardaba delante de las cabezas de venados y muflones con las que el doctor decoraba parte del salón, orgulloso de sus monterías por la sierra de Granada, la ciudad donde había nacido y en la que se convirtió en médico. Barranco tenía la boca muy seca, y seguía sin saber por dónde empezar.

—¿Qué es lo que ocurre, don Antonio? —preguntó Adolfo, sorprendiendo al guardia, que no lo había oído llegar. Tras él llegó Roberto, aún secándose el espeso y húmedo pelo con una toalla, y mirando hacia el despacho de su padre, donde no lo halló.

Barranco hizo el amago de sentarse, pero se abstuvo. Dejó el tricornio en el sofá.

—No sé muy bien por dónde empezar ni cómo deciros esto. Pero sé que sois unos muchachos fuertes, casi adultos y que ayudaréis a vuestra madre —dijo el guardia—. Ya sabéis que estamos en lo peor de la guerra y que no siempre se prevén las cosas, que se cometen muchas tropelías. Nadie esperaba esta crudeza aquí en Nerja, y mucho menos tan pronto y contra los civiles.

Roberto tenía la cabeza entre las manos, sentado en una silla. Miraba al suelo cuando se levantó de golpe, fijando sus ojos en los del sargento.

—Vaya al grano —dijo muy serio—. ¿Le ha ocurrido algo a mi padre, verdad? ¿Por eso no está aquí?

Le dio una calada larga a su cigarrillo sin filtro y miró a los dos hijos de José a la cara con dificultad, intermitentemente, hasta que la fijó en Roberto al tiempo que le ponía la mano, con un gesto afectuoso, detrás de la nuca. No había probado el café.

—Sí, Roberto. El ejército republicano se lo ha llevado en su huida hacia el este porque necesitaban un médico. Creemos que van en dirección a Almería… Fue ayer por la tarde, vinieron como locos a por él en medio del tiroteo. Se llevaron también a ese sargento rojo al que atendía, un tal Juan Calle. No sabemos nada más.

Adolfo, que era más débil, miró a su hermano, y los dos se mantuvieron tranquilos e intentaron aplacar la ira. Roberto le dio una patada a la silla y se fue a la ventana que daba al jardín, al lado del butacón donde siempre leía su padre las gruesas novelas francesas que tanto le gustaban. A los pocos instantes, abrió la boca.

—Don Antonio, ¿cuál es la edad mínima para entrar en el ejército? —preguntó Roberto sin dejar de mirar hacia el jardín que daba a la playa, donde su hermana pequeña se balanceaba en un columpio.

El guardia civil se fue raudo a su lado, en la ventana.

—No sea iluso, muchacho —dijo echándole el brazo por el hombro—, no piense en eso ahora. Debemos esperar a tener más noticias.

—¿Podría contestarme esa pregunta? —añadió Roberto, furioso.

—Si no me equivoco, en condiciones normales son dieciocho años; pero en la guerra... habrá excepciones, tendría que preguntarlo en el cuartel.

Al fin, el primogénito de José Quiles se dio la vuelta y dejó de mirar, lloroso, el mar a través de la ventana, sentándose en el butacón, mientras Adolfo gimoteaba junto a la chimenea, consolado por el previsor sargento que había construido la guarida y les había salvado la vida. Roberto inspiró varias veces de forma profunda, intentando encontrar un sosiego y un valor que le permitiesen dar aquel heroico paso. Luego llamó a su madre alzando la voz, que acudió veloz a su lado, irrumpiendo en aquel majestuoso salón que había cerrado hacía un rato dejando al sargento solo ante aquella terrible noticia. Mientras Elisa le acariciaba el espeso cabello, Roberto la abrazó por la cintura. Quiso hablar pero no podía, embargado por la emoción y la tristeza, y esperó algunos minutos antes de decirle a su madre que acababa de decidir combatir en aquella maldita guerra que la había dejado sin marido.

399
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9788494363382
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