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Capítulo iv
Misivas

Cada nueva carta insinuaba por un rato que su libertad duramente conquistada cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles mientras el autobús corría por la rue de Richelieu.

J. Cortázar, Ceremonias

La carta que recibió Gregorio Adames aquella mañana de octubre de 1978 contenía mucho más de lo que esperaba. Eran dos folios completos y minuciosamente mecanografiados, en los que no había una sola falta de ortografía ni tachón alguno. La firma era la de siempre: P.

Con las manos temblorosas y mirando cada pocos segundos hacia los lados en la cafetería siniestra donde se encontraba, situada justo enfrente de la oficina central de Correos, abrió la carta y leyó deprisa la información que su íntimo amigo le enviaba puntualmente cada tres semanas. Aquellas noticias eran extraordinarias, aunque no tanto en la distancia. Acababa de producirse un nuevo enlace matrimonial en su familia. Su hija pequeña acababa de casarse con su novio de siempre tras un larga relación. Inmediatamente se le humedecieron los ojos y guardó a toda prisa los dos folios en el sobre oscuro, pagó el botellín de agua que ni siquiera había probado y salió corriendo hacia la parada del autobús que había doscientos metros más abajo. Esperó un autocar que lo dejaría cerca de la entrada principal del Puerto Viejo, donde estaba su cochambroso y viejo apartamento. Temió haber llorado más y sintió vergüenza. Prefería, si debía hacerlo, llorar en casa, solo. Sin testigos. Siempre fue un hombre duro, y por momentos temió lo peor, ya que sabía que desde que se marchó de casa las cartas de su amigo le hacían pasar malos ratos, y no era raro el día en que se emocionaba en exceso y derramaba alguna lágrima de más.

Llegó a su desordenada mesa de trabajo, situada en la estancia que había reservado para su despacho, en sólo veinte minutos. Ya mucho más tranquilo comprobó que no hubo celebración en el enlace de su hija y que toda la localidad a la que profesionalmente sirvió le seguía echando de menos. Sólo dos años no habían bastado para que la sociedad a la que perteneció durante tanto tiempo lo olvidase y no recordase ni se percatara de que era su figura, seria y apuesta, la que debería haber acompañado hasta el altar a su hija Lara, donde lo esperaba, nervioso y extraño, el joven médico Guillermo Vázquez, de quien su pequeña se enamoró hacía muchos años en un casual encuentro en una biblioteca, y a quien Gregorio conoció poco después, en una magnífica noche de cena y paseo por la ciudad en la que se licenció.

Una lágrima cayó justo encima del folio cuando Adames leía de nuevo lo que supuso aquel día para su mujer. Había llegado a la iglesia con un traje negro y largo, con unas gafas de sol enormes marrón oscuro que cubrían prácticamente toda la cara. Nadie vio ese día los ojos de la que había sido —y seguía siendo probablemente— el rostro más bello de la comarca, pero todos intuyeron que aquella mujer que llegó al primer banco del templo católico del brazo de su yerno sufría una pena infinita y una tristeza que ya jamás podría revertirse. Aun de luto y fuera de sí, resultó elegantísima y discreta. Y sacó fuerzas para casar a su hija por la Iglesia, muy a pesar del joven Guillermo, del que solía decir su madre que había nacido ateo, y que despreciaba las sotanas desde que tuvo uso de razón. Había hecho un gran esfuerzo por verse allí, vestido de pingüino y aleccionado por un sacerdote, pero su amor por Lara y por su madre le hizo pasar aquel mal trago con una dignidad razonable. El padrino tuvo que ser Alejandro, hermano de la madre, por entonces un apuesto y altísimo constructor afincado en el este, que desde una tienda de ultramarinos en donde entró con catorce años como recadero había alcanzado un inmenso patrimonio y una fortuna considerable.

Una vez hubo leído esto, Gregorio dejó los folios sobre la mesa y miró por la ventana hacia el mar, lleno de pequeñas embarcaciones de recreo; dio dos respiraciones profundas y secándose las lágrimas fue hacia el cuarto de baño, donde se echó agua en el rostro para despejarse. Se calmó y se prometió no emocionarse más. Maldijo una vez más su situación y se repitió, buscando coherencia, que las cosas habían sucedido de esa forma y que debía resignarse aunque ello le estuviese causando el mayor dolor que un ser humano había soportado jamás. Su vida ya no le pertenecía.

Terminó la carta y supo que los novios marcharían a conocer Portugal y el norte de España, y se alegró infinitamente por todas las veces que le había dicho al joven Guillermo que tenía que conocer aquel país, que recordaba ilusionado su estancia universitaria en Coímbra a mediados de los años cuarenta, donde realizó una estancia de doctorado.

Al intentar introducir los dos folios en aquel envoltorio amarillento, notó que ello le era complicado; sacudió el sobre y metió la mano intentando averiguar la causa del atasco. El sobre no traía esta vez sólo los dos folios. Había también dos pequeñas fotografías con cámara Polaroid, la inconfundible máquina de su mejor amigo.

La primera de las fotos estaba hecha en la puerta de la casa familiar —que él mismo diseñó con un estilo moderno y atrevido para la época, a comienzos de los sesenta—, situada a pocos metros de la iglesia, el día de la boda de Larita. Allí estaban sus cuatro hijas, sonrientes. Elena, Verónica, Gema y Lara. A dos las había podido ver casar y las llevó al altar, orgulloso. Junto a las piernas de Verónica aparecía una cabecita rizada y que miraba de reojo a la cámara. Era Fernando, su único nieto, al que adoraba, y en los brazos de su hija estaba Elenita, hermana de Fernando. Una niña rolliza y rubia con la que se entretuvo Gregorio, ya muy enfermo, los últimos días de su vida en aquella ciudad.

Elena, la mayor, seguía prometida con el empresario catalán Leopoldo Guerra, y sabía que no tardarían en llegarle a Marsella noticias del enlace al que, por desgracia, tampoco podría acudir.

Gema seguía estudiando oposiciones y viviendo a salto de mata con su marido Elías, que intentaba buscarse la vida como perito industrial. Por último, la mirada final a la instantánea fue para Larita, su pequeña, por la que siempre sintió predilección al saberla más parecida a él en casi todo, incluso físicamente. Era muy lista, inquieta y con el mismo afán de conocimiento. Estaba preciosa. Tenía un ramito muy pequeño entre las manos y el pelo recogido. Era su gran día y se acababa de casar con un buen muchacho, y se sintió orgulloso porque de alguna manera tenía, aunque muy lejos, una gran familia.

La otra fotografía era de los ya recién casados saliendo de la iglesia. Muy contentos y saludando a los asistentes. Adames asentía, ufano, y se levantó a por una limonada a la nevera, acordándose de aquella noche de hacía casi diez años, en la que en la calle del Libertador conoció a aquel joven estudiante de medicina y futuro psiquiatra.

Habían llegado tarde a la ciudad, aun habiendo salido al amanecer desde el pueblo. A Gregorio nunca le gustó conducir, sabía que lo hacía mal, y siempre prefirió llegar tarde que no hacerlo nunca. Pocas veces superaba los ochenta kilómetros por hora. El matrimonio llegó a su destino con el interés de ver la residencia donde Lara cursaría la carrera de Derecho, y de paso conocer al muchacho, que ya empezaba su tercer año en el hospital como residente. Los tres esperaron a Guillermo en el legendario mesón El Torreón. Este llegó a los diez minutos, ataviado con un polo Lacoste burdeos, un pantalón de pinzas beige y con el pelo repeinado, algo que extrañó a su novia y la hizo reír, ligeramente avergonzada. Guillermo llevaba impaciente todo el día, e incluso había ensayado las presentaciones y lo que iba a decirles a sus futuros suegros, por lo que se alegró de que el primer trámite fuese rápido y más fácil de lo que creyó.

A la mujer de Adames le gustó el chico desde el principio, en cuanto lo vio aparecer por la puerta que daba a la placita. Era alto y moreno, y le encantó su voz radiofónica que, aunque entrecortada y temblona ante la aquella situación, resultaba muy bonita. Y además era educado y buen estudiante, ¿qué más quería para su hija? El novio había traído como presente una bandeja de milhojas, algo que hizo salivar a Adames, sumamente goloso, y no se atrevía a iniciar un tema de conversación, sólo contestaba a las preguntas de la señora. Gregorio tampoco fue nunca muy hablador, además era muy tímido, y parecía más serio de lo que era en realidad. Se limitó a observar detenidamente al muchacho.

Aprovechando la maravillosa y despejada noche que reinaba sobre la capital que había sido antaño sede de la cultura y la sabiduría, fueron dando un paseo hasta el palacio del monarca que un día gobernó todo el mundo conocido, y tomaron una copa en el hotel Emperador, donde sólo dos años antes se había celebrado la boda de su hija Verónica. Gregorio, ya más dicharachero y hablador, le explicó a Guillermo en la terraza del hotel que Lara se puso malísima ese día de tanto comer tarta, y prometió enseñarle el vídeo que, con cámara súper 8, había rodado del enlace y el posterior convite.

El matrimonio dejó a su hija en la residencia de la Gran vía, y posteriormente se marchó al hotel, que estaba muy cerca, acompañado por Guillermo. Allí, el futuro psiquiatra se despidió de la pareja y se fue solo hasta su casa, en la acera del río Roda, dando un paseo. Adames se había despedido de su mujer, y salió del hotel unos minutos después que Guillermo, con la intención, según les contó, de visitar a un viejo amigo. A los pocos minutos Guillermo, que había entrado a comprar tabaco en un bar cercano, lo vio introducirse en un sórdido local muy cerca de allí, en cuya fachada creyó leer el nombre de un viejo ilustrado del siglo de las Luces. Estaba contento. El padre de Lara le había resultado un hombre raro, y pensó en lo que tantas veces le había repetido su novia: que su padre no era lo que aparentaba. Luego supo, algunos años más tarde, cuánta razón tenía aquella mujer, y quién era en realidad aquel hombre tímido, reservado y enigmático al que vio perderse misteriosamente en la cálida noche.

Adames se encontraba en su apartamento marsellés, mirando al mar fijamente desde la ventanita del dormitorio mientras recordaba. Volvió en sí y le sorprendió verse con una sonrisa en los labios, tal vez la primera desde hacía meses.

La mañana en la que el doctor Fournier dictó la clase más aburrida del curso a sus alumnos resultó ser la más calurosa y veraniega de todo el otoño, y la más importante en la vida de Antoine Dupont.

François Fournier había llegado a clase, como todos los días, en su ya mítico y legendario Aston Martín azul marino. Ese día lo había descapotado y más que un profesor universitario su aspecto recordaba al de un doble de James Bond. Era un hombre de costumbres y, como cada mañana, degustó su croissant con jamón y queso y un café con leche muy cargado. Terminó de leer los titulares del periódico y se metió en la clase a hablar a sus alumnos sobre Arqueomalacología. No habían terminado de acomodarse los muchachos cuando comenzó a hablar con su característica voz engolada, dando vueltas por la clase, sonriendo a las alumnas más agraciadas.

—¿Saben dónde está la playa de Sainte-Croix? —preguntó Fournier alzando la voz tras dar los buenos días—. Una pregunta fácil para empezar, no se quejen.

Los alumnos, extrañados, se miraban unos a otros. La clase estaba llenísima ese día.

—¿Nadie lo sabe? —insistía el profesor—. ¿Sabe alguien donde está Martigues?

Ni un solo alumno levantó la mano para responder. Fournier, en un gesto de contradicción y mientras resoplaba y negaba con la cabeza malhumorado, afeó la actitud de los alumnos, para asombro de estos.

—¿Salen ustedes de sus casas? ¿Leen los periódicos? ¡Hagan algo más que beber cerveza y protestar contra el gobierno! —gruñó irritado el catedrático.

Se oyeron algunas risas en el aula, pero al momento el silencio fue sepulcral.

—En la playa de Sainte-Croix —se explicaba—, justo aquí al lado de Marsella, al oeste, en Martigues, acaban de descubrir el mayor yacimiento arqueológico de moluscos de los últimos cincuenta años. ¡Aquí mismo! Supongo que serán conscientes de la suerte que tienen…

Los alumnos se miraban, aún estupefactos por la inusual violencia verbal de aquel atractivo catedrático, que sólo pretendía que se interesasen por aquel hallazgo como los futuros oceanógrafos que iban a ser próximamente.

—Hoy, aprovechando el genial descubrimiento de nuestros colegas británicos, voy a hablarles de esa ciencia, la Arqueomalacología.

Antoine Dupont, que estaba al final de la clase como siempre, se percató del gesto de sorpresa del profesor ayudante, Adames, que se sentaba en la primera fila, al escuchar a Fournier. Le pareció extraño que no estuviese al tanto de aquella noticia. Lo veía tomar notas como un loco, que intercalaba con vistazos a un grueso libro que sacó del maletín y en el que sólo acertó a leer la palabra Malacología.

Fournier vio que Dupont no le miraba y parecía despistado, por lo que decidió lanzarle una de las preguntas con las que intentaba amenizar las clases.

—Dupont, ¿qué le sugiere esta ciencia?, ¿la considera interesante? ¿Sabe que hay moluscos que pueden enseñarnos más de nuestro pasado que los libros de Historia?

El rostro pálido de Antoine se tornó rojo en pocos segundos. Notó de inmediato el pulso golpeándole en la sien. Tragó saliva e intentó responder.

—No sé, profesor, supongo que sí… —contestó tembloroso Dupont que, aunque una mente brillante, seguía siendo demasiado tímido.

—Supone bien, Dupont, gracias a los moluscos podemos obtener información variada del pasado: alimenticia, climatológica, sobre el comercio, la captación de recursos, temperatura del mar y de la tierra y un largo etcétera. No debería recordarles que pueden aparecer de forma aislada o formando concheros —continuaba el profesor Fournier, sin detener un parlamento que le entusiasmaba y del que era un gran experto. Era el único catedrático que seguía impartiendo tres horas de clase al día.

Tras una hora y cinco minutos se despidió de los alumnos menos eufórico e irascible de lo que llegó. Le apenó no haber entusiasmado a unos futuros oceanógrafos con un descubrimiento de ese calibre y de esa importancia para las ciencias del mar. Sólo encontró bostezos y dos preguntas de unas jóvenes más preocupadas por la calidad del agua y las posibilidades de tomar el sol y un baño en la playa de Martigues que por el yacimiento de moluscos. Antes de cerrar la puerta recordó a la clase que el profesor Adames continuaría con el seminario a las cinco y a las siete de la tarde en el aula del mar de la planta -2.

—El profesor Adames es un experto en la biología reproductiva y su importancia en los moluscos, como ya saben. Hoy verán en clase varios tipos de nautilus y de amonires. No olviden los cuadernos —dijo dando un portazo antes de marcharse.

La Anatomía Descriptiva en Malacología no era una disciplina aburrida, pero Antoine no tenía, a la media hora de clase, más ganas de observar ni de dibujar cefalópodos, de modo que se acercó al profesor, que parecía disfrutar leyendo.

—¿Cómo está, Dupont? —preguntó Adames mientras se quitaba las gafas de cerca e interrumpía la lectura de una revista científica: Comunicaciones de la Sociedad Malacológica del Uruguay.

—Algo aburrido, profesor; permítame una pregunta. ¿Le ha sorprendido el descubrimiento de Sainte-Croix? —lanzó Antoine, sin rodeos.

Adames cerró la revista y buscó entre algunos gruesos tomos uno en concreto.

—La verdad es que sí. Estaba comprobando unas publicaciones y es muy probable que se trate de un yacimiento de polyplacóphora, que se llaman también chitones. Acabo de leer que en esa zona había muchas rocas antes de las últimas construcciones, y puede que lleven allí cientos de años, quizás miles. Estoy deseando que llegue mañana para acercarme hasta allí a inspeccionar un poco. Va a hacer buen día y no sabe las ganas que tengo de bucear un rato si las circunstancias me lo permiten.

Una alumna de la segunda fila de acuarios que observaba detenidamente a un precioso nautilus con rayas amarillas y negras flotando en la enorme pecera, levantó la mano, y el profesor Adames, tras disculparse ante Antoine, acudió a solucionar su duda. Dupont permanecía en una banqueta, sentado al lado de la mesa del profesor. El grueso libro de Malacología que el profesor tenía en clase y que acababa de encontrar estaba allí, Malacología mediterránea. Las tapas eran duras y estaba amarillo, tal vez por el constante uso y el tiempo. Era una edición muy antigua, y lo encontró abierto por una página donde se veían fotos de inmensas playas rocosas de lo que creyó el sur de Europa. La arena era blanca y fina, y por la posición de algunos árboles debía de hacer mucho viento. Estaba subrayado y con anotaciones a plumín azul. Miró al profesor, y lo vio concentradísimo en el acuario de su compañera, por lo que se atrevió a coger el libro, y su sorpresa no pudo ser mayor cuando comprobó, al leer el título en la primera página, que uno de los autores de aquel volumen era el mismísimo profesor Adames. Volvió a dejar el libro por donde estaba abierto y rápidamente retornó a su acuario. Pensó de nuevo en lo extraño de la situación del profesor Adames, del por qué de la llegada repentina de un profesor extranjero mayor, que además publicaba literatura científica, y por qué estaría dando un seminario en aquel antro de la universidad de Marsella.

El profesor volvió a su mesa, y continuó hojeando su revista mientras tomaba notas con una letra pequeña y preciosa, ayudado por una plumilla de tinta azul, cuando de nuevo llamaron su atención los alumnos que dibujaban y realizaban placas de petri en el otro lado de la clase. Antoine, intrigado, aprovechó para ir de nuevo a la mesa de Adames y abrir el libro, esta vez por la segunda página, intentando resolver su duda. ¿Sería Gregorio Adames realmente el profesor que tenía a sólo dos metros?

Antoine volvió a sorprenderse cuando leyó la dedicatoria del libro, en la que, con fecha de 1955, dedicaba la autoría del ejemplar a su mujer y a sus hijos. No lo podía creer. El profesor Adames no sólo estaba casado, también tenía hijos. Era increíble. ¿Quién en su sano juicio deja su vida y a su familia para irse a los sesenta años a dar clases a Francia? ¿O acaso habían venido con él?

Adames llegó a su mesa de nuevo y asustó a Antoine, que estaba muy concentrado mirando el libro, y lo dejó caer del susto que le dio el profesor al hablarle al oído.

—No se asuste, hombre. ¿Le gusta ese mamotreto? Está ya muy antiguo. Sólo lo utilizo para mirar algunos datos y fechas. Hay mejores y mucho más actualizados, sólo que son demasiado caros. Le propongo una cosa, Antoine, tiene usted buenas notas en todas las asignaturas de esta rama, tal y como me han informado, pero le aburren las clases teóricas, ¿por qué no viene mañana conmigo a la playa a ver el yacimiento? —preguntó Adames en voz baja, ilusionado.

Antoine se sorprendió y por un momento miraba a los lados, incrédulo.

—¡Por supuesto, profesor! Me encantaría.

—Además, usted será mi guía. No sé moverme muy bien aún por aquí. Ya sabe, de mi apartamento aquí y de aquí al centro de la ciudad. Nada más. Por si fuese poco, no tengo coche ni mi vieja motocicleta —dijo Adames—. Nunca he sabido conducir.

—No se preocupe, profesor, yo le llevaré. Si quiere lo recojo mañana en su casa. Tengo un Renault de mi padre, un coche muy viejo, pero hasta allí seguro que llegamos —dijo riéndose el muchacho.

—Muy bien, Dupont. Le anoto aquí la dirección, es en la entrada del Puerto Viejo, un pequeño edificio de tres plantas junto a un estanco, al lado de un bloque de granito. Mañana le veré allí a las 9 en punto, ¿verdad? Hay que aprovechar el día.

—Seré puntual, no se preocupe, profesor Adames. Hasta mañana.

La clase terminó y el profesor, a pesar del cansancio y la jaqueca que sentía, decidió ir andando hasta su casa. Ya se estaba haciendo de noche, pero el buen tiempo de aquel incipiente otoño le animó a hacerlo. Se sentía momentáneamente feliz y por un segundo casi olvidó la tragedia que era ahora su vida. Fournier le había conseguido la plaza de profesor de prácticas con sumo esfuerzo y, a sólo media hora de trayecto, oceanógrafos de su majestad la Reina habían descubierto un impresionante caladero fósil de moluscos. Además tenía un alumno encantador y atento que se ofreció a llevarlo y a dejarse enseñar por un ya viejo experto lobo de mar.

Llegó a las diez y cuarto a su apartamento. Tomó media pastilla de Valium para dormir con un vaso de leche fría y dos magdalenas. Se metió en la cama y el sueño lo sorprendió, como muchas de las noches de los últimos treinta y seis años, pensando en lo feliz que lo había hecho su padre el día que lo llevó a la Universidad y lo matriculó en la carrera que siempre soñó, meses después de haberlo dado todo por perdido.

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9788494363382
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