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Capítulo Vi
Joachim

—Sabía que tú conocías la vida —me dijo—. Ahora eres un verdadero camarada.

—Sí —dije, aunque entonces me era indiferente ser su camarada, pero él parecía desearlo.

A. Camus, El Extranjero

Un pitido ensordecedor despertó a Albert Kummer en la estación de ferrocarril de Hauptbahnhof, en Múnich. Se había quedado dormido en el último tramo del trayecto, y el desagradable sonido más el brusco frenazo del tren lo sorprendieron con baba que caía de la comisura de los labios. No sabía cuántas horas llevaba durmiendo y estaba desconcertado. Se bajó del abarrotado vagón y, una vez recogidas las dos inmensas maletas del departamento contiguo, esperó casi una hora a uno de los mozos que la residencia estudiantil Freimann disponía para el traslado de los jóvenes universitarios desde la estación central. El señor que llegó en su busca era muy bajito y fuerte, y llevaba bombín. Con aparente poco esfuerzo cargó las maletas tras un rápido apretón de manos y pusieron rumbo a la residencia en un amplio automóvil. Albert se sintió cohibido, ya que en la casi media hora de trayecto el mozo apenas pronunció una palabra, y sólo contestaba las dudas del joven con monosílabos. No eran aún las seis de la tarde pero había anochecido casi por completo, la temperatura había bajado casi cinco grados en pocas horas y el auto se detuvo enfrente de la abarrotada puerta del centro residencial para estudiantes más prestigioso de la ciudad, la vieja residencia Freimann. A Albert, el edificio y alrededores le parecieron inmensos, incluso pensó que todo aquello debía de ser la Universidad al completo. Entre la verja de entrada y la puerta principal había casi un centenar de muchachos, despidiéndose de sus familias y charlando con los instructores y el director de la misma. La mayoría de los chicos estaban serios, aunque alguno se veía radiante por su reciente condición de universitario. Un joven pecoso y esquelético lloraba desconsolado junto a su madre. Albert no supo si llamar al timbre o esperar a que alguien abriese el portón, puesto que el mozo lo había dejado allí con las maletas sin explicación alguna. Esperó unos minutos, hasta que por fin oyó una voz que sonaba entre la gente pronunciando su nombre.

—¿Kummer? ¿Es usted el hijo del general? —preguntó un hombre enjuto y con gafas enormes que llegaba hacia la puerta con una especie de cuadernillo entre las manos.

Albert levantó la mano tímidamente.

—Pase, muchacho, pase, no se quede ahí. Estamos haciendo ya el recuento de alumnos. Además, habrá notado que hace bastante frío para el tiempo en que estamos —dijo el hombre, que andaba haciéndose un hueco entre la gente mientras rogaba silencio a la multitud.

Albert entró al fin, después de una señora obesa ataviada con piel de leopardo en el mantón, y tras subir con dificultad las maletas sin ayuda, se sentó en el banco de enfrente de la recepción mientras el miope y lo que intuyó dos secretarias revisaban los datos del muchacho y le abrían una ficha colegial. No se había quitado el abrigo ni la gorra, y enseguida se sintió triste y solo. Una extraña sensación de claustrofobia le invadió y quiso salir a toda prisa del edificio. Sus extremidades comenzaron a temblar y sintió ganas de llorar. Pensó en sus hermanos y en su madre, pero al recordar las lecciones del general apretó fuerte la temblorosa mano y las mandíbulas. «Ya eres un hombre», le había dicho su padre en Berlín antes de un frío abrazo, «y es un orgullo que vayas a ser ingeniero». Conforme sonaban en su mente las palabras de su padre la nostalgia y el pánico desaparecían muy poco a poco; respiró hondo y, a lo lejos, la voz del miope volvió a sonar.

—Muy bien, muchacho. Aquí está su ficha y su carnet de la residencia. Albert Joseph Kummer, diecisiete años, ingeniería. Habitación 218, segunda planta. Tiene usted un compañero de habitación, llegará mañana. Su nombre es Joachim von Ribbentrop, y está realizando su tesis doctoral en Historia Contemporánea. Si no me equivoco, estudia el convulso siglo pasado… Es un muchacho excelente que congeniará con usted, estoy seguro —concluyó aquel simpático jefe de secretaría, dándole una palmada afectuosa en el hombro—. Bienvenido otra vez. Es un orgullo tener aquí a un Kummer. Recuerde que a las ocho se sirve la cena.

Albert agarró de nuevo con fuerza las dos maletas y subió a la habitación, con no poco esfuerzo. Las dejó a la entrada y se sentó en la silla de una de las dos mesas de estudio, cansado. Miró por la ventana que daba al patio central interior y vio muchas habitaciones iluminadas y a muchos jóvenes que, como él, comenzaban ilusionados una nueva vida que los convertiría en médicos, abogados, ingenieros, historiadores, economistas y un largo etcétera. Deshacían maletas y ponían en aquellos minúsculos apartamentos fotos de novias, de padres, carteles y algunos retratos. Se dio una ducha de casi media hora y mientras colgaba la ropa se percató de que su compañero tenía una foto en su mesilla de noche, que supuso había olvidado al comenzar el verano el curso anterior. Un muchacho rubio con el pelo lacio y con grandes ojeras agarraba por el hombro a otro regordete y más desaliñado. Aparentaban estar en un teatro o una conferencia en la que se veía mucha gente, ya que algunos gesticulaban exaltados; en el fondo de la instantánea se adivinaba otro hombre que, con gesto serio, parecía dirigirse a los demás.

A las ocho en punto Albert ya estaba vestido y listo para cenar. Bajó sigilosamente y muy despacio hacia el comedor. No era tímido pero aquella nueva situación le abrumaba. No recordaba haberse sentido nunca tan solo, ya que hasta la fecha sus salidas se habían limitado a ir a montar a caballo o a jugar al cricket, o bien a acudir al teatro que tenía a escasos metros de su barrio berlinés, siempre acompañado por familiares. En la cola que comenzaba a formarse en la puerta del comedor se presentó a dos muchachos que, como él, parecían solos y miraban hacia abajo intentando pasar el mal trago de tener que darse a conocer. Le sorprendió la amabilidad que desprendieron al optar él por presentarse, y posteriormente se sentaron a cenar juntos un puré de patatas con un bistec de ternera duro y lleno de cartílagos.

Para la sobremesa y asueto, la residencia Freimann disponía de un enorme salón-bar, con varios sillones y mesas donde estaba toda la prensa del día así como diferentes juegos de mesa y barajas de cartas. También había un pequeño kiosco regentado por un enano de gran barriga que se llamaba Arthur, donde se podían comprar refrescos y café. Albert se sentía mejor a cada minuto que pasaba, ya que los amables residentes seguían llegando a la mesa que compartía con los muchachos, y esa noche conoció a varias decenas de recién llegados como él. A las diez en punto el recepcionista comenzó a apagar las luces y los internos se dirigieron a sus habitaciones algo nerviosos, pues les aguardaba el primer día de clases de su vida universitaria en sólo unas pocas horas.

Apenas pudo dormir y casi al alba se despertó. El conserje recomendó a Albert que fuese andando al campus, y que debía cuanto antes aprender a moverse por la ciudad. A las siete y media salió de la residencia solo, y tardó casi una hora en llegar a la facultad. El edificio era sencillo, de color negro y con mucho cristal, y le resultó moderno en comparación con su ciudad. No había más de treinta alumnos en la clase a la que entró, y decidió sentarse en la última fila junto a un repeinado muchacho que lo miró amigablemente. El profesor de Análisis Matemático era un hombre gordo, con la piel blanquísima y rojeces por toda la cara. Comenzó a hablarles de la dificultad de la carrera que ese día empezaban, del sacrificio que requería y de lo necesitado que se encontraba el país de talentos que crearan puentes, carreteras y edificios, que lideraran el progreso y, en definitiva, la reconstrucción de Alemania.

—Han nacido ustedes en un país arruinado. Una nación más pobre que las mismas ratas por culpa de una guerra y un tratado que nos va a hacer morder el polvo durante décadas —dijo en voz alta el grueso profesor—. Hemos cometido muchos errores, pero no podemos pagar tanto por ellos, es imposible. No es justo. Imagino que leerán y oirán como están las cosas en nuestra querida República —añadió con sorna el matemático—. Los asesinatos, las manifestaciones, las revueltas. Alemania está en peligro y su glorioso futuro depende de gente como ustedes —concluyó.

Albert estaba exultante tras la arenga y la lección del primero de los profesores. Continuó las seis horas de clase sentado en la misma silla. Sólo se había levantado en la cuarta hora para ir al baño. Tomó apuntes a toda prisa de todo lo que se decía y en todas las asignaturas. Todas le interesaban, incluso la Física Elemental y Teórica. La campana sonó a las dos y media y sin que su cuerpo notase cansancio alguno salió hacia la residencia en busca de un merecido almuerzo, previo a las clases de la tarde, pero un extraño percance lo estaba esperando. Un grupo de jóvenes huía de la policía montada, y en la frenética carrera chocaron de frente con Albert, que no los vio venir por la esquina en la que acababa de torcer. Al caer se dio un golpe en la nariz y enseguida comenzó a sangrar. Solo y confuso llegó a su habitación de la residencia Freimann tras casi una hora de camino, en la que sólo paraba a comprobar si aquella gasa se había saturado de sangre. Se lavó con cuidado, y el encargado del botiquín de la residencia le diagnosticó únicamente una pequeña contusión. En el almuerzo comentó el suceso con algunos compañeros, y todos coincidieron en barruntar que habían podido ser grupos de ultraderecha o nacionalistas que a menudo se manifestaban e improvisaban mítines en plazas y teatros. Ralph, un joven que comenzaba a estudiar Leyes y Economía parecía estar más informado.

—Se ha creado un nuevo partido, una nueva organización obrera. Son nacionalistas y están muy bien organizados —dijo el muchacho.

—¿Estás seguro? —intervino Albert—. Los que me arrollaron parecían todos jóvenes normales como nosotros, iban bien vestidos y llevaban algo en el brazo, pero no pude verlo con claridad. No creo que fueran violentos. Únicamente tuve mala suerte, y estuve en un mal sitio en un mal momento.

Otto y Ralph se levantaron a llevar sus bandejas a la cocina, y a la vuelta venían con un periódico entre las manos con un titular enorme que rezaba: «Las SA apalean a dos agentes de policía en Friedrichstraße».

—¿Quiénes son las SA? —preguntó Albert, que sujetaba el algodón de la nariz con la mano derecha evitando que saliese más sangre.

—Son los Camisas Pardas, Albert. Son una especie de policía que han creado los del partido que probablemente chocaron contigo —aclaró Robert—. Mantienen el orden en las reuniones que organizan y hacen la vida imposible a los demás partidos políticos de la República.

Ralph sacó una cajetilla de tabaco y la ofreció al grupo.

—La han tomado con las formaciones de izquierda, con los extranjeros y los judíos, a los que echan la culpa de todo —explicó Ralph, negando con la cabeza mientras leía.

—Pero la paliza, ¿a qué ha venido? ¿Por qué dos policías? —insistía Albert.

—No han podido soportar que se haya permitido a Francia ocupar el Ruhr con tanta facilidad, al parecer. Es lo que pone aquí —dijo Robert, señalando el periódico.

«El Canciller Gustav Stresemann ya no tiene ninguna autoridad aquí en Baviera. Los nacionalistas han aupado al poder a Von Kahr en Múnich y en Marienplatz el tiroteo entre la policía y los Camisas Pardas se tornó una carnicería», continuó Robert, leyendo la noticia de aquel diario.

Los muchachos permanecieron pensativos un buen rato. Ralph no paraba de fumar y se le notaba algo angustiado. Luego siguieron conversando en el salón-bar sobre la inestable situación. Unos se aventuraron a prever que la República vencería. Sólo Otto, el más iracundo e impulsivo, apoyaba sin fisuras al canciller Stresemann, y Klaus, que odiaba la política, se posicionó del lado de los nacionalistas. Albert no se atrevió a opinar, aceptó el cigarrillo que Ralph le ofreció y subió a su habitación con dos o tres de los periódicos del día. Tenía molestias en la nariz y creyó que era necesario cambiar el algodón que le taponaba la hemorragia.

Una vez pasó a limpio los apuntes del día, Albert sacó de su maletín los periódicos y uno a uno los fue leyendo, incluso subrayó algunos conceptos y datos. Nunca entendió ni se había interesado por la política, y jamás mencionó el tema con su padre, el condecorado general Kummer. Ya era un hombre y debía aprender, además la situación era harto compleja y lo vio necesario. Al menos dos horas más tarde, Albert escuchó la cerradura de su habitación, y una voz cálida y muy grave lo interrumpió.

—Tú debes de ser mi compañero Albert Kummer —dijo el joven y rubísimo historiador mientras se quitaba el elegante sombrero—. Me llamo Joachim.

—Es un placer conocerte —dijo Albert, que se levantó de un salto de la mesa y acudió raudo a estrecharle la mano. Era igual de alto que él pero más delgado y con el pelo más largo y lacio. Vestía un traje gris de espiga y corbata. A Albert le resultó un hombre muy apuesto. De inmediato le invitó a sentarse enfrente suyo mientras él se quitaba la corbata y se acomodaba un poco.

—Vaya por Dios, ¿y esa nariz? ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó extrañado Joachim.

—Un simple golpe, no es nada. Estoy bien, gracias —dijo Albert tocándose el algodón.

El rubio se sirvió un vaso de soda y le sirvió otro al joven Kummer.

—Has empezado ingeniería, ¿no es cierto? —preguntó Joachim, curioso.

—En efecto, Joachim, y me ha gustado mucho el primer día de clases. No me imaginaba así la universidad, ni el trato de los profesores. Ha sido emocionante aunque, según dice todo el mundo, he elegido una carrera muy difícil.

—Me alegro mucho. Yo soy de letras pero nos llevaremos muy bien. Hoy día hay que saber de todo, y sé que aprenderemos muchas cosas juntos —le animaba Joachim, poniendo la mano en el hombro del muchacho.

Siguieron hablando y fumando largo rato, preguntándose por sus vidas, sus familias y sus aficiones. La botella de soda y el tabaco se terminaron y Joachim bajó a por otra a la habitación de un compañero de departamento.

—Sabes, Albert, me gustaría que mañana me acompañases al centro de la ciudad, a tomar una cerveza. Quiero enseñarte esto un poco. Como sabes llevo aquí ya unos años, y Múnich es una ciudad algo grande y alocada, pero te encantará.

—Claro que sí. Sería fantástico —contestó Albert—. No conozco aún a casi nadie.

Era la tercera tarde que los dos compañeros de habitación salían de la residencia Freimann hacia el centro de la ciudad. Habían congeniado enseguida y el joven Kummer disfrutaba enormemente de la compañía de Joachim. Este había nacido en Canadá y también era hijo de un militar. Tenía ocho años más que Albert, al que le extrañaba que colmara de atención a un jovenzuelo como él. Le enseñó la historia de la ciudad de una forma tan perfecta y detallada que a veces Albert se desesperaba. Lo llevó a los museos, al teatro y al cine. El día anterior le había presentado a su novia Anne y habían cenado juntos en un majestuoso restaurante de Leopoldstraße. Hacían una pareja preciosa. Ella también era rubia y muy alta y, si cabía, aún más divertida y amable que Joachim.

Tras salir de una elegante boutique en la que Albert se hizo su primera camisa a medida en Friedrichstraße, Joachim quiso que conociera a sus amigos íntimos, que se hospedaban durante todo el curso en una vecina residencia estudiantil, a sólo unas manzanas de la Freimann. Habían quedado para jugar a las cartas y Joachim lo llevaría con él. Albert no sabía jugar y tuvo que conformarse mirando las partidas por encima de sus cabezas. Se sentía mucho mayor entre todos esos hombres que ya eran en su mayoría licenciados o doctores. Le llamó mucho la atención el más bajito, que apenas hablaba pero llevaba ganando casi todas las manos y que era médico residente. Joachim también estaba contento, y cada dos o tres partidas le pasaba a Albert la mano por el pelo, con un gesto cariñoso, y hacía por introducirlo en la conversación, que fue desde el principio incomprensible para él: literatura, cine, política, historia y mujeres.

—Bueno, Albert, esta noche vamos a cenar en Burgerbräukeller —dijo el más obeso de los amigos de Joachim con un cigarro entre los labios mientras barajaba las cartas—. Los amigos de Joachim son nuestros amigos, así que espero que vengas con nosotros —concluyó el gordo. Se llamaba Gerhardt.

Albert, que estaba sentado justo al lado de Joachim, miró a éste en un gesto de duda, esperando la aprobación del compañero, que sonreía, divertido.

—Por supuesto que vendrá —dijo Joachim—. Iremos todos en mi coche.

Sobre las siete y media llegaron a la residencia Freimann y, tras fumar un último pitillo, tomaron una ducha y empezaron a acicalarse. Mientras se afeitaba, Joachim le preguntó al joven compañero qué tal se le daban las chicas, y le extrañó que un muchacho tan atractivo aún no se hubiese fijado en ninguna mujer. Albert se sonrojó e intentó cambiar el tema de conversación ante la comprensión del rubio.

El coche de Joachim era un autentico lujo. Un Delahaye negro y reluciente que dejó su padre antes de marcharse de casa, y del que disponía a su antojo. Recogieron a Gerhardt y a Alfred en la vecina residencia y media hora después llegaron a la cervecería de las afueras de la ciudad. Albert jamás había visto nunca tanta gente junta en un establecimiento; tenía una terraza inmensa, con más de un centenar de mesas y estaba cubierta por una enorme carpa transparente que le recordó a la de un circo. Había oficiales de todo rango y procedencia. Albert miró sus uniformes y creyó ver policías y oficiales afectos a Kahr, actualmente al mando en Baviera. También vio señores elegantísimos que bebían coktails y cervezas enormes mientras charlaban en ocasiones acaloradamente. En el salón interior, dos hombres parecían dirigirse a decenas de personas acerca de la caótica situación actual de la región. Joachim y sus amigos se sentaron en una mesa circular próxima a la barra principal, y a los pocos minutos dos elegantes y jóvenes damas que llegaron juntas abrazaron a Joachim y a Gerhardt respectivamente, y estos las invitaron a tomar asiento junto a ellos en la mesa circular. Albert, mientras tanto, bebía a pequeños sorbos su cerveza tostada, y no podía de dejar de observar el variadísimo ambiente de la cervecería. Discusiones políticas, borrachos, pertinaces meretrices que se sentaban encima de algunos caballeros y militares. Mientras contemplaba un pulso de fuerza en la mesa que quedaba a su espalda entre dos tipos ebrios, una de las jóvenes amigas de Joachim lo interrumpió.

—¿Nadie me va a presentar a esta belleza? —preguntó la rubia, también ebria, señalando con su delgadísimo brazo a Albert—. Me llamo Eva, ¿y tú, encanto?

—Es Albert Kummer, mi compañero de habitación en Freimann. Acaba de llegar a la Universidad y será un brillante ingeniero —aseveró Joachim, cogiéndolo por el hombro.

Albert contemplaba sonrojado a la delgadísima y extravagante mujer. Fumaba de perfil como había visto en el cine y daba movimientos bruscos y secos a la cabeza. Parecía querer llamar la atención. Estaba cada vez más borracha, y los chicos empezaban a poner mala cara y a impacientarse. En especial Joachim, que miraba su reloj cada pocos segundos y empezaba a sudar en exceso. Miraba constantemente a la carretera y al aparcamiento y a la vez a Gerhardt, que cada cinco minutos entraba en el salón donde los señores del atril seguían con su discurso. A las diez y cinco minutos de la noche, una larga fila de coches se detuvo en la puerta de la cervecería. Eran más de veinte los vehículos, y de ellos comenzaron a bajar decenas de hombres. Iban en su mayoría armados y con un uniforme marrón caqui, que pronto intuyó Albert podían ser los famosos SA. Iban entrando de uno en uno en la terraza, y el griterío y el ruido de la taberna se fueron quedando en un silencio sepulcral. Hicieron dos filas y se dirigieron hasta el salón. En medio de los dos grupos de uniformados avanzaba otro hombre con atuendo distinto, verde y negro, con el rostro desencajado. Joachim se levantó de la mesa a toda prisa y acudió raudo a parar y a departir con el hombre al que escoltaban las supuestos SA. En la mesa sólo estaban ya él y una de las chicas. Joachim intentaba en vano calmar al hombre de aspecto siniestro, que comenzaba a alzar la voz en la puerta que daba al salón interior, exigiendo poder entrar. Levantaba los brazos y gritaba, apartó a su compañero y entró finalmente en el salón rodeado de las tropas de asalto con camisas pardas, que rápidamente formaron un cordón entre los asistentes al acto político. En ese momento, el presidente Kahr tenía la palabra y había enmudecido al ver entrar a aquel hombre con tanta gente armada.

—Vengo a pedirle su ayuda, señor Kahr —rogó el individuo, con gesto chulesco y amenazante, con los brazos en jarras—. Debemos iniciar de una vez por todas la marcha sobre Berlín —insistía—. Hay que derrocar de una vez a un gobierno débil, incapaz e incompetente. Necesito sus fuerzas militares, gobernador —concluyó el hombre siniestro de tez pálida y bigote minúsculo y cuadrado.

Gustav von Kahr hizo un ademán de gesto afirmativo y bajó del atril, estrechó la mano de aquel cabecilla de las tropas de asalto y le conminó a entrar en lo que parecía una improvisada sala de reuniones de la cervecería, junto a una escalera por donde las prostitutas subían a las habitaciones con sus ebrios clientes, ajenos a todo.

Media hora más tarde, el hombre de oscuro, que preso de la ira había aguado aquella monumental fiesta, salía de la habitación que había dispuesto Kahr para el encuentro, con el gesto más contrariado aún y gritando a la vez que miraba al frente, dirigiendo a sus hombres hacia la salida, maldiciendo al gobernador y a su mezquino gobierno. En el aparcamiento las tropas de asalto encontraron a numerosos efectivos del ejército y la policía que, rápidamente, comenzaron a cachearlos y a pedirles la documentación. Aquel líder violento pronto había advertido que la estratagema de la reunión había sido una maniobra del presidente Kahr para ganar tiempo, con el fin de detenerlos. Sabía que el gobernador era un cobarde y un traidor, pero tenía que intentarlo. Alemania estaba por encima de todos aquellos miserables políticos corruptos.

Albert seguía en su mesa, ya solo y muy inquieto, esperando desesperado el regreso de su amigo Joachim. Una vez que la policía había identificado a la mayoría de los hombres armados y detenido a su líder, Joachim apareció por detrás de Albert y lo levantó del brazo, apremiándolo hacia el coche, mientras le decía que era tarde y hora de marcharse.

Esta vez en el majestuoso coche Delahaye sólo volvían los dos. Ignoró dónde se habían quedado el Gerhardt y Alfred. Albert estaba sudando, mareado y sentía mucho sueño, pero la curiosidad por lo ocurrido le hizo imposible no preguntarle a Joachim.

—¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿De qué conoces a ese hombre? —preguntó Albert—. ¿Qué pretendía?

Joachim puso la mano en la pierna del chico, dándole dos palmadas con afecto.

—Verás, Albert. Ya sabes lo complicada que es la actual situación de nuestro querido país. A muchos nos duele ver lo que está sucediendo con Alemania, y queremos otra cosa. Otro Gobierno. Ese hombre que has visto, Albert, es distinto a los demás. El que viste no es un político ni un militar común. Él no quiere poder ni dinero, ni siquiera tiene un sueldo; sólo piensa en nuestro país y en el bien para todos nosotros, los hijos de Alemania. Me gustaría que lo escuchases un día porque sus palabras son la luz, muchacho. A mí a veces se me saltan las lágrimas de emoción cuando lo escucho. Esta noche sólo buscaba el apoyo del gobernador de Baviera. Queríamos que su partido se uniera al nuestro y dar el salto a Berlín con un gran proyecto político. Nuestro partido. El partido nacionalsocialista.

—¿Pero quién es? ¿Cómo se llama? —insistía Albert.

—El es el líder que necesita nuestro país. Tu país y el mío, amigo. Su nombre es Adolf Hitler —dijo el rubio, con una sonrisa y un orgullo que pocas veces había visto sentir a un hombre.

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9788494363382
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