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—No tema, apóyelo, esos huesecillos dislocados ya están en sus sitio —dijo Adames, mirando fijamente los pies de la mujer y guardando el machete en la funda—. Déjenla sola— les decía a los compañeros. Esta hizo un ademán de apoyo, todavía temerosa, y en efecto comprobó que de aquel desafortunado salto sólo quedaría ya un mal recuerdo. No sentía dolor y caminaba con normalidad.

Con cariñosos gestos de agradecimiento hacia aquellos biólogos marinos y, tras cambiarse de ropa detrás de una vieja barca abandonada que había junto al solitario aparcamiento, partieron rumbo a la ciudad, al Hotel París, donde la joven estaba alojada junto a su equipo. El plano de la ciudad que tenía Cathy era lioso y poco didáctico, pero Antoine creyó saber cómo llegar hasta allí a pesar de que, tal vez porque nunca salía de casa, aquella ciudad le seguía resultando difícil y angosta.

El corto trayecto fue cordial y el profesor aprovechó incluso para intentar recuperar algo de su ya olvidado inglés, e interrogaba a la bióloga acerca de moluscos y sobre Londres y Newcastle en una lengua británica cuanto menos peculiar, que mezclaba a ratos con francés y español. Cathy se reía de la pronunciación y le contestaba en francés.

A las dos en punto dejaron a la señorita en el hotel, tras haber quedado en volver a verse la semana próxima en el yacimiento. Llegaron de nuevo a la autopista y pusieron rumbo hacia el Puerto Viejo, después de llenar de gasóleo aquella tartana de más de dos décadas y que agonizaba día tras día.

—Antoine, ¿podría usted acercarme primero a la oficina de correos? Aún es temprano y, si no me equivoco, una carta tuvo que llegarme ayer al apartado que tengo contratado —rogó Adames, algo nervioso, mirando fijamente por la ventana hacia el mar, donde finalizaba una especie de competición de pequeños veleros.

—Está bien, profesor, pero antes me gustaría que me dijese algo; me muero de curiosidad, ¿cómo ha hecho lo de la señorita Cathy? ¡Si tenía el pie completamente torcido! Nos ha dejado a todos sorprendidos…

La alegría desbordante que emanaba del profesor hacía sólo unos minutos había desaparecido, y el profesor Adames no contestó siquiera la pregunta de Dupont. Las manos le habían comenzado a sudar y empezó a rascarse el cuello. Su mente estaba ya en otro lugar, en otro mundo, tal vez en el que las cartas ocasionales de su amigo le mostraban puntualmente cada veinte días, cuya anhelada información esperaba encontrar ese sábado de noviembre en aquella lúgubre oficina postal. Posiblemente, desde hacía horas, también se habría percatado de que Antoine iba a ser, en adelante, algo más que un simple alumno.

Capítulo Viii
El horror

—¿Cómo vais a defender a la República? ¿Con qué? Con esos cañones que no tiran, esos aviones que no vuelan y esos tanques que no andan? ¿Con quién? ¿Con esos obreros y esos campesinos que tienen miedo y huyen ante el enemigo? ¿Con esos revolucionarios que corren como gamos apenas aparecen cuatro moros?

M. Chaves Nogales, A Sangre y fuego

El coche de vigilancia rural de la Benemérita se detuvo en el número ocho de la calle Chaparil. Llovía ligeramente desde hacía una hora, y en el pueblo no se escuchaba un alma ni se apreciaba movimiento alguno. Antonio Barranco apoyó su cabeza contra el volante y le dio tres golpecitos con la frente con algo de rabia y tristeza. Encendió un cigarrillo mientras intentaba meditar; era el último Bisonte sin filtro que quedaba en la cajetilla. Al oír un difuminado sonido miró al cielo, sacando la cabeza por la ventanilla, y pudo divisar, a muchísima altura, a varios de los hidroaviones zapatones que el ejército de Franco —su ejército— mandaba desde Cádiz hacia objetivos del este, en dirección a Almuñécar, por donde huía gran parte de la población civil republicana de Málaga. La altura de los aviones y la abundante niebla no le impidió ver con claridad el escudo de la legión Cóndor, y supo de inmediato cuál era el destino de aquellos cuatro pilotos alemanes: entorpecer esa marcha y aniquilar a la mayor parte de esa población civil hambrienta y aterrada que se moría por sí sola de frío y desesperación en busca del puerto de Almería.

—Pobre gente —pensó, mientras intentaba calmar el frío y la ansiedad dando largas chupadas al cigarrillo. No se atrevía a bajar del coche y darle la noticia a su mujer. No sabía cómo decirle que aquel gran hombre que había hecho tanto por su hijo era muy probable que estuviese muerto. Le aturdía aún más la incertidumbre de no saber qué estarían haciendo con él aquellos hombres llenos de ira y de odio. La última calada la dio profunda y casi le quemó los dedos. Estaba muy cansado y las piernas le pesaban. Creyó no tener fuerzas para agacharse otra vez y atravesar el túnel de acceso a la guarida que había improvisado hacía meses. Allí su familia esperaba impaciente sus noticias desde hacía horas.

Antonio Barranco tenía especial pánico a los rifeños y a los bereberes, a los moros que el general Franco había reclutado en las zonas más depauperadas del norte de Marruecos aprovechándose de la miseria en la que habitaban y de su particular odio a los franceses, y creía que, en medio de la contienda fratricida, esos desgraciados no discernirían entre las muchachas y las mujeres de los rojos de las niñas y esposas de aquellos que les pagaban las doscientas pesetas al mes, les daban pan diario y les suministraban una botella de aceite cada dos semanas. Había escuchado las más aterradoras historias de los africanos, de las violaciones feroces y salvajes, de la rapiña en los domicilios, del cuchillo con el que segaban las gargantas enemigas por orden del general Queipo de Llano, que intentaba destruir la moral republicana con sus arengas diarias desde la radio en Sevilla, tanto, que él mismo también se había acobardado. Pensó que aquellos moros no tenían nada que perder tras las hambrunas del Rif marroquí; meditó y leyó cuanto pudo sobre la cultura tribal y guerrera de aquellos lares, y cuando miraba a su mujer y a sus hijas pequeñas el corazón le latía a toda prisa y le costaba respirar. Aquel mes en que tomó la decisión de esconder a los suyos un día al volver del trabajo, no cesó de cavar el túnel de forma discreta. Dos meses día y noche, sin ayuda de nadie, pudo conectar el sótano con una cuadra abandonada de la calle Cervantes, ayudándose de cemento, maderas y ladrillos de casas derruidas que iba encontrando por los caminos que transitaba.

Los moros, los nacionales y los italianos ya habían dejado atrás Nerja. La división Corpo Truppe Volontarie, junto con unos quinientos marroquíes y dos centenares de militares rebeldes y algún viriato se dirigían por la costa hacia Almería, persiguiendo sin cuartel a los que huían de las bombas y del hambre. Las tropas golpistas se encontraron con otro batallón en Torre del Mar, provenientes de Vélez-Málaga y de Alhama.

Barranco intentó poner la radio antes de bajar del automóvil, y se congratuló de que ahora sí funcionase y se escuchase tan nítidamente. Ahí estaba de nuevo la inconfundible voz firme y aflautada del general Queipo de Llano, radiando desde Sevilla para todo el sur de España. El noticiero de las cinco de la tarde traía buenas noticias para el guardia civil de caminos y medio rural. El coronel Villalba había huido de Málaga, temeroso de su inminente ejecución y tormento, y había dejado la ciudad en un caos absoluto. Maricón, bolchevique y cornudo fueron las palabras más amables que el general sevillano le dedicó al último guardia de la República en la ciudad de Málaga. Las bajas de los civiles que huían aumentaban por momentos, y el hambre y el frío mataban casi igual que las bombas y los cañones de Franco. Escasísimas columnas de milicianos los escoltaban y se insistía en que ningún rojo podría hacer frente a tan aguerrido ejército. El general siguió, durante casi una hora, ensañándose contra la República y los vencidos, y la última de las arengas le estremeció a Barranco el cuerpo una vez más:

Legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes qué significa ser hombre de verdad. Y a la vez a sus mujeres. Ahora lo sabrán los milicianos maricones. Guardad bien a vuestras esposas porque mis moros no tienen saciedad y llevan varios meses sin ver a las suyas.

Apagó la radio, salió del coche y se puso el grueso abrigo verde y el tricornio, miró a los lados y atravesó la puerta del sótano donde, tras recorrer veinte metros de rodillas, lo esperarían su mujer y sus hijos, y donde podría decirles que volvían a casa, que el peligro parecía haber pasado.

El cuarto proyectil del más rezagado de los zapatones de la legión Cóndor destrozó al menos tres casas humildes que se situaban al borde casi de la misma orilla, en plena playa de La Herradura. Por el caminito viejo que bordeaba el mar, miles de personas intentaban evitar las bombas de los aviones, y el pánico se apoderaba de ellos conforme veían más cerca los barcos del ejército rebelde. El impacto en la casa de pescadores fue tan fuerte que cinco ancianos que descansaban dormitando en la puerta de una de ellas perecieron en el acto, y el coche del doctor Quiles, que conducía el capitán Martínez y donde aguardaban más refuerzos en la rudimentaria carretera que discurría junto al mar, sufrió una brutal sacudida, poniéndolo casi del revés, hiriendo además de al capitán a su lugarteniente, el pelirrojo Daniel Moreno. En el asiento trasero estaban el moribundo sargento Calle, que deliraba y sudaba litros de un sudor hediondo, y el propio doctor Quiles, que le tenía sujeta la pierna con una venda. José tenía un aspecto lamentable, la barba de dos días y el cuerpo dolorido. Por el color y el olor de su orina intuyó que su azúcar estaba por las nubes, y la confusión mental le hacía no saber siquiera cuánto tiempo llevaba fuera de su casa sin inyectarse insulina. El obús explotó y lo sacó del estado pseudocomatoso en el que empezaba a encontrarse. Sobresaltado, el pelirrojo salió como pudo del coche en dirección a la playa, seguido del brigada jefe y del doctor Quiles que, renqueando y con el vómito casi en la boca, pudo pisar la arena. Una arcada le sobrevino de nuevo cuando comprobó que aquel bombazo que lo había dejado sordo había descuartizado y hecho trizas los viejos y famélicos cuerpos de aquellos ancianos y de aquella mujer, que sólo intentaban calentarse, y que, aporreando esas y otras puertas, sólo pretendían obtener algo de comida para dejar de comer cañas de azúcar, peces podridos y raíces de amargos arbustos. Se habían sentado en ese portal fruto de la desesperación y el agotamiento más absoluto, a esperar esos refuerzos que no llegaban nunca y a los grupos rezagados entre los que tenían familiares. Encontrarían allí, sin embargo, la más terrible de las muertes. El proyectil había producido un hueco en la arena del que salía humo y en el que se produjo un incendio, de inmediato avivado por las maderas de la casa. José tragó la bilis repugnante que tenía en la garganta y se dirigió a toda prisa, cojeando, hacia la orilla, donde dos muchachas gritaban pidiendo desesperadas la ayuda de alguien, con otra cría de pocos años que parecía inconsciente entre los brazos. José se abrió paso entre el humo y la gente, que huía lejos de la playa, algunos con heridas que sangraban y con el rostro oscurecido por la explosión y el polvo. Detrás de él le seguía el pelirrojo, que tras guiar dando terribles gritos a la población despavorida hacia el primitivo paseo marítimo, se había percatado de que una de las dos mujeres que se desgañitaban pidiendo auxilio era su esposa, Manuela.

—¡Teresa! ¡Teresa! —gritaba el miliciano zarandeando a la criatura, que no tendría más de tres años, intentando que recobrara el conocimiento—. ¡Teresa! —insistía entre sollozos y llantos, al ver que no se inmutaba la que parecía ser su hija. Las dos mujeres se habían caído de rodillas a la arena, y la madre pareció entrar en shock cuando intuyó que su hijita era ya un cadáver. José le quitó la niña de los brazos al miliciano y la levantó, poniendo el pechito de la cría en su oído derecho. Al comprobar que el latido no existía la tumbó en el suelo y le masajeó suavemente el pecho mientras insuflaba el poco aire que le quedaba en la boca de la niña. El pelirrojo se abrazó a su mujer, que ya no respondía y tenía la mirada perdida, esperando un milagro. Mientras, el capitán Martínez y varios campesinos habían conseguido enderezar el automóvil del médico y hacían sonar el claxon, apremiándolos para que salieran corriendo de la arena, pues se veían de nuevo los hidroaviones a lo lejos. José volvió a mirar el pulso de la criatura, que se ponía cada vez más fría y de cuyo oído derecho comenzaba a brotar sangre. Comprobó que el impacto había destrozado los sensibles tímpanos de la criatura y le había provocado una hemorragia interna mortal. No sabía, en medio de aquel griterío, cómo darse la vuelta y decirle a aquel hombre desesperado que no vería crecer a su pequeña. Giró la cabeza y se encontró al hombre en lágrima viva y apretando el puño.

—¡Sálvala, gordo de mierda! ¡Cúramela, cabrón! ¡Cúramela!

—Es imposible, Daniel, la niña estaba rota por dentro… La bomba… No he podido hacer nada.

En eso, un fuerte golpe le sobrevino por la espalda cuando intentaba incorporarse de la arena con la niña aún en brazos. Una patada en el costado le hizo polvo el riñón izquierdo.

—¡Que la cures, hijo de puta, te digo! ¡Que es mi hija, cabrón! —insistía gesticulando con el puño apretado amenazante tras el puntapié.

José cayó de boca en la arena. Ésta se le pegó en la cara al mezclarse con el sudor y no conseguía ver nada. Otra patada en las costillas le hizo retorcerse de dolor y perdió el conocimiento. El miliciano se había quitado el fusil del hombro y golpeaba con el arma la espalda del médico con saña. El pelirrojo Daniel Moreno agarró a su mujer por el hombro y a la niña muerta, que permanecía aún al lado del cuerpo obeso y lleno de sangre del doctor Quiles en el que el miliciano había descargado toda la rabia, y se fue directo al coche, donde el capitán Martínez seguía apremiando al batallón y a la gente por miedo a una segunda bomba.

Pasaron cuatro horas y comenzaba a oscurecer. La playa de la Herradura se quedó desierta tras el paso de los miles de represaliados que continuaban su huida desesperada hacia el este de la región. Había comenzado a llover y la temperatura bajó casi cinco grados de golpe. Era febrero de 1937.

Algunas horas después, José Quiles pestañeó varias veces con el ojo derecho hasta que pudo fijar la mirada y ver las enormes olas que comenzaban a formarse en el mar. No sintió sus brazos, y un dolor espantoso comenzó a manifestársele en el abdomen. Comprobó que podía mover las manos, pero no tuvo fuerzas para incorporarse, tampoco para girar la cabeza hacia el otro lado. Lloró y vio cómo sus lágrimas se mezclaban con la sangre que tenía por toda la cara. Comenzó a recordar lo sucedido mientras llegaba la noche y la helada. Tres días de camino desesperado desde Nerja, donde lo habían sacado a golpes de su despacho aquellos fanáticos, delante de su mujer y de sus hijos pequeños. No había podido despedirse de Elisa, tampoco había podido coger ni siquiera su maletín de médico y su insulina. Lo habían metido en su propio coche aquellos bárbaros y lo habían obligado en cada parada de la huida a reconocer y a intentar sanar a aquel millar de pobres almas que sólo trataban de escapar de una muerte segura. Los tuberculosos empeoraban y la bacteria se propagaba con rapidez. Tifus, pulmonías, heridas terribles. Todo lo tuvo que atender sin apenas medios ni medicinas, con la presión de un encolerizado capitán y un alférez iracundo y cruel, el mismo que lo había dejado en aquel estado cercano a la muerte. Alcanzó a introducir su mano debajo del vientre y pudo presionar aquella hernia que los culatazos del fusil del pelirrojo le habían abierto, y se sintió algo más aliviado. Pudo al fin levantar la cabeza y en la casi completa oscuridad sólo divisó varios cadáveres y un humo y un fuego que comenzaban a apagarse por la lluvia. Estaba solo, completamente solo y herido. No tenía ni cincuenta años y sabía que iba a morir. Deseó haberlo hecho en aquel impacto terrible que mató a la niña y a aquellos viejos, deseó incluso haberlo hecho antes de que comenzara la guerra. Su vida no había sido ningún aprendizaje para nada de lo que estaba viviendo. Si bien supo desde muy joven, cuando comenzó a estudiar Medicina en Granada, que algún día debía abandonar su existencia terrenal y expirar como todos aquellos cadáveres que contempló atónito en la sala de disección del profesor Espín, la felicidad y la paz en que vivía rodeado de su mujer y de sus hijos y de la investigación y la práctica médica le habían hecho olvidar esa certeza por completo. Pero ahora ya estaba preparado, iba a irse de este mundo con muchas cosas pendientes, pero en paz consigo mismo, y sabedor de que sus dos hijos mayores, y en especial Roberto, valorarían todo aquello que había sido su vida. Una vida dedicada a los demás, a la medicina, a la ciencia y a formar la estupenda familia que había dejado atrás hacía ya casi cuatro días. No era creyente, pues creía incompatible su vida de científico con la religión, pero se durmió rezando un Padre Nuestro y un Ave María.

La noche se cerró por completo y había parado de llover.

Antonio Barranco llevaba dos días en su casa, muy cerca de la playa del Salón y detrás de la plaza de la Marina. La calle Chaparil comenzaba a tener algo más de vida tras haber caído la provincia hacía pocos días en manos de los alzados. Nerja ya era nacional y, aunque aterrorizada, la población comenzaba a realizar las labores rutinarias del día a día. Ese lunes, aunque con un intenso frío, lucía un sol espléndido de febrero, y Antonio y su mujer aprovecharon para instalarse de nuevo en la casa, a donde sólo habían subido de vez en cuando desde el túnel en aquellos meses. Se había hecho eterno todo ese tiempo, pero la felicidad de la familia era tal que parecían haberlo olvidado. El guardia civil ordenaba los libros que se había llevado al refugio en la modesta biblioteca de roble que tenía en el salón: Cervantes, Voltaire, Quevedo, Lope de Vega, Ortega y Gasset entre otros. Le apasionaba la literatura, y ya le habían llamado la atención en el cuartel por descuidar sus labores por culpa de las mariconadas de mujeres como la lectura y la poesía. Si estaba de buen humor, recitaba poemas y sonetos a sus compañeros en los descansos del trabajo, lo mismo que hacía con las amigas de su esposa los domingos en que iban a su casa a merendar. No había podido estudiar, igual que su padre, pero éste, peón caminero analfabeto, se emocionaba cuando el patrón, en los descansos de las obras, les leía en voz alta novelas rusas y poesía del Siglo de Oro. Hizo cuanto pudo para que su hijo tuviese el bachillerato elemental, lo que le valió para leerle a su padre hasta el final de sus días. Su vasta cultura le mantenía ajeno a aquella España gris, y sus libros eran el tesoro más preciado.

Estaba limpiando el cristal de una fotografía suya con dieciocho años y recién licenciado como carabinero, ataviado con el sombrero ros, mirándola con nostalgia antes de ir al cuartel, cuando sonó el timbre de la puerta.

—Buenos días, don Antonio —dijo el joven, tras contemplar la cara de sorpresa del guardia civil al verlo allí—. Creo que tenemos que hablar de algo, si no es mal momento.

Roberto había ido en bicicleta hasta la casa del sargento, pues creía recordar el sitio en el que aquella mañana fueron a parar allí protegidos por ese buen hombre que los sorprendió en mitad del tiroteo. Había preguntado a la gente y dio al fin con el lugar. Barranco salió del portal y metió al joven en el coche, que estaba aparcado en la puerta.

—Robertito, es una locura lo que quiere hacer. Lo de su padre ha sido una tragedia que no he sabido ni decir a mi mujer, y por supuesto que entiendo lo que debe estar pasando ahora su familia, pero ir al frente… es un suicidio. Además no tiene los dieciocho años reglamentarios. Le quedan siete meses.

Roberto, ligeramente excitado, esbozó un mohín de disgusto.

—Ya lo sé, pero usted dijo que me ayudaría, que cambiaría la edad de mi padrón, que siempre son bien recibidos voluntarios que luchen por España —dijo el muchacho, malhumorado.

—Sé que se lo dije, pero comprenda que estaba en una situación límite. Oiga, yo adoro a su padre, salvó a mi hijo pequeño, pero ¿qué va a hacer en el frente? Su padre irá por Almería ya, si no lo…

—Dígalo claro, don Antonio, ¿si no lo han matado? ¿Cree que está muerto, verdad? Por eso dice que es absurdo, ¿no es así? —preguntó Roberto, al que de nuevo se le saltaban las lágrimas y daba golpes de rabia sobre el coche.

—No sé si está muerto, pero es muy probable, y lo único que va a hacer con sus ganas de ir al frente es que lo maten a usted también. La guerra es imprevisible. Nadie está a salvo, hijo.

—Pues que me maten. Me da igual. Yo sin mi padre no quiero vivir. Quiero ir a buscarlo, a donde sea. Está enfermo. Usted me ayudará porque estoy seguro de que a un médico como él no lo han matado —dijo de nuevo el joven, intentando convencer al antiguo carabinero de Maro.

El sargento Barranco encendió el enésimo cigarro de la mañana y, mientras fumaba, meditó durante casi cinco minutos.

—Está bien, acompáñeme al cuartel. Creo que se me ha ocurrido una posible solución —dijo mientras espiraba profundamente. Luego, más tranquilo, encendió otro Bisonte—. Veremos si da resultado.

—Gracias, don Antonio, gracias de corazón. He traído una foto —dijo mostrándole una instantánea pequeña, que le habían hecho a principios del último curso de bachillerato preuniversitario—. Para la nueva ficha del censo.

—Muy bien, pero deberíamos tomarle otra, con otro atuendo y el pelo con fijador. Así no habrá sospechas. Está demasiado aniñado en la fotografía. Iremos a ver a un viejo amigo, el fotógrafo Andrés Montano, muy cerca de aquí, en la calle Alfonso XII.

El estudio situado dentro de la casa del fotógrafo era minúsculo. Éste se ganaba la vida desde hacía años fotografiando a gente humilde en los días de sus bodas y comuniones; malvivía de las propinas de los agricultores y campesinos y de una ridícula paga de inválido, pues estaba cojo por una poliomielitis que contrajo cuando era apenas un crío. Las fotografías eran lo que le había salvado de la miseria y la marginación. Era un hombre corpulento y con gruesas gafas. La calidez y la bondad de aquel señor le sugirieron a Roberto la posibilidad de la asociación natural de los hombres buenos. Su padre le había hablado de él hacía tiempo con grandes elogios y ahora resultaba ser amigo íntimo de otro ser humano bondadoso como el sargento de la guardia civil Antonio Barranco.

—Ponte esto, Roberto —dijo el sargento, al tiempo que ofrecía al muchacho un uniforme militar que había ido a buscar al coche. Estarás mucho mejor así. En la foto no se apreciará el color del uniforme.

—¡Fantástico! —exclamó el fotógrafo—. Mucho mejor.

Acto seguido, con un lápiz enorme que tenía en su tallercito le pintó una sombra en el bigote y le embadurnó el pelo con aceite de girasol y lo peinó hacia atrás.

—Eso es. Todo un hombrecito —dijo el fotógrafo, que se disponía a sacar su antigua Kodak para inmortalizar al nuevo cabo primero asociado a la Benemérita de Nerja.

Montano no le quiso cobrar aquella foto ni a Roberto, que traía algunas monedas, ni a su amigo el sargento. Eran amigos, al fin y al cabo, y le había conmovido la valentía del muchacho. Barranco quiso llevar a Roberto a casa, donde debería aguardar nuevas noticias, pero el chico insistía en ir con él al cuartel a inscribirse de inmediato, y puso rumbo hacia la calle San Miguel, donde se las ingeniaría para advertir a su comandancia de que un joven portugués, procedente del frente de Huelva, quería alistarse en las tropas del este que marchaban hacia Almería para luchar junto a su hermano.

El sargento entró en su cuartel con la soltura, la experiencia y el aplomo que le caracterizaban. Roberto permaneció detrás, fingiendo no comprender bien lo que decían.

—Me mandan uno nuevo de Málaga, otro extranjero viriato, muy joven. Quiere ir con los italianos y la Cóndor a la división CPV, la del coronel Baturone, para combatir junto a su hermano. Perdió su ficha en el viaje desde Antequera —dijo el guardia civil al oficinista del cuartel, mientras le daba la fotografía.

—Está bien, no hay problema, Barranco, le haremos una nueva —dijo aquel funcionario calvo con minúsculas gafas redondas, que no miró al guardia ni se quitó el cigarrillo de los labios mientras buscaba entre sus papeles. Detrás de su mesita estaban colgando un cuadro de Franco ataviado con traje militar y uniforme de general, en sustitución de uno antiguo de Azaña, que tiraron con desprecio a la basura.

—¿Cómo se llama el chaval? —preguntó el cabo primero oficinista, con la misma desgana con la que tecleaba aquella vieja máquina de escribir.

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9788494363382
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