Читать книгу: «El trapero del tiempo», страница 7

Шрифт:

Capítulo Vii
El mar

—No nos hallábamos libres de todo temor. Seres marinos venían a favor del viento y nos perseguían directamente.

E. A. Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym

Debe de ser por aquí —dijo Gregorio Adames, mirando intermitentemente un plano ajado de Marsella que encontró en el apartamento del Puerto Viejo y a la vez al mar, que ese día aparecía al fin muy sereno, y en el que la luz relejada por un tímido sol le daba un color plateado. Dos enormes rocas, de unos treinta metros de alto cada una, formaban un pequeño valle, que al estrecharse creaban una pequeña cala prácticamente inaccesible desde el paseo marítimo de Sainte-Croix.

Se apearon del destartalado coche de Antoine en un aparcamiento público rodeado por vallas blanquiazules que hacía sólo unos meses había estado abarrotado de turistas, pero que ese día estaba desierto; sólo para ellos y a muy poca distancia del mar. En la playa, ese primer sábado de noviembre no había nadie, sólo un viejo pescador que, arrastrando su barca hacia el mar, los miró de reojo y al que, a tenor de su gesto de sorpresa, extrañó que un muchacho y un señor apareciesen allí a esas horas y con mochilas, varios libros y un traje de buceo con aletas, tubos y gafas. Mientras Adames sacaba el material de buceo, Antoine no daba crédito a lo que pretendía hacer aquel excéntrico profesor.

—¿Piensa usted meterse ya en el agua, profesor? Hace un poco de frío, y pienso que deberíamos ver antes el yacimiento, ¿no cree? Aún estamos lejos, si no se equivoca este mapa. Queda algo de camino todavía, en esa dirección.

La visita al yacimiento de moluscos que, insistentemente, les comunicó Fournier había tenido que retrasarse unas semanas por el mal tiempo, pero la espera había merecido la pena.

—No tenga prisa, muchacho. Hace más de dos años que estoy esperando este momento, y viendo cómo está hoy el mar no creo que resista ni un minuto más. El día es muy largo —decía Adames, con alegría desbordante, mientras encima del minúsculo bañador ajustado negro se enfundaba el grueso neopreno gris oscuro.

—Anímese y póngase ese traje, Antoine. Era de un amigo y creo que le estará bien. No notará el frío, se lo prometo.

Antoine era el más friolero de su familia. Su madre solía coserle jerséis de cuello vuelto cada invierno, y ya tenía una colección de varios colores. No solía quitarse ni el abrigo en clase y dormía con calcetines y varias mantas. Raro era el día que desde el otoño a la primavera no llevara guantes de lana. Esa jornada, el profesor Adames lo acababa de poner en un aprieto. El mes pasado le había invitado amablemente a acompañarlo a la playa a ver el descubrimiento fósil que los ingleses habían hecho del yacimiento, pero creyó que era una exageración el que fuese a meterse en el mar a bucear. El profesor había salido del aparcamiento del paseo marítimo con las aletas y las gafas en la mano, ya vestido con el traje que lo protegería del frío, saltó a la arena y recorrió a toda velocidad los veinte metros escasos que distaban hasta la orilla, a sólo un millar de metros de las dos grandes rocas entre las que se encontraba el yacimiento de lo que el profesor supuso que serían polyplacophora. Adames miró hacia las rocas, y divisó a lo lejos a dos o tres operarios con impermeables y botas amarillas sumergidos hasta la cintura y que, con un pequeño piolet, escavaban entre las piedras e iban guardando los pequeños trozos fósiles en bolsas que colgaban de los cinturones. Después miró hacia atrás y vio que Antoine no se decidía a ponerse el neopreno y a sumergirse con él; seguía indeciso junto al coche.

—¿No piensa venir a contemplar el fantástico fondo marino de su país? ¿Sabe las maravillas que puede haber ahí abajo? No sea cobarde, Dupont. Con eso que le he proporcionado no notará nada. Además, mire el sol que viene por ahí —dijo Adames señalando el horizonte en el que un hermoso astro rey comenzaba a brillar con fuerza—. Es una balsa hoy nuestro Mediterráneo. Estamos de suerte —dijo el profesor, antes de introducir las piernas en el mar y sentirse exultante.

Antoine lo pensó mejor y decidió intentarlo. Creyó que el profesor se metería finalmente, que era un farol, y que se quedaría solo largo tiempo, algo que le pesó más que el frío que notaba. Con torpeza se vistió con el recio traje de aquel amigo de Adames y, tras volver a meter el grueso libro de Malacología y las mochilas en el coche, fue hacia la orilla, en la que el profesor Adames ya estaba sumergido hasta la cintura, con los brazos en jarras y las gafas de bucear puestas en la cabeza, mirando el horizonte.

—El mar es mi patria, muchacho —dijo el profesor—. Tengo sesenta años y he vivido en muchos sitios, pero cuando me preguntan de dónde soy siempre pienso que soy de aquí, un hombre del mar. No sabe lo que ahora mismo estoy sintiendo tras tanto tiempo sin volver a mi verdadera patria y notar el agua salada en mi piel.

Dupont, mientras tanto, intentaba calzarse las aletas con dificultad, sin prestar mucha atención a lo que decía el profesor.

—¿Lo entiende, Dupont? —preguntó el profesor, que acababa de volver la vista hacia donde estaba el muchacho, a sólo dos escasos metros de donde él inhalaba aquel aire fresco y salino. Sonrió al verlo vestido con el atuendo de submarinismo dos tallas mayor.

Antoine no supo cómo contestarle al profesor, que seguía respirando profundamente por la nariz a la vez que hacía estiramientos, volviendo hacia atrás y hacia delante los brazos, queriendo absorber litros de aire marino en sus ya cansados pulmones.

—¿No ha buceado nunca, Antoine?

—Una vez, profesor, en un viaje a Sicilia con mis padres y mis tíos. Pero era verano. Además Italia no es Francia —dijo Antoine, que se había acercado a probar el agua con la mano, sorprendiéndose de que no estuviese tan fría como suponía.

—¡Qué gran país, Italia! Aún tengo buenos amigos allí. ¿En qué parte de Sicilia estuvo? Creo que viajé por allí en el 65, a Catania y Palermo —decía el profesor con esfuerzo en su deficiente francés—. Guardo un estupendo recuerdo.

—Recorrimos toda la isla en coche, profesor. Yo tendría unos diez años, y si no recuerdo mal, buceamos en Siracusa, al lado de las ruinas de una vieja fortaleza —se explicaba—. Mis padres aún estaban casados por aquel entonces.

Gregorio Adames seguía sumergiéndose poco a poco, y durante aquella conversación en la que Dupont se sinceró en exceso en relación a sus desavenencias familiares, Adames ya había introducido el cuerpo entero. El sol estaba ahora en todo lo alto del cielo sin una sola nube que le hiciera sombra, y el agua era tan clara que el profesor podía ver perfectamente aquel suelo rocoso por donde pisaban sus aletas junto a algunos pececillos.

—Estoy seguro de que le gustó la experiencia, y que hoy le gustará más. Es prácticamente licenciado en Oceanografía y puede disponer de un guía que le resolverá algunas dudas de lo que veamos. Si le parece, comenzaremos llegando hacia esa roca —dijo señalando hacia el este, donde había un pedrusco con dos gaviotas encima— y luego sorprenderemos a los ingleses del yacimiento apareciendo por allí. Nos haremos los suecos y que nos expliquen qué es lo que están buscando y la naturaleza de la investigación, pero insisto en que eso debe de ser polyplacophora —decía mientras se anudaba la boya de corcho de señalización a la cintura y limpiaba el cristal de las gafas con una especie de bayeta roja.

Antoine se puso las gafas y se ajustó el tubo, torpemente se puso al fin las aletas, y al comenzar a introducirse en el agua se cayó al suelo en la orilla. El profesor se reía a carcajadas mientras Antoine no lograba ponerse en pie de nuevo. Acudió a ayudarlo y, sosteniéndolo por la cintura, le enseñó cómo debía mover las aletas y los brazos para avanzar con normalidad. Antoine sabía nadar, pero aquello era completamente nuevo para él. Adames le insistía en que irían a un ritmo lento y que pararían cuanto necesitara. Eso le tranquilizó, y, decididos, comenzaron la marcha hacia el pequeño peñón, que no distaría ni media milla. Por el camino vieron todo tipo de peces: lisas, sargos, peces luna, brótolas y algún rodaballo. El fondo marino tenía abundante vegetación y era muy rocoso, lo que hacía la playa poco apta para el baño pero magnífica para el buceo. Había poca afición en Martigues y aquel lugar, salvo en el mes de agosto, se iba quedando desierto año tras año por la dificultad del baño. Además, Antoine Dupont comprobó que era cierto que estaba llena de erizos. El profesor le señalaba durante el camino a los lados, donde se amontonaban grupos de cientos de estos equinodermos violáceos, burdeos y negros.

A los cinco minutos el profesor le hizo un alto y bajó los dos metros que ya había de profundidad, agarrando con la mano una especie de oruga gigante que había entre dos plantas parecidas a los helechos, mostrándosela después a Antoine en un gesto jocoso, haciendo un ademán de tirársela. Era de color blanco en la base y naranja y rojo en la superficie. Dupont recordó de inmediato el segundo curso de Zoología y lo identificó claramente como un pepino de mar, del que no recordó su nombre científico.

El profesor avanzaba deprisa y se deslizaba por el mar como una especie de Neptuno; en un movimiento circular de las piernas que apenas batía las aletas avanzaba varios metros, luego volvía hacia donde estaba el muchacho y lo esperaba, le daba la vuelta, lo adelantaba, bajaba y subía del fondo a la superficie, vaciando el tubo con facilidad. Antoine pensó que tenía razón aquel hombre que le resultaba tan singular y misterioso. El profesor parecía uno más de los seres que poblaban el mar Mediterráneo. Seguía en la marcha, deteniéndose a cada pez, a cada planta y a cada concha que veía; le daba el alto, le mostraba la pieza cogida y volvía a repetir el gesto circular del dedo índice, indicándole que después le contaría la historia o el dato correspondiente. Antoine estaba cansado a la media hora del recorrido, pero acto seguido vio a lo lejos la roca y no creyó necesario interrumpir la marcha. Fue entonces cuando el profesor le hizo parar para darle a conocer a uno de los reyes de ese mar del que parecía haber salido. La profundidad era ya de más de cinco metros, pero el majestuoso día le permitía ver el fondo todavía. Adames, desde la superficie, señaló al fondo en dirección a dos rocas porosas amarillentas, pero Antoine no veía nada. El profesor se había quitado el tubo y había sacado la cabeza a la superficie para tomar aire, cubriéndole el rostro la tupida cabellera ondulada que aún tenía. Bajó a toda prisa hacia la roca agujereada y, con el arpón diminuto que tenía atado a la cintura, presionó lo que Antoine creía una piedra sucia. Aquella porción de mar se tornó negro en sólo unos segundos, el muchacho se puso nervioso y sacó la cabeza a la superficie, tragando sin querer el agua del tubo, y tosió a la vez que se le enrojecía el rostro. Una vez que volvió en sí se puso de nuevo el tubo, y cuando abrió los ojos en el mar contempló un maravilloso espectáculo: ver al profesor Adames nadando junto a un inmenso pulpo de más de un metro de largo y al menos veinte kilos. El agua volvía a estar transparente, y le permitió observar aquello con la claridad que merecía. El octopus no se asustaba del profesor, incluso le dejaba tocarlo. Poderosos tentáculos se le enrollaban en el brazo y el profesor lo giraba para que Antoine lo viese. A los pocos minutos, aquel gigante se perdió entre la abundante vegetación marina.

En sólo unos instantes llegaron a la roca de las gaviotas que habían divisado desde la arena de la orilla. El profesor la alcanzó primero, y se agarró a un saliente para esperar al muchacho, que se había retrasado por la falta de costumbre del ejercicio de la natación y la dificultad de respirar por el tubo. El profesor lo cogió del brazo y lo ayudó a subir a la roca, que tenía un montículo en el que podrían descansar antes de dirigirse hacia el yacimiento. Antoine volvió a tragar agua al quitarse las gafas, y Gregorio Adames le dio varios golpes en la espalda al tiempo que le animaba y le decía que lo había sorprendido.

—No está mal para la segunda vez que se calza una aletas, Dupont… Reconozco que la emoción y las ganas me han hecho ir demasiado deprisa. Tendrá que disculparme.

Antoine se serenaba y tomaba aire, mientras una sensación parecida a un examen final aprobado le recorría el gélido cuerpo. «Lo he logrado», se decía mientras la respiración se le normalizaba. Miró a la derecha y vio al profesor de pie mirando hacia el yacimiento, en el que en sólo media hora más tarde parecía haber más personal trabajando. Antoine permanecía allí, sentado en la roca y con el agua que le cubría hasta el pecho, contemplando la bonita estampa de las montañas de Sainte-Croix y los blanquísimos chalets y casitas bajas de la playa de Martigues. Algunos pescadores empezaban a meterse a faenar en pequeñas barcas llenas de redes, y vio también a una pareja de jóvenes que daba un paseo por la orilla con un perro pastor alemán. No sentía ahora frío ninguno, ni siquiera en sus hipersensibles manos.

—Espero que reconozca que tenía razón, Antoine, que era absurdo perder un día de su vida sin poder contemplar el mar desde dentro —dijo Adames, mientras se sentaba a su lado en la roca—. Cuando era más joven solía meterme hasta en los meses más duros del invierno, cuando el viento y las olas me lo permitían, ya sabe, por la visibilidad, no por el frío. A diferencia de usted, nunca sentí el frío demasiado.

—Le doy la razón, profesor, se la doy. Estoy realmente sorprendido, ¿cómo sabía que entre esas piedras había un pulpo?

—Soy perro viejo en esto, Dupont. Han sido muchos días y muchas horas por aquí abajo, aunque menos de las que me hubiese gustado. Antes estaban los asuntos serios, el trabajo... —contestó Adames, lamentándose con una media sonrisa y con la mirada pérdida entre las piedras del pequeño peñón. Mientras conversaban, iba guardando piedrecitas de colores diversos que halló en aquel peñasco e iba introduciéndolas en la bolsita que, junto al diminuto arpón, el machete y la cuerda de la boya de señalización, tenía atada en el cinturón. El pelo se le iba secando y se había vuelto más rizado y más abundante si cabía, y la barba de un par de días junto con el bigotillo sobre el labio le daban ahora un aspecto más duro y más joven. Además, como Antoine había comprobado mientras se ponía el traje en la orilla, el profesor tenía un torso inusualmente musculado y recio para su edad.

—¿Por qué no huyó el pulpo, profesor? —volvió a preguntar Antoine, todavía extrañado, mientras empezaba a notar cómo bajaba la temperatura.

—No sabría decirle. Son animales más listos de lo que piensa la gente. Imagino que supo que no queríamos hacerle daño —dijo Adames, sonriendo—. Su profesor Fournier es un experto en los octopus, y los cree con un cerebro muy desarrollado.

—O a lo mejor ya lo conocía a usted de otras veces, profesor Adames —exclamó Antoine, queriendo hacer una gracieta, ya que iba perdiendo poco a poco su patológica timidez, y comenzaba a advertir en el profesor algo más que a un docente apasionado de su profesión. «¿Se estaba convirtiendo Gregorio Adames en un amigo? ¿Por qué no recordaba momentos de placer semejantes junto a compañeros de clase, conocidos y correligionarios de la formación política a la que pertenecía?». Antoine tenía cierta dificultad en profundizar y formalizar las pocas relaciones personales a las que accedía en su reducido espacio vital. No salía mucho de casa, salvo para las reuniones semanales del PCF, y allí únicamente mantenía contacto con Marta y Pierre, que habían cursado con él el bachillerato en uno de los institutos públicos del barrio obrero en el que vivía desde los siete años, Belle de Mai; aun así, únicamente solían tomar unas cervezas en los bares cercanos antes de irse a su casa a escribir las tareas que le asignaban los máximos responsables de su agrupación o, cómo no, a intentar estudiar Biología. Era bueno escribiendo, y los mandamases de la formación le hacían redactar y pasar a máquina el pequeño boletín que repartía el partido por la ciudad. Antoine había llegado a los dieciséis años al PCF gracias a una chica y alentado por su madre, desprovisto aún de ideología y de conciencia social. En sólo dos años ya no tenía a aquella muchacha, pero el marxismo y el mundo obrero serían ahora su única esperanza de ver mejor la Francia que le había tocado vivir. La agrupación era numerosa, con mucha gente joven y tenía el atractivo de estar dirigida por el ya mítico George Marchais, que en muy pocos años se convertiría en el primer secretario nacional, y que había decidido una liberalización moderada del partido, de las políticas internas y de la propia vida privada, aunque seguía aplicando mano dura con los disidentes intelectuales, lo que causaba un gran desasosiego en Dupont, pues humildemente siempre aspiró a ser uno de aquellos doctos científicos y escritores que se oponían a la libertad. Por si fuese poco, en aquellos años se había producido un acercamiento al Partido Socialista de François Mitterrand, y se llegó a firmar incluso un programa común, algo que entusiasmó al joven Dupont, que creyó, iluso, que el PCF se alejaba de la rancia y asesina Unión Soviética y de las mentiras revolucionarias maoístas, que sólo ensuciaban y desprestigiaban el sentimiento y el corazón de las personas de izquierdas. Poco a poco fue ganándose a la gente con su carácter bonachón y timorato, y así comenzó a escribir en la gacetilla propagandística. Las derrotas de la coalición, el aumento de la popularidad de Mitterrand y el atractivo programa socialista le estaban haciendo posicionarse cada vez más cerca del socialismo, tanto, que a falta de sólo un par de años para las presidenciales Antoine, Pierre y Martha habían decidido apostar por la coalición de izquierdas para frenar una posible reelección de Giscard d’Estaing, que en aquellos días era aún dudosa.

—¿Le interesa la política, profesor Adames? —preguntó Antoine tras un breve silencio, en lo que creyó la cuestión más arriesgada que podía hacer a una persona desconocida a la que empezaba a apreciar de una manera distinta.

Adames parecía no haber escuchado la pregunta, hasta que a los pocos segundos contestó, mirando a la vez a su reloj Omega.

—Por supuesto, muchacho. ¿Por quién me ha tomado? ¿Cree que no estoy en el mundo? —contestó el profesor—. El problema es que uno pone demasiadas expectativas en ella, y luego, al igual que en las relaciones de amistad y de pareja infructuosas, no somos correspondidos. Y claro, entonces llegan el dolor y la decepción con tus congéneres, con aquellos que se aprovechan de las ilusiones de demasiada gente para detentar poder u obtener beneficios personales; pero como en todos sitios, siempre hay justos en Sodoma. La política, como todo, bien ejercida y por gente eficaz y válida, es la más noble de la tareas.

Antoine no esperaba aquella respuesta tan completa. Lo miraba absorto.

—¿Participa usted en política, joven? —preguntó acto seguido el profesor Adames, al tiempo que ofrecía agua de su rudimentaria cantimplora a Antoine.

El muchacho se pensó la pregunta y tardó en contestar. Ignoraba por completo la posible ideología de su profesor, y temió que éste le interrogara acerca de su izquierdismo o incluso le molestase. No parecía una persona reaccionaria ni mucho menos un fascista, pero también tenía claro que no era un correligionario del PC. Dudó unos segundos, haciéndose el despistado y fingiendo ajustarse la aleta mientras lo pensaba, hasta que finalmente contestó.

—Sí, profesor, intento aportar algo al país. No me gusta demasiado la Francia ni el mundo en que vivimos. Mi granito de arena, ya sabe… —respondió valiente Dupont.

Se sintió aliviado al ver que Adames no profundizó en ello, y que sólo respondió con un escueto: «Hace muy bien, pero que no le coman el coco, procure pensar por usted mismo; que nadie lo haga por usted». Le sorprendió que ni le preguntase lo que hacía o en qué partido militaba, lo único que supo decirle es que pensara por él mismo, y fue el profesor quien, temiendo importunar al muchacho, cambió de tema de conversación.

—¿Le parece que sigamos en dirección al yacimiento?, habrá que ver qué es lo que han descubierto esos británicos —dijo mientras se ajustaba de nuevo las gafas y el tubo.

—Sí, claro, profesor. Veamos si son chitones o tal vez bivalvos mediterráneos. Puede que nos sorprendamos.

—Coja aire, muchacho —dijo mientras se zambullía en el mar, que empezaba a tornarse en un verde intenso—. Esos viejos moluscos nos están esperando.

Esa vez el profesor procuró disminuir la marcha, y fue en todo momento al lado del joven, incluso habían atado las dos boyas de señalización al mismo cinturón. Pararon en un montículo de roca muy oscura, en el que el profesor descubrió, mientras escarbaba con su machete en busca de una especie de lapa, un pequeño grupo de corales amarillos entre algas verdeazuladas. Fue entonces cuando, al sacar de nuevo las cabezas a la superficie para tomar aire vieron la mano en alto de lo que parecía una muchacha a lo lejos, que les llamaba la atención. Debajo del gorro de plástico amarillo como su impermeable a juego parecía adivinarse una melena castaña, y conforme avanzaban hacia ella, una voz iba advirtiéndoles en inglés que no debían acercarse: «Do not approach», decía, indicándoles la orilla situada a la derecha del valle rocoso en la que habían descubierto los moluscos fósiles, a modo de señalización para que salieran del mar por aquella zona segura. Mientras, los demás operarios seguían cavando y metiendo en sus bolsas los trocitos de moluscos que encontraban entre el rompeolas lleno de rocas, sin importarles la aparición de dos buceadores despistados.

Adames se había quitado las aletas en la orilla, y antes de que el joven Dupont hubiese salido del agua, fue en dirección hacia la muchacha que les había advertido hacía unos segundos, impaciente por que alguien le dijera algo del descubrimiento fósil.

Antoine había llegado por fin a la playa, algo menos cansado que en la ida hacia la roca donde habían conversado largo y tendido y a la que le costó llegar. El profesor lo había dejado desatando las boyas, y había salido corriendo hacia los científicos. A los pocos instantes vio que el profesor estrechaba con un fuerte apretón la mano de la joven del gorrito amarillo. Estaba a unos cincuenta metros, y esta vez era el profesor el que le hacía a ella gestos, a la vez que lo apremiaba a él a salir de la orilla. Mientras Dupont conseguía ponerse en pie, el profesor ya había comenzado a saludar a los demás investigadores, y conforme iba hacia donde estaban los biólogos marinos —un recinto acordonado y precintado que recordaba a la escena de un asesinato— pudo comprobar que el descubrimiento de los arqueomalacólogos ingleses era algo diferente a lo que suponía. A sólo unos metros de donde se encontraban charlando el profesor Adames y el grupo de investigadores, Antoine se detuvo al ver, a escasos tres metros de distancia, el fósil de un prosobranquia, una especie de caracol marino, cuyo tamaño descomunal había frenado en seco al joven futuro oceanógrafo. Vio que el profesor también lo miraba a la vez que intentaba prestar atención al inglés barbudo, que seguía esforzándose para que el profesor comprendiera el curso de aquella investigación arqueológica marina.

Antoine comenzó a recordar las entretenidísimas clases de la señora Royal, profesora que había marcado enormemente a Dupont y su futuro académico y profesional. La profesora de Biología Celular y Genética fue la que recomendó al alumno dos años antes al entonces decano François Fournier, advirtiendo pronto sus aptitudes, y la que consiguió de nuevo su beca de licenciatura y futuro doctorado. Sin embargo, su prematura muerte encerró a Antoine en una depresión de la que había comenzado a salir recientemente. La misma persona que le había abierto las puertas de la ciencia y la investigación abrió, con su repentino fallecimiento, la terrible certidumbre y angustia de lo efímero de la vida, de la amenaza que el cruel destino nos tiene preparada en cualquier esquina y en cualquier momento.

Al ver más de cerca el fósil de aquel enorme prosobranquia en la roca, supo enseguida de la envergadura del descubrimiento, pues caracoles marinos de ese tamaño hacía posiblemente miles, tal vez millones de años que habían dejado de poblar esas cálidas aguas. Lentamente, y sin dejar de mirar al gasterópodo gigante, se unió al profesor, que de lo absorto que estaba ni reparó en que ya se encontraba junto a él. Tuvo que ser la muchacha la que le ofreciese la mano y se presentara.

—Disculpen, señores, este es mi alumno Antoine Dupont —dijo Adames, que continuaba sin quitar la mirada del fósil. Se le notaba inquieto y con ganas de acercarse, tocarlo, tal vez fotografiarlo, pero se contuvo. Seguía escuchando al inglés.

I’m Cathy, nice to meet you. Perdón, intentaré hablar en su idioma —se excusó la joven, divertida, cambiando de idioma, sustituyéndolo por un francés aceptable—. El señor Adames ha perdido el habla cuando ha visto a nuestro «amigo» Cassis. Creemos que es muy similar al Casiss Madagascarensis, pero de un tamaño excesivo —explicaba la joven mientras desempolvaba la parte inferior del caracol con una brochita.

Dupont y el profesor avanzaron entre las rocas, siguiendo al inglés de la barba pelirroja y al que parecía su ayudante. Antoine ignoraba de qué forma se había presentado a los ingleses y por qué le estaban dispensando ese trato tan excepcional. El británico también se veía entusiasmado de poder enseñarle el yacimiento. Fue entonces cuando Antoine, que intercambiaba con la muchacha más preguntas y respuestas de cortesía, escuchó la voz grave y fuerte del profesor, que se había adelantado unos metros y permanecía subido a un pequeño cerro.

—¡Antoine!, dese prisa, venga aquí.

La joven Cathy y Antoine accedieron torpemente al último montículo donde estaba el grupo, con las olitas que se empezaban a formar golpeando sus piernas.

—¿Qué le había dicho, Dupont? Son chitones, casi todos, Acantochitónida, pero además de miles de polyplacophora, me dice el señor Thompson que cree que debajo de aquella piedra es posible que también haya Scaphopodos, que si recuerda son una especie de tubitos que se parecen a las navajas de mar. En una semana tendrán más noticas —explicaba exultante el profesor.

—Pero, ¿y el enorme caracol? ¿No es extraño? —preguntó Dupont, intrigado—. Hay mucha diferencia entre los dos periodos en que habitaron, si no me equivoco.

Los dos hombres que tenía delante, su profesor y el diminuto inglés, asintieron a la vez con la cabeza.

—Muy extraño, señor Dupont. La vida y la ciencia nunca dejan de sorprendernos. Llegamos aquí a excavar un yacimiento con información acerca de algo distinto, y sin embargo el cassis nos encontró a nosotros —contestó Thomson.

Se despidieron de los amabilísimos científicos y operarios, dándoles insistentemente las gracias y disculpándose por haberles interrumpido su trabajo. Mientras llegaban de nuevo a la orilla de la playa del paseo marítimo, les sorprendió la voz agradable y ligeramente ronca de la muchacha del impermeable amarillo.

—¿Van ustedes a la ciudad?

Los dos se giraron a la vez ante aquella pregunta.

—Claro que sí, señorita —contestó el profesor—. Será un placer poder llevarla hasta Marsella, ¿verdad Antoine? —dijo, tras el ruego de la chica para poder usar su coche hasta el hotel, pues quedaban horas de trabajo en la playa y ella debía acudir rauda a la tienda de fotografías para enviar cuanto antes cierto material a Londres.

—Habíamos pensado continuar la jornada por aquí, que es una zona preciosa, pero como veo que mi alumno tiene frío y usted tiene prisa no hay más que hablar, a condición de que nos dejen visitarlos a menudo —dijo Adames, buscando la sonrisa de la joven Cathy. Esta tardó unos segundos en captar la ironía y el tono jocoso que siempre caracterizó al profesor; los que lo conocían bien sabían del finísimo sentido del humor que poseía, pero muy pocos lo habían visto sonreír a carcajadas.

Ok, ok, serán ustedes bienvenidos —dijo la joven, que manejaba el francés mejor que su jefe, a falta de un par de rocas de distancia de la zona arenosa en que estaban sus interlocutores, vestidos aún con el neopreno. Cathy cogió impulso doblando ambas rodillas y saltó hacia la arena, pero la mala fortuna hizo que cayese apoyando el pie derecho en una gruesa y picuda piedra que permanecía enterrada en la arena. Un grito seco y agudísimo presagiaba lo peor. Antoine y el profesor se abalanzaron sobre la joven, que había enmudecido, y cuyo rostro transmitía una sensación de dolor horrible. Adames la agarró por las axilas intentando retirarla del agua de la orilla. Antoine se puso nervioso, no sabía cómo actuar y se limitó a hacer señales a los compañeros de la joven y a gritarles la palabra help. Mientras acudían al lugar del accidente, el profesor Adames había sacado su machete y rajaba lentamente la gruesa bota de goma del pie derecho de Cathy. Suavemente retiró el calcetín y comprobó que el tobillo estaba muy hinchado y el pie estaba girado hacia adentro.

—No se asuste, Cathy, pero creo que se ha dislocado la articulación del tobillo y sé que le duele mucho —dijo el profesor mientras de su bolsito atado al cinturón sacó un comprimido azul que insistió en que pusiese la joven debajo de la lengua—. Esto le aliviará en unos minutos.

Para extrañeza de los allí presentes, Gregorio Adames hincó las rodillas en la arena de nuevo y comenzó a masajear despacio la pierna de la joven desde la rodilla hasta el empeine, varias veces, y en eso, mientras distraía a la científica hablándole de los Scaphopodos, en un movimiento rapidísimo y seco, casi imperceptible, había colocado en su sitio el pie de la inglesa, que volvió a emitir un único grito, pero ahora el dolor había desaparecido por completo. El barbudo Thompson y su ayudante incorporaron a Cathy, mientras el profesor insistía en que probase a apoyar el pie en la arena, sin miedo, forzándola a caminar.

399
669,35 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
611 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788494363382
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
167