promo_banner

Реклама

Читать книгу: «Tigerman», страница 4

Шрифт:

Como casi siempre, el niño era la excepción. Hacía trueques con los capitanes de los barcos, discutía con ellos a gritos, exigía y conseguía favores, visitas a las embarcaciones, camisetas y gorras corporativas. Tenía una gorra de los Delta Force, una sudadera del Real Madrid y un ejemplar dedicado de algo que se llamaba Transmetropolitan que, según comprendió el sargento, debía tratarse de un trofeo de primer orden a juzgar por el alborozo con que fue recibido. El niño ganaba esos objetos a los dados o los pagaba con cotilleos o simplemente los pedía y se los daban. Los capitanes admiraban su desparpajo, o quizá solo se sintieran desesperadamente agradecidos de que alguien reconociera su existencia. No importa lo duro que seas, lo psicológicamente motivado que estés. Ser invisible duele, incluso si ese es el único objetivo.

Al igual que la isla de Diego García, tristemente famosa por las entregas extrajudiciales de prisioneros, Mancreu resultaba de gran utilidad a gobiernos democráticos deseosos de evitar las consecuencias de las libertades que no les convenían, y a corporaciones que pretendían desembarazarse de las graves obligaciones de la civilización. En los mapas, la frontera se había rebajado, incluso desaparecido en algunos lugares, para crear una zona sujeta a un extraño limbo legal en las aguas territoriales de la isla. En aquellas tres opacas millas náuticas era a menudo difícil definir dónde terminaban las naciones y comenzaban otras entidades, dónde la actividad corporativa se transformaba en crimen organizado y el espionaje en comercio de mercancías ilegales. En la bahía se amontonaba una multitud de embarcaciones anónimas: prisiones para detenidos no reconocidos, hospitales para procedimientos no éticos, paraísos de datos, bancos grises, filiales libres de impuestos, harenes flotantes, fábricas con mano de obra esclava, casas de subasta de objetos robados, instalaciones de tortura en alquiler. Siempre y cuando no tocaran tierra, las actividades de la Flota eran invisibles.

Cuando desde las montañas del sur llegaban las tormentas, los barcos se alejaban unos de otros para evitar que proas secretas perforaran cascos encubiertos, para que mástiles no reconocidos no rasgaran banderas falsas. Cuando el tiempo se calmaba, volvían a acercarse y compartían las conexiones terrestres de televisión por cable y se gritaban noticias de una cubierta a otra. Los agentes de los servicios secretos norteamericanos intercambiaban brownies Sara Lee por vodka con los polacos y por tabaco con los franceses. Los británicos ofrecían HumInt y té lapsang souchong a cambio de vino tinto y leche fresca y a veces organizaban partidos de cricket a bordo de un superpetrolero largo y estrecho anclado hacía siglos en el límite de la zona opaca. Todos pasaban información a la Mafia y a las Tríadas chinas a cambio de ocasionales trabajos de limpieza doméstica, prostitutas gratis y algún que otro libro. Las organizaciones criminales eran muy útiles a la hora de hacer desaparecer un cadáver cuando un interrogatorio se calentaba y el sujeto expiraba víctima de su propia ignorancia. El sargento había conocido a contratistas de seguridad que en los informes describían este tipo de resultados como ataque psicológico pasivo-autolesivo culminante en el fallecimiento del sujeto. Sin embargo, en los barcos de la Flota Negra las florituras eran innecesarias. Mientras sus actividades no salieran de las aguas de Mancreu no hacían falta informes. La información carecía de fuentes, los análisis se realizaba in situ y lo único que emergía eran puros datos. El Estado de Derecho de las democracias occidentales quedaba protegido y los ministros mantenían sus conciencias teóricamente limpias. Dado que las respuestas eran evidentes, Mancreu era un complejo entramado de preguntas no formuladas. El sistema llevaba tanto tiempo en funcionamiento que ya no alarmaba a nadie, por lo menos no a la prensa internacional, cuyos barones sorbían copas de chardonnay con los primeros ministros.

Kershaw, su primera visita de cortesía, no estaba disponible, lo cual quería decir que los norteamericanos estaban seguramente recibiendo instrucciones o información. El sargento le dejó una nota en el escritorio en la que prometía regresar más tarde. Bajó a la bahía y Beneseffe le mostró dónde se había cometido el gran robo de pescado, un lugar previsiblemente maloliente y que por otro lado ofrecía pocas pistas. Una unidad de investigación forense bien equipada habría podido tomar huellas dactilares y declaraciones y descubrir quién había usado los cabrestantes y el tráiler. Pero aun así habría sido casi imposible averiguar gran cosa a partir de las pruebas físicas porque todos los sospechosos tenían autorización para usar el material. Existía la remota posibilidad de que alguien que no trabajara en el puerto, pero supiera utilizar la maquinaria, se hubiera colado en el recinto y se hubiera hecho con el pescado. Pero esa persona también tenía que vender la carga. ¿Cómo explicaría un pastor semejante golpe de suerte? ¿Le había llovido el pescado del cielo? Y particularmente en Mancreu, de ser así, ¿quién desearía comprarlo?

Lo más probable era que no pasara mucho tiempo antes de que el crimen se resolviera solo. No había mucho que hacer con cuatro toneladas de pescado fresco. En lo tocante a su otra investigación, centrada en solucionar a largo plazo la evacuación del niño, el sargento preguntó de pasada a Beneseffe si conocía a los padres de su amigo.

—¿Qué niño? —respondió el comandante del puerto.

—Ese que está siempre por aquí. El de los cómics y el móvil viejo. Delgado, moreno, espabilado…

Por un momento pensó que Beneseffe le proporcionaría la información. Un breve brillo de reconocimiento cruzó su rostro. A lo mejor era de dominio público. Ese niño que quedó huérfano en el huracán de 2002, ese cuyos padres murieron en una epidemia de fiebre, el que sobrevivió a un accidente de coche en 2009. Quizá fuera así de sencillo. Pero Beneseffe negó con la cabeza. Incluso entonces, había muchos niños en Mancreu.

—Pregunta en el colegio —sugirió Beneseffe.

—No va al colegio.

—Si no va, pero debiera ir, allí sabrán quién es, ¿no? —apuntó Beneseffe con un tono que insinuaba que si el trabajo policial consistía en eso, le parecía más fácil de lo que la gente pensaba.

Quizá lo supieran en el colegio, pensó el sargento. Quizá su absentismo fuera notorio. Preguntaría. Pero no hoy. Mañana. Si hacía demasiadas preguntas al mismo tiempo llamaría la atención. El niño se daría cuenta de forma indirecta y eso no formaba parte del plan.

Una vez en el exterior, de pie bajo el sol, acarició la idea de dejarse caer por la consulta de la Bruja, pero no quería imponer su presencia. Indudablemente ella se daría cuenta de los motivos de su casual visita: soledad y acercamiento. Lo mejor sería expresar a las claras lo que sentía: enviarle flores, pedirle una cita. El sargento estaba seguro de que sabría rechazarle con elegancia y de manera relativamente indolora. Se preguntaba si le gustaría leer y escuchar música. Podía prestarle un libro. Quizá podían intercambiar libros. Quizá la lectura se convirtiese en pasar una tarde juntos, y entre página y página de una novela ella se desnudara y lo besara.

Suspiró. Debía habérselo pedido hacía meses. Quizá entonces habría sido posible. Ahora era un deseo fatigado, como si hubieran sido amantes demasiado tiempo y la llama de la pasión se extinguiera dejándolos con una cómoda amistad y nada más. La mente le brindaba imágenes de ella, y su cuerpo aceptaba con gusto el ofrecimiento, pero cada vez más a menudo acudían a él con la familiaridad vacía de la repetición y se desvanecían sin calor.

Una nube de gaviotas chillonas se posó a su alrededor. Un barco abierto se acercaba a tierra, el hedor del cebo flotaba en el aire. Desterró a la Bruja de su cabeza. Ya no podía ir a verla. El recuerdo de su piel se mezclaba con el olor de la caballa seca. No era forma de alimentar el fuego de la pasión.

Sin saber qué hacer, se sentó en el borde del muelle con los pies colgando como un niño. ¿El perro? ¿El atraco?

Mancreu tembló y él se alejó del borde a toda prisa. No tenía ganas de zambullirse en el agua cubierta de diésel ni de tragar aceite y mierda de gaviota. Estiró el brazo y se afianzó en los adoquines.

El temblor pasó.

Volvió a sentarse y escuchó los ruidos de la ciudad a su espalda. Alguien barría los trozos de una botella rota y los metía en una cacerola. Al otro lado del despacho del comandante del puerto un marisquero perseguía a una langosta fugitiva por el muelle. El sargento soltó una carcajada y cuando el tipo se dio la vuelta vio que llevaba una camiseta barata de surfista que, absurdamente, había visto a docenas en Afganistán. Alguien debía haber donado un cargamento, porque todos los niños se las ponían para ir al colegio.

Suspiró. Afganistán había sido un desastre. Los americanos lo llamaban la Cagada Total y se reían y soltaban tacos y mantenían la moral a base de lanzar bombas enormes contra las cuevas. A varios suboficiales les dio por llevar sombreros Stetson y placas de sherif en público y uno de ellos incluso organizó un cine de verano en el que se pasaban películas de vaqueros con subtítulos en pashto y farsi. «Quiero que sepan cuáles son nuestros orígenes», decía. «Quiero que se enteren de que así es como hacemos las cosas». Los afganos veían las películas, unos en los bancos improvisados que habían instalado en el cine y otros desde las colinas por medio de prismáticos de campo, y había un debate muy animado con café y pasas sobre si Roger Cogburn realmente tenía agallas o no. Una mañana encontraron al proyeccionista con el pecho rajado y el segundo rollo de Solo ante el peligro incrustado en el interior.

El sargento oyó a un oficial de alto rango decirle a un miembro del Estado Mayor que estaba de visita, «¿Y qué cojones esperaba? Él les envía un mensaje y ellos le responden. La respuesta no es más demencial que el mensaje, es solo que los muy cabrones la han escrito en mayúsculas». En ese momento, para sorpresa y vergüenza de los presentes, el tipo se echó a llorar.

Los británicos no llamaban a Afganistán la Cagada Total. Esas palabras no expresaban sus sentimientos ni de lejos. Tenían una sensación de dejà vu aprendida tanto de la historia de sus regimientos como de los propios afganos, que recordaban de las guerras del siglo anterior las insignias que llevaban en los hombros y las banderas que izaban. Había soldados cuyos bisabuelos habían luchado contra los pastunes en 1918. Los padres de esos bisabuelos se habían enfrentado a su vez a los pastunes en 1879 y los padres de esos padres habían hecho lo propio en 1840. Tanto británicos como pastunes compartían la noción de que nada cambiaría las cosas, de que aquello solo servía para añadir otra capa más de sangre al duro y frío suelo de Afganistán.

El mando le envió al sargento un nuevo subteniente para que se ocupara de él, un joven llamado Wescott, más pijo que una figurita de Lladró y más bruto que un arado. Decía que a largo plazo la guerra supondría «una mejora generalizada». Corrió la voz de que le gustaba que sus hombres leyeran porque de ese modo sus posibilidades de «conseguir un buen puesto» al volver a casa aumentaban.

Al sargento, como a tantos hombres cuyo trabajo implica mucho tiempo de espera, le gustaba la lectura. Siempre llevaba algún libro encima. Tenía una pequeña biblioteca en su taquilla y seleccionaba un título diferente cada vez que hacía el petate. Tenía Tres hombres en una barca y El sabueso de los Baskerville, unos cuantos volúmenes antiguos de Eric Frank Rusell y un ejemplar de Casa desolada de Dickens para el invierno. Wescott le recomendó que invirtiera en un libro electrónico. Se podían almacenar miles de libros, dijo Wescott, y las baterías duraban semanas. Algunos soldados ya lo tenían, dijo Wescott, y estaban muy contentos. Lo que importa es el progreso, dijo Wescott. Cuando dejara el Ejército se dedicaría a los negocios y después, cuando aprendiera un par de cosas, quizá se metiera en política para devolverle algo a la sociedad, cosa que alguien de la posición social de Wescott realmente debía hacer.

Dos semanas más tarde, Wescott estaba leyendo en su cacharrito cuando de pronto se abrió el cielo y empezó a llover fuego. El libro electrónico había proporcionado su posición a los talibanes. A Wescott se le había olvidado desconectar la conexión a internet, o a lo mejor el muy idiota quería leer la última novela de John Grisham y se la estaba bajando. El sargento atravesó el tiroteo con dos heridos a rastras, los ocultó en el esqueleto carbonizado de un autobús, y cuando volvió se encontró a Wescott partido por la mitad. El enemigo era un revoltijo de viejos y niños, uno de los cuales tenía una caja llena de cables con la que había localizado su ubicación. Ahora estarían bailando y celebrando su éxito.

Electronova, pensó el Sargento. Tres, dos uno… contacto. Estamos en una guerra contra pinzas de la ropa y cajas de cereales. Casi no se había dado cuenta de que le habían herido.

Al día siguiente, el valle entero se había convertido en cristal. Las blu-82, llamadas daisy cutters, no se consideraban armas de destrucción masiva porque no eran nucleares, pero dado su tamaño, funcionaban igual. Eran tan grandes que había que lanzarlas a empujones desde un avión de carga, normalmente desde la rampa que se usaba para los tanques y los camiones. Eran una catástrofe natural en una caja. El aire olía a carburante, piedra quemada y cabras carbonizadas a kilómetros a la redonda. El sargento iba sentado en la parte trasera de un camión con las piernas colgando. Lo observaba todo. Alguien había pensado que le sentaría bien presenciar que los hombres que habían matado a Wescott no se iban a ir de rositas. Él opinaba en silencio que el responsable de semejante idea debía ser un recién llegado a Afganistán. Pero no había que ser desagradecido. Recitó de memoria un poema sobre un gato. Durante algún tiempo, no fue capaz de decir nada más. Cuando por fin encontró las palabras, resultaron crudas e inapropiadas, impregnadas de una sensación de inutilidad.

Lo enviaron a Mancreu. Tómate un descanso, Lester. No te queda mucho de servicio activo, ¿verdad? Ya casi estás en los cuarenta. Bueno, pues lo mejor es que pases ese tiempo en otro sitio. Te encontraremos algo.

Observaba las olas del mar mientras pensaba en el pescado robado de Beneseffe. No le importaría en absoluto quedarse en Mancreu. La extraña, poco exigente y desarticulada vida de la isla le iba como anillo al dedo. Se preguntaba si en alguna parte habría otra isla sin sentencia de muerte necesitada de un sargento. Shola había mencionado El Hierro. Pensar así le hacía sentirse como un traidor, como si estuviera casado con una mujer enferma y deseara a su hermana. En todo caso, se quedaría allí tanto tiempo como le permitiesen. No había nada malo en preguntarse lo que haría después. Eran cosas de la vida. Había que ser prácticos.

Sintió una presencia a su lado, oyó una radio de bolsillo, y reconoció trazas del olor de niño en la brisa. Más que a sal, aquel día su amigo olía a tierra, así que supuso que no había salido en su barca. La radio colgaba de un cordón de la mano del niño, y una jadeante voz con acento del norte de Inglaterra narraba la última victoria del Real Madrid. El tiempo decidiría si era una victoria total o un partido de tantos.

El niño apagó la radio educadamente y el sargento se puso en pie. Caminaron junto al mar hasta un dique ancho y cálido en una zona de Beauville ya prácticamente desierta. Se sentaron en silencio. Las olas rompían y se retiraban ruidosas. Un momento después, el niño metió la mano en su mochila y extrajo un paquete envuelto en papel de estraza y papel de aluminio.

Tenían un acuerdo en lo relativo a la comida que satisfacía a ambas partes. Brighton House disponía de un considerable stock de latas de judías estofadas y aros de spaghetti muy superior a lo que una persona podía consumir en varios años. El niño había dejado muy claro que consideraba que las judías eran la más alta expresión de genio culinario, pero odiaba proporcionalmente los aros de spaghetti. Al igual que con la continuidad de las historias y el fútbol del Real Madrid, el asunto adquiría un cariz religioso y no se toleraban herejías. Las judías en salsa barbacoa, por ejemplo, eran anatema. Su opinión de la sopa de letras no era mejor que la de los aros de pasta enlatados.

El sargento, por su parte, ya había consumido todos los productos enlatados, salmueras, kétchups y siropes que podía soportar. Solo quería comida fresca. Le encantaban los sospechosos quesos de Mancreu y las galletas de sésamo que los acompañaban; las sardinas aceitosas y los estofados de manitas de cabra; el puré de tubérculos y los panes sin levadura típicos de la isla. Comía cualquier producto estacional que encontrara y se sentía en el paraíso. Lo que fuera con tal de no tener que tragar una sola cucharada más de comida procedente de una lata.

Por tanto, habían inventado un método que satisfacía el gusto de ambos. El niño le proporcionaba fruta, queso y pan a cambio de latas de judías. Empezaban calentando un poco de pan y unas cuantas judías en un hornillo portátil. Cada uno hacía una mueca de asco en dirección a la comida del otro, se sentaban juntos en ruidoso silencio masticatorio durante un rato y cuando terminaban hablaban de lo primero que se les venía a la cabeza.

El sargento le pasó el plato de judías al niño, que se comió una cucharada y después otra. Parecía preocupado porque se hubieran quedado unas frías y otras calientes, ya que tocaba cada cucharada con la punta de la lengua como un lagarto. El sargento le pegó un buen mordisco al pan y al queso.

Después de un tiempo prudencial, y no como una imposición, sino como lo más natural del mundo, el sargento empezó a hablar.

—¿Tienes… familia?

—Aún soy demasiado joven —respondió el niño sacudiendo la cabeza con gravedad.

En Mancreu, donde todo era posible, la falta de precisión en la conversación con un niño podía conducir a extraños lugares.

—Quiero decir padres. Hermanos y hermanas. Incluso tíos.

—¡Oh, Dios! ¡Tengo tíos, tías y primos y hasta osos!

—¿En serio?

—Pues claro —dijo con un gesto que abarcaba toda la isla. En Mancreu todos eran familia. Si dos personas vivían en la misma calle o en la misma granja, eran primos o hermanos. Una persona mayor era un tío si se comportaba como tal.

—¿Y familiares directos?

—En algún lado.

—¿Y aquí?

¿Quién te cuida aparte de mí? ¿Quién te está echando de menos ahora mismo? ¿Dónde vas cuando no estás conmigo? Se sentía como un marido celoso, o más bien como imaginaba que se sentiría un marido celoso.

El niño respondió con su típico encogimiento de hombros, o quizá su mente ya estaba en otra cosa pues lo siguiente que dijo fue que había oído que el gobierno británico había capturado un platillo volante a principios del siglo xx y le preguntó si sabía algo al respecto. ¿Lo sabría la reina? ¿Se lo habrían ocultado al público igual que el platillo de Roswell en el Área 51? El sargento respondió las preguntas con la misma seriedad y atención con la que trataba cualquier cosa que el niño dijera, como si fueran completamente razonables y en absoluto ridículas y después de un rato más mirando las olas se fueron por donde habían venido, puede que no juntos, pero sí en la misma dirección al mismo tiempo.

Inevitablemente, acabaron en Shola’s. Por la abultada mochila y la pensativa expresión de su rostro, el sargento dedujo que el niño tenía mucho que leer. Él llevaba en el bolsillo Los amigos de Eddie Coyle, que le estaba gustando mucho: «Jackie Brown, de veintiséis años, dijo con cara inexpresiva que sabía dónde conseguir armas». Así que se dirigió a su asiento habitual mientras el niño se acomodaba en la mesa del guardaespaldas y sacaba un manojo de obras del gran Bendis, el bardo de Cleveland. Shola los obsequió con su silencio y tantas provisiones como desearon y la tranquila vida de Mancreu estuvo entrando y saliendo del local hasta que la tarde se convirtió en noche y al sargento le empezó a doler la parte izquierda del trasero. Los años, se dijo, y el mobiliario de mala calidad.

Shola miró al sargento como si percibiera en su rostro algo familiar y un poco triste. Sacó una botella de debajo del mostrador y sirvió una copa en un pequeño vaso rojo.

—Anestesia especial al estilo de Mancreu —le ofreció.

Era un ron oscuro y espeso con vetas que parecían de melaza. En septiembre Shola recogía su pequeña cosecha de marihuana. La planta se daba bien en la isla, al menos en la parte de sotavento. Seleccionaba las mejores hojas, las sumergía brevemente en agua hirviendo para deshacerse de los parásitos, y las repartía en doce botellas de licor dulce y transparente. Después enterraba las botellas detrás de su casa y el sol calentaba la tierra y la tierra curaba el ron a fuego lento. Cuando las sacaba de nuevo en julio, las hojas estaban cubiertas de perlas de savia resinosa. Shola las agitaba una por una hasta que el ron se ponía del color del petróleo y filtraba el licor a través un paño limpio. Finalmente embotellaba de nuevo el producto y lo reservaba para ocasiones especiales y emergencias graves. Era absolutamente respetable. En Mancreu los hombres fabricaban licores enriquecidos desde el principio de los tiempos. Existían cuadros de misioneros que perdían sus inhibiciones después de probarlos e historias de caballeros templarios que los cataban y los confundían con la sangre de Cristo. Los nativos originales los hacían con una raíz alucinógena local, pero nadie la usaba ya por su poder adictivo y su desafortunada propiedad de volver a la gente loca y ciega. La marihuana era mejor, además la Flota Negra pagaba las botellas en francos suizos. Shola no se fiaba ya de los dólares. Los chinos eran los dueños del dólar, decía. Era cuestión de tiempo.

El sargento declinó la invitación amablemente, aunque una parte de él deseaba aceptarla. Por su mente cruzó el espectro de un extraño y victoriano fantasma: la imagen de un administrador colonial gordo y peludo dado a las drogas locales, que perdía la cabeza y corría desnudo por las calles. Los niños se reían de él y lo señalaban con el dedo y las mujeres lo miraban con desprecio. Los hombres resoplaban cuando algo terrible y hasta cierto punto divertido le sucedía a su miembro viril. Perdería la estima de la gente, de la gente en general, pero sin duda la de Kershaw, Pechorin, Beneseffe, la Bruja, desde luego la de Kaiko Inoue, e incluso la del niño.

Shola se encogió de hombros, devolvió cuidadosamente medio vaso a la botella y se bebió el resto. El sargento, avergonzado de su mojigatería, aceptó un tazón de sopa y volvió a Eddie Coyle.

Los tipos entraron mientras Shola cambiaba el ambiente del local. Había encendido las luces de neón y apartado el hervidor del fuego, pero aún no había cerrado las contraventanas. Había subido al reservado y se había cambiado la camisa de trabajo de día por la horrible camisa de seda roja que se ponía por las noches. Todos los días usaba exactamente la misma ropa. Quizá tuviera varios juegos de cada uniforme. El sargento se imaginó un ropero lleno de chalecos, delantales y pantalones mugrientos de día y frente a él, un armario antiguo con una fila de camisas vintage modelo Casanova de Yeah Baby de Brick Lane, compradas por eBay y enviadas a Mancreu vía Qatar envasadas al vacío según instrucciones explícitas de Shola para protegerlas de la humedad y evitar que llegaran a la isla cubiertas de moho.

Eran cinco hombres y entraron cuando el sargento terminaba el tazón de sopa. Eran de la isla, pero no habituales del café y desde su puesto, el sargento tuvo tiempo de sentirse incómodo con la expresión decidida y concentrada de sus rostros. Cambió el peso del cuerpo de los huesos del trasero a los de los pies y sintió como se le tensaban los músculos del estómago al inclinarse para apurar el tazón.

Entonces empezaron los tiros.

No eran sistemáticos, pero lo compensaban con violencia pura. Tenían un fusil y cuatro ak-47 chinos. Los primeros en caer fueron dos pescadores que estaban cenando antes de dar una vuelta por los bares, les siguió el vendedor de comida para perros que siempre olía a carnaza. En el bar, dos chicas alegres, Isobel y Fleur, o así decían llamarse, saltaron para esconderse detrás de la barra, pero las balas las alcanzaron por el camino. Después le tocó el turno a Shola.

El sargento lo vio con toda claridad porque estaban en trayectorias opuestas. El sargento saltó hacia delante, las rodillas protestando a causa del esfuerzo pero colaborando, como si dijeran vamos allá, joder, pero no te acostumbres. Voló en horizontal, la cabeza por delante, los músculos esforzándose por mantener el ritmo de su embestida hacia la cocina y la puerta trasera. Por un momento creyó estar en una viñeta de los cómics del niño. Los personajes de los cómics corrían así. Los héroes. Siempre hacia donde estuviera la acción, pero a menudo eran indestructibles e iban bien armados. A veces también corrían así para atender el teléfono.

En ese momento Shola bajaba las escaleras con un trapo al hombro abotonándose la horrible camisa; la sonrisa de bienvenida despareció de sus labios en cuanto vio las armas y una mirada de espanto la sustituyó cuando los clientes comenzaron a chillar. Gritó «¡Alto!» como suele hacer la gente cuando sucede algo realmente horrible que no va a parar digan lo que digan. Había que decirlo, aunque no sirviera de nada. La garganta humana no era capaz de guardárselo. La gente se lo decía a las bombas, a los huracanes, a los tsunamis, a los incendios. El sargento había visto una grabación de 2001 en la que una mujer plantada en medio de la calle se lo gritaba a las Torres Gemelas.

Ni cambiaba nada, ni se esperaba que lo hiciera. Era la voz del alma en el infierno.

El alma de Shola era inaudible, pero quizá porque fue el único en protestar, los sicarios lo localizaron entre los quejidos y los disparos y reaccionaron al mismo tiempo. Primero lo agujerearon los ak-47 y él se sacudió como un bailarín de hula que abriera los brazos y chasqueara los dedos para invitar a alguien a unirse a la danza. Después el fusil le abrió un agujero del tamaño de un puño en el pecho y él dejó de ser Shola y se convirtió en un ser muerto que volaba hacia atrás y aterrizaba en el suelo de su local.

El sargento estaba arrodillado en la cocina oculto detrás de la esquina de la barra y mirando hacia la sala. El niño seguía sentado donde estaba cuando entraron los hombres. Tenía el rostro salpicado de algo que debía provenir de Shola, una extraña sustancia granulosa que el sargento no había visto nunca. Quizá sesos y bilis. O el almuerzo de Shola. Encima del cómic que estaba leyendo había un montón de sanguinolenta anatomía humana. El niño miraba hacia delante, absolutamente inmóvil. El sargento no sabía si se había quedado congelado o si había comprendido instintivamente que el menor movimiento sería su muerte.

Los asesinos, por su parte, parecían sorprendidos de su éxito. Aparentemente esperaban alguna forma de resistencia. Tenían al niño encañonado. La única duda que parecían albergar era cuál de ellos acabaría con él. El sargento oyó a uno decir la palabra temoin, testigo. Por el amor de Dios, pensó. Dejadlo en paz. Shola está muerto. Ya habéis cumplido.

Se asomó de nuevo y vio cómo los ojos del cabecilla pasaban de la alerta a la frialdad. El niño moriría en un par de segundos. La decisión estaba tomada.

Se miró las manos y descubrió en ellas una lata de galletas. La abrió y vio que contenía una pequeña cantidad de polvo amarillo. Olía a natillas Bird. ¿De dónde había salido? En realidad, se trataba de un objeto ridículamente peligroso: Si se agita una cucharada de natillas en polvo dentro de una caja y se le aplica una llama, explota igual que una bomba. Tiene que ver con la velocidad de combustión y la superficie. «La levadura explosiva», le explicó el instructor de demoliciones, «es un puto lío, así que no pierdas el tiempo con ella. Si te ves en la necesidad de improvisar, basta con que sepas que necesitas estar muy lejos cuando explote».

De pronto, ya no tenía la lata entre las manos. ¿Qué había hecho con ella? Estaba de rodillas delante de un montoncito de polvo sobrante. Oyó un tiro y casi inmediatamente después estaba sordo.

Parte de él, la parte de soldado experimentado, un juego de respuestas automatizadas por la repetición en el que no intervenía el pensamiento, que a menudo se adueñaba de él en situaciones de crisis, esperaba un ruido considerable. Pero el estruendo y la llamarada que se produjeron fueron mucho mayores de lo esperado. Evidentemente había dado con la proporción correcta de polvo y la lata de Shola tenía una tapa que cerraba mejor de lo que prometía la publicidad. ¿Esperar? ¿Cómo era que esperaba algo?

Atravesó la puerta de la cocina blandiendo una sartén de cobre de mango largo.

Tres de los hombres yacían en el suelo y la lata de galletas estaba clavada en la pared del fondo, abierta como un girasol de bordes afilados. Los dos asesinos restantes estaban de pie deslumbrados, pero aún no habían empezado a disparar. El niño se había metido debajo del grueso tablero de la mesa. Adolf Hitler, recordó el sargento inútilmente, se había salvado de la muerte en cierta ocasión gracias al tablero de una mesa.

Comprendió cómo habían sucedido las cosas mientras le rompía los brazos con la sartén al primer asesino. La lata había entrado volando en la habitación al mismo tiempo que el sicario más cercano abría fuego. Una bala al rojo vivo y despidiendo fragmentos ardientes había penetrado en la caja produciendo la deflagración del polvo. La explosión, pues no se le podía llamar de otra forma, había partido la caja en varios trozos, la mayoría de los cuáles habían acabado en la pared, mientras que un cono de pequeños fragmentos de metal caliente se había incrustado en el rostro del desgraciado pistolero. El estruendo había sido ensordecedor, razón por la cual el sargento no oía nada. Los tipos que se encontraban dentro del radio de la explosión no iban a morir a causa de ella, pero el que estaba más cerca seguramente perdería el ojo derecho.

1 195,59 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
472 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9788418994159
Переводчик:
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip