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El siguiente asesino levantó el arma. El sargento sospechó que solo veía formas borrosas, pero que era consciente de que le estaban atacando y sabía cómo defenderse. Un soldado o un paramilitar con algo de experiencia de combate. Cuando el enemigo rechaza el ataque inicial, uno no deja de disparar. Sigue peleando porque dejar de hacerlo equivale a entregarle la iniciativa al oponente. La reacción del tipo era la correcta.

El visto bueno técnico del sargento no le impidió apartar el arma de un golpe y machacarle los dientes con la base de la sartén. El hombre apretó el gatillo mientras caía y uno de sus compinches que estaba en el suelo soltó un alarido al perder un dedo del pie. Así es la guerra, capullo asesino.

El sargento sintió movimiento y se dio la vuelta. El niño le metía un cómic en el ojo a otro de los atacantes caídos. El cómic enrollado era un robusto palo de madera con los extremos afilados como un molde de galletas. El hombre chilló cuando sus terminaciones nerviosas enviaron señales del ataque y el niño alejó el arma de una patada. El sargento le pegó un sartenazo en la cabeza al pistolero restante, cogió un arma y los encañonó: sí, se habían ocupado de los cinco. La boca le sabía a bilis y a quemado. Echó un ojo a la calle. No habían traído refuerzos.

Listo.

Todo había terminado. Cinco asesinos armados contra un preadolescente y un tipo que estaban pasando una tarde tranquila. Y les habían vencido.

El niño miraba asombrado a su alrededor.

—¡Estamos vivos! —gritó, y después añadió con voz de Frankenstein: —¡Estoy viiiivooo! —El sargento se preguntó si sería a causa del shock y concluyó que sí, el shock filtrado a través de su extraño y frenético cerebro—. ¡Pwn! ¡Pwn! ¡Estamos vivos y estos tíos son unos putos perdedores! —gritaba.

El sargento tenía una vaga idea de lo que significaba «Pwn». Lo había oído en alguna parte, aunque creía que uno no debía decirlo en voz alta. Alguien se lo había explicado. Se dio cuenta asqueado de que había sido el subteniente Wescott mientras jugueteaba con su ebook dentro de un Panther clv en algún lugar entre Farah y Rudbar. De pronto estaba en ambos lugares al mismo tiempo. Sabía que estaba recordando, pero no encontraba el botón de pausa. El recuerdo se reproducía como un vídeo sobre los hombres tirados por el suelo y la jubilosa conciencia de haber sobrevivido del niño.

—Es una errata tipográfica —le explicaba Wescott—. Los gamers la han convertido en una broma. En principio era un sencillo «we won», hemos ganado. Si tecleas deprisa puede que te equivoques y escribas «own», ¿vale? Y si tecleas con mucha prisa, quizás aprietes la tecla de al lado y pongas «pwn». El vocabulario siempre está en crecimiento. Además de teclas de control, la mayoría de los juegos online tienen chats para que te cachondees de tus rivales. Es como el sledging en cricket, ya sabes, cuando te dedicas a poner nervioso al bateador —nada despeja mejor una duda que una buena analogía de cricket, pensó el sargento—. Los chavales escriben a toda velocidad porque están bajo fuego enemigo. Especialmente en los juegos de guerra, claro. Los americanos los usan para enseñar a los marines a trabajar en equipo. Es muy vanguardista.

El sargento tuvo en ese momento una visión de todos los cuartos de estar de todas las ciudades del mundo convertidos en campos de entrenamiento de los marines. Una mina de reclutas potenciales. Y más aún de enemigos potenciales. En todo caso, en los videojuegos siempre había más enemigos que aliados. Así había sido desde Space Invaders, que alguna gente quería prohibir basándose en que está mal sugerir que hay peleas que no se pueden ganar. Siempre se puede ganar, insistían, si vas a por ello. Soldados de Nike. Estrategia de discurso motivacional y a la mierda la logística, lo cual será el motivo de que acabes sin comida, sin chalecos antibalas o incluso sin balas. Los soldados de verdad, es decir los soldados de las pelis de Hollywood, eran capaces de fabricarse una ametralladora con un trozo de tubería y un puñado de pinzas de la ropa.

Igual que un tipo fabricándose una bomba con una lata de natillas en polvo. Sacudió la cabeza intentando volver al mundo real. El café. El café y los restos de Shola por todas partes. Y el olor. Así era el mundo real en aquel momento.

—¡Somos la hostia! —dijo el niño con las manos en las caderas al estilo superhéroe. Entonces, el recuerdo se abrió paso y preguntó con pánico atrasado —¿Y Shola?

El sargento, a punto de señalar al cadáver, recordó el aspecto que debía tener y negó con la cabeza. Sujetó del brazo al niño mientras se acercaba a mirar. El niño puso los ojos como platos, se resistió un momento y luego se ablandó.

—¿Shola? —preguntó de nuevo. Te has equivocado. El muerto es otro, no nuestro amigo.

—No —dijo el sargento. Había tenido esa conversación antes, la conocía bien. Miró alrededor. ¿Cuántos cadáveres? ¿Cinco? ¿Seis? ¿Quedaba alguien con vida? Quizá, pero Shola no. Shola estaba muerto. Sin embargo, los otros… Había que atenderlos, detener las hemorragias. Pero no sabía cómo. En las películas los personajes sabían esas cosas, pero él no y temía empeorar la situación. En el mundo real los enfermeros de los pelotones siempre decían «no toquéis nada a no ser que yo lo diga, joder». Miró el arma y se preguntó por qué no sentía la tentación de apretar el gatillo y liquidar a los tipos que estaban en el suelo. Deseaba desearlo. De haber tenido el arma apenas un momento antes, no lo habría dudado. Ahora era impensable. No servía de nada. Además, hacer prisioneros era importante. Ojalá no lo fuera.

—¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! —gritaba el niño.

Sí. Era cierto. En los cómics y en los videojuegos eso significaba que los actores principales no morían. En el mundo multicolor de Superman, ganar quería decir salvar a tus amigos. Ergo, Shola no podía estar muerto. Pero lo estaba y eso también era cierto y se ajustaba a la convención: cuando un soldado blanco se va de aventura, al que le meten un tiro siempre es a su amigo negro.

—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo el sargento odiando cada palabra que salía de su boca. —Todo lo que hemos podido. No hay nada de qué avergonzarse —esto último lo dijo con voz intensa y convencida porque sabía lo que la vergüenza haría más tarde si no acababa con ella de raíz en aquel mismo instante. Buscó algo que tuviera algún sentido. —Necesitábamos a Superman, ¿verdad? Pero estaba ocupado. Solo estábamos tú y yo.

El niño asintió resistiéndose a entender. —Somos buenos. Pero no somos leet. Lo leet hubiera sido salvar a Shola.

Leet, pensó el sargento. Derivado de «élite», a veces escrito l33t o incluso 1337. Significado: los mejores de los mejores.

—No —respondió. —No somos leet.

—Igual deberíamos practicar —murmuró el niño con tristeza.

—Sí —coincidió el sargento. Estaba repasando sus opciones mentalmente, buscando las mejores. Evasión, contraataque. No había ninguna. No una vez que las cosas se ponían feas.

Oyó una respiración y miró hacia abajo. El niño estaba con la boca abierta en una O perfecta. Saltó hacia atrás dándose la vuelta en busca de un sexto asesino, pero no había nada. Los tipos se retorcían por el suelo pidiendo clemencia. Ninguna amenaza. Ninguna amenaza. De pronto, cayó en la cuenta de que el niño podía estar herido. Lo agarró y se aseguró, retirando capas de ropa empapada de sangre y apretándole las manos y las piernas.

—¿Estás bien? ¿Estás bien? —Preguntaba con voz temblorosa. Poco profesional. Estaba enfadado, sentía el mismo enfado que su propio padre cuando se quemaba con el hervidor. —¡Dímelo! —Se detuvo tímidamente, temeroso de haberse cruzado la línea.

—Estoy bien —dijo el niño. —¡Estoy bien! Te lo prometo. Perdona. No quería gritarte. Solo estaba mirando.

—¿Qué estabas mirando?

—Todo —respondió el niño. El sargento esperaba que se derrumbara, pero no lo hacía. En lugar de eso, observaba la habitación con los ojos como platos. Como si estuviera visitando una catedral. A veces la gente en shock reaccionaba así. Sobrevivir se convertía en un milagro y este maldito mundo en el paraíso. Bueno, eso es verdad.

Fuera, alguien llegaba. La caballería. El sargento supuso que serían los de NatProMan, porque sin duda los disparos y las explosiones habrían llamado la atención de Kershaw. O a lo mejor los había llamado él mismo. No se acordaba. Miró hacia abajo y vio al niño mirando hacia arriba y se dio cuenta de que ninguno de los dos rompería a llorar a no ser que el otro lo hiciera primero. Se preguntó de qué serviría. Muy varonil. Tanto como apretar un gatillo, pensó, es decir nada en absoluto.

—Deberíamos dedicarnos a luchar contra el crimen —dijo el niño. —Eso es lo que deberíamos hacer.

4. Secuelas

—Dios santo, Lester. ¡Dios Santo! ¿Estás bien? ¡Mierda! ¿Pero qué cojones está pasando? ¿Llamo a los marines? ¿Iban a por ti? ¿Ha sido un rollo antibritánico? ¿Creían que eras uno de mis chicos? ¿Ha sido algo antiamericano? ¿Ha sido la yihad? —dijo Jed Kershaw.

Kershaw brillaba cuando hacía calor. Se le ponía la piel pringosa como un huevo frito. No era muy alto, pero parecía haber sido equipado con un motor demasiado grande, así que hablaba a demasiado deprisa y se movía como una libélula, zigzagueando y abalanzándose sobre las cosas. Era perfecto para no sentirse cómodo cuando hacía calor. Era de ascendencia noruega y parecía un vikingo achaparrado de pelo castaño que trabajara de golfista profesional. No había persona en el mundo peor preparada para el clima de Mancreu. Ni siquiera le gustaba Florida. Sin embargo, había venido hasta Shola’s y se había hecho cargo de la situación porque era un ser humano decente y porque se había sentado a la mesa de Shola y había comido con él.

—Joder —dijo de nuevo sin dirigirse a nadie en particular. Miró el uniforme del sargento, salpicado de sangre y lleno de polvo. —Lester, por el amor de Dios, siéntate. Para de hacer de sargento un segundo… Mierda puta, Lester. ¿Te encuentras bien?

El sargento reconoció que quizá necesitara sentarse un poco. Se dio cuenta de pronto de que se había quemado la cara, probablemente al atravesar la nube de natillas en polvo ardiendo. La Bruja se iba a burlar de él. De pronto se le apareció su escote en la mente, subiendo y bajando, inclinándose: lujuria post combate. Intentó concentrarse mientras ella se sentaba a horcajadas sobre él y guiaba sus manos, su boca… Cielos, sí. La deseo.

Y después más sinceramente: necesito un abrazo.

—No lo sé —dijo en respuesta a las preguntas de Kershaw. —Creo que iban a por Shola, pero no lo sé. No hay motivos para que vinieran a por mí.

—Eres policía —apuntó Kershaw.

Por un momento, al sargento esa frase le pareció más bien desagradable. Le sonaba a reproche: ¡Eres policía! ¿Todavía no te has enterado? Pero sabía que viniendo de Kershaw, no era más que una explicación: eres policía; hay gente a la que no le gustan los policías. Nunca se le había ocurrido que en ciertos lugares del mundo eso era razón suficiente para matarle a uno a tiros mientras se comía una sopa. Sus percepciones sobre la profesión aún se ajustaban al sueño de Inglaterra, donde un policía era un tipo con un sombrero ligeramente ridículo que hacía su ruta, comentaba el precio del pescado con los tenderos y lidiaba con jóvenes gamberros. No se atacaba a un policía. Era como atacar a un campo de trigo y además el que lo hiciera tendría que vérselas con su madre.

La Bruja reapareció. Entró por la puerta con su bolso de medicamentos. El sargento intentó no verla, pero cuando lo miró a la cara con benévola preocupación profesional se dio cuenta de que era la de verdad. Ya tenía la boca abierta para recibir un beso. La cerró. Ella asintió y empezó a moverse con cuidado a su alrededor chasqueando la lengua ante los desperfectos en su vestimenta y estudiando sus heridas.

Kershaw hablaba de estabilidad, de estabilidad viable bajo niveles anormales de estrés desindividuacional inducido por la crisis que, según un informe de NatProMan, padecía la población de Mancreu al completo. Interrumpía su discurso para gritar a su personal que cubrieran ese cadáver, encontraran a alguien que pusiera un poco de orden, joder, buscaran al enterrador, y preguntaba si había aún un puto enterrador en la isla o si el muy hijo de puta ya se había largado con puto viento fresco a otro puto sitio. Sus palabras eran irrelevantes. El mensaje era su presencia. Lo sucedido le importaba lo bastante como para haberse desplazado hasta lo que seguramente consideraba un lugar muy peligroso, y una vez allí estaba tan confuso como los demás.

—No habréis hecho nada para provocar este follón, ¿verdad Lester? No voy a descubrir que Shola y tú andabais pasando coca a los chavales de Beauville, ¿no?

—Eso es una falta de educación —dijo la Bruja—. Y una ridiculez.

—¡A tomar por culo, señora! ¿Quién le ha preguntado nada? Y, además, ¿qué coño pinta usted aquí?

—Usted ha pedido médicos. Yo soy médico. Así que ahora se aguanta.

—¡Me refería a médicos de verdad! ¡A mis hombres!

—Están transfundiendo sangre a las mujeres heridas. Que, por cierto, sobrevivirán. Gracias por su interés. Me alegra que preguntara.

—Putos gilipollas de Médicos sin fronteras —masculló Kershaw. El sargento notó que se avergonzaba por lo brusco de sus preguntas. Sin embargo, su papel era ser brusco, hacer preguntas incómodas, mientras otros se encargaban de arreglar la situación, por si había respuestas incómodas.

La Bruja hizo una mueca de desdén y murmuró algo sobre los tipos reprimidos que estudiaban en las universidades de la Ivy League.

—No. Nada de eso —dijo el sargento antes de que se produjese una nueva escalada de tensiones.

Kershaw no hizo más preguntas al respecto y queriendo suavizar un poco la situación, le preguntó a la Bruja: —¿Está bien?

—Lo estará —respondió ella. —Lo cual es un milagro. Gire la cabeza, Lester.

El sargento obedeció.

Kershaw, convencido de que el sargento no estaba herido de gravedad ni era un traficante de drogas, se calmó un poco. También necesitaba asegurarse de que aquello no había sido una especie de insurrección. En la isla había gente contraria a la presencia de NatProMan. De vez en cuando aparecían panfletos por las paredes y los bares, impresos con buena calidad y distribuidos de manera invisible. Denunciaban a Kershaw personalmente y criticaban la destrucción de Mancreu en inglés, francés y moitié. No era una insurgencia propiamente dicha. Hasta el momento guardaban las apariencias y probablemente serían aficionados, jóvenes indignados con conocimientos superficiales de política que se sentían traicionados. El sargento no los culpaba, pero a su juicio, fueran quienes fueran, no tenían lo que hay que tener para organizar una insurgencia. Lo sucedido era un espanto, pero no una revolución. Parecía demasiado específico para eso. Pero apenas quirúrgico.

El sargento buscó al niño, pero se había ido, seguramente a su casa, estuviera donde estuviera. El sargento tenía la esperanza de que allí habría alguien que lo cuidara. Se sentía mal por no haberle prestado atención mientras hablaba con Kershaw, pero el niño era resuelto e independiente

—Habla con los americanos. Es necesario —le dijo.

Quizá hubiera alguien esperándolo. Quizá tuviera a alguien. El sargento deseó que así fuera y después deseó lo contrario, porque eso querría decir que tenía que compartir al niño con alguien a quien no conocía y que en definitiva el niño no era su niño, sino solo un niño al que conocía. Y así su furtivo y medio inconsciente plan b sería mucho más difícil de poner en práctica.

La Bruja lo llevó a su consulta en silencio. Le aplicó hojas y ungüentos en las quemaduras del rostro y los arañazos y le vendó un corte en el hombro, producido seguramente por el roce de una bala de fusil mientras huía hacia la cocina. Finalmente, suspiró.

—Conocía a Shola. Marie estará destrozada.

El sargento asintió. Marie era la novia de Shola. Su esposa, en realidad, aunque no estuvieran casados. Su viuda. Dios, alguien tenía que ir a hablar con ella. En realidad, ya se habría enterado. No podía hacer nada al respecto. Tendría que ir a verla, por supuesto.

—Todo el mundo lo estará —dijo el sargento. También el niño. ¿Acaso había presenciado antes un asesinato? No era imposible. En Mancreu no. —Si ves a mi amigo, dile que venga a verme —como siempre, se resistía a pronunciar el nombre de «Robin».

La Bruja se encogió de hombros. Agotado, el sargento lo tomó como un sí. Aspiró con la intención de atrapar su perfume para llevárselo con él, pero la habitación olía a mar y a desinfectante.

Aquella noche el sargento tuvo un sueño abiertamente pornográfico. Hacía cosas con una mujer que solo conocía por los libros: cosas salvajes que los obligaban a arquearse, gritar y estremecerse, a aferrarse el uno al otro y arañarse hasta el orgasmo, y después continuaban insaciables en un viaje cada vez más transgresor en el que exigían del mundo una especie de compensación. Él la llamaba Breanne, pero cuando por fin la mujer se acostaba y reposaba la cabeza sobre su pecho, su cuerpo era esbelto y pálido y tenía las uñas pintadas de un absurdo color rosa chicle.

Al despertar, el recuerdo se esfumó y él estaba dolorido, magullado y abrumado de tristeza por Shola y por los que habían muerto de manera tan arbitraria. Si hubiera ido armado como los soldados que sirven en el extranjero, quizá… ¿Qué? ¿Se habría enfrentado a cinco hombres con una pistola? ¿Se habría metido en un tiroteo para que lo mataran? ¿Debía llevar un pesado SA80 al hombro por las calles de Beauville para enviar un mensaje letal por todas partes? Además, ¿qué clase de mensaje envía un soldado armado que se encuentra a miles de kilómetros de cualquier tipo de refuerzos? Que tiene miedo. Que es estúpido. Que es un matón. Era una idiotez. Y sin embargo, estaba seguro de que, si hubiera estado preparado, habría encontrado alguna manera de evitar lo sucedido.

Se untó en el pecho y los hombros las medicinas que le había dado la Bruja y sintió un alivio físico inmediato. No estaba seguro de desearlo hasta que se tocó las heridas y sintió la quemazón bajo el frescor de las pomadas, la conciencia que prometía el malestar de la carne herida de su espalda: el dolor merecido, sólido y reconfortante. De momento tenía la mente clara, si bien un poco metálica, como si oyese sus propios pensamientos en una grabación de mala calidad. Envió un parco y lacónico fax a Londres en el que mencionaba un tiroteo con víctimas mortales en un café local y la detención de los responsables por una fuerza armada. Se abstuvo de especificar la naturaleza de la fuerza armada. No deseaba entrar en explicaciones.

El entierro de Shola era ese mismo día. En ese aspecto, las costumbres de Mancreu eran más islámicas que cristianas. El sargento se vistió para la ocasión. Consiguió meterse en un uniforme incómodo y oficial que no esperaba volver a usar hasta que regresara a casa y lo retiraran oficialmente del servicio activo. Se puso sus condecoraciones. Tenía una sorprendente cantidad de ellas, además eran de las buenas, no de las que te dan por presentarte al trabajo todos los días. Aunque, a veces, presentarse a trabajar no era moco de pavo. Se miró el pecho repleto de bandas de colores, discos y estrellas.

No podía salir a dar una vuelta vestido así. El calor lo aplastaría. El funeral ya iba a ser lo suficientemente incómodo. Se dedicó a recorrer los frescos y oscuros pasillos de Brighton House escuchando el eco de los tacones y punteras de sus zapatos sobre las baldosas blancas y negras. Click clack. Click clack. El edificio y los fantasmas que observaban desde las vigas del techo y las habitaciones con muebles amortajados parecían contentos de volver a ver a un soldado británico vestido de tiros largos desfilando por la casa tras derrotar al enemigo y derramar su sangre. O más probablemente, eran ratones o murciélagos. El año anterior se había colado en la casa un murciélago desorientado y confuso y cuando consiguió devolverlo a la oscuridad de la noche se le cagó encima.

Se sentó en la sala de comunicaciones y esperó la llamada telefónica. Llamó el hermano de Marie, a quien no conocía. El entierro de Shola sería a las once. Se esperaba su presencia, a ser posible vestido de civil. Shola no era partidario de las guerras.

Teóricamente, eso requería la autorización de un encargado de protocolo de alto rango. No había ninguno en la isla, así que el sargento recurrió al cónsul provisional. En estos casos, a veces representaba a ambas partes en voz alta, añadiendo algo de ronquera a su voz y dándole a la del cónsul provisional un toque susurrante que le sonaba adecuadamente finolis. En aquella ocasión decidió que el cónsul provisional daría su consentimiento. El sargento transmitió su comprensión al hermano de Marie y fue a cambiarse. Se puso unos pantalones ligeros y una camisa blanca con una banda de luto en el brazo que sacó de unas cortinas de la despensa vieja.

Su último funeral había sido el de su madre. Lo celebraron en una funeraria a ciento veinte kilómetros de Londres, una hermosa casa de campo con glicinias y rosales y un macizo de flores de color rosa y aroma dulzón cuyo nombre desconocía. Los setos estaban cuidadosamente podados y tenían un aspecto pulcro sin ser remilgados. El aparcamiento estaba en medio de un laberinto de aligustre que brindaba a los deudos un espacio privado donde sentirse tristes. En suma, si no quedaba más remedio que morir y convertirse en cenizas, el lugar era tan bueno como cualquier otro.

La chimenea metálica industrial que salía del tejado y la columna de humo que emergía de ella estropeaban el efecto. El negocio iba viento en popa y aunque el bueno de Mr. Willoughby, el propietario, tenía cuidado con el overbooking había calculado mal el tiempo entre una ceremonia y la siguiente. Y aunque no lo hubiera hecho, lo cierto es que la ancha, plateada y llamativa chimenea lo habría echado todo a perder en cualquier caso. Parecía el cañón desde el que sale despedido el hombre bala para delicia de niños y ayudantas escasamente vestidas. Lester no dejaba de pensar en su madre volando hacia el cielo con su bata de terciopelo falso y las manos aferradas a su viejo y enorme bolso. Se preguntaba dónde aterrizaría. Se odiaba a sí mismo, pero no podía negar que la imagen era de lo más cómico.

Las cosas se pusieron aún peor. La sala era muy hermosa. En las paredes había una fila doble de floreros llenos de ramos. Nadie había informado al respecto al sacerdote que oficiaba la ceremonia, que resultó ser alérgico a los arreglos florales. Mientras pronunciaba el sermón se le hincharon los ojos y empezó a moquear. Apenas podía articular las palabras. Sonaba como un altavoz de tren medio estropeado anunciando algo incomprensible en lugar de alguien que rezaba por los difuntos.

—Dade, Dioh, dezcando edenno bor Jezugritto duettro zeñod, en el dombde ded badre ded higgo y ded eppiditu zatto.

El sacerdote habló durante veinte minutos, sus resuellos impenetrables rebotaban y ascendían hasta las vigas del techo. Lo que comenzó como algo enervante y grotesco terminó siendo lo más aburrido que los asistentes habían presenciado en sus vidas. Estaban allí para que les conmovieran o para conmoverse ellos solos, para llorar y despedirse en la medida de lo posible de lo que ya no era más que un envoltorio. Pero las congestionadas exhortaciones del cura a rezar «bod la zabbaziod de zu abba» y la bruñida chimenea-cañón que salía del tejado no facilitaban la expresión de las emociones.

En Mancreu fue muy diferente. Se reunieron alrededor de una pequeña parcela en un cementerio en el límite del barrio de chabolas de Beauville, donde la parte habitada de la isla se fundía con las montañas oscuras y la selva. Era el lugar adecuado. La ciudad en la que Shola había vivido hacía una respetuosa curva alrededor del cementerio como si supiera que también los muertos necesitan su intimidad. Era un lugar de transición, pertenecía en parte al mundo de los humanos y en parte a la enorme masa verde que crecía en el exterior. Y en caso de que Shola fuera partidario de la cremación y no se lo hubiera dicho a nadie, Mancreu entero ardería por los cuatro costados en cuestión de meses o de semanas, de modo que lo que quedara de Shola ardería con ella.

El sargento se sentó junto a la Bruja, con la ancha sombra de Dirac a un lado y Beneseffe, el comandante del puerto, un poco más allá. Los presentes tenían la vista fija en la tumba. Pechorin, el oficial ucraniano, estaba al fondo vestido de uniforme. El sargento supuso que no le habían permitido asistir de civil.

Al parecer, el niño no estaba presente. A veces le gustaba observar las cosas que le importaban de verdad desde una posición elevada con unos prismáticos de campaña pesadísimos que había comprado en eBay. Era como si temiera que el exceso de pasión lo consumiera, como si las emociones ajenas pudieran provocar en él una respuesta incontrolable. El sargento deseaba que asistiera a la ceremonia porque sabía que, de lo contrario, no tardaría en arrepentirse profundamente y para siempre.

El ataúd era una cesta de mimbre cerrada con tallos de tomate. Había flores silvestres y ramitas de espino y hojas de la cosecha de marihuana de un intenso verde rojizo entretejidas en el mimbre. La cesta no tenía cabecero ni pies. Los primos de Shola y unos cuantos robustos estibadores nacidos en Mancreu lo bajaron a la fosa en una red de pesca y Ma Tatin, la dueña de la tienda de efectos navales, cantó una canción profunda y antigua.

A los pies de la tumba, Marie les dio las gracias por venir y dijo que Shola era un buen hombre y que ella lo había amado mucho a pesar de que había sido un tocapelotas de cuidado. Por un momento pareció que tenía más que decir, un panegírico completo, pero se quedó allí muy derecha, inmóvil y con los ojos llenos de lágrimas y el sargento se dio cuenta de que no se movería a no ser que alguien se la llevara. Tom, uno de los primos de Shola, la condujo delicadamente junto a su madre y luego anunció que pensaba hacerse cargo del café y que si alguien estaba interesado que se lo dijera para incluirlo en el negocio. El sargento se preguntó por qué no se andaba con más cuidado. Quizá alguien quisiera aprovecharse. Pero después pensó: «¿aprovecharse de qué? ¿Qué imbécil querría una parte de un negocio ruinoso en una isla que no existiría al terminar el año?».

Beneseffe suspiró y Marie arrojó el primer puñado de tierra.

—Que lo haga alguien antes que yo —dijo el sargento cuando Tom le indicó con un gesto que era su turno.

—Hemos decidido que seas tú. Tú estabas allí. Hiciste lo que pudiste —replicó Tom sacudiendo la cabeza. Después dudó un instante y añadió con rostro triste: —¿dijo unas últimas palabras antes de morir?

Uno de sus pulmones estaba empotrado en la pared del fondo y la columna vertebral en el suelo. Lo reventaron, pensó el sargento.

Pero en lugar de eso dijo: —Todo sucedió muy deprisa.

La congregación asintió y lo condujeron con manos suaves hasta la fosa. Aquello no estaba bien. ¿Qué pasaba con el resto de la familia de Shola? Allí estaban, unidos, apenados y valientes. Querían que fuera él, lo habían elegido para que les mostrara el camino. Para que les hiciera de sargento, o al menos eso fue lo que él entendió. Caminó hasta la fosa y buscó un puñado de tierra decente. Había demasiado polvo y él quería tierra de verdad. Arañó el suelo sin muchas esperanzas. Sintió como se le doblaban las uñas.

Se oyó un leve ruido. Un roce de pasos en la tierra seca. El niño apareció al fondo de la congregación con la cabeza alta, la barbilla hacia delante. Sudaba bajo el peso de la maceta de barro cocido que traía abrazada contra el pecho como Winnie de Pooh con su cántaro de miel. Los presentes le abrieron paso lentamente, como si en contraste con lo que habían decidido acerca del sargento, pensaran que el niño tenía parte de culpa de lo que le había sucedido a Shola. Quizá sí fuera huérfano. En Mancreu la gente creía que los huérfanos daban mala suerte. Quizá solo fuera que él estaba vivo y Shola muerto.

El niño se detuvo junto al sargento, que vio que la maceta contenía una tierra oscura y rica. El niño traía las manos arañadas y llenas de ampollas. El sargento comprendió que la había cogido él mismo, sin herramientas, y por su aspecto, había ido hasta las altas laderas de las montañas. Había madrugado, cavado y arrastrado hasta allí aquella tierra bendita él solo y la había metido en una hermosa maceta y ahora estaba casi en posición de firmes delante del ataúd de Shola con el cuerpo de Shola en su interior porque era lo que había que hacer.

El sargento metió agradecido ambas manos en la maceta y arrojó una buena cantidad de tierra sobre el ataúd, y después otra, y otra más. El mundo titilaba y se movía y de pronto se dio cuenta de que había usado todo el contenido de la maceta y tenía los nudillos irritados de arañar la tierra. Se dio cuenta de que debía llevar al menos cinco minutos lanzando tierra sobre el ataúd de mimbre mientras la familia del difunto esperaba pacientemente y la gente lo miraba.

—Lo siento —dijo—. Lo siento. —Miró la tumba preguntándose si debía sacar algo de tierra para los demás. La cordura prevaleció.

Los miembros de la familia formaron una línea y arrojaron un puñado de polvo gris del cementerio a la tumba y los sepultureros llenaron lo que faltaba rápidamente. Al final, Tom pronunció unas palabras. Comentó que Shola había sido boxeador.

—Cuando muere un boxeador se le dan nueve golpes a la campana del ring y el difunto abandona el mundo con el último eco.

Entonces, golpeó la campana de bronce con forma de hongo del Club de Boxeo de Beauville con una baqueta. Una vez, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho nueve. El noveno golpe resonó y la campana de metal siguió cantando y cantando, manteniendo la vibración durante un rato increíblemente largo hasta que se apagó

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