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Alzó la vista y vio que el niño lo observaba, los ojos en la sombra, el cuerpo casi completamente oculto en la oscuridad del rincón. El sargento la llamaba mentalmente la mesa del guardaespaldas y no se sentaba en ella porque no quería que la gente creyera que era de esos que siempre tienen los ojos en la puerta. Bastaba con que se supiera que era militar. No quería que la gente de Beauville pensara que se pasaba el día midiendo a los demás, asegurándose de que era capaz de acabar con ellos si era necesario. Naturalmente, en el fondo de su mente una parte de él estudiaba a los recién llegados y a los habituales, los medía y los clasificaba, de manera que, si pasaba algo, fuera lo que fuera, sabría inmediatamente si huir o luchar, de cuántos enemigos podía deshacerse, cuál era el coste de hacerlo y cómo de feas podían llegar a ponerse las cosas.

Muy feas, la respuesta era siempre la misma. Invariablemente, muy feas.

Mantuvo los ojos clavados en el niño, no con agresividad, sino con interés, y el niño le devolvió la misma mirada que lo reexaminaba, lo catalogaba, lo consideraba. ¿Por qué? ¿De dónde salía aquel manifiesto y súbito interés? El niño era solo un cliente más, otra pieza del paisaje. El sargento tenía la vaga sensación de haberlo visto antes: bajando de una barquichuela en la orilla, haciendo recados, llevando mensajes, leyendo sentado aquí y allá. ¿Por qué permitía que lo observara, por qué se exponía a aquel intrusivo y molesto escrutinio? El sargento lo catalogó como astuto, inquieto y posiblemente traumatizado. ¿Cuál era el siguiente paso?

El cuerpo inmóvil del niño reflejaba su propia e ilustrativa calma. El sargento lo observó atentamente desde los hombros hasta las manos sin alterar la posición de los ojos y soltó un resoplido de aprobación. Se relajó y vio que el niño lo imitaba. A pesar de sus diferencias físicas, en aquel momento eran idénticos: las espaldas derechas, las cabezas ligeramente inclinadas hacia delante mientras se preparaban para ponerse en pie. Además, ambos tenían en la mano la batería de un móvil y se disponían a guardársela en un bolsillo. Una paranoia gemela. Los sabios no planifican su vuelta a casa.

El niño lo saludó con la cabeza. El sargento le devolvió el saludo.

—Eres listo —dijo el niño.

—Tú también.

El niño asintió.

—¿Te gustan los cómics? —preguntó el sargento al tiempo que oía el eco de sus palabras y sacudía la cabeza interiormente ante la pregunta más estúpida jamás formulada por el hombre.

—Sí —el niño se sentía magnánimo y tuvo a bien apreciar el gambito.

—¿Cuáles?

—Todos. dc, por Batman. ¡Grant Morrison! Pero especialmente Marvel. Warren Ellis. Spurrier y Gail Simone. Bendis es el puto amo.

El sargento sonrió. Puto amo. Nunca había oído semejante expresión, pero le gustaba. Tenía un toque atrevido, moderno y digital. Debería haber más cosas que fueran putos amos.

—A mí me gusta Linterna Verde —dijo.

—¿Cuál de ellos? —inquirió el niño.

Mierda. Ahora recordaba que había muchos Linternas Verdes, siempre estaban cambiando y elegir el que no era equivalía a elegir el equipo de fútbol equivocado o la iglesia equivocada…

—Hal Jordan —dijo dragando el nombre del fondo de la memoria.

—Old School total —aprobó el niño. —Jordan es un bad ass —pronunciaba la expresión inglesa badass como si fueran dos palabras: bad ass. El sargento supuso que la habría aprendido leyendo. Se preguntó qué cómics utilizaban ese tipo de lenguaje y llegó a la conclusión de que hoy en día seguramente todos.

—¿Te gusta el Capitán América? —preguntó el niño.

El sargento vaciló.

—No mucho —admitió. En su opinión, los colores vivos y los campos de batalla no combinaban. Steve Rogers era un personaje invencible, un superhéroe que se vestía como le daba la gana y siempre sobrevivía. Los que palmaban eran los que le seguían. No, el Capitán América no le gustaba nada. Quizá cuando era niño.

El niño asintió como si esperara esa respuesta.

—¿Batman?

—Sí.

—Batman es el mejor. Bob Kane era Dios. Y Bill Finger también.

El sargento solo tenía una ligerísima noción de quiénes eran.

El chico pareció darse cuenta de que la conversación se estaba poniendo demasiado técnica porque le tendió el cómic que había estado leyendo.

—Toma. Christian Walker es un puto amo.

El sargento cogió el cómic y vaciló un instante.

—¿Cómo te lo devuelvo?

—Ando siempre por aquí —respondió. —Además, no soy coleccionista, así que no problem —dejó de hablar y sonrió. —Es broma. Claro que los colecciono. Pero para leerlos, no en plan friki de esos que no salen de su habitación.

—Te lo devolveré —prometió el sargento.

—Kswah swah —respondió el niño con un encogimiento de hombros. Lo que pasa, pasa. Muy Mancreu. Los árabes del continente decían Insha’Allah: si Dios quiere. Si Dios quiere, llegas puntual a tus citas, pero normalmente solo quiere que te presentes más o menos el mismo día. El tiempo y la materia son flexibles, solo Dios es real. En Mancreu hasta Dios estaba un poco difuminado. El universo era lo que era, mutable y ajeno, y Dios lo había creado a Su imagen y semejanza, de modo que posiblemente también Él era imprevisible. La naturaleza de Su voluntad variaba de un alma a otra, y a menudo lo que sucedía en realidad no era lo que la gente interpretaba. Quizás los seres humanos no fueran capaces de comprender los designios de Su voluntad porque estaba en todas partes y lo veía todo desde fuera del tiempo,

Por lo tanto, Insha’Allah era mucho suponer. En Mancreu se decía sencillamente lo que pasa, pasa. Era prácticamente el himno nacional.

Cuando el sargento le preguntó cómo se llamaba, el niño desvió la mirada y dijo «Robin». El sargento aceptó educadamente la mentira, pero no se la creyó y a medida que su amistad crecía siempre evitó dirigirse a él con frases en las que tuviera que usar un nombre propio. En la mente del sargento el niño era una identidad única, una presencia que no necesitaba de etiquetas.

Aquel día, con la imagen del pelícano y la paloma aún provocando algún meneo incrédulo de cabeza, aparcaron el Land Rover enfrente del café y se cedieron el paso ante la puerta con alegres reverencias. Era frecuente verlos pasar veinte minutos insistiendo en que el otro pasara primero con diplomáticos discursos de deferencia cada vez más extravagantes. Sin embargo, aquel día se limitaron a un leve tira y afloja y el niño le lanzó unos cuantos jabs inexpertos al estómago mientras gritaba «¡Levanta los puños!» hasta que el sargento se vio obligado a aceptar el honor de entrar delante de su amigo. Se detuvo a dos pasos de la puerta para que las pupilas se le acostumbraran a la luz.

El café era una habitación rectangular, pero parecía tener forma de L porque en una esquina había una enorme escalera de madera que Shola había rescatado de un hotel en ruinas. Una gastada y muy pulida lámina de cobre cubría la barra y el mobiliario era un totum revolutum de mesas cuadradas y redondas. Los clientes movían las desvencijadas sillas por el local a su antojo, así que cuando estaba a tope alguien tenía que sentarse en la peligrosa banqueta amarilla de mecanógrafo que Shola guardaba plegada bajo la barra. Junto a las paredes había bancos hechos de madera arrastrada por el mar, pulidos y abrillantados por años y años de roce de traseros.

En el hueco de la escalera, dominando el local y la puerta se encontraba la shtammteh, la mesa de uso exclusivo de Shola. Nunca estaba reservada. Nadie se sentaba en ella sin invitación. Incluso el sargento y el niño dudaron y buscaron mesa con la vista ostensiblemente hasta que Shola se acercó, los amonestó y se los llevó a la shtammteh a tomar el té con él.

Debía haber llegado el nuevo cargamento porque les sirvió un delicioso gunpowder verde que no habían probado nunca y les exigió su opinión. El sargento retuvo el trago en la boca un buen rato. La temperatura era perfecta: le calentaba las encías y la garganta sin quemarlas y le refrescaba el cuerpo. El té tenía aromas de pimienta y humo y un olor a nieve. Aquello era algo más que un simple té. Era una especie de elixir. Era lo que el té soñaba con ser.

—Está bueno —dijo. Shola esbozó una sonrisa.

—Quiere decir que es totalmente alucinante —lo corrigió el niño poniendo los ojos en blanco—. Este té está hecho al cientodiezporciento con las enseñanzas más secretas de los maestros del kara-té. Es la madre de todos los tés. Este té es el té de Obi-Wan Kenobi en Tatooine. Todas las mañanas. Lo primero una taza de este té y después entrenamiento con el sable láser. La Fuerza es poderosa en mí —imitó el sonido de un sable láser —Vvvvvuommmmmmm Vvvvuommmmmm ssshhhhhh fwsh.

Shola le rellenó la taza servicialmente. —¿Encargo más?

Semejante encargo era una declaración de compromiso para quedarse un mes más en la isla.

—Yo vendré a beberlo —dijo el niño asintiendo con gravedad.

Marcharse, con M mayúscula, significaba lo contrario de simplemente irse de un lugar, y se había convertido en un ritual. No llegaba a ser una tradición y nunca lo sería, porque no hacía tanto tiempo que se celebraba. Era una especie de locura compartida, como hacerse cortes para comprobar si duele. Cuando alguien se Marchaba —aunque en realidad todo el mundo acabaría por Marcharse de Mancreu porque naturalmente nadie estaba obligado a quedarse y morir cuando llegara el fin, si bien Marcharse antes que los demás era una forma de fracaso, de deserción— organizaba una fiesta. No podía faltar una pira donde quemar lo que no podía transportarse o regalarse. No solo las cosas que nadie quería, sino también aquello de lo que uno no era capaz de desprenderse, lo que uno prefería destruir antes de que se consumiera en el indescriptible y purificador fuego que pronto calcinaría Mancreu hasta más allá de sus cimientos, hasta debajo del mar, hasta el granito sobre el que se asentaba y más allá, hasta el manto de la Tierra, para limpiarla de una generación de abusos estúpidos por parte del hombre.

Al principio, los que Marchaban invertían un dinero en pósteres para disimular su fracaso en una atmósfera festiva a medio camino entre el velatorio y el bautizo. ¡Aquí termina una etapa, este mundo se acaba, pero comienza uno nuevo! Sin embargo, la impostura de presentar el hecho de tener que Marcharse obligatoriamente como si se tratara de la oportunidad de una vida nueva era evidente como un hueso roto. Por eso ahora se limitaban a escribir con tiza una M mayúscula y avergonzada y un lugar y una hora, siempre fuera de la ciudad y siempre de noche, en los negros postes que conectaban la temblorosa red telefónica de Mancreu con la centralita. Los primeros en llegar a la fiesta eran los que Marchaban, seguidos de los que pensaban hacerlo en breve y finalmente aparecían los invitados, los que habían sobrevivido a la última cosecha de desertores. La gente lloraba, los matrimonios entraban en crisis y se decían verdades que nunca deberían haberse dicho. Recuerdos familiares, muebles de maderas nobles, joyas, incluso animales de compañía y ganado… Todo ardía. No era un final limpio. Era un sati por delegación, y solo porque aún no había habido nadie tan desesperado, furioso o con el corazón tan destrozado como para lanzarse al fuego. No obstante, el sargento le decía a Jed Kershaw que era cuestión de tiempo.

Al principio asistió a todas las fiestas que pudo. Era una especie de espectro inverso, el tipo que procedía de una isla fría y lluviosa que no iba a ser destruida. Se quedaba en la parte exterior del círculo de gente que rodeaba la hoguera y veía cómo primeras ediciones y cacerolas se unían a álbumes de fotos y cunas en la pira, e intentaba detener las discusiones antes de que se convirtieran en vendettas familiares o asesinatos. Tras un tiempo, el tono de las fiestas derivó hacia lo bacanalesco y después la fatiga las convirtió en una especie de adiós mudo que resultaba incluso terapéutico. Últimamente la cosa había virado hacia impresionantes competiciones de transgresión. ¿Quién era capaz de destruir el objeto de mayor valor? ¿Quién se atrevía a mostrar su autodesprecio de manera más gráfica traicionando el único hogar que había conocido?

Su presencia funcionaba como una especie de amortiguador, el uniforme recordaba a los presentes la más británica de las virtudes: la flema. O quizá parecía un inspector de sanidad y nadie se atrevía a desmelenarse en serio con él por allí. Inclinaba la cabeza ante abuelas que quemaban sus colchones de plumas y pescadores que entregaban sus chalupas a las llamas; ante mariscadores que inmolaban sus nasas y carteros que arrojaban sus bicicletas al fuego. Estrechaba las manos de los que Marchaban y gracias a ello muchas veces la gente dejaba de ignorarles e incluso volvía a dirigirles la palabra. Era un enterrador, un símbolo.

Una vez, una capellana castrense le dijo que tras pasarse la vida buscando la forma ideal de dar el pésame había llegado a la conclusión de que lo mejor eran los clichés. Las viudas y los huérfanos no querían consuelo. Querían reconocimiento.

—Diles «ha sido una muerte rápida. No ha sufrido». Diles «mi más sentido pésame» —le recomendó. —Si estás en un hospital y de pronto cunde uno de esos silencios que hay que romper como sea, diles «tengo entendido que al final el tránsito fue indoloro» y después te largas y que se apañen. Si lo que quieres es que te den un puñetazo en la cara, suéltales eso de que «está en un lugar mejor».

Así que las hogueras se celebraban con cierto orden, lo cual era casi peor, y el sargento acabó convertido en una especie de figura necesaria: no se podía organizar una sin él. El Último Cónsul debía estar presente para darle un sello oficial al asunto, aunque nadie tenía claro si dicho sello era de absolución o de excomunión.

Quedarse en la isla no estaba dignificado con una letra mayúscula. Nadie se iba a quedar. Quedarse significaba morir con la isla y después ya no habría nada por lo que morir.

En la conversación sobre la compra y consumo del té, Shola y el niño convinieron en que su Marcha se retrasaría un mes más. En general, ninguno de los dos mostraba ninguna inclinación por Marchar. Shola reconocía que algún día tendría que irse, aunque ese día se alejaba eternamente en el horizonte, pero el niño no. Vivía en un ahora perpetuo y su vigorosa oposición a la inminente destrucción de la isla venía aparejada a un irreductible estado de negación ante lo inevitable del suceso. El sargento sospechaba que muy pronto habría que hacer frente a esa actitud. Se imaginaba al niño encadenado a los pilotes del malecón de Beauville y a los soldados de NatProMan cortando las cadenas con una radial. Lo mejor era idear una estrategia de salida menos traumática.

El pensamiento de Shola parecía discurrir en la misma línea. Miró al sargento y su cansancio fue palpable durante un momento. Esta vez, comprendió el sargento, no tenía más remedio que pensar en serio acerca de su Marcha. Era imposible que estuviera ganando dinero. Ni siquiera que estuviera cubriendo gastos. Cuanta más gente Marchaba, más granjas y barcos de pesca dejaban de producir alimentos y más se encarecía la vida y menos clientes venían a su local. La Marcha de Shola marcaría un antes y un después. Beauville pasaría de ser un lugar que aún podía salvarse a un lugar moribundo, no solo por su Marcha, sino porque una docena de otros Sholas, de otros hombres y mujeres de buen corazón que habían dado lo mejor de sí mismos para hacer de la isla un lugar habitable, también se irían. Porque el momento habría llegado inexorablemente.

—¿Cómo se llama? —preguntó el sargento señalando a la tetera.

—La etiqueta dice «Heaven’s Limitless Canon» —respondió Shola. —Creo que no quiere decir «cánon», sino «cañón», ya sabes, como el de una pistola, pero cualquiera sabe. ¿Te parece digno de ser bebido?

—Sin duda.

Tomaron otra ronda y la conversación discurrió hacia el tema más grato de los méritos de las diferentes galletas para acompañar a aquel té de tés. Recurrieron a Beneseffe, el comandante del puerto, para que dirimiera el contencioso entre la galleta de jengibre y la sencilla Digestive, asunto que requería del más serio escrutinio. Beneseffe, normalmente tradicionalista en tales materias, se decantó para sorpresa general por la Hobnob de chocolate.

Al sargento le resultaba estimulante ver a otras personas conversar de aquel modo con el niño, era como observar su propia amistad en un espejo hogareño y cálido. Además, también le enorgullecía escuchar a su joven amigo participando apasionadamente en el feroz debate de las galletas, inventando argumentos cada vez más extravagantes para apoyar su punto de vista. Consideró si sería conveniente que él también hablara de ese modo con el niño. Quizá se preguntara por qué no lo hacía. Sin embargo, el niño y él eran capaces de compartir el silencio, algo de lo que no mucha gente podía presumir.

Después de la hora del té, el niño se fue a ocuparse de sus propios asuntos y el sargento regresó a Brighton House.

Tres años antes, la residencia era un edificio blanco inmaculado con acabados amarillos en las esquinas y los canalones. Entonces se precipitó sobre Brighton House la primera de las Nubes de Vertidos y exterminó la flora, a excepción de las tomateras. En las montañas, la lluvia roja quemó la vegetación y resbaló hacia el mar. Aun marchitos y llenos de cicatrices, los lentos árboles caducifolios sobrevivieron y el monte bajo creció de nuevo con el doble de espesor. Sin embargo, en los campos de croquet, en los cuidados jardines, canteros y macetas de las ventanas, el caldo pringoso se asentó en enormes charcos e hizo estragos. El polvo de la estación seca se incrustó en la pintura y dejó el edificio mohoso y lleno de vetas como un queso gigante. Los jardineros habían empaquetado sus tijeras de podar, sus escaleras de mano y sus delantales de Keen & Ryle de Chichester y se habían ido al mismo tiempo que los diplomáticos, así que la veteada mansión de gorgonzola se convirtió en un fósil que sobresalía en el centro del espacio yermo que una vez fuera una rosaleda. El terreno quedó abandonado a su suerte. Fue entonces cuando las robustas matas de tomates tumbler y black prince y purple russian, Nebraska wedding, soldaki, cheroqui, brandywine y radiator Charlie, una auténtica Asamblea de las Naciones Unidas de solanáceos comestibles, aprovecharon el momento evolutivo y se adueñaron del lugar. Cuando el sargento recibió las llaves de la residencia y la orden de sentirse enteramente en su casa, pues nadie retornaría a Brighton House, la parte del edificio que daba al mar estaba invadida de enormes tomates medio podridos que competían entre sí por la luz y el agua. Se mecían al viento y chirriaban cuando su tersa y reluciente piel rozaba con los hirsutos tallos y las hojas rancias y mustias. Cuando llovía sonaban como un ejército en marcha y cuando lucía el sol crecían gimiendo y temblando, expandiéndose, reventando y volviendo a comenzar.

Como era su costumbre, el sargento aparcó el Land Rover en la parte trasera y entró en la casa por la puerta de servicio. El vestíbulo de la planta baja estaba en penumbra y decidió caminar en la oscuridad en lugar de encender las luces. Un momento después, su mano recorría la pared hasta la puerta del pequeño dormitorio que se había asignado. Estaba justo detrás de la cocina del servicio, así que no tenía que preocuparse por la calefacción central. Simplemente mantenía encendida la vieja estufa de leña Rayburn y la usaba también para calentar agua y cocinar. Le daba una agradable sensación de hogar que despertaba vívidos recuerdos de las tardes pasadas allí y de miles de tardes en la cocina de su madre hacía ya mucho tiempo, cuando también él era lector de cómics, aunque los de su época se imprimían en tres colores sobre papel de mala calidad y los enemigos de los superhéroes eran ladrones de bancos en vez de alienígenas.

Dónde y con quién vivía el niño eran asuntos íntimos a los que el sargento no tenía acceso, y además el niño se hacía educadamente el sordo cuando le preguntaba. Habían llegado al acuerdo tácito de que esa clase de cosas no eran obligatoriamente de su incumbencia y el sargento no insistía. De todas formas, en el fondo de su mente necesitaba saberlo. Era algo que había adquirido en Afganistán: cuando te movilizan, siempre estás en combate. La batalla continúa incluso cuando nadie te ataca. Hay cosas que suceden más allá del horizonte y bajo tus pies; el paisaje es tu enemigo y la población local puede cambiar de opinión sobre cualquier cosa en un segundo. En las montañas la gente no cree en el 11-s, no por falta de fe en la maldad humana, sino porque no cree en la existencia de los rascacielos. La mitad de la población cree que los soldados que luchan allí hoy en día siguen siendo soldados soviéticos, y de entre esos hay unos cuantos que están convencidos de que los rusos no son más que títeres del imperio británico, y eso sin contar a los que albergan aún la esperanza de que un día llegue la reina con toda su pompa y circunstancia y les conceda lo que fuera que la emperatriz Victoria les prometiera a los abuelos de sus abuelos; creen que podrían caminar durante un par de semanas hasta Buckingham Palace y Su Majestad les invitaría a cenar y les asaría un cordero encantada. No por ignorancia ni por estupidez, sino porque viven en un planeta en el que uno es tan extranjero como ellos en el de uno. Después de una temporada en lugares así, te vuelves de un modo en el que ya no te gusta que haya lagunas en tus conocimentos y haces lo que puedes por llenarlas, aunque ello resulte de pésima educación.

Suspiró y se miró en el espejo. En realidad, su rostro aún era joven, si bien estaba algo castigado. Pero al mismo tiempo, también era la cara de un hombre viejísimo. Había cambiado de generación sin notarlo y de pronto tenía cara de padre, no de hijo. De un padre sin hijos, por descontado, pero igualmente exhausto, y la fatiga nunca desaparecía del todo por mucho que durmiera. Se preguntó si los cuarenta consistían precisamente en eso, en dejar de sentirse uno mismo y comenzar a funcionar más y más y más despacio.

Se metió en la cama y cerró los ojos con la esperanza de una noche tranquila y sabiendo que soñaría, porque siempre se sueña algo.

A no ser, mascullaba contra la almohada una hora más tarde, que no se pegara ojo. Entonces no se soñaba, sino que uno se sentía cada vez más pesado y al final se levantaba de la cama. Estaba demasiado cansado para leer y demasiado aburrido para estar despierto. Quizá fuera el exceso de té o quizá fuera Mancreu. Decían que a veces soplaba un viento que producía insomnio. Tenía nombre, pero no lo recordaba. En Mancreu soplaban docenas de vientos, supuestamente cada uno con su propio efecto. Uno cortaba la leche y otro alejaba la pesca, uno hacía llorar en el bosque y otro provocaba infidelidades. Los espíritus viajaban en ellos. Se preguntó qué pensaban los antiguos espectros de la situación actual. Probablemente no la veían con buenos ojos.

Se levantó de la cama y se puso un batín de lana que había comprado online con unas pantuflas Haflinger a juego. Las pantuflas eran más cómodas. Estaban hechas de una lana basta muy abrigada. Haflinger debería fabricar también batines. El que llevaba puesto era demasiado grueso y demasiado pegajoso, como unas patatas fritas con demasiado kétchup.

Sacó una linterna del cajón de la mesilla de noche y deambuló por los pasillos oscuros buscando algo que no sabía lo que era. Un sitio para sentarse. Estuvo a punto de irse a leer mensajes nuevos en la sala de comunicaciones, pero se contuvo. Si se sentaba frente a la pantalla a ver al teletipo del establishment británico vomitar las celebraciones y horrores que acaecían a lo largo y ancho del globo perdería el sueño definitivamente. En lugar de eso, se fue a contemplar la noche a la terraza acristalada. Hacía frío, pero no le molestaba. Se sentó y se puso a mirar el mar y la curva de las olas más allá del jardín.

Mancreu entró en la era moderna más o menos en la época en que nació Raoul el escribiente. Una compañía franco-holandesa construyó una planta petroquímica al sur de la isla, una zona dura y árida, expuesta a las inclemencias del tiempo. A la gente le pareció bien: un páramo gris a cambio de dinero para construir un cine, dragar el puerto cada diez años y elevar el nivel de vida de aquel edén aislado y sin esperanza. Los técnicos de la compañía descubrieron que en el subsuelo de la isla había cavernas llenas de agua dulce filtrada por el fondo marino rocoso, y aquello les pareció aún mejor: la extrajeron para calmar la sed de los trabajadores mientras Beauville prosperaba y se convertía en una auténtica escala en las rutas comerciales marítimas del mar Arábigo. Cuando llegó el momento de tirar la basura, la solución era evidente: rellenaron las cavernas de las que habían extraído el agua con los desechos tóxicos de la actividad química, hasta que un día a principios de 2004 el suelo tembló, la tectónica de la isla se alteró y el magma empezó a manar de debajo de las cavernas.

Visto en retrospectiva, habría hecho falta un cartel pintado por las huesudas manos de Raoul el Blanco porque el diablo andaba haciendo de las suyas. En el horno de azufre incandescente que ardía debajo de Mancreu hervían y se generaban extraños componentes, tenebrosas sustancias desconocidas e inimaginables que se filtraron por las grietas hacia la superficie y llegaron a una enorme sima donde presionaron más y más la fina membrana de la superficie terrestre hasta que un día un agricultor perforó la corteza mientras araba y salió disparado a miles de metros de altura para aterrizar convertido en un ángel de fuego en medio del barrio de chabolas de Beauville, a más de tres kilómetros de distancia. Tras él llegó una niebla caliente que irritaba la piel.

Aquella Primera Nube de Vertidos acabó con los pinos y arbustos de media isla y arrugó las piedras blancas de Beauville como si fueran figuras de cera expuestas a las llamas.

Siete meses después llegó la segunda. Inocua para los seres humanos pero mortífera para los roedores. Los valles altos de Beauville se llenaron del hedor de las marmotas putrefactas. Las gaviotas y las arañas se cebaban con los cadáveres.

Con la tercera los peces cambiaron de sexo y una ola de lujuria y libertinaje recorrió Mancreu. La población la recordó durante meses como una juerga de primera, pero los niños nacidos de aquellos apasionados encuentros eran mudos. Un especialista alemán que se desplazó hasta la isla para estudiar el fenómeno afirmó que les faltaba el área de Broca, la parte del cerebro encargada del lenguaje. Se decía que una mujer a la que la primera exhalación de la Nube había sorprendido en la montaña había perdido por completo las funciones de dicha área, pero el especialista no fue capaz de encontrarla, de modo que no pudo confirmar la veracidad del rumor. De ser cierto, dijo, se trataría de un caso desafortunado y preocupante. La compañía que sufragaba su estancia, muy interesada en la Nube como tratamiento para la disfunción sexual, registró numerosas patentes.

Los geólogos concluyeron que, debajo de Mancreu, el horno seguía en plena ebullición y no mostraba signos de haberse vaciado. La naturaleza de la neblina era variable, dijeron. No había manera de predecir los efectos de la siguiente oleada. Lo que había que hacer era sellar el horno, aunque no aportaron ninguna sugerencia sobre cómo llevar a cabo tal empresa. Un osado miembro del grupo de científicos llegó a afirmar que la cantidad de productos químicos liberados por la nube excedía lo que se había enterrado en la cueva. Sondeó la profundidad con una varilla improvisada de varios cientos de metros de longitud y dijo que la sustancia era probablemente orgánica, quizá incluso biológica.

Tenía razón. Un equipo de xenobiólogos japoneses familiarizados con la especulación sobre la naturaleza de la vida en otros planetas y con el estudio de extrañas fisuras del fondo marino, confirmó que el proceso había generado una colonia de microbios en los estratos profundos del subsuelo que transformaban los minerales simples en carburante para la reacción química que estaba teniendo lugar, mientras otra variedad de microbios convertía los desechos químicos y el agua en alimento. Era un ejemplo perfecto de la alucinante capacidad de adaptación de la vida. Estaban impresionadísimos, casi jubilosos. Habían encontrado un digno rival. Se escribieron doctos estudios, pero no se llegó a ninguna conclusión, es decir, no se halló la solución.

De hecho, el equipo japonés, un alegre grupo de empollones que vivían en su propia colonia de antiguas cabañas Quonset y modernas cúpulas geodésicas, seguía aún en la isla. El sargento conocía a la directora del proyecto, Kaiko Inoue, que venía a Beauville en jeep cada dos jueves para comprar alimentos y botellas de tamaño mini de whisky de importación. A los científicos japoneses les encantaba el whisky, para ellos era un fetiche mucho más importante que para cualquier escocés, sabían definir su procedencia y citar de memoria los componentes químicos de la turba ideal y las condiciones perfectas de embarrilado. Además, habían inventado una ceremonia especial de gran seriedad y formalidad para consumirlo. En una ocasión invitaron al sargento, que estuvo tres horas sentado sobre los talones observando, divertido al principio, impaciente después y sobrecogido al final, la precisión y elegancia de los movimientos de los oficiantes mientras el aroma del Talisker se elevaba y lo sumía en trance. El primer sorbo le supo a gloria y le hizo olvidar por completo sus doloridos músculos. Aquel vaso de whisky sin hielo ni agua fue el mejor de su vida. Inoue llevaba tiempo fabricando su propio whisky en la isla. Lo llamaba Island End Uisge Beathe y se lo bebería solo cuando Mancreu hubiera sido reducida a cenizas. Se sentaría con su padre, también xenobiólogo, en su casa de Osaka, romperían juntos el sello del primer barril, lo probarían y solo entonces sabría si había perdido el tiempo.

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