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Shola se había ido.

Al sargento le habría gustado quedarse con el niño a solas al terminar la ceremonia para dar un paseo y hablar con él de lo que había pasado, como haría con cualquier joven que hubiera entrado en combate y hubiera visto víctimas reales por primera vez. Sin embargo, la ocasión no se presentó porque Dirac y Beneseffe se los llevaron al local de Shola, que Tom había abierto en su honor esa tarde para que los asistentes al entierro pudieran pasar un rato juntos. Había limpiado el lugar y cepillado el suelo de madera en el que Shola había muerto para que no tuvieran que caminar sobre su sangre. Tom se subió en el tercer escalón para que los invitados lo vieran y les dio las gracias por venir, y después se quedó allí de forma que, cuando alguien levantara la vista esperando ver a Shola como siempre, se encontrara con su mirada y compartiera un instante con él, y el agujero que había en el mundo fuera conocido y reconocido por todos.

En un rincón estaba la doctora Inoue, que levantó su vaso, de whisky por supuesto, en señal de saludo y admiración. Su rostro expresaba toda clase de emociones. Estoy triste porque Shola haya muerto y sé que también tú lo estás. Me complace que sigas vivo y sé que intentaste con todas tus fuerzas que las cosas salieran de otra forma. Sé lo que hubieras deseado. Estoy aquí. Tú también. Y eso es lo que cuenta. Por supuesto, la arruga más leve y más suave de la comisura de sus labios decía: si lo necesitas, mi whisky es tu whisky. El sargento le devolvió la sonrisa, inclinó la cabeza como si recibiera una medalla y esperó a que se diera la vuelta. Cuando lo hizo, sintió que una carga se instalaba en su corazón, como si la doctora hubiera compartido el peso de la habitación con él durante un segundo.

Durante el velatorio, el sargento trató de llevarse al niño aparte, pero Dirac lo impidió y eso le hizo darse cuenta, tarde y con gratitud, de que el francés estaba adoptando el papel de sargento con ellos dos y también que él, Lester Ferris, acababa de estar en combate cuando en realidad lo habían retirado del frente por temor a que aún no estuviera preparado para volver a combatir, que además había perdido a un soldado y que quizá necesitara un poco de atención.

Dirac era su homólogo, pero había una diferencia entre ellos: era oficial, comandante de hecho, pero sabía hacer su trabajo. Era algo mayor que Lester y considerablemente más borrachín. Su título nominal era «enviado», lo cual significaba exactamente eso: lo habían enviado a Mancreu y allí se iba a quedar hasta que expiara sus pecados. Dirac era un antiguo miembro de la Legión Extranjera, entrenado en las junglas de Guayana y curtido en Mozambique y Argelia. Su piel era un correoso tegumento del color de un puro. Ostentaba el honor de haber recibido tres condecoraciones y haber sido degradado por el mismo incidente.

Ocurrió durante una sencilla misión de escolta en el Norte de África que, con una inevitabilidad que cualquier militar comprendería, se torció desde el principio. La misión política era contradictoria e hipócrita, lo cual está muy bien excepto cuando intentas convertirla en el fundamento de una intervención militar. Cuando se implica a militares profesionales es necesario tener claros los motivos. La lógica del conflicto armado no entiende de lecturas entre líneas. En política, la muerte aumenta progresivamente como resultado de la deuda y la mala calidad de la sanidad. En la guerra, en cambio, la muerte comienza cuando uno llega y continúa después de su marcha. La muerte no es un efecto secundario. Uno puede negarse a contar el número de bajas, pero aun así los cadáveres se amontonan y sus seres queridos no se olvidan de sus nombres ni de la forma en que han muerto.

De modo que allí estaba Dirac, en un campo de refugiados en el fondo de un valle perdido, y allí estaban los preciosos peces gordos a los que tenía que proteger, y allí estaban los desesperados y agotados médicos con los que venían a sacarse la foto, y allí estaba la prensa internacional. Allí estaban también los refugiados, a millares, cargando sus vidas enteras en un puñado de bolsas por el reseco curso del río. Huían en desbandada de un señor de la guerra llamado Gervaise y de su milicia, los Perros de Cristo Inmaculado, un puñado de fanáticos que habían visto lo sucedido en Ruanda y habían decidido que les gustaba. En el campo de refugiados había personal francés, suizo y estadounidense, así que estaban bajo el auspicio de Naciones Unidas y contaban con la protección de un pequeño contingente armado. Sin embargo, las Naciones Unidas no habían sido capaces de organizar a tiempo una fuerza de intervención adecuada porque una guerra terrestre en África contra un enemigo local no era algo en lo que las grandes potencias desearan implicarse. La misión de Dirac consistía en escoltar a los peces gordos hasta allí y traerlos de vuelta ilesos. Le habían proporcionado el armamento apropiado para ello: armas ligeras, nada de gran calibre y decididamente nada de apoyo aéreo. Era una misión humanitaria, término que en la actualidad significa por el amor de Dios, no hagas nada humanitario. Los Perros de Cristo Inmaculado leían los periódicos y se conocían el percal: matad a quien os dé la gana siempre y cuando os limitéis a los vuestros. El campamento no se tocaba, pero podían cazar a los refugiados que intentaban llegar a él.

Los Perros aparecieron cuando Dirac llevaba allí tres días. Eran unos cuantos cientos y tenían artillería móvil. Fueron cuidadosos. No apuntaron a las tiendas de campaña de la ONU. Tomaron posiciones en las montañas que rodeaban el valle y se dedicaron a machacar a la patética marea humana que circulaba por debajo. Era un espectáculo televisivo de primera, realmente ponía de manifiesto el problema. Todas las noches, mientras los peces gordos hacían sinceras declaraciones a la prensa, los Perros cañoneaban el valle y despedazaban a los refugiados.

Dirac no lo soportaba. Aquello era una vileza, una monstruosidad y una afrenta personal. Él era un hijo de la República, un hijo de la Legión Extranjera y en lo que a él concernía, en la Marsellesa tampoco había cabida para ese tipo de cosas. Aux armes, citoyens. «Esto es una mierda. Quiero hacer algo», le dijo a su comandante regional.

El comandante regional conocía sus obligaciones para con el aparato político. Era un militar sin experiencia de combate que aceptaba completamente lo que sus amos políticos llamaban la perspectiva general. No parecía factible que le concediera permiso para enfrentarse a los Perros.

«Menuda mierda», dijo Dirac.

Una hora más tarde, había proferido esa misma expresión muchas más veces salpimentándola con unos cuantos Je m’en fous, pero se le había ocurrido un plan. Reunió a los pocos chalados que tenía bajo su mando y les comunicó lo que se proponía hacer. Ellos le echaron un ojo al enloquecido plan y afirmaron que era perfecto, así que aquella misma noche, antes de que se corriera la voz o ellos mismos cambiaran de idea, se pusieron manos a la obra. Se desplegaron sigilosamente por los arroyos que desembocaban en el valle y capturaron los puestos de artillería uno a uno prácticamente en silencio. Aprovechando la oscuridad y usando las bayonetas, hacían prisioneros a medida que avanzaban. Por la mañana habían capturado a doscientos treinta miembros de los Perros de Cristo Inmaculado, así como ocho piezas de artillería ligera, catorce lanzamisiles y un montón de fusiles de asalto y armas cortas. Dirac condujo a Gervaise hasta el cruce de carreteras más próximo, donde lo obligó a desnudarse y lo azotó en el trasero con un arbusto de espino local y después le ordenó que cogiera a sus hombres y se fuera a tomar por saco. Por una desgraciada casualidad, el suceso llegó a oídos de la prensa antes de que sucediera, de modo que el mundo entero pudo ver en directo cómo al señor de la guerra más temido de la región lo azotaban en el culo hasta hacerle llorar.

Aquello suponía un flagrante incumplimiento de las órdenes por parte de Dirac y una muestra inexcusable de actitudes colonialistas modernas. El gobierno francés se disculpó con descomunal sinceridad ante todas las partes implicadas e incluso se ofreció a financiar la operación de cirugía plástica del trasero de Gervaise. El ofrecimiento brindó a la prensa internacional la oportunidad de volver a analizar en detalle los daños sufridos por Gervaise. Naciones Unidas abrió una investigación. «Apareció un hijoputa italiano de ojos grises al que era imposible ocultarle nada. Fue un infierno. Encontró a mis novias, mi cuenta en el bar… Me quedé completamente desnudo delante de un italiano», le contó Dirac. Lo llamaron al cuartel general, donde lo declararon persona non grata y lo entregaron al mando francés. Le soltaron una tremenda conferencia sin una pizca de ironía acerca de las tradiciones militares de Francia, mancilladas por su vergonzoso comportamiento, y le comunicaron que estaba degradado, sí, y que tenía suerte de no acabar de soldado raso. Después, le concedieron una medalla que combinaba muy bien con el Premio Panafricano de la Paz y la Medalla a la Justicia del Pueblo Alemán. Más o menos por entonces el puesto de Mancreu quedó libre y se le permitió recuperar su rango, siempre y cuando quedara claro que se ocuparía de los asuntos relacionados con la destrucción de la isla, tardase lo que tardase, que había sido un niño muy malo, y que nunca volvería a hacer algo semejante.

—Virgen santa, Lester —dijo Dirac primero en francés y luego en inglés para enfatizar. —¿Natillas en polvo? ¿De verdad?

El sargento asintió. Dirac repiqueteó con los manos sobre la mesa, ¡papapapapum!, y sonrió.

—La hostia. ¿Y te los cargaste a todos?

—Él se ocupó de uno. Con un cómic —dijo señalando al niño.

Dirac alzó las cejas un instante, pero cuando el sargento le hizo señas de que hablaba totalmente en serio levantó su vaso en un gesto galo de homenaje.

—Buen trabajo. Mejor imposible, ¿okey? Mejor imposible. Más vale que lo sepáis.

—Pero no fuimos leet —dijo el niño encogiéndose de hombros. Obviamente Dirac no sabía qué significaba leet y obviamente no necesitaba una traducción.

—No. No la jodáis ahora pensando que podíais haberlo hecho mejor. No hay mejor. Solo hay no morir —les echó una dura mirada de comandante a cada uno para asegurarse de que lo entendían. —No os estoy haciendo la pelota.

—Cuando se lucha contra el crimen hay que ser mejor —dijo el niño.

El sargento se había olvidado de esas palabras. Había dado por hecho que se debían a un estado de enajenación pasajero nacido de la muerte de Shola y de su propia supervivencia. Las dejó pasar sin reaccionar. Dirac, después de un momento, hizo lo mismo.

Con cierta vacilación, el niño se descolgó la mochila y sacó de ella el ejemplar enrollado y con las esquinas dobladas de Los Invisibles que había usado como arma y se lo dio a Dirac para que lo inspeccionara.

—Hum. Pas mal, —dijo. Se lo devolvió con un suspiro—. No se podía hacer más, amigo mío. Si el mundo fuera un lugar perfecto no habría guerras y yo me estaría tirando a Lauren Bacall.

—¿A la de 1944 o a la de ahora? —preguntó el niño, inmediatamente interesado.

—A las dos —replicó Dirac con absoluto convencimiento.

Por algún motivo, aquello era muy divertido, y precisamente porque no había motivo para que lo fuera, era aceptable que fuese divertido. Se echaron a reír y algunos rostros se volvieron a mirarlos, sorprendidos y después aliviados. Ah, sí, es verdad: La vida sigue. Si podemos llorar y despedirnos es porque estamos vivos.

Bebieron cerveza. Después, ante la insistencia de Dirac, entonaron una canción fúnebre de la Legión Extranjera que, según comprendió el sargento a pesar de su limitado dominio del francés, versaba sobre la salchicha de ternera y los defectos de los belgas: no habría salchicha para los belgas porque eran unos flojos. Había que beber un trago cada vez que se pronunciaba tan funesto juicio. El sargento así lo hizo, como estaba mandado, sabiendo que lo lamentaría y que lamentarse era parte del duelo. En un determinado momento perdió la cuenta de lo que bebía y se abstrajo de sí mismo. La parte sobria que le quedaba aún era capaz de pensar con claridad y de ver a través de sus ojos, pero no de coordinar el movimiento de sus miembros. Esa tarea se la encomendó a su percusionista loco interior, que interpretó The Liverpool Girl y How I Met Your Sisters con el acompañamiento al baile del resto de los invitados. Más tarde, la conversación decayó y la gente empezó a marcharse y finalmente Tom sacó algo de comida y té y acompañó a los asistentes que quedaban a la calle, donde les esperaba la noche cerrada. El sargento caminó hasta su casa bajo el frío nocturno ofreciendo al cielo infinito una versión de The Mountains of Mourne con un vaso de pinta y una cuchara. Afortunadamente, su percusionista interior tenía buen sentido de la orientación.

Sin embargo, al llegar al lugar donde la carretera se bifurcaba, el sargento se sorprendió a sí mismo. En lugar de tomar el camino de la derecha, que lo habría conducido directamente a casa y a la cama, optó por el de la izquierda, hacia la selva y el barrio de chabolas. El aire frío le calaba los músculos y reunificaba las distintas partes de su ser. Caminó a lo largo de una valla y de un arroyo, pasó por debajo de un seto y por encima de otro mientras dejaba de cantar y evaluaba la situación. Se sentía vacío y eso era bueno. Estaba recobrando el equilibrio. Se encontraba justo en el límite entre el sueño y la vigilia y estaba tranquilo y a la vez lleno de una inagotable energía. El deseo irrefrenable de ir en la dirección equivocada era aún irreprimible.

Cruzó un jardín. La colada estaba tendida y estuvo a punto de enredarse en unos enormes pololos. Las perneras con volantes intentaron atraparle las piernas como un monstruo marino, pero se deshizo de ellas con movimientos de perro escarbando en el suelo. Después atravesó un arbusto lleno de espinas, bajó por una vereda y finalmente sintió que estaba cerca de su destino. La carretera se convirtió en un camino y la oscuridad de la selva baja se abrió ante sus ojos. El asfalto bajo sus pies se convirtió en tierra. Polvo. Hierba. Una elegante verja de hierro. Le resultaba familiar, por supuesto, pero no tenía ni idea de qué hacía allí. La franqueó. Había una luna enorme y plateada que llenaba el cielo. Se sentó.

Cuando se despertó estaba helado, y se dio cuenta de que se encontraba en el cementerio donde habían enterrado a Shola y que había venido a despedirse de él una vez más, a disculparse. Sabía que había perdido a otro amigo y que no tenía tantos como para andar regalándolos. Metió la cabeza entre las manos y emitió un ruido que expresaba una tristeza muda que carecía del sello del luto apropiado. Buscó la tumba de Shola con la idea de desenterrarlo, de despertarlo incluso a esas horas de la noche y llevarlo a un hospital como Dios manda, donde le trataran las heridas adecuadamente. No. A un hospital no. ¡La Flota! La Flota le ayudaría. Seguro que tenían todo lo necesario, las máquinas nuevas más imposibles, máquinas que le bombearan sangre, máquinas, máquinas, máquinas. Le implantarían un pulmón nuevo, un corazón nuevo, una columna vertebral nueva, cultivarían huesos nuevos o se los robarían a alguien. Podían hacer lo que quisieran. Todo lo que quisieran.

De pronto lo rodeó una fragancia extraña y espesa. Cálida pero no desagradable. Olía a hojas, a corteza y, sí, a sudor. Un olor animal. Un perro del barrio, pensó, y esperó a sentir el hocico húmedo en la oreja. Sería agradable. Un poco de compañía. Los perros eran buena compañía. No tenían memoria, vivían en una especie de presente eterno. Un perro feliz era feliz casi todo el tiempo, y compartía su felicidad con cualquiera, lo cual le venía muy bien en aquel momento.

El hocico no llegaba. El perro le dio una suave embestida en la espalda. Un perro grande, o uno pequeño de pie sobre las patas traseras. Un suspiro del animal sacudió el silencio de la noche. Se preguntó si sus propios suspiros sonaban tan alto, si habría despertado a alguien. Sintió que un perro con tantas agallas se merecía un abrazo.

Se dio la vuelta y descubrió un enorme rostro con forma de plato y ojos grandes y brillantes. No eran verdes ni amarillos, sino de un ardiente color platino. El aire olía a carne y a almizcle.

El tigre pestañeó. Era enorme. Se suponía que los tigres eran más pequeños. También que eran huidizos. Quizá se sintiera solo. La cabeza del tigre estaba al mismo nivel que la del sargento y era bastante más grande. Pesaba al menos trescientos kilos. El sargento había formado parte de pelotones de cuatro hombres que no pesaban tanto.

Lo observó ni agresivo ni inquieto, simplemente inescrutable. Lo husmeó y el sargento volvió a sentir su esencia, más intensa esta vez. Saliva caliente y pelaje. Estornudó y le llenó el pecho de mocos de tigre. El sargento no movió ni un pelo. El tigre pareció un poco avergonzado. Le embistió suavemente de nuevo.

No era un perro, pero parecía querer conocerle, así que extendió muy lentamente el brazo izquierdo (por si se lo arrancaba de un mordisco). El tigre se apartó de un brinco, lo olfateó y concluyó que no tenía nada que objetar. Permitió que lo acariciara. Tenía la piel espesa y oscura, aceitosa. El sargento se preguntó si debía rascarle. A los gatos les gustaba. Al de su madre al menos. De todas formas, el tigre ya había tomado la iniciativa y le empujaba la mano hacia arriba con la cabeza. Se la rascó. El tigre cerró los ojos e hizo un ruido que sonaba como una avalancha lejana. Ronroneo, supuso el sargento, aunque en realidad era una palabra algo absurda para definir un sonido tan grave que era casi inaudible.

Transcurrió un rato. Se le durmió el brazo y lo cambió por el derecho. Después se le durmió el derecho y rascó más despacio hasta que se detuvo. El tigre resopló con despecho y él se encogió de hombros. El tigre lo observó, aceptó su decisión y se marchó. El sargento se acordó del niño por un instante: fin de la conversación. Hasta la próxima. El animal dio una vuelta lentamente alrededor del cementerio y el sargento pensó que quizá celebrara una especie de ritual ante la tumba de Shola, una especie de profecía, pero no lo hizo y el sargento se alegró indirectamente. Entonces cerró los ojos un momento sin querer y cuando los abrió ya no estaba. Se puso en pie para llamarlo, pero no lo hizo. No sabía qué decirle. Se dio cuenta de que, de alguna forma, esperaba su aprobación.

Avanzó un par de pasos, quería verlo una vez más entre los árboles.

5. ZOMG

La mañana fue dura porque tenía cosas que hacer, cosas que no podían esperar por muy enfermo que estuviera. Levantarse no fue agradable. Desayunó un poco de sopa y deseó no haberlo hecho. Le daba vueltas en el estómago como si fuera una bolsa de plástico vacía. Sabía que era mejor no añadirle pan. Se empaparía y le haría sentirse hinchado y abotargado.

Era un día tenazmente ordinario. El mundo natural no reparaba en las desgracias humanas y seguía a lo suyo sin remordimientos. Había personas que se consolaban con ello, con la continuidad de un ciclo superior, pero el sargento no era una de ellas. La muerte era algo malo y punto. No era un consuelo ni una liberación ni una victoria y no había más alegría en un ser humano que se convertía en alimento para los gusanos que en un pollo que se convertía en alimento para el ser humano.

Esperó que se calmara el efecto de la sopa y se obligó a salir a correr. Corrió hasta que se le pasó el terrible dolor de cabeza, se calmó la sensación de tener las piernas de mantequilla y los venenos que inundaban su cuerpo se disiparon a través de la piel. Apestaba. Se preguntó si el sudor tóxico que caía desde su cuerpo a la carretera era muy diferente del cóctel de lodo y sustancias extrañas que burbujeaba en el subsuelo de la isla. Metabolitos alcohólicos, escamas de piel, sal y agua filtrándose a través de las capas terrestres hasta el misterioso crisol subterráneo. En la ducha llegó a la conclusión de que ese pensamiento era terriblemente alarmante. Estaba permitiendo que pequeñas partículas de su cuerpo fueran absorbidas por las substancias que hervían debajo de sus pies y se fundieran con algo que entrañaba tal peligro que la única solución era la destrucción total de la isla, una aniquilación tan absoluta que se llevaría por delante la roca y el mar. Le vino una arcada, pero no llegó a vomitar. Se recetó dos ibuprofenos del botiquín y se los tragó con agua y una botella de solución electrolítica indicada para casos de diarrea grave. Finalmente se tomó también un complejo multivitamínico y una galleta para asentar el estómago. Era una mezcla repugnante, pero funcionaría.

Se vistió y se metió en el coche. Tenía detenidos con los que hablar. Kershaw se los estaba guardando.

La cárcel de Beauville era un antiguo edificio victoriano cuadrado y de color rojizo, con ventanas estrechas enrejadas y un alto muro exterior, requisado por NatProMan para albergar a su ejército de empleados, por lo que estaba a rebosar de personal administrativo, soldados y una considerable cantidad de armas. Los escasos criminales peligrosos habían sido transferidos a países escandinavos, donde el índice de criminalidad era tan escandalosamente bajo que el sector de gestión de centros penitenciarios tenía serias dificultades para mantenerse a flote. Dinamarca importaba criminales desde 2011.

Se daba por hecho que la isla no sobreviviría tanto tiempo como para que la falta de prisión supusiera un problema. Pero resultó que sí lo era, así que cinco meses después de su llegada, el sargento convenció a Kershaw para habilitar un viejo edificio de madera vacío que había sido una planta de procesamiento de pescado. La cárcel no cumplía los estándares modernos de seguridad, pero las cámaras refrigeradoras eran lo suficientemente grandes para servir de celdas y se podían cerrar con llave. Un equipo de ingenieros abrió respiraderos en las paredes y desconectó el sistema de refrigeración. Hasta el día anterior solo había albergado a unos cuantos matones irredentos y a un viejo exhibicionista.

El niño lo esperaba sentado en un murete junto a su mochila. Se puso en pie y cruzó la acera de piedra resquebrajada hacia él con tal aire de formalidad que el sargento lo vio por un instante vestido con peluca y toga de abogado y leyendo la acusación desde su metro y medio de altura o incluso dictando sentencia. Había cogido la mochila por las correas con la mano izquierda y parecía que llevaba un maletín.

El sargento sabía que aquello iba a suceder, que el niño desearía inevitablemente enfrentarse a los asesinos de Shola o al menos enfrentarse al hecho tangible de su existencia. No se lo negaría. Quizá debiera, pero desde su punto de vista no era justo, no tenía sentido para él ni, estaba seguro, para el niño afirmar que el asunto era demasiado serio una vez que había pasado el peligro. Quizá hubiera sido posible hacerlo antes de que la sangre de Shola le salpicara el rostro. Pero no después.

Los asesinos estaban separados e incomunicados. Se les había proporcionado agua, comida y atención médica básica. En opinión del sargento, el día anterior hubiera sido el más indicado para hablar con ellos, pero tendría que conformarse. Además, el niño sería una novedad añadida, un factor desequilibrante. Quizá creyeran que era hijo de Shola.

Lo cual planteaba la duda de si lo sería. El sargento descartó ese pensamiento.

—Vas a entrar conmigo, pero no hables y haz lo que yo te diga, ¿de acuerdo? —dijo el sargento.

El niño asintió. Sus labios articularon unas palabras sin sonido. El sargento le puso los brazos en cruz con decisión y lo cacheó. Ni navaja. Ni cuchilla de afeitar. Ni bomba ni pistola. Ni ampolla de gas venenoso o gérmenes escamoteada de un almacén de la Flota a cambio de algún producto de contrabando especialmente valioso.

—Lo siento —dijo el sargento.

—No —respondió el niño. —Tienes toda la razón. Me cargaría a esos badmashes en menos que canta un gallo. Por Shola, no lo dudaría un segundo.

El sargento asintió. —Lo sé.

—Da igual —gruñó el niño—. Las emociones para luego. De momento, Voight-Kampf ftw.

Con tan sorprendente grito de guerra, el niño se dio la vuelta y entró en el edificio.

Un marine canadiense con distintivos de NatProMan los guió con cortesía informal. El sargento se preguntó cómo se sentirían unos tipos duros de Mancreu al ser conducidos por aquellos pasillos antisépticos. Apestaba a fenoles. Cuando era niño, aquel olor significaba pastillas contra la tos, azucaradas y con sabor a grosella. Un invierno cogió una fuerte gripe, ardiente y horrorosa, y nadie se dio cuenta hasta que se desmayó en el felpudo de su casa. Mientras volvía a pie del colegio se tomó media docena seguida de pastillas contra la tos. La boca se le inflamó y exigía más y más pastillas para mitigar las náuseas y la confusión. La ciudad iba y venía ante sus ojos, lluviosa y gris y roja de luces de freno y después negra. Llevaba un walkman sujeto al cinturón: era del tamaño de un ladrillo con unos auriculares frágiles. Música copiada de un LP de su madre, de su padre, de un amigo. Cualquier cosa con tal de que acallara el mundo mientras caminaba con el abrigo empapado y la fiebre asándolo dentro de la ropa.

El niño se estremeció. El sargento le puso la mano en la frente. Estaba fría.

—¿Señor? —dijo el marine.

—Soy sargento —respondió automáticamente—. Hay que ganarse la vida.

—Sí, sargento —repitió el marine, y cualquier pregunta que se hubiera estado haciendo mentalmente desapareció. El sargento esperó. El marine también, aunque no sin una buena dosis de confusión.

Cuando llevaban un rato esperando junto a la puerta el sargento recordó que no hacía falta esperar. Hasta aquel momento, en su vida profesional cuando visitaba a prisioneros siempre le daban una especie de discurso. El encargado del centro de detención le hacía alguna que otra advertencia sobre preguntas adecuadas e inadecuadas y sobre los límites de la conducta legal. En Mancreu no era así. Allí, cada cual hacía lo que quería mientras tuviera el mando. De eso se trataba. Podía matar a aquellos hombres. Quizá Jed Kershaw se enfadara, pero posiblemente no. Nadie le pondría muchos reparos, pero incluso si alguien lo hacía, no había un código penal para juzgarle. En la isla la gente se mantenía dentro de los límites por pura costumbre; se respetaba la propiedad privada, al prójimo y la decencia porque esas cosas eran importantes. Por lo demás, no había más restricciones que las que cada cual se impusiera. El sargento se preguntaba si los detenidos, que estaban al corriente de la situación, habrían llegado a alguna conclusión aterradora a la vista de las baldosas de matadero y los desagües en el suelo.

El niño le hizo un gesto con la cabeza y entraron en la primera celda.

En el interior había un campesino de rostro ancho. Se pavoneaba abiertamente de sus esposas.

El sargento le hizo la primera pregunta. El tipo asintió como si fuera una celebridad y sonrió. Los americanos le habían pagado para liquidar al camarero y a las putas. Sí. Millones de dólares en una cuenta suiza. Cientos de millones. Pronto estaría en la calle.

El sargento le preguntó quién iba a sacarlo de allí.

El hombre dijo que el presidente. El de Estados Unidos. Por medio de una orden directa pero, por supuesto, encubierta. De todas formas, así era como iban a ser las cosas.

El sargento preguntó qué pasaría después.

El tipo respondió que se compraría un helicóptero y un rascacielos y se iría a vivir a Suiza. Tendría un casoplón en la playa, lo había visto en fotos. Si el sargento quería un empleo, no tenía más que solicitarlo. Daba el perfil. Era de fiar y no era ambicioso.

El niño intervino en la conversación para puntualizar que Suiza no era famosa precisamente por sus costas.

El tipo dio un respingo y por un momento pareció consternado. Estiró la boca como si fuera a vomitar. Después se estremeció y giró la cabeza alrededor del cuello con un crujido de huesos y tendones. Suspiró y movió el índice. Dijo que los niños eran un tormento, que no sabían nada y que lo mejor sería que lo sacara de allí para hablar entre hombres y discutir los detalles de su próximo puesto de trabajo.

Pasaron a la segunda celda. Su ocupante parecía un tipo apocado, así que el sargento lo interrogó con tranquilidad. Así lo recomendaban en las clases a las que había asistido. Era una adaptación de una técnica llamada entrevista cinética. Uno se dejaba guiar por el sujeto. Si había suerte, funcionaba. Según el detective Burroughs, normalmente no la había.

El detenido dijo que era pastor. Le habían ofrecido dinero por conducir el coche, pero en el último momento le dijeron que él también entraba. Lo obligaron. Sí, llevaba un arma. Todos llevaban armas. Disparó pero al techo, porque de lo contrario no le habrían pagado y tenía miedo de que le metieran un tiro si no lo hacía. No estaba seguro de que no se lo hubieran metido de todas formas. Lamentaba lo que habían hecho los otros. Mucho. Lamentaría la muerte del camarero y las chicas durante toda su vida.

Quizá estuviera diciendo la verdad. Pero también podía estar mintiendo. No había manera de saberlo. El sargento intuía que era una trola.

La siguiente celda era ligeramente distinta. Más estrecha, más sofocante. Consecuentemente, más oscura. El detenido estaba tumbado en la cama y no se levantó. Sus heridas no eran de gravedad. Tenía una expresión de distante indiferencia en el rostro. Los miró un segundo, se sobresaltó al ver al niño y después pareció aceptar lo inevitable de su presencia y se dio la vuelta. El sargento no sabía si en señal de desesperación o de desprecio.

—No sé nada —murmuró de cara a la pared. No cambiaría de postura a no ser que se le obligara a la fuerza.

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