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—Tienes que venir, Lester ¡Tienes que venir! Lloraremos por la isla, pero también bailaremos el Funky Chicken —decía Inoue haciéndole una demostración del baile para regocijo suyo y absoluta perplejidad de sus empleados. El sargento no siempre se sentía cómodo con los científicos, pero Inoue era diferente. Era una mujer alegre y elegante que le reconciliaba consigo mismo y que de vez en cuando se pintaba las uñas de color chicle.

Veintidós semanas después de su informe inicial, la isla eructó otra Nube que una borrasca extemporánea se llevó hacia el este. En las Maldivas hubo dos mil personas afectadas por una plaga de ceguera temporal que además les tiñó la piel de color verde clorofila. El dictamen de los gobiernos fue unánime. Había que sanear la sima. Evidentemente, comunicaron a los ávidos periodistas durante la rueda de prensa, el asunto no estaba exento de peligros. Si los microbios simbióticos se extendían por los océanos, podía suceder que la Tierra dejara de ser un lugar apto para la vida humana. Por otra parte, también podía suceder que de las tripas de Mancreu surgiera algo que se alimentara de plástico, silicio o petróleo, lo cual supondría el fin de la civilización industrial. El hecho de que el volcán llevara unos cuantos meses en calma bien podía indicar que la siguiente Nube estaba próxima.

Se formuló una clasificación de crisis para la ocasión. Mancreu se convirtió en la primera Zona de Intervención y Sacrificio de la onu-oms de la historia, es decir que el grado de polución había alcanzado niveles tan catastróficos que la isla debía ser sacrificada por el fuego. En reconocimiento a la población y a su rico patrimonio cultural, la ejecución se pospuso a la espera de una evaluación final. Mientras tanto, Mancreu se convirtió en una especie de Casablanca, un lugar que, en virtud de la sentencia de muerte, se regía por un sistema legal incierto, un lugar expropiado de soberanía por dictamen internacional, que se había entregado alegremente a su destino y que sin embargo aún seguía en pie sin que nadie lo reclamara oficialmente.

Entonces arribó la Flota Negra y el proceso de esterilización quedó en suspenso.

La isla estaba tan en suspenso como el propio sargento, que llegó poco después y debía haber vuelto a casa ya hacía tiempo. No tenía prisa. En la noche de Brighton House, oía el crecimiento de los tomates al otro lado de las cristaleras. Entre las plantas merodeaba un animal, posiblemente un gato salvaje. Observó la luna recorriendo el firmamento y se dio cuenta de que el frío le calaba los huesos. Tenía los pies y las piernas heladas, y la nariz también. Sintió un breve y ligero temblor bajo los pies, como si la isla fuera un perro soñando con conejos. Las ventanas vibraron unos segundos y volvió la calma. Tres en la escala de Richter como mucho.

De pronto, deseó estar de vuelta entre las sábanas y cuando se acostó, el colchón era de alguna manera la solución perfecta.

2. Sueños

A la mañana siguiente había direcciones y horas escritas con tiza blanca en los postes de teléfono. El sargento arrugó el gesto mientras miraba por la ventanilla. Se preguntaba a quién corresponderían. Sin duda, a familias de Beauville. Granjeros que se rendían. Gente a la que saludaba. Personas a las que había ayudado o con las que se había emborrachado. Niños a los que había levantado del suelo con arañazos en las rodillas. Seguramente también unos cuantos adultos a los que en alguna ocasión había arrestado y a los que se alegraría de ver marchar, aunque sobre todo la inevitable desbandada se llevaba a los honrados y dejaba a los indiferentes y a los irresponsables, a los muy buenos y a los muy malos. Se preguntaba si tendría que ejercer de policía más y más según pasara el tiempo, si su vida en Mancreu sería cada vez más ajetreada y desagradable a medida que se aproximaba el desenlace. ¿Y cuándo sucedería? Ya llevaba allí más tiempo de lo que cualquiera hubiera considerado posible. Si Mancreu era un evento de destrucción potencial, según la denominación del Consejo de Seguridad de la onu, la humanidad no estaba haciendo gran cosa por evitarlo.

En el fondo, sí había cosas que él podía hacer. Podía ser el modesto pero necesario rostro de la ley entre la playa y las montañas. Incluso tenía cierta formación en materia de investigación gracias a un curso de orden público y detección de seis días impartido por el Cuerpo de Policía Metropolitana al que había asistido antes de que lo destinaran a Basora. Fue intenso y deprimente porque profesores y estudiantes sabían que el asunto de Iraq estaba muerto desde el principio y que cosas como aquel curso no eran más que promesas banales de una sociedad civil que las potencias invasoras ni querían ni sabían imponer. Sin embargo, para Mancreu era más que suficiente. La mayoría de los casos a los que se había enfrentado eran tan sencillos que, si no se resolvían simplemente haciendo acto de presencia, bastaba con un poco de astucia y trabajo de campo para obtener resultados. Había descubierto que se le daba bien hacer preguntas. Seguía al pie de la letra el consejo final de su instructor, el inspector Burroughs:

—Analiza los hechos lo mejor que puedas, pero después todo es cuestión de meterse en la piel de los demás —le dijo Burroughs en un breve momento de tranquilidad. —Si te quedas quieto en medio del río el tiempo suficiente, acabas con los bolsillos llenos de peces y la gente te toma por un genio.

Desde su llegada a la isla había resuelto unos cuantos robos y agresiones sencillas, un caso de asesinato en defensa propia, aunque eso no estaba nada claro al principio, y un montón de disputas menores que correspondían más a las competencias de un juez que a las de un policía. El único caso irresoluble había sido un allanamiento en el Centro de Xenobiología en el que los ladrones solo se habían llevado el cuaderno de notas de la doctora Inoue y una selección de adornos de ordenador baratos traídos de Japón. En principio supuso que el móvil sería periodístico, pero dado que no se había producido escándalo científico, llegó a la conclusión de que el autor habría sido un vagabundo en busca de comida. Según la doctora Inoue, el cuaderno solo contenía un borrador sin importancia que guardaba en el escritorio. El sargento imaginó las hojas llenas de gráficos metidas en el forro de un abrigo andrajoso para proteger a su dueño del viento del sur. En cuanto a los adornos… No se lo explicaba. Seguramente se trataba de un delito sin premeditación, lo cual en jerga policial quería decir que nadie tenía ni puñetera idea. Burroughs habría movido levemente la cabeza y habría dicho «Lester, si alguna vez te ves echándole la culpa a un vagabundo porque el delito no tiene lógica y, como es bien sabido, los vagabundos están locos, tus conclusiones no valen un pimiento».

El cuello le daba punzadas. Se había despertado con un tirón en los hombros y aún le rondaban por la cabeza los desagradables sueños de la noche anterior. Alguien le había dicho una vez que lo mejor para olvidar los sueños era moverse. Para recordarlos, en cambio, es necesario hacer un esfuerzo de memoria consciente por rescatar cada imagen del sueño justo después de despertar, antes incluso de sentarse en la cama.

Evidentemente, él estaba programado de manera distinta, o quizá se había demorado entre las sábanas un momento de más antes de apoyar los pies en la alfombrilla que había junto a la cama, porque lo recordaba con claridad, casi se diría que con insistencia.

Había soñado que abrazaba a su mujer. Era dolorosamente dulce. Ella era alta y fuerte y olía a Londres bajo la lluvia de verano, a té con leche y bollitos con mermelada en Cornualles y a la pintura al óleo del estudio de su tío. El pelo le cubría la cara y por algún motivo él nunca pronunciaba su nombre, aunque lo conocía, estaba seguro.

Bailaban. A él no le atraían los bailes modernos. Se lo había confesado al principio de su matrimonio y habían decidido aprender bailes de salón. Les gustaba y eran muy buenos; bailaban el vals como lo bailan los militares y sus esposas, flotando sobre la madera clara de un salón de espejos en el piso superior de un restaurante francés de King’s Cross.

Las cosas se torcían antes del fin de la canción. De pronto, se veía tristemente obligado a informar a su esposa de su propia muerte. Era un fantasma, su cuerpo se enfriaba en algún lugar remoto. No sabía si era un milagro o una terrible crueldad, pero su espíritu se había encarnado solo para hablar con ella.

—Estoy en la otra orilla. He venido a decírtelo. Todo irá bien. Ya lo verás. Cuida a los niños y no dudes en dar el paso cuando estés preparada, no te demores por mí. Haz lo que tengas que hacer, eso me hará feliz y recuerda que te estaré esperando. —No se podía creer que le estuviera soltando la retahíla de eufemismos y tópicos que siempre había despreciado. La otra orilla, pasar a mejor vida, dejar este mundo. Menuda mierda. La palabra correcta era muerto y jamás había significado nada bueno para nadie.

Su mujer contraía el rostro y empezaba a llorar de manera sobrecogedora, con profundos sollozos de una desesperación absoluta que él no sabía consolar, porque incluso el remedio del abrazo, el beso en la frente y el suave balanceo que hasta entonces siempre había funcionado, lo empeoraba todo porque era la última vez para siempre y él estaba muerto y en un instante se desvanecería y la dejaría sola. La perspectiva de su propia muerte nunca le había producido especial tristeza. Temor, por supuesto. Pero el horror de su esposa despertaba el suyo propio y se reprochaba haberla hecho llorar, y no podía hacer nada por remediarlo.

—No puedes hacerme esto —decía ella—. Por favor. —Y entonces desaparecía, o él desaparecía y solo quedaba el recuerdo de su llanto.

Al despertar recordó que era soltero. Sintió un inmenso alivio seguido de una espantosa sensación de soledad que cubrió el mundo con un velo negro.

Subió la cortina y se vistió automáticamente mirando la cama y preguntándose cómo habían cabido los dos en ella.

Dio un par de vueltas por la casa. En la sala de comunicaciones había faxes nuevos. Los primeros no eran para él, aunque su nombre figuraba en la lista de destinatarios. Los metió en el archivo sin apenas leer una palabra. La mayoría hablaban de cosas que no necesitaba saber y los pocos que contenían información relevante eran sobre los barcos atracados en la Bahía de las Manos en Copa. Teóricamente era su deber prestar atención al contenido de esos faxes, pero le habían dado a entender que en la práctica le iría mejor si no lo hacía. Estaban redactados en tono jurídico e indirecto y versaban acerca de los argumentos y disposiciones en virtud de los cuales distintos intereses internacionales, incluyendo NatProMan y sus aliados, utilizaban la situación de alegalidad en que se encontraban las aguas de Mancreu para llevar a cabo actividades que de otra forma no podrían realizar, y del mantenimiento de tan conveniente situación frente a ciertas peligrosas tendencias judiciales de responsabilidad y jurisdicción.

—¿Qué tal soporta la cháchara y las falacias? —le preguntó el cónsul.

—Regular, señor.

—Igual que yo. Entonces archive este tipo de mensajes directamente en la papelera. O archívelos como Dios manda si así lo prefiere, pero no los lea. Si lo hace sentirá la tentación de enviar una respuesta inteligente y se meterá en un lío interminable.

En un alarde de osadía, el sargento preguntó a su mentor si en alguna ocasión había hecho algo así. El cónsul suspiró y miró hacia otra parte.

—No —respondió.

Entre los mensajes entrantes de aquella mañana había una atribulada solicitud de la oficina de Saná.

attn: Cónsul Provisional Ferris

x: fco Yemen (Simon, Departamento de Suministros)

Re: logística

Lester, ¿le importaría comprobar si en la armería hay una pequeña remesa de café? Estamos haciendo la contabilidad y al parecer se la hemos enviado, pero no figura en ninguna parte. Es posible que se haya colado por error en el envío de las nuevas máscaras antidisturbios.

El café no estaba en la armería de Brighton House. El sargento abrió la puerta de seguridad de última generación, que zumbaba y susurraba como si hablara consigo misma, y lo comprobó. Miró por aquí y por allá y se quedó maravillado como siempre ante los juguetes demenciales y peligrosos que le habían dejado para jugar. Con lo que había en una sola de las paredes se podía empezar una pequeña guerra, pero claro, la isla era una anomalía y había que estar preparado para cualquier eventualidad, suponía él. Al final encontró el café en la cabaña vacía del jardinero, inventariado como fertilizante. Tras un instante de introspección respondió al fax con una negativa, sin mencionar el destino real del paquete. No le habían preguntado por la cabaña del jardinero sino por la armería. Colocó el café en la despensa. El niño lo bebía por las mañanas cuando pasaba la noche en el sofá. No había quien lo aguantara durante unas cuantas horas, pero si no se lo tomaba se ponía peor.

En la bandeja de entrada había también una serie de mensajes relacionados con asuntos policiales reenviados por Beneseffe, el comandante del puerto.

—Perro perdido. El sargento supuso que el asunto se solucionaría solo, pero según Beneseffe la dueña del animal estaba muy triste e insistía en que acudiera. Tampoco pasaba nada por ir a visitarla.

—Mujer fantasma que corre medio desnuda por el barrio de chabolas, se baña en un depósito de agua y asusta a los niños. Se estaba convirtiendo en una habitual, pero parecía inofensiva e incluso tenía unos cuantos fans. El hecho de que fuera una fantasma hermosa ayudaba, y a veces incluso dejaba extraños regalos. Era un caso abierto que quizá no fuera buena idea resolver.

—Atraco en el bar y cine Bonne Viveuse de Beauville. Habría que preguntar por ahí. No se habían llevado gran cosa y el informe policial era más bien pobre. Si lo interrogaba a fondo, el hombre seguramente terminaría por confesar que lo había timado una prostituta. De todas formas, había que echarle un ojo por si el asunto era lo que parecía.

Después, enviado directamente por Beneseffe:

—Robo de pescado en el puerto. En principio una trivialidad, pero el pescado era una mercancía cara y si las tripulaciones de los barcos estaban implicadas, la cosa podía ponerse fea.

Ya tenía la agenda del día completa. Encontrar el pescado. Mantener los ojos abiertos por si aparecía el pobre perro perdido o la fantasma en paños menores. Darle tiempo a la víctima del atraco para que decidiera si realmente le habían robado o solo le habían cobrado los servicios recibidos. Además, también tenía que hacer su verdadero trabajo, recorrer su ruta para que lo viera la gente, pasarse por la oficina de Jed Kershaw y enterarse de los cotilleos y asegurarse de que no sucedía nada serio, nada de lo que tuviera que estar realmente al tanto. Por supuesto, en algún momento se cruzaría con el niño, pero antes pensaba acercarse a hacerle una visita a la Bruja.

Se recordó que no era una bruja de verdad. Era una doctora. Pero la había conocido como «la Bruja» y se le había quedado el mote en la cabeza.

Durante su primer verano en Brighton House los tomates se desmadraron. Cuando se dio cuenta de que las fuerzas enemigas habían conquistado la terraza cubierta, se quitó la camisa, se protegió las manos con unos trapos y se enfrentó a ellas armado de una hoz y unas tijeras de podar. El ejército enemigo era débil y no estaba alerta, así que fue derrotado. El armamento superior produjo un excelente efecto de multiplicación de fuerzas y además el sargento tenía un plan y un objetivo y las tomateras no estaban muy versadas en el arte de la guerra. Limpió la habitación sin dificultad y después se sentó entre los cuerpos de los caídos. Se sacó una foto con el pie sobre una enorme pila de tomates para enviársela a su hermana. Ella le recomendó que hiciera mermelada con los Brandywine. El fax salió de la máquina con el texto alargado, las letras medían casi cinco centímetros de alto y apenas unos milímetros de ancho, así que eran ilegibles. Parecían reflejadas en un espejo de feria.

La campaña de la terraza fue un éxito, pero solo reveló la magnitud del problema. A través de las grietas de los cristales vio una jungla que se extendía más allá de la bóveda de tomates rajados. Esperaba un Amazonas de verdor, pero todo era negrura. Alumbró con una linterna y observó que la masa vegetal era casi compacta, los gruesos troncos se enredaban unos con otros como intestinos. El jardín era una enorme maraña de tomateras.

Abrió la puerta y atacó con la hoz a la planta más cercana. El tallo gomoso se resistía, así que casi tuvo que serrarlo y estuvo a punto de cortarse la pierna con la punta de la herramienta. Con considerable esfuerzo, abrió hueco para mantenerse en pie entre las plantas y empezó a trabajar; de pronto estaba gritando y repartiendo hachazos a diestro y siniestro a aquel repugnante cepo de materia orgánica. Era un torbellino, una sierra viviente. Golpeaba y golpeaba y golpeaba y sentía cómo la jungla se deshacía a sus pies. Trabajó más allá del agotamiento, con una energía que no había sentido en años. Se afanó y soltó tacos y sonrió y lloró y, sobre todo, luchó. No dejó de moverse, lanzando a los lados secciones de plantas segadas, hasta que la ira que llevaba dentro se calmó y se quedó quieto, preguntándose con cierta incomodidad de dónde había salido. No era una persona colérica. Nunca se había peleado en un bar ni, se le pusieron los pelos de punta solo de pensarlo, eso era lo peor que podía hacer un hombre, había maltratado a una mujer. No tenía mal carácter. No hasta aquel momento. Y, sin embargo, allí estaba, a solas en un jardín librando una guerra de exterminio contra un campo de tomates. Menuda pérdida de tiempo. El pensamiento le hizo detenerse sorprendido: Porque segar plantas era perder el tiempo, pero segar vidas no.

Le dolía la espalda y se había contracturado los hombros. Se miró las manos. Despellejadas y llenas de sangre, con los nudillos surcados de cortes. Después, levantó la vista para ver la desolación que su ira había causado. Esperaba que no fuera demasiada. Tuvo que mirar a su alrededor dos veces para asegurarse de que no se había perdido en la neblina de la jardinería militar. Sin embargo, era cierto.

Estaba a metro y medio de la puerta. Llevaba prácticamente el día entero trabajando y no se había adentrado en la fronda ni siquiera la altura de su cuerpo en línea recta. Se quedó pasmado ante el vasto campo de tomates. Habría que traer allí a los responsables de la planificación militar para que aprendieran lo que es una insurgencia.

Durante la noche se le hincharon las manos, por la mañana las tenía enrojecidas e irritadas y, cuando intentó lavárselas, el agua tibia parecía fuego y le hizo gritar. No podía ni usar la radio debido a la hinchazón de los dedos, así que se fue andando hasta Beauville y le enseñó las manos al niño. Se le pusieron los ojos como platos. Lo cogió de las muñecas y giró suavemente los dos bloques inflamados y enrojecidos. Se descolgó la mochila, sacó de ella una vieja navaja suiza y abrió la lupa. Observó los cortes y arañazos y se los mostró a través de la lente. Tenía las manos a jirones, como si se las hubiera quemado con unas cuerdas diminutas. De una de las pequeñas grietas salía una gota de plasma transparente con un coágulo de células en su interior. El niño suspiró como un hermano mayor.

—Tomates —dijo—. ¿Has estado cortando tomates con las manos?

—Sí.

—La próxima vez, con granadas de mano —dijo el niño imitando el gesto de lanzar una—. ¡Boom! Fritos instantáneamente. —Suspiró de nuevo, se sacó un frasquito del bolsillo y le aplicó una diminuta gota de crema con la punta del meñique. Un alivio tan inmediato que casi dolía lo puso en éxtasis. Soltó un gemido.

—¿Mejor? —Preguntó el niño.

—¡Sí! ¿Dónde puedo conseguir más?

El niño le administró un poco más de bálsamo. Parecía preocupado.

—Mejor vamos a ver a la Bruja.

—¿Qué bruja?

—Es una bruja buena. Americana. Johns Hopkins. Es una escuela muy buena.

De acuerdo con la cosmovisión de Mancreu, los americanos eran gente que se levantaba temprano y corría cinco kilómetros antes del desayuno y te animaba a que te esforzases por mejorar. Parecían creer que la proporción justa de Nike, barritas de cereales y trabajo duro podían hacer millonaria a cualquier persona, en cualquier lugar del mundo. Por supuesto, también estaban los americanos del lado oscuro, aquellos en los que tanta virtud y tanto entusiasmo encontraban su contrapartida de villanía en forma de afán de lucro o de obsesión por la seguridad del Estado. No era fácil saber a qué carta quedarse con los americanos, porque nunca se sabía a cuál de los dos grupos pertenecían. En todo caso, el niño era un snob de manual y la Johns Hopkins era una buena escuela, así que la Bruja tenía que ser, al menos, aceptable.

—¿Es médico?

—Es bruja. Tiene verrugas. Muy tradicional —contestó el niño.

Al final, la Bruja no tenía verrugas. Por el contrario, era más bien distraídamente bella. El sargento era consciente de que el niño no apreciaba su belleza porque aún era joven.

—Lester, Lester Ferris —respondió el sargento cuando le preguntó su nombre. Lo escuchó mientras lo decía. Era un nombre que le sentaría mejor a otra persona.

La Bruja lo miró y él se descubrió repitiendo su nombre con distintos tonos de voz.

—Perdón —dijo. Ella asintió con la cabeza.

—¿Militar?

—Sí. Bueno, no por mucho tiempo. Me jubilo pronto.

Aparentemente ahí terminaba la charla trivial.

—Déjeme ver —dijo ella haciendo un gesto de dolor cuando él extendió obedientemente las manos.

—No pretendía… —de pronto necesitaba disculparse. ¿Qué era lo que no pretendía? ¿Perder la cabeza? ¿Volverse ciego de furia y descargar su odio contra las frutas de un huerto?—. No se me ocurrió que pudiera pasar algo así —afirmó.

Ella le giró las manos. El sargento casi esperaba que dijera que había que amputar. Llevaba unos pantalones anchos y una especie de camisa larga con bolsillos en las caderas. Olía a aguarrás y se preguntó si además de bruja sería pintora al óleo.

—Las tomateras aún contienen sustancias químicas liberadas por las Nubes de Vertidos. No en los frutos, sino en los tallos y las hojas. Cuando se rompen, desprenden… Bueno, ya lo ve, ayer se bañó usted en toda clase de potas —dijo mientras él la miraba boquiabierto. Se estremeció. Oírla decir palabra pota, era tan extraño como mirar a una duquesa con una sola oreja.

—Le prepararé un bálsamo. ¿Quiere también algo contra el estrés?

El sargento no estaba seguro de a qué se refería.

—Ya… —murmuró ella— me habré equivocado. —Le miró la mano derecha más de cerca y soltó un gruñido—. ¿Qué demonios es esto? —dijo tirándole del dedo anular.

El dedo estaba torcido. Era el resultado de una pelea hacía siglos. ¿Había sido en acto de servicio o en un barracón? No se acordaba. Le explicó que el dedo estaba completamente insensible. Ella lo dejó allí un momento, rebuscó por aquí y por allá y volvió. El sargento esperaba una crema, pero en lugar de eso, la Bruja traía un rollo de bramante y un siniestro y curvo cuchillito como los que usan los pescadores para las redes y los ganaderos para castrar animales. El sargento deseó fervientemente que la Bruja le propusiera ir de pesca, pero no fue así. Le cogió el dedo y se lo untó de algo y después cortó un trozo de cordel y se lo ató firmemente por encima del nudillo.

—No mire —le ordenó. Cuando vio que no le hacía caso, suspiró y dijo: —Usted mismo.

Algo se retorció en el dedo, un espasmo muscular. Un dedo cansado. Su dedo. Llevaba mucho tiempo muerto, pero de pronto se movía.

Ella cogió el cuchillo mientras él le pasaba el cordel con la otra mano, y de pronto le abrió hábilmente la yema a lo largo de una de las heridas de la salchicha roja en que su dedo se había convertido. Era una raja profunda de la que manaba sangre y pus y otra cosa, una cosa gris y azul con una boca como de sanguijuela. Resultó que la cosa gris y azul era una vena y la boca de sanguijuela pertenecía a un gusano negro que la Bruja clavó en la mesa con la punta del cuchillo antes de meterle la mano en un frasco lleno de líquido transparente que olía fatal y que empezó a burbujear como un caldero en ebullición. Reconoció el olor. Era un desinfectante que no había vuelto a ver desde Bosnia. El gusano se retorcía y sangraba en la mesa. Probablemente sangraba su propia sangre tanto como la del sargento.

—Odio a estos cabrones. Después de unos meses a veces se alojan en el cerebro. Una muerte repugnante —le informó—. Le dije que mirara a otra parte. Ni se le ocurra vomitar en mi alfombra —añadió sin compasión cuando empezó a dar arcadas. Seguidamente se ablandó y concedió que tenía que haber sido un shock de cuidado. Le dio una docena de pastillas y le recomendó que se tomara una al día con la comida para asegurarse de que no se le infectaba la herida.

—Gracias —dijo él.

—Breanne.

—¿Qué?

—Breanne. Es mi nombre. Ni Brian ni Broiny. Breanne.

—Gracias, Breanne.

—¿Qué hace en Mancreu, Lester?

—La verdad es que no tengo ni idea.

—¿Está con NatProMan?

—No. Estoy en Brighton House.

Lo observó por un segundo como si acabara de afirmar que venía de otro planeta y pestañeó. —Ah, de modo que usted es él.

—Así es.

Si aquello significaba algo para ella, fuera bueno o malo, evidentemente no tenía intención de compartirlo.

El sargento empezó a hablar de esto y de lo otro, de punzadas y preocupaciones imaginarias hasta que ella sonrió y lo echó a la calle educadamente.

Después de aquello, el niño decidió que su amigo necesitaba relajarse.

—Vienes y conoces a la gente. Aprendes moitié —ordenó.

Moitié era la abreviatura de moitié-moitié o mitad y mitad en francés, nombre que se le daba en Suiza a una fondue que se hacía con una mezcla de quesos, y en Mancreu al revoltijo de árabe y francés que hablaba la población local cuando no tenía ganas de molestarse con el inglés.

El sargento intentó decirle que estaba cansado o que no podía por razones oficiales, pero descubrió que no había en el mundo nada más insistente que un niño de padres desconocidos y talentos variados deseoso de presumir de su habilidad para regatear delante de un amigo grande y torpe.

—¡Allí! ¡A la izquierda! ¡No, totalmente a la otra izquierda! ¡Hashtag: satnavfail! ¡zomg! —gritaba acuclillado en el asiento del Land Rover mientras le indicaba la dirección con el dedo. Finalmente, llegaron a una calle lateral o a una tienda en una esquina con un cartel desvaído que decía algo así como «pescado», donde le dieron una bienvenida principesca al niño y por supuesto le hicieron un precio especial.

El sargento tomó nota de las horas y lugares de las Fiestas de la Marcha y salió a correr, dejando que el sádico que vivía en su interior lo obligara a continuar hasta que estaba agotado y sudoroso. Después se dio una ducha y fue a por el coche.

3. Asesinato

El Land Rover giró por una calle estrecha y el sargento tocó el claxon. Las ruedas protestaban sobre la calzada. En Mancreu el calor era un espanto, y las montañas de roca y el constante reflejo del sol en el mar lo empeoraban. La sal resecaba el aire y una capa de polvo cubría la piel de la gente, que se sentía morir de sed incluso cuando estaba bebiendo. El frío venía con los vientos marinos del sur, pero en la zona de sotavento el corazón caliente de las montañas y la Bahía de las Manos en Copa protegían del temporal. El sur de la isla era una zona yerma cubierta de nubarrones, golpeada por las tormentas y azotada por constantes lluvias. Era un día de finales de un mes de calor infernal, con el mar lleno de pañuelos blancos, señal de que la temporada lluviosa se acercaba.

El sargento conducía pensando con preocupación en el niño y en lo que pasaría con los civiles que quedaran en la isla cuando llegara el día de la destrucción. Era algo que le inquietaba desde su llegada, pero la incomodidad crecía a medida que se aproximaba lo inevitable. Había visto columnas de refugiados y campos de reasentamiento por todo el mundo y no le gustaba imaginar en lo que se convertiría el niño si acababa en uno. En un señor de la guerra o en un cadáver. Tales lugares no admitían soluciones intermedias. Lo que estaba claro era que para él los días felices habrían llegado a su fin.

El sargento tenía un plan para solventar la crisis si se presentaba, es decir cuando se presentara, pero aún estaba ultimando los detalles. Quedaban cosas que organizar, había ciertas investigaciones que efectuaba en secreto desde hacía algún tiempo. Pero la verdad era que no había puesto el plan en funcionamiento ni le había hablado de él al niño. Tenía sus razones. Y eran de peso. Pisó el freno y tomó otra curva imposible mientras rehuía su propia mirada en el retrovisor. Ninguna de esas razones implicaba falta de determinación o de valentía personal. De eso estaba casi seguro.

La ciudad y el puerto se extendían a sus pies, los barcos invisibles sorprendentemente próximos a tierra. Sintió cómo apartaba la vista. Todo el mundo encontraba formas de no fijarse en lo que había en la ensenada. La Flota podía haber estado pintada de rosa o haber comenzado a arder y nadie habría hecho el menor comentario. Entre el puerto y el horizonte la gente no veía nada. Incluso los pescadores que zigzagueaban entre los grandes navíos vendiendo pescado y marisco y los comerciantes que vendían y compraban dvd y Coca-Cola y carne fresca y cualquier cosa de la que pudieran echar mano en sus barcas destartaladas padecían de una extraña amnesia en lo tocante a los barcos que visitaban. No fingían. Era un hábito tan arraigado que las enormes embarcaciones se había vuelto parte de la realidad y la realidad era que nadie las veía.

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