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El espacio y la arquitectura de algunas iglesias limeñas*

Las iglesias limeñas que hoy conocemos no son los templos que se cons-truyeron poco después de fundada la ciudad. Ellas son más bien el producto de las transformaciones sucesivas operadas en el curso de los cuatro siglos de su existencia. Cuáles fueron estas transformaciones y cuáles las principales características de algunas de nuestras iglesias es lo que pretendo exponer en este ensayo.

Las iglesias del siglo XVI

La catedral y la mayoría de las iglesias conventuales fueron iniciadas hacia mediados del siglo XVI: en 1541, La Merced; alrededor de 1550, la segunda catedral de Lima (la primera era una modesta capilla fundada por Pizarro); hacia 1556-57, San Francisco. Por las descripciones del siglo XVII (entre las que destacaban la Historia de la Fundación de Lima del Padre Bernabé Cobo, escrita hacia 1639 y la Crónica Moralizada del Padre Antonio de la Calancha), época en que subsistían en gran parte los templos tal como habían sido concebidos por los arquitectos del siglo anterior, se sabe que estas iglesias tenían nave con muros de ladrillo o ladrillo y adobe cubierto con un elaborado techo de artesón y lazo, donde subsistían las técnicas y modos de la carpintería mudéjar. La nave estaba flanqueada por hileras de capillas conexas con techos de bóveda y el presbiterio era también abovedado, usándose para estos ambientes tanto las bóvedas de arista romanas como las góticas de nervadura, que ambas se ejecutaban en ladrillo. Las portadas y los retablos, que desde el comienzo constituyeren los principales elementos de decoración exterior e interior de nuestras iglesias, se concebían y ejecutaban por lo general dentro de los lineamientos del plateresco, estilo decorativo español del siglo XVI, producto de la fusión de influencias góticas tardías renacentistas italianas y, en algunos casos, mudéjares. Debido a las transformaciones habidas en el curso de los cuatrocientos años que nos separan de aquella época, hoy no subsiste en Lima ninguno de los artesonados, retablos y portadas de este primer período.


Figura 1. Interior de la Catedral de Lima

Dibujo de Patricia Rozas

Si uno la reconstruye mentalmente, la apariencia de estas iglesias del siglo XVI debe haber sido muy variada y algo falta de la unidad espacial y decorativa a que después nos acostumbrará el barroco. La presencia de muchas influencias y la alternancia de las cuberturas planas de madera con los techos abovedados nervados o a la romana deben haberles dado a los interiores un aspecto de conjuntos sueltos en que los espacios tenían un sentido de episodios con poca vinculación entre sí y donde las formas decorativas de diferentes estilos se entremezclaban, todas características propias de los períodos de transición. Algunas de estas características: el sentido episódico y la falta de unidad del espacio, por ejemplo, desaparecerán al transformarse las iglesias en el curso del siglo XVII y bajo el signo del barroco. Otras, como la presencia simultánea de varios estilos persistirá, aunque en menor grado, debido al conservadorismo en el gusto y a que la renovación de los templos se efectuaba siempre en forma parcial preservando elementos tanto estructurales como ornamentales de los edificios primitivos.

Las transformaciones del siglo XVII

En la historia de la arquitectura colonial es, en la mayoría de los casos, difícil generalizar en cuanto a cronología, estilo y autores de las obras arquitectónicas. Las iglesias se reformaban, se reconstruían parcialmente, se redecoraban en distintas décadas y en manos de diferentes maestros y alarifes, siendo muchas veces problemática la atribución de la obra debido a la variedad de autores que en ella participaban. A esto hay que añadir que en aquella época no existían planos en el sentido en que hoy existen, es decir, de dibujos del conjunto y de los detalles a los que se ciñe estrechamente la ejecución del edificio. Se dibujaban trazas o plantas y elevaciones, pero como la obra demoraba con frecuencia mucho tiempo y en ella intervenían muchos maestros, casi siempre sobrevenían alteraciones, fuera por causa de nuevas necesidades o por la evolución natural o incontrovertible del gusto. A esto se sumaba el hecho de que muchas decisiones se tomaban en la fábrica misma y que la labor de creación arquitectónica era más una labor de obra que de mesa de dibujo. Este método de trabajo resultaba de la organización artesanal de la profesión, de la identificación de una sola actividad de los oficios de arquitecto, constructor, contratista y maestro, y del carácter empírico de la arquitectura.

Si es difícil señalar una década precisa para el cambio que se operó en las iglesias de Lima con la apertura del período barroco, sí pueden precisarse los términos arquitectónicos de la transformación y darse fechas de algunas obras y nombres de algunos de los arquitectos y maestros que participaron en su diseño y construcción.

El principal hecho arquitectónico del siglo XVII fue la adhesión de las iglesias al esquema espacial italiano tipo Gesú. El Gesú es la iglesia principal de la Compañía de Jesús en Roma, proyectada por Vignola (fachada de Giacomo della Porta, 1573) y comenzada en 1568. Aunque no fue la primera iglesia de su tipo, pues tuvo un precedente en la iglesia de San Andrés de Mantua, proyectada por León Battista Alberti y comenzada en 1494, el Gesú constituyó un importante prototipo para las iglesias barrocas de Europa y América.

Las características tipológicas del Gesú, que en su diseño debía satisfacer las necesidades de buena visibilidad y buena acústica para la predicación, pueden resumirse así: planta en cruz latina con nave ancha y flanqueada por capillas laterales conectadas entre sí por pequeños vanos; la nave y los brazos del crucero están techados con bóvedas de cañón seguido, las capillas con cupulines sobre pechinas y el crucero con cúpula sobre tambor y también pechinas. El sistema de iluminación es a base de ventanas con lunetas de penetración perforadas en los arranques de la bóveda de la nave, ventanas en el tambor de la cúpula y linternas en esta y en los cupulines.

Si se recorren mentalmente las iglesias conventuales del centro de Lima, se verá inmediatamente que en su estructuración espacial —aunque no es sus proporciones— San Francisco, San Pedro, La Merced y en menor grado Santo Domingo adhieren al esquema tipo Gesú. El único elemento que estas iglesias no toman del prototipo italiano es el tambor de la cúpula que, en nuestros templos, descansa directamente sobre los cuatro arcos del crucero; por otro lado, tanto La Merced como San Francisco poseen coros altos de gran profundidad, indispensables en las iglesias de las órdenes religiosas tradicionales e inexistentes o poco desarrollados en los templos jesuitas.


Figura 2. Torre del templo de Santo Domingo en Lima

Fotografía de Martín Fabbri

En Lima, la primera iglesia que adoptó parcialmente el esquema Gesú fue la de San Pedro (o como se llamaba originalmente, de San Pablo o Colegio Máximo), comenzada en 1624 o 25 y consagrada en 1638, cuya construcción fuera dirigida por el arquitecto jesuita Martín de Aizpitarte. Digo parcialmente, pues el San Pedro del medio siglo XVII acusaba tanto similitudes como diferencias con el prototipo romano. Ambas tienen planta en cruz latina y en ambos las capillas laterales están techadas con cupulines, pero el ábside de San Pedro no es semicircular, como el del Gesú y su nave es mucho más alargada, tiene cinco capillas y no tres a cada lado y estaba techado —según consta en la descripción del Padre Cobo— con bóvedas de nervadura góticas de ladrillo. Por la longitud de la nave, San Pedro se asemeja más a la iglesia de San Ignacio en Roma, otro templo jesuita, comenzado en 1621, que tiene también cinco capillas conexas por lado. Ambos templos —San Pedro y San Ignacio— están vinculados a su vez a la iglesia de la orden en Quito, cuya planta acusa similitudes con la de San Pedro y que es anterior a ambas, pues fue comenzada en 1605.

Con la reconstrucción de San Francisco, a cargo del lusitano Constantino de Vasconcellos y posteriormente del maestro Manuel de Escobar, comenzada en 1657 a raíz del derrumbe de la capilla mayor, se adoptó por primera vez en Lima la bóveda de cañón con lunetas de penetración para las ventanas en la nave y se retomó el sistema de las capillas conexas formando prácticamente naves laterales techadas con cupulines, que se había utilizado en San Pedro. Según algunos estudiosos, la actual bóveda de quincha de San Francisco es la que se construyó en aquella oportunidad y constituyó el primer ejemplo de uso exclusivo del material en la techumbre de una iglesia, que fue seguido en otras obras después del terremoto de 1687.

San Francisco, aunque en su estructuración se acercó al esquema tipo Gesú, se alejó de él aún más que San Pedro debido a sus proporciones —que son muy alargadas— al profundo coro alto que requería la orden franciscana y a la longitud del presbiterio y de los brazos de crucero, características que le restan importancia a la cúpula, que en el Gesú es la razón de ser fundamental del espacio y su elemento preponderante.

El mismo esquema de San Pedro se utilizó en la tercera reconstrucción de La Merced. En esta iglesia, comenzada a reconstruir en 1628 bajo la dirección del mercenario Pedro Galeano, se habían utilizado, como en San Pedro, bóvedas góticas de ladrillo en la nave. Estas bóvedas se arruinaron en el gran terremoto de 1687 y fueron sustituidas por una bóveda de cañón de madera en la reconstrucción que se inició al año siguiente y se terminó en los primeros años del siglo XVIII.

La adhesión al esquema italiano les dio a los templos limeños del siglo XVIII un nuevo sentido espacial, mucho más cercano al ideal del alto Renacimiento y del barroco de una arquitectura unitaria, cuyas partes deben estar interrelacionadas y estrechamente vinculadas entre sí. La adopción de techo abovedado marcó el primer paso hacia esta unidad y el abandono del diseño gótico de estos techos a favor del sistema romano de la bóveda de cañón marcó el segundo y definitivo. Formulo esta última observación pues si bien las bóvedas nervadas eran de por sí hermosas, estructuralmente expresivas y decorativas, no dejaba de ser un poco anacrónica la superposición de este tipo de techos y espacios cuya estructuración y decoración se concebían en términos renacentistas y barrocos.

Como fue en San Francisco y en La Merced, donde se adoptó la nueva estructuración espacial en su forma más cabal, puede decirse que estos son los ejemplos más elocuentes de arquitectura eclesiástica del siglo XVII, si bien es cierto que La Merced muestra en la techumbre de los brazos del crucero y del coro alto soluciones que por su diseño parecen producto de alteraciones efectuadas en la reconstrucción posterior al terremoto de 1746.

También San Pedro muestra hoy día la estructuración espacial del siglo XVII, pero es preciso recordar que —como ya mencioné— la nave estaba techada originalmente con bóvedas de nervadura construidas en ladrillo, que deben haber durado hasta el terremoto de 1746 (la cúpula y los campanarios del siglo XVI cayeron en el terremoto de 1687, pero no las bóvedas). La bóveda de madera que existió hasta 1945 habría sido construida después de 1746 y entelada y decorada con casetones pintados en el curso de la remodelación realizada en los primeros años del siglo XIX pro Matías Maestro, a quien se le atribuye también el orden dórico de pilastras y entablamento de la nave. El clasicismo purista, casi herreriano, que le da este orden dórico a la nave de San Pedro y que está acentuado por los casetones de la bóveda (que fueron retomados, pero esta vez ejecutados en relieve y en yeso, en la bóveda reconstruida después de 1945), si bien posee la nobleza propia de lo renacentista, se opone abiertamente al barroquismo churrigueresco de las capillas o naves laterales con sus revestimientos de lacerías de madera dorada y sus bellísimos retablos churriguerescos creando una dualidad de estilo que es desventajosa para el conjunto.

Si la gradual adaptación del tipo Gesú caracterizó la espacialidad de las iglesias conventuales limeñas del siglo XVII, la afirmación del barroco y posteriormente de su variante churrigueresca caracterizó la decoración exterior e interior de portadas y retablos. Severo y todavía muy clásico al principio —como puede verse en la parte baja de la portada de la Catedral (proyecto de Juan Martínez de Arrona, hacia 1626)— el estilo se fue complicando, conforme avanzaba el siglo, hasta llegar a composiciones como la portada principal y lateral (realizada por Manuel de Escobar, 1674) de San Francisco, donde las formas se proyectan enérgicamente afuera, se abren, se quiebran, se multiplican para formar composiciones de gran dinamismo y riqueza escultórica. El churrigueresco, modalidad típicamente española del barroco y que se caracterizó por el desborde decorativo y la tendencia a desmenuzar las formas clásicas y a recomponerlos según una visión pictórica y movimentada, construyó la base estilística de esta etapa de la decoración arquitectónica limeña, que en los retablos llegó a su apogeo a fines del siglo y principios del XVIII y cuyas características más saltantes fueron el empleo de los fróntices rotos o en voluta, de las columnas salomónicas adornadas con viñas y del pan de oro en el recubrimiento.


Figura 3. Fachada del templo de San Francisco de Asís en Lima

Fotografía de Martín Fabbri

Conservando la estructuración simétrica de tres cuerpos en el sentido horizontal —el central más ancho que los laterales— y de dos pisos y coronación en el sentido vertical; la arquitectura de los retablos llegó en la última etapa churrigueresca a tal extremo de complicación en la descomposición de las formas, en la multiplicación de pequeños elementos en el uso de intrincadísimas lacerías y motivos ornamentales enmarañados y entrelazados en todas direcciones, que todo efecto de estabilidad y solidez de la forma desapareció y con él desapareció también todo rastro de realismo arquitectónico: los retablos de esta época aparecen como masas flotantes de reflejos dorados, de luces aguadas y zonas de penumbra, de formas indistintas o cambiantes mantenidas en el aire más por obra y gracia de una especie de energía que las polariza que por virtud de la estructura real de madera, cuya ruda armadura puede verse introduciéndose en las entrañas del retablo (los retablos mayor de Jesús María, hacia 1708, y de San Javier en San Pedro ejemplifican esta manera).

Si en las grandes iglesias conventuales las órdenes religiosas recurrieron a diseños espaciales derivados, con mayores o menores alteraciones, del prototipo romano del Gesú, en la Catedral, desde el siglo XVI, los proyectos presentados por Alonso Beltrán en 1564 y Francisco Becerra alrededor de veinte años después se vinculaban más bien a la tradición más antigua de las catedrales españolas del gótico tardío y del primer Renacimiento.

La Catedral de Lima del siglo XVII; sucesora de dos iglesias anteriores (la capilla de Pizarro y la segunda Catedral, iniciada a mediados del siglo XVI), se había comenzado en realidad en los años 70 del siglo XVI e, incluso se consagró en 1604. Poco después, sus bóvedas de arista sufrieron daños debido a los temblores, en vista de lo cual se adoptaron en la reconstrucción bóvedas de nervaduras góticas, por recomendación del arquitecto Juan Martínez de Arrona, concluyéndose la obra esencial en 1622. Severamente dañada en el terremoto de 1687, vuelta a reconstruir y arruinada nuevamente en 1746, fue concluida definitivamente, incluyendo las torres, en 1797. Las actuales bóvedas nervadas de madera, tan poco satisfactorias, datan en lo esencial de la última reconstrucción y son una réplica aproximada de las originales, que eran en su mayor parte de ladrillo.

De tres naves (el proyecto original contemplaba cinco) de igual altura cuyas bóvedas descansan, mediante fragmentos de entablamento ricamente moldurados, sobre esbeltos pilares cruciformes con capiteles jónicos y que están flanqueados por hileras de capillas más bajas, la Catedral presenta un interior cuyo sentido espacial es distinto al de las iglesias conventuales. En estas la visión se dirige linealmente hacia el gran retablo de fondo, antes del cual el espacio se expande hacia los lados y hacia arriba en el crucero con sus brazos y su cúpula. Las naves laterales, más bajas, quedan como espacios ancilares o secundarios. En la Catedral, en cambio, existe una visión longitudinal pero también líneas de visión transversales y diagonales debido al valor espacial similar de las tres naves de igual altura. El espacio tiende a diluirse entre los múltiples apoyos con sus múltiples aristas. Las bóvedas de nervadura contribuyen a reforzar este efecto, así como las bóvedas de cañón de las iglesias conventuales con sus arcos fajones tienden, opuestamente, a dar al espacio un sentido lineal o unidireccional.

En consecuencia, podría calificarse el espacio de la Catedral como pictórico, polidireccional y más libre que el espacio de las iglesias conventuales, cuya estructuración deriva de una visión espacial ligada al concepto renacentista de la perspectiva geométrica.

Espacio y lenguaje arquitectónico en la segunda mitad del siglo XVIII

Siendo la evolución de la arquitectura limeña sensiblemente paralela a la de la Metrópoli, la expresión estilística de nuestra arquitectura colonial en la segunda mitad del setecientos estuvo ligada a la transformación que, en materia de arte y arquitectura, se produjo en España a mediados del siglo. Entre las muchas causas de esta transformación, interesa señalar aquí tres: la creciente influencia francesa, sobre todo en la arquitectura palaciega, debido a la vinculación política, económica y cultural que se había creado entre Francia y España desde la ascensión al trono de la casa de Borbón en la persona de Felipe v en 1713; la presencia de fuertes influencias italianas, que se ejercen tanto en la arquitectura civil como en la religiosa, tal vez más en esta última y que en parte se debió a la inmigración o estada en España de artistas italianos (entre ellos el célebre Filippo Juvarra, que había sido arquitecto de la casa de Saboya, en Turín, que fue llamado para la construcción del nuevo Palacio Real en Madrid y a quien se debe una parte del Palacio de la Granja); en tercer lugar, la fundación de academias inspiradas en los modelos franceses, notablemente de la Academia de San Fernando (1751), que le dieron a la enseñanza y a la práctica de las artes una orientación racionalista y clasicista.

Debido a estos factores, el churrigueresco comenzó a decaer. Sus formas enroscadas y complejas, su suntuosidad sombría y con frecuencia sobre-cogedora, su intensidad de expresión tan afín al carácter nacional español dejaron de estar a tono con la sensibilidad del momento y la nueva cultura afrancesada, sino en todo el reino por lo menos en la corte y en ciertos círculos sociales, eclesiásticos y académicos, donde comenzó a favorecerse, en los años 40, una arquitectura más clásica en su lenguaje que la churrigueresca, más clara y equilibrada en su decoración, un poco fría y de carácter un tanto internacional.

Pero si en el lenguaje la arquitectura se simplificó, en el espacio se introdujeron innovaciones que tendieron a enriquecerla: del barroco en la decoración, que había sido el churrigueresco, se pasó al barroco en la planta y en la estructuración espacial.

En las construcciones eclesiásticas se afirmó la tendencia, originada con Borromini y desarrollada luego en el barroco piamontés, de una arquitec-tura de muros flexibles y formas curvilíneas, con la cual se fusionó el clasicismo latente que derivaba de la influencia “académica francesa”.

Esta nueva modalidad estilística; que cerró el ciclo del barroco español, influyó en la arquitectura limeña de las últimas décadas del siglo XVIII. Como en España, las obras limeñas de esta época son espacialmente más sutiles y elaboradas que los grandes templos del siglo anterior y más mesuradas en su decoración, sobre todo en lo que a los interiores se refiere. Hay que añadir además a estas características la frecuente presencia del rococó, estilo decorativo de origen francés, de formas menudas y gráciles, que se difundió en Europa con la influencia francesa y tuvo éxito especialmente en Austria y en el sur de Alemania, y de ciertas influencias del barroco de estos dos últimos países, cuya arquitectura se caracterizaba por una gran plasticidad y riqueza especial y por el uso virtuosista del yeso y el estuco en la decoración.

La ruina de la ciudad en 1746 y las reconstrucciones efectuadas en la segunda mitad del siglo determinaron la aparición en Lima de numerosas obras concebidas en el nuevo estilo, entre las cuales destacan las iglesias de Las Nazarenas y de Los Huérfanos (Corazón de Jesús).

Las Nazarenas, cuya edificación fue propiciada por el virrey Amat, benefactor del monasterio, a quien una tradición atribuye el diseño del edificio, fue consagrada en 1771, luego de aproximadamente 15 años de labor en la construcción. En ella son sintomáticos de las nuevas tendencias de la época tanto el tratamiento de las elevaciones internas como la disposición de la planta y el interior, que está pensado como un espacio flexible que se expande y se contrae suavemente.

Un vestíbulo ubicado debajo del coro alto constituye el primer episodio espacial del templo; este vestíbulo se conecta a la nave, que es más ancha que él, por medio de tres vanos, el central mucho más amplio que los laterales; se produce así el paso de un ambiente bajo y cerrado a un ambiente mucho más alto y también más ancho: el visitante tiene una impresión de la expansión en toda dirección del espacio. Como la nave es sumamente corta (posee solo dos tramos), la presencia del crucero y la cúpula se siente no bien se ha ingresado a la nave. Una nueva expansión del espacio se produce en el crucero, cuyos brazos son muy cortos y están, por lo tanto, completamente integrados a él y cuyos pilares ochavados determinan una forma octogonal, que permite que la cúpula tenga un diámetro mayor que el diámetro de las bóvedas de la nave, de los brazos del crucero y del presbiterio. Debido a estas características, la cúpula posee una fuerza de atracción extraordinaria y su rol de elemento preponderante del espacio está enfatizado al máximo, creándose una impresión de unidad mucho mayor que la que se tiene en las iglesias del siglo anterior, con sus naves alargadas, sus capillas laterales autónomas y sus brazos de crucero profundos. Luego del crucero, el espacio vuelve a estrecharse en el presbiterio.

El dosaje hábil y delicado de la luz y la homogeneidad de las elevaciones interiores refuerzan la impresión de unidad. La homogeneidad está creada por la distribución relativamente uniforme de la decoración y por la continuidad de tratamiento e inclusive de acabado que existe entre los muros y los retablos, muy diferente del contraste —a veces violento— que caracterizaba a la arquitectura del siglo anterior y de las primeras décadas del XVIII. Las columnas corintias de fustes lisos, libres en los retablos y empotrados en los pilares del crucero y de la nave actúan como elementos de nexo y uniformización y dan una velada técnica clasicista al conjunto, donde, por otra parte, abundan los toques del rococó en las decoraciones de yeso de la cúpula y las pechinas, en las rejas del presbiterio y en el púlpito, este último inspirado en las formas de los muebles Luis XV.

Como hemos visto, en Las Nazarenas las innovaciones espaciales y lingüís-ticas del medio siglo XVIII se manifiestan abiertamente, pero la planta y el espacio se ciñen en última instancia al tipo en cruz latina con cúpula. En Los Huérfanos en cambio, cuya traza es atribuible al maestro Manuel de Torquemada y que fuera concluida antes que Las Nazarenas, en 1766, el arquitecto abandonó de hecho esta forma tradicional y adoptó para la planta el trazo ovalado, o más exactamente de rectángulo que remata en semicírculos, y para el techo una bóveda cilíndrica de perfil elíptico cerrada en los extremos por superficies elipsoidales correspondientes a los semicírculos de la planta. Los Huérfanos es la única iglesia de esta forma que existe en el Perú y puede considerarse como una lejana sucesora de las iglesias italianas y españolas de los siglos XVI, XVII y XVIII planeadas a base de trazos curvilíneos.

Las elevaciones interiores, tratadas con nichos en arco para los retablos, pilastras y cornisa con balaustrada de madera y balconcillos en corres-pondencia con las ventanas —disposición típicamente limeña y muy popular en el siglo XVIII— enfatizan la forma unitaria de la planta y consti-tuyen un envoltorio continuo y uniforme del espacio de la nave, que parece un salón en cuyo fondo se abre el pequeño espacio del presbiterio, de forma rectangular. El coro alto deriva del tipo ejemplificado para los coros del siglo XVII y primera mitad del XVIII, pero su forma sinuosa y su planta curvilínea ponen de manifiesto un sentido espacial y de la volumetría nueva: la composición de los perfiles ondulados de la moldura de base y de la baranda contrapuestas al muro cóncavo del fondo sugiere un movimiento de curva y contracurva, y de elementos que se retiran creando un vacío —el espacio— y elementos que avanzan para llenar ese vacío.

El último período

Los últimos años de la Colonia coincidieron con el período del neo-clasicismo, que se manifestó no en la construcción de nuevas obras impor-tantes concebidas unitariamente dentro del estilo de la época sino más bien en obras de remodelación o redecoración en templos existentes. El principal arquitecto y retablista de este período fue el presbítero Matías Maestro, ya mencionado en vinculación con las obras que se efectuaron en San Pedro a principio del siglo XIX.

En los retablos de esta época —los retablos mayores de La Merced, San Francisco, San Pedro o el baldaquín de la Catedral— El neoclasicismo se manifestó en el uso ortodoxo de los órdenes clásicos y en el gusto Luis XVI de las decoraciones, pero la estructuración general de la forma continúo ciñéndose al criterio del barroco clasicista internacional del medio siglo XVIII. La frecuente disposición de la planta de los retablos en curvas que tienden a abrazar el espacio o a crear un juego entre elementos cóncavos y elementos convexos, y el énfasis en el carácter tridimensional de las composiciones ponen de manifiesto —a pesar de la relativa severidad y frialdad que poseen si se las compara con obras churriguerescas de cien años antes— una sensibilidad todavía fuertemente barroca y vinculada a la tradición italiana del siglo XVII. No puede negarse que en obras como el retablo mayor de La Merced o el baldaquín de Matías Maestro en la Catedral (hacia 1805), el eco del alto barroco romano es todavía muy audible.

En pocas obras limeñas se manifiesta la componente espacial barroca del neoclasicismo limeño con tanta fuerza como en la iglesia del Milagro, junto a San Francisco. Aquí, los seis retablos laterales, tres de cada lado, de forma curva y cóncava, con columnas pareadas de orden compuesto y fustes lisos a cada lado, no solo animan las superficies de los muros con su enérgico juego de entrantes y salientes y de superficies cilíndricas vistas por dentro, sino parecen polarizar visualmente la atmósfera en tres elipses transversales, transformando completamente la espacialidad de la nave rectangular y preparando al visitante para la visión de la cúpula ovalada —esta sí real— bajo la cual se yergue un baldaquín monumental. En el baldaquín también se fusionan tendencias barrocas y tendencias neoclásicas: la planta hexagonal alargada con los cuatro lados menores cóncavos es barroca; el motivo de Palladio en el eje es clásico pero su interpretación a base de un arco elíptico y la apariencia de entablamento incurvado que adquiere este son barrocas; la claridad estructural y la ortodoxia del orden compuesto son clásicas pero es barroca la fantasiosa coronación bulbosa, atravesada y hecha transparente por una perforación ovalada que contiene una estatua. La tónica básica de concepción espacial barroca y lenguaje clásico que caracteriza al conjunto de la nave se repite así en el fondo del templo, poniendo de manifiesto una de sus cualidades más notorias: la unidad de estilo de su interior.

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9789972455704
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