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La cultura revolucionaria

Las razones para comprender la revolución americana son complejas. Por un lado, el siglo XVIII en América fue el siglo del triunfo del pensamiento racional, del amor al saber, de la Ilustración y también de la defensa de valores éticos y emocionales procedentes de una cultura republicana. El republicanismo era común a la cultura política británica y también estaba presente en la revolución francesa, española, y en las guerras de independencia latinoamericanas. Tanto el racionalismo como el republicanismo americano, basado en la sobriedad y el patriotismo se oponían al reforzamiento del sistema imperial emprendido por la metrópoli.

Además, el triunfo británico en la Guerra de los Siete Años, creó también desequilibrios. El coste del Imperio británico había ascendido mucho al incorporar Canadá y Florida, y la deuda de la Corona era inmensa.

Ilustración y republicanismo

De la misma forma que en Europa, el siglo XVIII americano fue un siglo de debates políticos y culturales, de revisión, y de cambios. Los americanos, a pesar de los prejuicios europeos, tenían una cultura similar a la del viejo continente. Las lecturas, los programas universitarios, los intereses eran los mismos para los grupos dirigentes de las dos orillas del océano Atlántico. Es más, en América del Norte se tenía la percepción, desde la fundación de las primeras plantaciones europeas, de ser un continente virgen, un continente sin historia, un lugar apto para la realización de utopías religiosas y políticas que permitieran alumbrar sociedades más justas y sobrias que las desiguales y suntuosas organizaciones sociales generadas por las monarquías europeas.

Sin embargo, desde Europa se percibía a América de forma peyorativa. En las publicaciones periódicas y en los libros de los ilustrados europeos, América aparecía descrita como un mundo joven e inexperto incapaz, todavía, de producir una cultura parecida a la de la Vieja Europa. Y así se percibía América tras la lectura de los escritos del abate Raynal, de William Robertson, de Cornelius de Paw, y hasta del conde de Buffon. “La naturaleza permanece oculta bajo sus antiguas vestiduras y nunca se exhibe con atuendos alegres. Al no ser acariciada ni cultivada por el hombre” –afirmaba el conde de Buffon– “nunca abre sus benéficas entrañas. En tal situación de abandono, todas las cosas languidecen, se corrompen y no llegan a nacer”. Estas afirmaciones ofendían a los ilustrados americanos. Fue Thomas Jefferson el abanderado de la Ilustración norteamericana. No sólo escribió como respuesta a las obras del conde de Buffon y del resto de la ilustración europea sus Notas sobre el estado de Virginia, sino que contrató a un experto militar, el general Sullivan, para liderar una expedición cuya finalidad era la de capturar el mejor ejemplar de alce macho de América. Y efectivamente después de un sinfín de percances nuestro general encontró un buen ejemplar y lo envió con celeridad a Europa. Buffon quedó sorprendido con su regalo pero recibió muchos más. Magníficos castores, faisanes, un águila americana y hasta una piel de pantera le fueron amablemente obsequiados por Jefferson. No sabemos si por terminar con este desfile de ejemplares del reino animal o por verdadera convicción, lo cierto es que Buffon afirmó públicamente que la naturaleza americana era, por lo menos, tan apta para el progreso humano como la europea.

Esta falta de percepción, no sólo británica sino de toda Europa, de las similitudes entre el mundo americano y el europeo estuvo detrás de los desencuentros entre Inglaterra y su mundo colonial en el siglo XVIII.

También esa desigual percepción de los dos mundos ha contribuido a uno de los debates más prolíficos de la historiografía de los países de habla inglesa: el de las influencias teóricas que posibilitaron la revolución americana. Para muchos historiadores y politólogos, la tradición política americana era exclusivamente liberal y además excepcional. Para otros, la cultura revolucionaria había bebido de las mismas fuentes que la cultura política inglesa. Era la misma y por lo tanto tenía influencias de un republicanismo que, presente en Grecia y Roma, había sido enriquecido en las repúblicas italianas renacentistas, también lo habían enarbolado los revolucionarios republicanos ingleses, y lo reelaboraron autores ilustrados, sobre todo, de procedencia escocesa. En la actualidad, la mayoría de los historiadores coinciden al afirmar que la cultura política que posibilitó la revolución estadounidense era una cultura original, rica, y ecléctica.

Las influencias que recibieron los revolucionarios norteamericanos fueron muy diversas y similares a las de la mayor parte de la Ilustración europea. El republicanismo norteamericano bebió de múltiples fuentes. Por un lado, los revolucionarios citaban profusamente a autores del mundo clásico. Filósofos e historiadores griegos como Sócrates, Platón, Aristóteles, Herodoto, Tucídides eran nombrados en panfletos, cartas y otros escritos. También los norteamericanos estaban muy familiarizados con autores latinos. La pasión de los revolucionarios por la historia de Roma desde el periodo de las guerras civiles, en el siglo I a.C., hasta el establecimiento, sobre las ruinas de la república, del imperio en el siglo II d.C. era una realidad. Para ellos existía una clara similitud entre su propia historia y la de la “decadencia de Roma”. Las comparaciones entre la corrupción del Imperio romano con las actitudes voluptuosas y corruptas de Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XVIII, eran constantes. Los revolucionarios reivindicaban en sus escritos los valores sencillos de las colonias frente a los lujosas y decadentes costumbres de la metrópoli. Autores como Tácito, Salustio o Cicerón, que escribieron cuando los principios de la república romana estaban seriamente amenazados, fueron los favoritos de los Fundadores.

También citaron a menudo a John Locke y a los autores pertenecientes a la Ilustración escocesa y a la francesa. De ellos las obras que más les interesaron fueron las obras históricas por su ejemplaridad. Los textos de William Robertson, tanto su Charles V, como The History of America; las obras históricas de David Hume, sobre todo, su History of England from the Invasion of Julius Caesar to The Revolution in 1688; y la de Edward Gibbon The History of the Decline and Fall of the Roman Empire fueron muy leídas. Su influencia se aprecia en la correspondencia y en los escritos de todos los revolucionarios norteamericanos.

Ese bagaje cultural llevó a que los americanos ilustrados considerasen, a lo largo de todo el siglo XVIII, que existía un conflicto común a todas las organizaciones políticas y sociales: el del enfrentamiento entre la libertad y el poder. Había que buscar un equilibrio. Sólo a través de la virtud cívica se gozaría de la necesaria libertad sin caer en el desorden. En Europa, según los revolucionarios, se optó por la corrupción. Eran Estados que para garantizar el orden habían violentado la necesaria libertad y se abusaba con desmesura del poder. Las monarquías eran desmedidas y desequilibradas. Sólo querían el bien para un pequeño grupo de súbditos que vivía en el lujo y el exceso. Para los norteamericanos que protagonizaron la revolución había que ser virtuoso, que sacrificar el interés individual en aras del bien común. Y el ejercicio de la virtud se alcanzaba ejerciendo una serie de atributos: moderación, prudencia, sobriedad, independencia y autocontrol. Frente a estas virtudes se alzaban la avaricia, el lujo, la corrupción y la desmesura propias, según los revolucionarios, de las decadentes cortes europeas. “Sería fútil intentar describirte este país sobre todo París y Versalles. Los edificios públicos, los jardines, la pintura, la escultura, la música etc., de estas ciudades han llenado muchos volúmenes”, escribía un republicano John Adams a su mujer, Abigail, desde Francia en 1778, “La riqueza, la magnificiencia y el esplendor están por encima de cualquier descripción… ¿Pero qué supone para mi todo esto?, en realidad me proporcionan muy poco placer porque sólo puedo considerarlas como menudencias logradas a través del tiempo y del lujo comparadas con las grandes y difíciles cualidades del corazón humano. No puedo dejar de sospechar que a mayor elegancia menos virtud en cualquier país y época”, concluía afirmándose el futuro segundo presidente de Estados Unidos, John Adams.

Pero si todos, en la época revolucionaria, debían ser austeros y virtuosos, los lugares en donde ejercer la virtud no eran los mismos para los varones que para las mujeres, aunque eran complementarios. Las actividades públicas eran monopolio de los varones. Las mujeres debían sacrificarse y buscar el bien común en sus hogares. “No debo escribirte una palabra de política, porque eres una mujer”, le recordaba John Adams, a su mujer Abigail, desde París en 1779. Las mujeres de las élites revolucionarias aceptaban su cometido. La virtud republicana consistía para ellas en ser buenas madres y esposas. En sacrificar el interés individual para conseguir la tranquilidad de hijos y compañeros y así facilitarles el ejercicio de la virtud cívica. Ellas, las mujeres republicanas, educaban a los futuros patriotas y recordaban el comportamiento virtuoso a sus compañeros. “¡Aclamadlas a todas!, Sexo superior, espejos de la virtud”, proclamaba un poema patriótico reproducido en diferentes periódicos estadounidenses durante los años 1780 y 1781 refiriéndose a las mujeres. Para los revolucionarios norteamericanos sólo la tranquilidad y el equilibrio de un hogar virtuoso permitía la actitud republicana, alejada del interés individual y buscando siempre el bien común, de los líderes revolucionarios. “La virtud pública no puede existir en una nación sin virtud privada”, escribía John Adams parafraseando a Montesquieu.

El refuerzo de la política imperial

Esta generación de ilustrados americanos tampoco podía entender las nuevas actitudes políticas del utilitarismo británico. Efectivamente, los administradores del imperio, tras el ascenso al trono del rey Jorge III en 1760, creían imprescindible un reforzamiento del sistema imperial para hacer frente al incremento del coste producido, como ya señalamos en el capítulo primero, por la Guerra de los Siete años y por los cambios territoriales generados tras los acuerdos de paz.

Sin embargo, los habitantes de las Trece Colonias se consideraban a sí mismos súbditos de su majestad y creían que compartían instituciones y tradiciones jurídicas con su metrópoli. Así, de la misma manera que ningún súbdito de su majestad procedente de las islas Británicas aceptaría gravámenes que no hubieran sido aprobados por el Parlamento donde, de alguna manera, se sentían representados; tampoco los colonos americanos permitirían que se tomasen medidas radicales sin consultar a sus siempre activas e históricas asambleas coloniales.

Cuando el primer ministro británico, lord Grenville, presentó al Parlamento un conjunto de medidas centradas en América, sólo pretendía que el sistema imperial fuera más eficaz y menos costoso para Inglaterra. La primera de las medidas quería organizar la administración de los nuevos territorios adquiridos de Francia y España, pero también afectó a territorios que las Trece Colonias inglesas consideraban como propios. Así la real pragmática del 7 de octubre de 1763 establecía que las nuevas colonias de Canadá y de Florida Oriental, adquiridas por el Imperio británico, tras la debacle de las potencias borbónicas en 1763, serían gobernadas por gobiernos representativos similares a los existentes en las Trece Colonias. Pero, además, afirmaba que los territorios situados al oeste de los Apalaches serían administrados por dos agentes para los asuntos indios nombrados por la Corona. Estos territorios habían formado parte de los límites imprecisos de las potencias borbónicas y también aparecían en las desdibujadas cartas otorgadas por Gran Bretaña a las Trece Colonias inglesas en América del Norte. Estaban habitados por indios, en su mayoría hostiles a la presencia europea, y constituían un objetivo claro del movimiento expansivo de las Trece Colonias. George Grenville quería, con esta medida, reducir los enfrentamientos entre colonos e indígenas y abaratar así los costes imperiales, pero las colonias se sintieron molestas al ver limitadas sus posibilidades de expansión y de autogobierno en territorios que, de alguna manera, consideraban como propios.

La segunda de las medidas del programa trazado por George Grenville fue una ley fiscal. La ley tenía como primer objetivo elevar los ingresos procedentes de las colonias para así poder afrontar el incremento de los gastos imperiales. Gravaba una serie de productos importados por las colonias americanas. También, pretendiendo perfeccionar, según criterios mercantilistas, la relación metrópoli-colonia, imponía tasas a melazas importadas por las Trece Colonias. Esta medida no era nueva. En 1733 se había establecido un impuesto sobre la melaza pero no se aplicaba. Los norteamericanos estaban acostumbrados a violar el pacto colonial a través del comercio ilegal con las islas del Caribe. Pero Grenville quería cobrar los nuevos gravámenes. Para ello la Ley del Azúcar establecía una reforma drástica del servicio de aduanas en las colonias. Elaborando un registro estricto de las salidas y las entradas de los buques en todos los puertos coloniales, incrementando el número de oficiales de aduanas y, sobre todo, endureciendo el procedimiento y las penas de los juicios contra el comercio ilegal, George Grenville pretendía terminar con el contrabando como medida eficaz para racionalizar el sistema colonial. Pero, de nuevo, lo intereses británicos chocaban con las necesidades de las colonias. Las ciudades costeras, encabezadas por Boston, iniciaron una serie de protestas contra la nueva actitud de Jorge III y sus ministros. Sin embargo, Gran Bretaña no estaba dispuesta a ceder. Otra ley, la Ley del Timbre que gravaba todas las transacciones oficiales, era una muestra de la nueva actitud imperial. De nuevo el utilitarismo europeo olvidaba que los norteamericanos eran también ilustrados y buscaban, de acuerdo con el utilitarismo político en boga, su propio interés. Ni Thomas Jefferson, ni Benjamin Franklin, ni otros ilustrados americanos podían aceptar medidas económicas que no beneficiasen a las Trece Colonias y tampoco estaban dispuestos a admitir cambios en los procedimientos históricos.

Los nuevos gravámenes utilizaban un procedimiento de implantación absolutamente novedoso para las Trece colonias. No habían sido establecidos directamente por el monarca y tampoco habían sido discutidos y aprobados en las asambleas coloniales. “Por la propia constitución de las colonias los asuntos en materia de ayuda se trataban con el rey”, escribía Benjamin Franklin desde París en 1778, “el Parlamento no tenía ningún derecho a imponerlos…”, y continuaba Franklin, “que los antiguos establecieron un método regular para obtener ayudas de las colonias y siempre fue éste: la situación la discutía el rey con su Consejo Privado… después pedía a su secretario de Estado que escribiera a los gobernadores quienes las depositaban en sus asambleas coloniales… Pero Grenville ha optado por utilizar la imposición en lugar de la persuasión”.

La Ley del Timbre no fue del agrado las colonias. Ocasionó protestas formales de las asambleas coloniales de Virginia, Nueva York, Connecticut, Rhode Island y Massachusetts. También provocó la convocatoria de un Congreso extraordinario en Nueva York, en octubre de 1765, –el Congreso de la Ley del Timbre– en el cual treinta y siete delegados, de nueve, de las Trece Colonias, ratificaron una serie de documentos negando al Parlamento británico su capacidad para imponer impuestos a las colonias. Además el Congreso de la Ley del Timbre planteó la organización de boicots a los productos ingleses.

Pero más importantes que las protestas formales y que la negativa a consumir productos ingleses fue el estallido de actos violentos. El 14 de agosto de 1765 una multitud asaltó el despacho y la casa del recaudador del impuesto del Timbre en Massachusetts, Andrew Oliver. Poco después, los motines y los asaltos a funcionarios reales se extendían por todas las colonias. Frente a estas movilizaciones, el Parlamento británico suspendió la Ley del Timbre en marzo de 1766 pero, a su vez, aprobó una disposición afirmando su derecho a imponer tributos a las colonias.

La crisis de la Ley del Timbre significó un punto de inflexión en la relación de las colonias con su metrópoli. La convocatoria de asambleas y mítines, los debates y las algaradas contribuyeron a crear un sentido de unidad entre los colonos norteamericanos. Además, comenzaron a publicarse multitud de reflexiones políticas y constitucionales que también ocasionaron una profundización de la conciencia política de los habitantes de las colonias. Los panfletos, pasquines, almanaques y periódicos se multiplicaron. Y estos textos estaban repletos de términos claramente republicanos como el de corrupción monárquica frente a la sencillez virtuosa del mundo colonial.

Sin embargo, la nueva actitud imperial no se detuvo. La Corona británica mantenía sus necesidades económicas y la certeza de que eran las colonias las que debían afrontar los nuevos gastos imperiales. En 1767, un nuevo Gobierno, liderado por Charles Townshend, defendió en el Parlamento gravámenes que afectaban al té, a la pintura, al papel, y al cristal. Otra vez, las colonias se opusieron tanto a los impuestos como al procedimiento utilizado por la metrópoli. No era el Parlamento británico, según los norteamericanos, el que tenía la capacidad para decidir la imposición de nuevos tributos a las colonias. Los revolucionarios encontraron intolerable que no se consultara a las asambleas coloniales antes de su promulgación y decidieron boicotear los nuevos impuestos. “No he comprado ni bebido té desde las pasadas Navidades, no he adquirido ningún vestido, he aprendido a hacer punto y hago los calcetines de lana americana…”, escribía una ilusionada joven patriota de Filadelfia a su familia. “Las ligas del té” y otras organizaciones lideradas por “los hijos e hijas de la libertad” lograron arrojar del consumo americano no sólo la “pestilente hierba inglesa” sino, también, el lino, la seda, el azúcar, el vino, el papel y el cristal. Si hacemos caso a las estadísticas, en el año 1768 las importaciones inglesas se redujeron, en los puertos de las colonias de Nueva Inglaterra, en dos tercios.

Además del boicot a los productos ingleses proliferaron, otra vez, panfletos y escritos que reflexionaban sobre la nueva política imperial. La mayoría de los articulistas insistían en la defensa de las libertades americanas frente a los envites corruptos británicos. Se repetía así “el modelo de resistencia” que se había originado tras las Leyes de Grenville. Esta nueva oleada de protestas involucró a más norteamericanos. Grupos espontáneos y comités organizados surgían por todas partes intimidando a los representantes de los intereses de la metrópoli.

De todas las colonias, la más radical, en su enfrentamiento con la metrópoli, fue Massachusetts. La situación era tan tensa que cada movimiento de Gran Bretaña ocasionaba una cadena de algaradas y revueltas que iba incrementando en importancia conforme pasaban los años. Como afirma el historiador Gordon S. Wood, en Massachusetts y por lo menos desde el año 1768, uno de los líderes revolucionarios, Samuel Adams, proponía como única solución para las colonias inglesas la independencia. Los sucesos que le llevaron a esa conclusión fueron graves. En febrero, la Asamblea de la colonia de Massachusetts aprobó una circular dirigida a los miembros de las otras asambleas coloniales y redactada por el mismo Adams, denunciando las Leyes de Townshend como inconstitucionales y también urgiendo a las demás colonias para encontrar una manera de “armonizar unas con otras”. El gobernador de la colonia, Francis Bernard, no sólo condenó el documento sino que disolvió la legislatura de Massachusetts. También el recién nombrado secretario de Estado para las Colonias, lord Hillsborough amenazó con clausurar las otras asambleas coloniales si apoyaban la circular. Antes de que la amenaza llegara desde Londres, las asambleas de New Hampshire, Nueva Jersey, y Connecticut habían apoyado a Massachusetts. Virginia fue más lejos al aprobar otra “circular” deseando una “unión fraternal” entre las Trece Colonias y proponiendo una acción común en contra de las medidas inglesas “que pretenden esclavizarnos”. Motines y revueltas estallaron por todas las colonias defendiendo la actuación de las asambleas coloniales. En Boston los rebeldes pidieron a los colonos que se armaran y convocaron una convención de delegados de los diferentes pueblos de la colonia. El ejército británico, preocupado por la situación, pidió un refuerzo de las tropas coloniales. Efectivamente, para lord Hillsborough la situación de Boston era anárquica. Desde octubre de 1768 comenzaron a llegar los integrantes de dos regimientos desde Irlanda. En 1769 había en el pequeño puerto de Boston 4.000 soldados británicos. Los bostonianos eran sólo 15.000. Los enfrentamientos entre las tropas y los habitantes de la ciudad fueron habituales. En marzo de 1770 un grupo de soldados ingleses disparó contra una manifestación de colonos que les insultaba en la Aduana del puerto. Cinco colonos murieron y seis resultaron gravemente heridos. Este hecho se conoció como la Masacre de Boston y fue, quizás, el suceso más importante para la futura retórica revolucionaria.

El deterioro de las relaciones entre Gran Bretaña y sus colonias era una realidad en 1770. Los artículos en los periódicos, las movilizaciones callejeras, las escaramuzas cerca de las aduanas entre soldados y comerciantes estaban a la orden del día y dificultaban la aplicación de las Leyes de Townshend en Norteamérica. En 1770 sólo se habían recaudado 21.000 libras por la aplicación de los nuevos tributos, mientras que las pérdidas ocasionadas por los boicots a los productos ingleses supusieron más de 70.000 libras. No es de extrañar, por lo tanto, que el secretario de Estado para asuntos coloniales británico afirmara que las Leyes de Townshend eran “contrarias a los verdaderos principios del comercio”. A finales de año, el Parlamento británico tomó otra decisión grave. Suspendió los nuevos impuestos salvo los que gravaban al té, y además confirmó su derecho a cobrar tasas sin la intervención de las asambleas coloniales. En 1773, utilizando su autoridad, concedió el monopolio del comercio del té a una compañía británica: La Compañía de las Indias Orientales. De nuevo pretendía ser una medida racional. Por un lado salvaba las finanzas de la Compañía, y por otro la Corona seguía obteniendo beneficios por la venta del té en América pero podía suspender el criticado gravamen sobre su consumo. Era la Compañía la que a cambio de la concesión del monopolio sobre la citada mercancía, debía entregar una cantidad a la Corona. Para sorpresa de Jorge III, esta decisión provocó de nuevo revueltas en las Trece Colonias.

Se había producido una alianza imparable. Los comerciantes americanos, descontentos desde las primeras medidas impositivas británicas, habían sido ahora privados de comerciar con el té y se habían aliado con los Hijos e Hijas de la Libertad, radicales seguidores de Samuel Adams y que, ya en 1773, eran claramente independentistas. Comerciantes y radicales estuvieron detrás de los numerosos motines y revueltas que se sucedieron desde entonces en Norteamérica.

Primero fue en Charleston, donde los colonos se atrevieron a secuestrar y esconder un cargamento localizado en los almacenes de la Compañía de las Indias. En Nueva York y Filadelfia se obligó a los barcos que traían el té a darse la vuelta. En Boston, un grupo de unos cincuenta hombres, liderados por Samuel Adams y pésimamente disfrazados de indios mohawks, abordaron las embarcaciones de la compañía monopolística y arrojaron al mar 45 toneladas de té. Fue otro hecho también importante para la retórica revolucionaria y se conoció como la Reunión de Té de Boston. La medida fue alabada y aplaudida en todas las colonias.

El rey Jorge III y sus ministros decidieron tomar medidas drásticas frente a las algaradas americanas y promulgaron lo que los americanos conocen como las Actas Intolerables. Por ellas quedó cerrado al tráfico el puerto de Boston hasta que los bostonianos repusieran el valor de las 45 toneladas de té que habían arrojado al mar. Además, se introdujo una novedad jurídica que afectaba a los rebeldes: los delitos de los disidentes norteamericanos serían juzgados en Gran Bretaña. La metrópoli podía requisar, si lo consideraba oportuno, edificios de la ciudad para convertirlos en sede de destacamentos militares. Además, las autoridades británicas controlarían directamente las instituciones políticas de la colonia de Massachusetts. La última de las medidas fue la conocida como el Acta de Quebec por la que se extendían las fronteras de Canadá por todo el territorio al norte del Ohio y del oeste de los Alleghenies. Aunque esta medida se estaba contemplando desde tiempo atrás y tenía la doble intención de mejorar el comercio de pieles del nordeste, y, a su vez, lograr que los habitantes católicos de origen francés, que habitaban en Míchigan y en Illinois, se sintieran gobernados por autoridades más afines, en Massachusetts esta nueva medida se comprendió, como todas las demás, es decir como una acción punitiva.

Sin embargo, la dureza imperial no fue contestada con el esperado sometimiento de las colonias. De nuevo surgieron panfletos y se escribieron duros artículos en la prensa colonial mostrando una inmensa simpatía por los bostonianos. Cuando los miembros de la Asamblea de Virginia, reunidos en la Taberna de Raleigh, lanzaron un llamamiento para que se reuniera un congreso para discutir “los intereses comunes de América”, la respuesta fue entusiasta e inmediata.

En todas las colonias menos en la de Georgia, que sólo tenía 24 años y estaba todavía muy próxima a la metrópoli, las asambleas eligieron representantes que integraron el Primer Congreso Continental, celebrado en Filadelfia, a partir del 5 de septiembre de 1774. George Washington, John Adams, John Jay, Samuel Adams, Patrick Henry y John Dickinson formaron parte de los 51 delegados que integraron el Congreso. Además de discutir y promulgar una profunda reflexión sobre los derechos de las colonias y también sobre las ofensas recibidas al reforzarse y alterarse el sistema imperial, en este Primer Congreso Continental se tomaron otras dos medidas importantes para la futura independencia de las colonias. Por un lado los colonos, que todavía no eran en su mayoría independentistas, decidieron elevar una protesta formal contra las últimas medidas económicas impuestas por Gran Bretaña. Por otro, crearon una Asociación Continental para difundir y aplicar, entre los colonos, las resoluciones del Congreso. La primera medida fue organizar un boicot a Gran Bretaña. Las Trece Colonias ni importarían, ni exportarían, ni consumirían productos procedentes del Imperio británico. Fue una decisión muy difícil para todos. Las conclusiones a la que llegaba el Congreso debían aplicarse a través de comités en cada una de las colonias que, en numerosas ocasiones, actuaron con dureza: publicaban los nombres de los comerciantes que violaban el boicot, acusaban de “leales” a los tibios y confiscaban todo el contrabando. Frente al boicot, el Parlamento británico respondió declarando a las colonias inglesas en “estado de rebelión”.

Estalla el conflicto

En Massachusetts, la colonia con más presencia de tropas y funcionarios británicos y más castigada por la metrópoli, los miembros del comité fueron radicales e independentistas. Organizaron revueltas y ataques contra los intereses de Gran Bretaña. Algunos de ellos tuvieron que huir de Boston, temiendo represalias inglesas, y se refugiaron en pequeñas localidades. En Lexington, donde estaban refugiados John Hancock y Samuel Adams, dos de los insurgentes más buscados, se produjo, el 18 de abril de 1775, el primer enfrentamiento violento entre colonos y el ejército británico. Desde Lexington, las tropas se dirigieron a Concord. Allí se enfrentaron duramente con las milicias coloniales. La guerra entre Gran Bretaña y sus colonias había empezado.

El estallido de la violencia hizo necesaria la reunión de un nuevo congreso. El diez de mayo de 1775 se reunió en Filadelfia el Segundo Congreso Continental, al que se incorporaron, entre otros, Benjamin Franklin y Thomas Jefferson.

La situación era mucho más tensa entre las Trece Colonias y la metrópoli. Tuvieron que decidir numerosos asuntos. En primer lugar, enviaron una misión de paz a Londres. A fin de cuentas los colonos no contaban con un ejército regular y estaban temerosos de enfrentarse al glorioso ejército de Su Majestad Británica. La Petición del Ramo del Olivo fue el último intento norteamericano de lograr una salida negociada al conflicto. Los colonos ofrecían la posibilidad “de una reconciliación feliz y permanente”. Pero cualquier esperanza de reconciliación se rompió al negarse el rey Jorge III a recibir la petición y al recordar, el 23 de agosto de 1775, por el contrario, que las colonias estaban en estado de rebeldía. La actitud del monarca británico encendió la ira de los ahora independentistas.

Thomas Paine (1737-1809), antiguo corsetero inglés, maestro y funcionario real, que había llegado a Estados Unidos a finales de 1774, publicó en 1776 su panfleto el Sentido Común. Era un escrito ardoroso que criticaba la irracionalidad del sistema colonial y que llamaba a la independencia de las colonias. “Yo desafío al más firme defensor de la reconciliación” –afirmaba Paine– “para que me muestre una sola ventaja que este continente pueda cosechar por estar conectado con Gran Bretaña”. El texto tuvo una inmensa acogida entre los colonos americanos logrando, en 1776, 25 reimpresiones. Y Paine no estaba solo. La mayoría de los líderes de la “rebeldía” creía que el momento de la independencia había llegado. “Están avanzando despacio pero seguros”, escribía John Adams a uno de los líderes revolucionarios de Massachusetts, James Warren, el 22 de abril de 1776, “hacia esa gran revolución que tú y yo hemos esperado tanto tiempo”, concluía.

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