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El crecimiento natural de la población, entre los pobladores de origen europeo, fue en aumento tanto en las colonias inglesas como en las españolas pero sin embargo los movimientos migratorios europeos fueron muy distintos en los dos imperios. Tanto Inglaterra como España frenaron el flujo de inmigrantes hacia América procedentes de la metrópoli a lo largo del siglo XVII, pero Inglaterra aceptó y, en cierta medida, promovió la llegada de extranjeros a sus colonias americanas.

El ritmo de emigración desde Inglaterra hacia América había sido muy fuerte en la primera mitad del siglo XVII. Alrededor de 150.000 ingleses se habían trasladado a la costa oriental norteamericana. Pero después de la guerra civil y la peste que asoló las islas Británicas y tras el auge del mercantilismo, que consideraba a la población como un recurso indispensable para la riqueza nacional, los tratadistas ingleses defendieron que era perjudicial el flujo migratorio. Si exceptuamos a los ingleses castigados con la deportación, unos 30.000 a lo largo del siglo XVIII, la emigración desde Inglaterra y Gales hacia las Américas disminuyó mucho. Decididos, sin embargo, a promover el crecimiento de las colonias americanas, las autoridades coloniales inglesas aceptaron a inmigrantes que no procediesen de Inglaterra o de Gales. Y eso fue una de las grandes diferencias entre las colonias inglesas y la América española y francesa. Ya en 1680 William Penn había reclutado a inmigrantes procedentes de Francia, la mayoría hugonotes perseguidos tras la abolición del Edicto de Nantes en 1685. También Penn aceptó como pobladores a menonitas, amish y moravos procedentes de Holanda, de Alemania, y de los cantones alemanes de Suiza, para ocupar su inmensa colonia de Pensilvania. Otras colonias enviaron agentes a Europa para reclutar campesinos. La mayoría, unos 250.000, fueron irlandeses-escoceses, descendientes de los escoceses presbiterianos que se habían instalado en el Ulster durante el siglo XVII. Además, casi todas las colonias inglesas otorgaron facilidades a los extranjeros para formar parte de la comunidad en igualdad de condiciones que los primeros colonos. Los extranjeros que fueran protestantes y jurasen fidelidad a la Corona británica eran considerados súbditos, con las mismas libertades y privilegios, de los colonos norteamericanos. En 1740, el Parlamento británico aprobó una ley general de naturalización para sus colonias en América. Sin embargo pervivieron dificultades en la mayoría de las colonias inglesas para aquellos inmigrantes católicos o judíos.

Otros pobladores también llegaron masivamente durante el siglo XVIII a las colonias inglesas. Los esclavos, forzados desde África, eran cada vez más utilizados como mano de obra en las plantaciones. El descenso de su “precio”, ocasionado por el fin del monopolio de la Compañía Real Africana en 1697, y la extensión de la economía de plantación en las colonias del Sur fueron las razones para que la población esclava pasase de 200.000 individuos, en 1700, a 350.000 en 1763. La mayoría de los esclavos procedían de antiguas civilizaciones del África occidental como la de Ghana, la de Mali y la de Songhai. De todas formas la esclavitud estaba distribuida de forma irregular. Más de cuatro quintos de la población esclava habitaban en las colonias del Sur. A pesar de que en el Imperio español en América la utilización de mano de obra esclava era habitual, en los límites septentrionales repletos de misiones y presidios, con escasos colonos, y alta densidad de población indígena, la presencia de esclavos africanos no fue significativa.

Las autoridades españolas siempre dificultaron la inmigración hacia América. La Monarquía Hispánica exigía a los individuos que quisieran emigrar el cumplimiento de una serie de requisitos y la posterior obtención de una licencia tras un largo proceso. Además, a diferencia de lo que ocurría en las Colonias inglesas, la Monarquía Hispánica no aceptó la entrada de inmigrantes libres extranjeros. Sin embargo, a lo largo del siglo XVIII, se incumplió muchas veces la legislación y la presencia de extranjeros era obvia en los límites del imperio. Pese a que, en número, su presencia era menor que en la América inglesa.

Estas diferencias en el ritmo de crecimiento demográfico entre las colonias inglesas y las españolas fue una de las razones de la vitalidad económica, social y política de las Trece Colonias frente a los límites del Imperio español. Como explica el historiador David Weber en Carolina del Sur, una de las colonias inglesas más jóvenes había, en 1700, 3.800 colonos de origen europeo y 2.800 afroamericanos que eran esclavos. En la vecina Florida, uno de los territorios más antiguos de la Monarquía Hispánica, sólo residían, a comienzos del siglo XVIII, 1.500 pobladores de origen europeo. La diferencia aumentó en la primera mitad del siglo, en parte debido a la generosa política colonial inglesa frente a la restrictiva española. Así, en 1745, el número de pobladores de Carolina del Sur era diez veces superior al de Florida: 20.300 frente a los 2.700 habitantes de este septentrión español en América.

También existieron diferencias políticas entre los dos mundos coloniales. Las colonias inglesas gozaron de una mayor autonomía que los territorios hispánicos. Para muchos autores no fue un hecho querido por la corona inglesa. Pero los conflictos internos, que caracterizaron la historia de Inglaterra durante el siglo XVII, motivaron un cierto “abandono” del mundo colonial. Sin embargo tras la Gloriosa Revolución, el reconocimiento por parte de la metrópoli del interés económico de las colonias impulsó una política intervencionista. En 1696 se creaba el Board of Trade and Plantations con la intención de controlar el comercio colonial. Además se establecieron en las colonias los Tribunales del Almirantazgo que además de visibilizar el dominio inglés debían velar por el cumplimiento de las leyes que regían “el contrato” colonial.

Aunque el término mercantilismo no fue acuñado hasta 1776, por Adam Smith, el mercantilismo fue aplicado en la Europa del siglo XVII. Esta doctrina económica afirmaba que las naciones estaban abocadas a una lucha por la supremacía. Para lograr ventajas militares y estratégicas era necesario tener mayor poder económico que las otras potencias. El poder económico de una nación se medía por la cantidad de metales preciosos que fuese capaz de acumular. Cuanto más independiente fuese una nación y menos importaciones necesitase mayor sería su acumulación de metales y por lo tanto sería una nación más poderosa y sana.

Para el mercantilismo y, sobre todo, para el mercantilismo inglés las colonias tenían una clara función que cumplir. Inglaterra, igual que España y Francia, se convirtió en imperio para lograr tener una autonomía económica. Las colonias proporcionaban materias primas para la industria británica. También eran un mercado seguro para las manufacturas. El comercio con América potenció el desarrollo de una Marina mercante. En un momento donde los buques y los marinos se adaptaban a cualquier propósito naval, esto incrementó mucho el poderío naval y la fuerza combativa de la metrópoli. Sin embargo las Trece Colonias inglesas, poco controladas durante gran parte del siglo XVII, estaban habituadas a comerciar con otras zonas. Las Antillas y toda la América española a su vez estaban acostumbradas a recibir productos norteamericanos. También el comercio se hacía en barcos no ingleses. Era necesario, por lo tanto, una vez concluidas las contiendas civiles en la metrópoli tras la Restauración de Carlos II en 1660, establecer una nueva política colonial que obedeciese a los principios mercantilistas.

Entre 1660 y 1672 se promulgaron una serie de leyes con la finalidad de organizar el Imperio británico de una forma unitaria y autosuficiente que garantizase ganancias para los súbditos ingleses: fueron las Actas de Comercio y Navegación. Las Actas contenían cuatro requisitos fundamentales. Todos los intercambios entre la metrópoli y sus colonias debían hacerse en barcos construidos en las colonias o en Inglaterra pero que, en cualquier caso, perteneciesen a ingleses y fueran capitaneados por oficiales ingleses. Los bienes importados por las colonias, a excepción de la fruta y del vino, debían pasar antes por Inglaterra por lo que estaban sujetos a las tasas británicas de importación. Las colonias tenían la obligación de exportar a Inglaterra determinados productos “enumerados”. En el siglo XVII fueron muy pocos los productos de este tipo: el tabaco, el azúcar y el algodón. Pero a comienzos del siglo XVIII la lista aumentó considerablemente. Se incorporaron el arroz, la melaza, las pieles y los artículos de construcción naval. Las colonias tenían ésta obligación aunque el destino último de sus productos fuesen otros países europeos. La diferencia entre el precio impuesto por la colonia a Inglaterra y el que después ésta le asignaría al venderlo a otra potencia, era la finalidad de esta medida. También se prohibía a las colonias producir ciertos artículos que pudiesen competir con la manufacturas inglesas.

Las Actas de Navegación subordinaban claramente los intereses de las colonias a los de Inglaterra. Pero eso no fue un problema para los colonos americanos de los siglos XVII y primera parte del siglo XVIII. Al promulgarse las Actas de Navegación, las colonias agrícolas tuvieron asegurado el mercado para sus productos. Tenían, además, garantizada la compra de sus cosechas. Las colonias de Nueva Inglaterra vieron crecer su industria naval al permitir Inglaterra que los barcos fuesen construidos en América. Además al excluir las Actas a las marinas de otros países del comercio colonial, Inglaterra tuvo la necesidad de comprar barcos americanos. Durante el siglo XVII y el primer tercio del siglo XVIII los norteamericanos no protestaron por la política económica imperial. Pero sí pensaron que debían velar por sus intereses en la metrópoli. Siguiendo el modelo de Massachusetts, las Trece Colonias establecieron agentes para defender sus intereses en Londres.

El intervencionismo no sólo fue organizativo y económico. También la metrópoli intentó transformar a las colonias controladas por compañías comerciales o propietarios en colonias reales. Poco antes del estallido de la revolución, ocho de las trece colonias se habían convertido en colonias reales: Virginia (1624), Carolina del Norte (1729), Carolina del Sur (1729), New Hampshire (1679), Nueva York (1685), Massachusetts (1690), Nueva Jersey (1702) y Georgia (1750). Existían dos colonias de Constitución: Rhode Island y Connecticut y se mantenían todavía tres colonias de propietario: Maryland, Delaware y Pensilvania. Pero a pesar de sus diferencias todas las colonias terminaron teniendo una organización institucional similar. Un gobernador, un Consejo Asesor, y una Asamblea Legislativa. El gobernador, a excepción de en Rhode Island y Connecticut –las dos colonias de Constitución– que era elegido por las asambleas coloniales, era designado por el rey o por los propietarios. Resultaba inusual, aunque podían hacerlo, que los propietarios gobernasen en sus colonias. Lo habitual era que residiesen en Inglaterra y nombrasen diputados para gobernarlas.

Aunque en teoría los gobernadores tenían un poder inmenso, gobernaban, era jueces supremos y además jefes de las milicias coloniales, en la práctica su poder estaba limitado. Los presupuestos anuales, incluidas muchas veces la partida destinada para su salario, lo decidían las asambleas coloniales.

Era el gobernador el que designaba a los miembros del Consejo Asesor que en realidad ejercía como una Cámara Alta de las Asambleas.

Los miembros de las asambleas eran elegidos por sufragio restringido. Para ser elector, en la mayoría de las colonias, se exigía el requisito de propiedad. Las condiciones para ser elegido eran más restringidas. Además de la condición de propietario, existían requisitos de orden religioso o consistentes en formular determinados juramentos que alejaban a los católicos y a los judíos de las asambleas coloniales. En cualquier caso, los miembros del Consejo y los representantes de las asambleas coloniales eran americanos. Entre sus funciones estaban preparar, discutir y promulgar leyes centradas en los intereses de la colonia siempre en concordancia con las leyes de la metrópoli; fijar la cantidad y la clase de impuestos que los contribuyentes debían pagar; distribuir y discutir, como ya hemos señalado, los salarios de los oficiales públicos incluido el del gobernador; nombrar jueces y también fijar y garantizar sus salarios, elegir a los agentes de la colonia para defender sus intereses frente al parlamento británico, elegir al portavoz de la Asamblea y convocar elecciones periódicas para renovar su composición.

La proximidad de los colonos, eso sí propietarios, a la discusión y resolución de los asuntos americanos fue una de las características de las colonias inglesas. Si bien es verdad que la solución última residía en las instituciones inglesas, el debate, la formulación de los problemas y algunas de las soluciones eran americanas. Mientras en el Imperio español existía una clara lejanía de esos funcionarios reales –que casi nunca fueron “naturales” y rara vez americanos y que en muchos casos llegaron a las colonias con la mentalidad repleta de problemas europeos–, de la compleja realidad americana. Mientras que los nuevos problemas eran reconocidos y resueltos con soluciones nuevas en la América inglesa no ocurría lo mismo en la compleja maquinaría administrativa de la Monarquía Hispánica. Los nuevos problemas americanos tardaban tiempo en ser identificados y siempre se intentaron resolver con soluciones viejas y sobre todo lentas.

De nuevo las diferencias en la organización institucional de los mundos coloniales explican la mayor vitalidad política de las colonias inglesas, y la emergencia de un sentimiento de formar parte de una comunidad con problemas similares. En el proceso de resolución de esos problemas los americanos de las colonias inglesas fueron adquiriendo una conciencia de proximidad que los diferenciaba de los otros mundos coloniales y que fue imprescindible para comprender el surgimiento de una nueva comunidad política: Estados Unidos.

Además en las colonias inglesas existía una vitalidad cultural insospechada en las “fronteras” del Imperio español en América del Norte. Desde la llegada de los primeros colonos puritanos la educación de los niños fue un elemento importante. En las colonias de Nueva Inglaterra siempre que existieran cincuenta casas se abría una escuela primaria. Aunque no siempre se cumplió, la proliferación de escuelas fue una realidad. También se promovió mucho la educación en las colonias intermedias. En Pensilvania, William Penn había promulgado normas para instalar escuelas públicas. En las colonias del Sur los esfuerzos para promover escuelas de este tipo, fueron más difíciles por la mayor dispersión de la población. Muchos plantadores y comerciantes sureños enviaron a sus hijos a Inglaterra o contrataron preceptores particulares.

En 1740 sólo había tres universidades en la América inglesa: Harvard en Massachusetts, William and Mary, en Virginia, y Yale, en Connecticut. A mediados del siglo XVIII, coincidiendo con el “Gran Despertar”, muchas de las diferentes confesiones entonces reformadas abrieron centros de educación superior. Así, los baptistas evangélicos fundaron el College de Rhode Island, actual Universidad de Brown, en 1760; la Iglesia reformada holandesa creó el Queens College, ahora Universidad de Rutgers en Nueva Jersey; Eleazer Wheelock fundó la universidad evangélica de Dartmouth. Los anglicanos rivalizaron por la creación de centros que pudieran educar a las élites para mejor divulgar las diferentes confesiones. En 1750 habían fundado el Kings College de Nueva York, actual Universidad de Columbia y el College de Filadelfia que ahora conocemos como la Universidad de Pennsylvania.

Una muestra de la vitalidad cultural de las Trece Colonias inglesas en América del Norte es la proliferación de periódicos a lo largo del siglo XVIII. Es cierto que la mayoría de ellos se imprimían y distribuían en las ciudades pero muchos llegaban hasta los últimos rincones de las colonias. Boston lideró en ellas la actividad impresora. El Boston NewsLetter se fundó en 1704. En 1720 dos nuevos periódicos vieron la luz en Boston y además surgieron también periódicos en Filadelfia y Nueva York. En 1775, existían más de 38 periódicos en las colonias. La prensa estaba repleta de debates que se desarrollaban utilizando a veces el recurso de las cartas, o de fragmentos de discursos políticos y también de sermones. Además, en los núcleos urbanos, se imprimían almanaques y panfletos.

Los panfletos fueron los más populares. Eran hojas impresas, plegadas de diferentes formas, que normalmente escribía un solo autor. El texto siempre se centraba en un único tema. Y quizá por su sencillez eran muy baratos. Además, los panfletos al no estar cosidos y tener pocas páginas se imprimían de forma más rápida que periódicos, almanaques y libros y llegaban a muchos más lectores.

En las “fronteras” del Imperio español en América del Norte fueron las misiones los mayores centros de educación aunque también existieron escuelas parroquiales. En San Agustín había una escuela vinculada a la parroquia desde su fundación y, desde 1606, también existió un seminario. Se cerró durante unos años y se reabrió en 1736 y, de nuevo, en 1785 tras la recuperación de Florida por España. En Nuevo México, además de las misiones para adoctrinar a la población indígena, había escuelas parroquiales. A pesar de que los reyes desde 1721 ordenaron el establecimiento de escuelas públicas en los pueblos y asentamientos de españoles éstas nunca llegaron a crearse.

En Texas se fundaron misiones y también escuelas parroquiales. Sabemos que en San Fernando de Bexar (San Antonio) los padres de los alumnos pagaban una pequeña cantidad para que el sacristán de una de las parroquias dedicara unas horas a enseñar a los niños a leer y a escribir. En California la labor educativa residió casi exclusivamente en las misiones. Allí los niños indígenas aprendían catecismo normalmente con textos preparados por los misioneros en lengua indígena y además a leer y a escribir en español. También aprendían diferentes oficios. En Luisiana los franceses fundaron colegios religiosos y los españoles los mantuvieron. Existían colegios de ursulinas para niñas y de jesuitas para varones en Nueva Orleáns.

La llegada de la imprenta a los límites del Imperio español fue tardía. Sólo existían imprentas y por lo tanto folletos y publicaciones periódicas en Luisiana y su origen era claramente francés. Tres imprentas existían en Nueva Orleáns durante el periodo de dominación española: la de Denis Braud, la de Antoine Boudousquié y la de Louis Duclot encargadas de publicar todas las comunicaciones oficiales de las autoridades españolas. A partir de que en 1794 se comenzase a publicar el periódico The Moniteur de la Louisiana, los gobernadores españoles utilizaron este nuevo cauce. Este periódico, aunque escrito en francés, también tenía textos oficiales y artículos en español.

Pero el factor que más contribuyó a crear ese sentido de “nosotros” imprescindible para comprender el surgimiento de una nueva nación, Estados Unidos en 1776, fue la participación de los colonos ingleses de forma conjunta en las guerras imperiales, complicadas muchas veces con guerras indígenas.

En 1643 Massachusetts, Plymouth, Connecticut y New Haven crearon una asociación “ofensiva y defensiva, de mutuo asesoramiento y ayuda (…) para lograr la mutua seguridad y el muto bienestar”. Recibió el nombre de Confederación de Nueva Inglaterra. Mientras existió el peligro indígena la Confederación funcionó bien. Se celebraban reuniones, se socorrían unas colonias a otras, se tomaban decisiones conjuntas. Sin embargo, coincidiendo con un debilitamiento de los indígenas de la costa nordeste, la Confederación desapareció. Siempre se ha considerado, sin embargo como un precedente de la futura Confederación de los Estados Unidos de América. También Virginia se reunía periódicamente con las Carolinas cuando surgían amenazas indígenas en sus fronteras.

Más importante que estas alianzas para hacerse fuertes contra los indígenas, fue la participación conjunta de algunas de las colonias en las Guerras Imperiales. Durante los siglos XVII y XVIII estallaron cuatro grandes enfrentamientos que afectaron a las metrópolis y también a sus respectivos imperios coloniales. Estos enfrentamientos se denominaron de forma distinta en Europa y en América. La guerra de la Gran Alianza europea, se llamó la guerra del rey Guillermo (1689-1697); la Guerra de Sucesión española, la denominaron las colonias inglesas la Guerra de la Reina Ana (1702-1713); la Guerra de Sucesión austriaca, fue para América la Guerra del Rey Jorge (1744-1748); y la Guerra de los Siete Años se conoció como la Guerra Franco-India (1756-1763). En estas guerras participaron siempre dos o más colonias involucrándose con dureza los colonos a través de las milicias coloniales. Además, al desarrollarse, en parte, en suelo americano, la población civil se fue impregnando también de un sentido de unidad. Las colonias de Nueva Inglaterra y también la de Nueva York se involucraron en la Guerra del Rey Guillermo. Las mismas colonias y Carolina del Sur participaron activamente en la Guerra de la Reina Ana; también las colonias de Nueva Inglaterra participaron en la Guerra del Rey Jorge. Las tropas para esa guerra se abastecieron desde Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania.

Fue en la guerra franco-india o Guerra de los Siete Años en donde los imperios coloniales se enfrentaron con mayor dureza y todas las colonias se vieron inmersas de una o de otra forma. También en esa guerra muchos colonos, entre ellos George Washington adquirieron la experiencia militar que les posibilitó después luchar en la guerra de Independencia de Estados Unidos.

La guerra enfrentó a las potencias borbónicas y a Inglaterra. La estrategia de Inglaterra en América fue sencilla. Por un lado incrementar su presencia militar. Y por otro involucrar, lo máximo posible, en la guerra, a los habitantes de las Trece Colonias. Así envió a América a un ejército de 25.000 hombres y logró reclutar, aunque pagando salarios, a otros 25.000 residentes en América. La superioridad numérica inglesa obtuvo resultados. Las campañas bélicas inglesas querían cortar la comunicación entre Canadá y el Misisipi escindiendo así el territorio francés en Norteamérica. En 1758, las tropas británicas ocuparon, primero, Fort Frontenac en el lago Ontario y después Fort Duquesne, rebautizado como Fort Pitt al oeste de Pensilvania. Fragmentado en dos el Imperio francés en América, Inglaterra y sus colonias lanzaron un ataque masivo sobre Canadá. Desde la desembocadura del río San Lorenzo, y desde los lagos Ontario y Champlain, los ingleses la inundaron. Tras la derrota del general francés Louis Joseph Montcalm, en las llanuras del monte Abraham, los ingleses conquistaron Quebec. En 1760, Jeffrey Amherst, comandante en jefe del ejército británico, ocupó Montreal. El poderío británico fue superior en las batallas terrestres y además la marina británica obtuvo victorias en la América insular francesa y española. Así los ingleses conquistaron territorios franceses como Guadalupe, en 1759, y Martinica, en 1762, y lograron apoderarse del puerto de La Habana, vital para la defensa española del golfo de México. También en el Pacífico ocuparon el puerto de Manila, en Filipinas. Las potencias borbónicas sufrieron además en sus posesiones europeas. Su aplastante fracaso se plasmó en las duras condiciones de paz.

Así, en la Paz de París de 1763, las potencias borbónicas vieron tambalearse sus intereses americanos. España perdía la posibilidad de explotar, como había hecho desde el siglo XVI, la riqueza pesquera de Terranova, cedía, como única forma de recuperar su querido puerto de La Habana, “a su majestad británica, Florida con el fuerte de San Agustín y la bahía de Penzacola” y veía legalizada la explotación del palo campeche en la costa de Honduras por los comerciantes ingleses. Francia compensó a Inglaterra “con el río y puerto de la Mobila y todo lo que posee o ha debido poseer al lado izquierdo del río Misisipi a excepción de la ciudad de Nueva Orleáns y la isla donde ésta se halla situada, que quedarán a Francia; en inteligencia de que la navegación del río Misisipi será igualmente libre tanto a los vasallos de Gran Bretaña como a los de Francia”, también perdía la isla de cabo Breton frente a Nueva Escocia; además la Monarquía francesa, para resarcir de los desastres de la guerra a su aliada España, entregó a Carlos III, por el Tratado secreto de Fontainebleau de 1762, el territorio de Luisiana, que comprendía, tras la cesión que había hecho a Inglaterra, sólo la cuenca occidental del Misisipi incluyendo el puerto de Nueva Orleáns, en la parte oriental del río. Estas compensaciones, unidas a la entrega del Canadá a los ingleses, ocasionaron que Francia quedase excluida como potencia colonial de Norteamérica y que la línea divisoria entre los territorios hispanos y británicos en América estuviera en el río Misisipi.

Inglaterra y sus colonias se habían alzado triunfantes en las guerras imperiales. Las fronteras de la Monarquía Hispánica se habían alejado de las Trece Colonias inglesas. Además, Inglaterra obtenía otros territorios en América del Norte: Florida y Canadá. Francia dejaba de ser una potencia con intereses coloniales en la Norteamérica. Pero un nuevo problema se aproximaba para la exultante Corona inglesa. Las colonias americanas habían adquirido una clara conciencia de “nosotros”. Una economía boyante, una sociedad sofisticada, una cultura desarrollada y una experiencia militar común, fueron la causa de una reflexión americana propia e independentista.

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9788415930068
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