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Imposibilitada la negociación y con los ánimos exaltados la guerra se iba tornando revolucionaria. El Congreso Continental decidió elegir al virginiano, veterano en las milicias coloniales, George Washington, como comandante en jefe del nuevo ejército colonial.

Pero el Congreso Continental no sólo debía dirigir la guerra. Se había cortado todo vínculo pacífico con la metrópoli. La organización institucional colonial no servía y había, por lo tanto, que discutir y modelar una organización institucional nueva.

“Puesto que su Majestad Británica, unida a los lores y los comunes de Gran Bretaña, ha arrojado de su protección, por un Acta del Parlamento, a los habitantes de estas Colonias Unidas”, afirmaba una disposición del Congreso Continental el 10 de mayo de 1776, “y puesto que no ha habido respuesta a las peticiones de las colonias de lograr una reconciliación (…) recomendamos a las asambleas y gobiernos de las colonias que se adopten nuevos gobiernos que logren, en opinión de los representantes, conseguir la felicidad y seguridad de sus gobernados en particular y de América en general”. Y así fue. En todas las colonias se crearon gobiernos revolucionarios denominados muchas veces congresos provinciales. En la primavera del año 1776, el Congreso de Carolina del Sur había aprobado una Constitución que rechazaba todo lazo de unión con Gran Bretaña. Otras colonias habían tomado resoluciones semejantes. Carolina del Norte y Rhode Island habían ordenado a sus representantes en el Congreso Continental que apoyaran la independencia. Poco después, el Congreso provincial de Massachusetts exigía al Congreso Continental una declaración formal de independencia.

Benjamin Franklin, John Adams, Roger Sherman, Robert Livingston y el joven Thomas Jefferson fueron elegidos por el Congreso Continental como miembros del comité que debía preparar la Declaración. De todos ellos fue Thomas Jefferson el que preparó un borrador. Sabemos que lo escribió de pie, en un atril de un joven albañil llamado Graff y que tardó un par de semanas en redactarlo. Todos consideraron que el texto de Jefferson era preciso y claro pero aún así, buscando un mayor consenso entre las colonias, se alteró más de una cuarta parte. El fragmento suprimido más llamativo fue el que acusaba “al tirano”, al rey Jorge III, de ser responsable del comercio de esclavos. El texto de Jefferson tenía muchas influencias pero las más explícitas fueron las de John Locke y las de su amigo George Mason. Locke había afirmado que el propósito de todo gobierno es el de garantizar la vida, la libertad y la felicidad de los gobernados. Mason en la Declaración de Derechos de Virginia (1775) había escrito que “todos los hombres son por naturaleza iguales, libres e independientes y tienen ciertos derechos inalienables (…) sobre todo el disfrute de la vida y la felicidad con el objetivo de alcanzar y obtener felicidad y seguridad”. La Declaración de Independencia de Estados Unidos contenía las causas que habían llevado a las antiguas colonias a su proceso de independencia y también reflejaba los ideales de la Ilustración. En uno de los párrafos más precisos y claros de la historia de las ideas, Thomas Jefferson afirmaba “que todos los hombres son creados en igualdad y dotados por el creador de ciertos derechos inalienables entre los que se encuentran la vida, la libertad y el derecho a la felicidad. Que para asegurar esos derechos, los hombres crean gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que cuando quiera que cualquier forma de gobierno se torna destructora de estas finalidades es derecho del pueblo alterarla o abolirla”. Jefferson recalcaba en la Declaración que había sido el rey de Gran Bretaña quién había violado el pacto con sus gobernados al intentar “el establecimiento de una tiranía absoluta sobre estos Estados”. Por lo tanto, Jorge III era “indigno de ser gobernante de un pueblo libre”. Las antiguas colonias se proclamaban, además, “Estados libres e independientes; que se consideran libres de toda unión con Gran Bretaña”.

El texto de Thomas Jefferson fue debatido durante cuatro días en el Congreso Continental y promulgado el 4 de julio de 1776. Había nacido la primera nación soberana en América.

De colonias a repúblicas confederadas

Pero una vez proclamada la independencia, los ahora Estados tenían muchas obligaciones que cumplir. Por un lado debían, una vez destruido el sistema imperial, elaborar un nuevo marco político que ordenase las relaciones políticas, sociales y económicas de la nueva nación. Y además debían ganar la guerra de Independencia al ejército de su majestad británica.

Los debates para elaborar nuevos textos políticos que sustituyeran a las viejas cartas coloniales y que organizasen las nuevas comunidades, fueron de un enorme interés. Las fuentes en donde los Padres Fundadores habían bebido aparecían con claridad. Pero no todas las lecturas tuvieron la misma utilidad. Ni tampoco se utilizaron de forma simultánea. La experiencia y las necesidades concretas invitaban a la selección de uno u otro texto. Como se aprecia en la Declaración de la Independencia los antiguos colonos ya no evocaban la Constitución inglesa, ni las Cartas coloniales, ni a la “tradición inmemorial” de las colonias inglesas, para justificar sus derechos. No podían y no querían hacerlo porque habían roto todo nexo con Gran Bretaña. De todos los politólogos que habían escrito sobre los derechos era John Locke el que interesaba más a las colonias recién independizadas. Si la independencia se justificaba, como había escrito Jefferson, por “las Leyes de la Naturaleza y por el Dios de la Naturaleza”, los derechos de los americanos emanaban desde luego de las mismas fuentes. La experiencia de la ruptura ocasionó, pues, que de todas las reflexiones fuera la de los derechos naturales descrita en Two Treatises of Government la que más influyera. Es verdad que muchos americanos no habían leído los textos de Locke. No era una lectura fácil y mucho menos popular. Pero sí habían oído o leído algunas de las interpretaciones que había hecho de su obra uno de los autores más populares del siglo XVIII en el mundo de habla inglesa. El Robinson Crusoe de Daniel Defoe se había publicado y reeditado muchas veces en Estados Unidos durante el periodo revolucionario.

También la independencia impulsó la aceptación de los principios del republicanismo. Los americanos más cultos leyeron, como ya hemos señalado, a los autores republicanos de la Antigüedad, del Renacimiento o de la oposición británica, directamente, pero otros, como había ocurrido con la obra de Locke, captaron el republicanismo de forma indirecta. Era imposible en la América revolucionaria abstenerse de sus principios. Las obras de teatro, los pasquines, los artículos de prensa, los seudónimos utilizados por los articulistas políticos, las canciones populares, tenían una fuerte carga republicana. Representaciones del Catón de Addison, del Julio César de Shakespeare, de Alejandro el Grande de Nathaniel Lee se estrenaban en los teatros de casi todos los estados. El propio George Washington organizó una representación de Catón para levantar la moral de sus tropas. También los impresores americanos reimprimían artículos, canciones y poemas procedentes de publicaciones periódicas inglesas como The Guardian, The Craftsman, The Spectator y otras con fuertes influencias republicanas.

Esta cultura política diversa, polémica, ecléctica y rica se plasmó en los nuevos textos políticos que organizaban a la nueva nación. Pero la riqueza de las fuentes y las necesidades, que la propia experiencia revolucionaria iba señalando, hicieron que en determinados periodos se eligieran unos autores y en otros se optara por otros. O que las mismas obras políticas tuvieran diferentes lecturas. Pero, en cualquier caso, el peso de la cultura y de la práctica políticas fue esencial en la formulación de un nuevo orden que anticipaba la modernidad política. Por primera vez el hombre se consideró capaz de que la teoría descendiese y articulase la nueva organización institucional. Pero esa percepción de novedad absoluta que tenían los revolucionarios también era equívoca. La revolución no sólo se fundamentaba en determinados textos sino que también partía de la propia experiencia de las colonias en su relación con la vieja metrópoli. El nuevo orden tenía mucho del tradicional.

Todos los ahora estados, salvo Rhode Island y Connecticut, que continuaron con sus liberales cartas coloniales, decidieron redactar y promulgar constituciones escritas. Las constituciones de los Estados fueron elaboradas por asambleas constituyentes o por los congresos provinciales que habían sustituido a las autoridades británicas.

Escribir la Constitución era una gran novedad. La Constitución de Gran Bretaña estaba constituida por leyes y tradiciones no escritas, pero era comprensible que los nuevos estados quisieran redactarlas. Como había afirmado Thomas Jefferson, directamente influido por Locke, “habiendo disuelto” todo lazo de conexión con Jorge III al violentar éste los derechos inherentes a los americanos, era imprescindible “grabar” los derechos. Las constituciones escritas serían barreras reales contra las tiranías. Además era lógico que se les ocurriera. Las colonias habían tenido textos escritos, cartas reales que recogían sus privilegios y derechos.

Todas las constituciones, siguiendo el modelo de la de Virginia redactada por Thomas Jefferson, se abrían con una Declaración de Derechos; y también siguiendo, en este caso, El Espíritu de las Leyes (1748) de Montesquieu, tenían un sistema de separación de poderes y un mecanismo de equilibrios y controles entre ellos, como fórmula creada para evitar el abuso de poder o lo que es lo mismo la violación de los derechos, la tiranía. “La institución que detente el poder legislativo nunca ejercerá el poder ejecutivo y el judicial ni ninguno de ellos; la que detente el poder ejecutivo nunca ejercerá el legislativo y el judicial, ni ninguno de ellos, la que detente el judicial no ejercerá el legislativo y el ejecutivo ni ninguno de ellos”, rezaba la Constitución de Massachusetts. Así en todas las nuevas constituciones, de los ahora estados, el poder legislativo, ejecutivo y judicial recaía siempre y de forma drástica en cuerpos distintos.

Además, los revolucionarios en la mayoría de los nuevos estados debilitaron mucho el poder ejecutivo reforzando el de las legislaturas. Les preocupaba, después de la experiencia monárquica, que el poder recayera en una sola persona. El gobernador era, así, elegido por las legislaturas todos los años en todos los estados menos en tres en que le garantizaban un tiempo mayor de gobierno. Su poder era limitado. No tenía derecho de veto, a excepción de Massachusetts, y podía ser destituido por razones políticas. El poder legislativo, salvo en Pensilvania, Georgia, y más tarde, cuando se convirtió en estado de la Unión, en Vermont, recaía en dos cámaras: una cámara de representantes y un senado, reforzando así el sistema de equilibrios y controles.

Las nuevas constituciones no sólo dibujaron una nueva y revolucionaria organización institucional sino que, también ampliaron los derechos políticos de los americanos. Aún así, en muchos estados se mantuvieron requisitos de propiedad para los electores. Para ser elegido además de éstos se exigieron requisitos de orden religioso o pronunciar determinados juramentos que alejaban a los católicos y a los judíos de los puestos representativos.

Los Trece Estados fueron independientes unos de otros y sólo tenían un embrión de organización política común: el Segundo Congreso Continental. El Congreso, además, tenía escasos poderes y dificultades tanto para organizar y dirigir la guerra como para establecer alianzas diplomáticas, necesarias para ganarla. Los propios congresistas lo sabían y decidieron nombrar un comité presidido por el abogado de Filadelfia, John Dickinson, para estudiar la posibilidad de crear un marco político común. De nuevo la cultura política del XVIII americano entró en debate. “La experiencia debe de ser nuestra guía”, afirmaba Dickinson, en los debates sobre el mejor modelo político que se podía instaurar. Fervoroso del barón de Montesquieu y temeroso, como la mayoría de los revolucionarios al principio de la guerra, del abuso de poder del rey de Inglaterra, Dickinson optó por un modelo político confederal. Consideraba que era la mejor forma de garantizar los derechos enumerados en la Declaración de Independencia. Cuanto más próximo está el poder de los ciudadanos menos peligro existe de reproducir situaciones de abuso de poder como las vividas con el rey Jorge III.

Los Artículos de la Confederación reconocían que en los Estados Confederados de América, como en el resto de las confederaciones conocidas, la soberanía recaía en cada uno de los estados. Y eran ellos, los que a través de sus instituciones, satisfacían las demandas de los ciudadanos. En realidad, en el Congreso de la Confederación sólo se trataban problemas que afectaban a los estados y por ello cada uno de los Trece Estados, sin importar el número de habitantes que tuvieran, tenía la misma representación: un solo voto. Además el Congreso de la Confederación tenía escasos poderes. Dirigir la guerra, concertar tratados de paz, intercambiar delegaciones diplomáticas con otras naciones, regular los asuntos indígenas, resolver las disputas entre los distintos estados, acuñar moneda y organizar y dirigir un servicio postal confederal. No tenía capacidad ni para fijar impuestos y recaudarlos ni para regular las competencias comerciales. Los estados retenían todas las competencias que no se habían traspasado expresamente al Congreso.

El proyecto propuesto por John Dickinson fue aprobado por el Congreso Continental en 1777 pero necesitaba además para su puesta en vigor la ratificación de los estados miembros. Y allí es donde comenzaron a surgir los problemas.

Si bien todos los estados estuvieron de acuerdo en constituirse en una Confederación de estados soberanos, no ocurrió lo mismo con los límites de cada uno de los estados miembros de la Confederación que ahora debían definirse. Todos los jóvenes estados tenían muchas ambiciones territoriales. Las fronteras entre ellos y también las lindes con los imperios coloniales, español e inglés, no estaban bien definidas. Además, estando como estaban en guerra era previsible que se produjeran, de nuevo, cambios territoriales en América del Norte. Nada menos que siete de los Trece Estados reclamaban para sí territorios en el Oeste. Todos preveían, conforme avanzaba la guerra de Independencia, que Gran Bretaña abandonaría los territorios entre los Allegany y el Misisipi; así como los comprendidos entre el oeste de Florida y los Grandes Lagos. Massachusetts, Connecticut, Nueva York, Virginia, las dos Carolinas y Georgia, enarbolando viejos mapas coloniales, reclamaban para sí territorios del Oeste.

Massachusetts pedía todo el territorio al oeste de Nueva York, Connecticut una zona amplia al sur de la frontera de Massachusetts, Virginia exigía casi todo el valle del río Ohio y el Noroeste. Los estados sureños, basándose en sus viejas cartas coloniales, reclamaban las tierras comprendidas entre sus fronteras del Oeste y el Misisipi. Sin embargo las reclamaciones más sorprendentes eran las de Nueva York. No estaban articuladas en torno a las viejas cartas coloniales sino a la cesión de los iroqueses de todas las tierras situadas entre el río Tennessee y los Grandes Lagos.

Tres años tardaron los trece Estados Unidos en llegar a un acuerdo sobre sus fronteras y poder ratificar los Artículos de la Confederación. Sólo en 1781, y tras duras negociaciones, pudieron alcanzarlo. Los siete estados implicados aceptaron renunciar a sus derechos sobre los territorios del Oeste y cedérselos a la Confederación. El acuerdo territorial, además, fue muy importante para el futuro de Estados Unidos. Comenzó una etapa de debates en el Congreso y también de proyectos. En esas discusiones sobre los territorios denominados “del Noroeste”, se plasmó el inmenso interés de la Confederación de Estados Unidos por expandir sus “fronteras” pero también el temor a que el crecimiento territorial, como había ocurrido durante la historia de Roma, pudiera acarrear la corrupción de los valores republicanos. Los territorios sobre los que los diferentes estados habían cedido sus derechos, serían administradas por el propio Congreso de la Confederación, hasta llegar a un acuerdo definitivo sobre su futuro.

Guerra y acuerdos de paz

Fue muy difícil para las antiguas colonias inglesas lograr militarmente su independencia. Desde el mismo momento que, en el Segundo Congreso Continental, George Washington fue nombrado comandante en jefe del ejército americano sabía que la empresa era de una gran envergadura. Transformar a las milicias coloniales en un auténtico ejército, dominar la resistencia interna –muchos colonos y muy capacitados permanecieron fieles a Gran Bretaña–, y contribuir a convencer a las potencias borbónicas para que intervinieran en la guerra, eran sus retos inmediatos.

Durante toda la época colonial el ejército encargado de la defensa de las colonias inglesas era el ejército británico. Los colonos se organizaban en milicias para apoyar las actuaciones del ejército regular pero se sentían, ante todo, granjeros y artesanos. Trascurrido el tiempo necesario para resolver un conflicto concreto siempre regresaban a sus hogares. Cuando el Segundo Congreso Continental decidió transformar a las milicias, que se estaban enfrentando militarmente con el ejército británico, en un ejército regular la situación era desoladora. El Congreso no disponía de material bélico, no tenía municiones y tampoco experiencia militar como para ganar la guerra. Nada más estallar la violencia, en los alrededores de Boston, las milicias de Vermont y de Massachusetts, los Green Mountain Boys, dirigidos por Ethan Allen, lograron apoderarse de la fortaleza de Ticonderoga, en el lago Champlain, obteniendo pólvora y cañones. Fue el armamento inicial del ejército continental. Pero el desorden entre la tropa se mantenía. No sólo los integrantes de las milicias eran voluntarios, sino que las milicias tenían derecho a elegir por votación a sus jefes y oficiales. La indisciplina era habitual. Los distintos grupos de milicias no compartían ni siquiera el uniforme.

Mientras que George Washington viajaba de Filadelfia a Boston para incorporarse a su nuevo destino, el ejército británico se enfrentó a los patriotas americanos en Bunker Hill. La gran cantidad de bajas provocó una reflexión en Washington. Era prioritario reorganizar al nuevo ejército de mar y de tierra norteamericano. En octubre de 1775, el Congreso Continental organizó una armada transformando buques mercantes. Creó también un cuerpo de infantes de Marina.

Sin embargo las medidas militares del Congreso Continental no fueron suficientes para convencer a los colonos indecisos. Al igual que había ocurrido con las colonias inglesas en América del Norte que se habían dividido frente al proceso de independencia de las Trece Colonias atlánticas, muchos colonos no mostraron ninguna simpatía por la independencia.

Al estallar el conflicto armado, las tres colonias inglesas más septentrionales de América –Nueva Escocia, Terranova y Quebec– que estaban menos pobladas, eran menos dinámicas, y habían pertenecido a distintos imperios coloniales, permanecieron fieles a la Corona británica. Tampoco se unieron a la rebelión los plantadores de las Indias Occidentales muy vinculados al mercado británico. De la misma forma, más de una cuarta parte de la población de las Trece Colonias atlánticas permaneció fiel a la Corona británica. Fueron denominados realistas, tories o Amigos del Rey. La mayoría de los realistas compartían la cultura política revolucionaria y se opusieron, enarbolando el concepto de libertad británico, al reforzamiento del sistema imperial. Pero estaban convencidos de que la guerra era peligrosa para las colonias y también de que éstas prosperarían más y de forma más equilibrada dentro del imperio. Sólo se debía revisar el sistema imperial, nunca romperlo. Desde el principio, los revolucionarios exigieron fidelidad a su causa y declararon la lealtad a Jorge III como alta traición. Los castigos para los tories fueron duros y continuos, desde la pena de muerte a la confiscación de bienes y la cárcel. En todas las colonias había realistas pero, sobre todo, en las de Nueva York, Nueva Jersey y en la más joven de Georgia. Es más, Nueva York contribuyó con más hombres al ejército de Jorge III que al de Estados Unidos. En total más de 19.000 colonos de origen europeo se unieron al ejército británico durante la guerra de Independencia articulados en unas cuarenta unidades militares realistas.

Otros pobladores norteamericanos también se unieron al ejército real. Cuando se les dio la oportunidad de elegir, los esclavos del Sur se integraron masivamente en el ejército británico. Durante la guerra más de 50.000 esclavos –un diez por ciento– dejaron las plantaciones, y de ellos unos 20.000 fueron evacuados por el glorioso ejército de Su Majestad británica. Tras la derrota británica, los antiguos esclavos se exiliaron. Unos a Nueva Escocia, otros a Quebec, y otros a Londres. Muchos, sin embargo, formaron parte de una nueva nación integrada por antiguos esclavos británicos: Sierra Leona en la costa occidental africana. También los tories, de origen europeo, se marcharon. Unos 35.000 se instalaron en Nueva Escocia formando allí la provincia de New Brunswick, en la década de 1780. Otros 8.000 se dirigieron a Québec fundando la provincia de Upper Canada, más tarde Ontario. Otros más fueron a las Indias occidentales y también a Florida. Y muchos abandonaron América y se dirigieron a Inglaterra.

Como en todas las guerras civiles existió un gran dolor y una gran división familiar y regional. En la revolución norteamericana se exiliaron treinta de cada mil habitantes, mientras que en otras revoluciones de finales del siglo XVIII o de principios del XIX, como la Revolución francesa sólo se marcharon 5 de cada mil. Además esta marcha produjo muchas divisiones familiares. Los integrantes del ejército británico no pudieron regresar a sus hogares para recoger a sus familias porque les hubiera costado la vida. Nunca existió el perdón para ellos. El hijo de Benjamin Franklin luchó con el ejército británico y después se exilió en Inglaterra. También el cuñado de John Jay tuvo que abandonar a su familia en las colonias al huir primero a Quebec y luego a Londres. Su hijo Peter Munro Jay fue educado por los revolucionarios John Jay y su mujer Sarah Livingston Jay.

Aquellos que apoyaron sin tapujos al Congreso Continental y al nuevo ejército en su guerra contra Inglaterra fueron llamados Patriotas, whigs, e incluso yankees. De ellos sólo unos 18.000 formaron parte del ejército.

Además, muchos europeos se involucraron en esta guerra que suponía una ruptura con el pasado y prometía la llegada de un orden nuevo. El francés marqués de Lafayette, el prusiano Von Steuben, los polacos Pulaski y Kosciusko contribuyeron con su experiencia a la mejora del ejército americano. Pero está contribución personal no era suficiente. Desde el estallido de la guerra los americanos sabían que debían buscar apoyo diplomático y estaban convencidos de que tanto Francia como su aliada en la Guerra de los Siete Años, España, podrían querer resarcirse de la debacle sufrida en la Paz de París de 1763. Y tenían razón. Francia quería frenar el avance político de Gran Bretaña. Y España, sobre todo, deseaba recuperar territorios importantes que había perdido a lo largo del siglo XVIII y que estaban controlados por Gran Bretaña. Gibraltar, Menorca y las Floridas eran sus prioridades. La situación, sin embargo, era muy distinta para las dos potencias borbónicas. En las dos reinaban monarcas de las Casa de Borbón y en las dos se afrontaban reformas ilustradas. Pero mientras que Francia había perdido su imperio colonial en América en la Guerra de los Siete Años, España seguía siendo la gran potencia colonial del continente americano. Una guerra independentista americana era desde luego un pésimo ejemplo para todas las colonias españolas en América. El Congreso Continental entró pronto en contacto con las cortes de París y de Madrid. Arthur Lee, comerciante americano en Francia enseguida inició conversaciones con el secretario de Estado francés el conde de Vergennes. Desde muy pronto Francia y España ayudaron de forma indirecta a los rebeldes norteamericanos. Pero estaban expectantes. Querían asegurarse que las colonias estaban decididas a romper con una metrópoli como Gran Bretaña.

“Tiempos como este ponen a prueba el alma de los hombres”, escribió Thomas Paine sobre el primer año de la guerra de Independencia de Estados Unidos, en su texto La crisis. Y tenía razón. El inicio de la guerra fue desolador para los antiguos colonos. Los ingleses habían reforzado su ejército, con más de 30.000 hombres, y habían trasladado el centro de la contienda desde Massachusetts a Nueva York. George Washington fortificó Brooklyn Heigths pero fue derrotado por sir William Howe en la batalla de Long Island. Tuvo que trasladarse primero a Manhattan, después a Nueva Jersey y más tarde a Pensilvania. Los ingleses, tras este impresionante inicio, pensaron que la guerra concluiría en 1777. Prepararon una ofensiva que creyeron definitiva para aislar a los estados de Nueva Inglaterra de los demás. El general John Burgoyne descendería desde Montreal por el río Hudson; el general St. Leger se dirigiría desde el lago Ontario, también hacia el Hudson, y el general Howe desde la ciudad de Nueva York ascendería, también por el gran río, hacia el norte del Estado. La finalidad era capturar la ciudad de Albany. Si lo lograban quedaría efectivamente aislada Nueva Inglaterra y el ejército británico se dirigiría hacia el Sur y conquistaría el resto de las colonias. Pero la estrategia inglesa fracasó. Las tropas de Leger tuvieron que retroceder de nuevo hacia Canadá por la resistencia del ejército norteamericano. Howe decidió, en lugar de ascender hacia el norte de Nueva York, dirigirse primero hacia Filadelfia y enfrentarse con George Washington. Si bien conquistó casi toda la ciudad, los americanos lograron resistir en Brandywine y en Germantown imposibilitando a los ingleses abandonar la ciudad y dirigirse hacia Albany para ayudar al ejército de Burgoyne. Cuando éste logró llegar a Saratoga, al norte de Albany, fue rodeado y derrotado por fuerzas norteamericanas dirigidas por el general patriota Horatio Gates, el 17 de octubre de 1777. Esta victoria del ejército rebelde fue esencial para el futuro de la guerra. Estaba claro que los británicos habían vuelto a despreciar la capacidad de sus antiguas colonias. Además, por primera vez, las potencias borbónicas vislumbraron no sólo que las colonias estaban resueltas a lograr su independencia sino que además existía una posibilidad de triunfo.

Efectivamente, Francia, nada más conocer la victoria de los estadounidenses en Saratoga, firmó dos tratados con Estados Unidos. Uno de amistad y comercio, y otro de alianza defensiva y cooperación. Ninguna de las partes “dejaría las armas hasta que la independencia de Estados Unidos esté formal o tácitamente asegurada por el tratado o tratados que finalicen la guerra”, rezaba uno de los textos. También se aseguraba que si la guerra estallaba entre Francia y Gran Bretaña, los dos nuevos aliados –Francia y Estados Unidos– lucharían juntos y ninguna de las partes firmaría una paz sin el consentimiento de la otra. Los tratados con Francia llegaron a la sede provisional del Congreso Continental, en York, Pensilvania, el dos de mayo de 1778. Dos días después el Congreso los ratificaba. La firma de los tratados no sólo implicaba que las antiguas colonias pudieran ganar la guerra, sino también algo que, para Estados Unidos, entonces, era más importante. Por primera vez una nación reconocía la soberanía de las antiguas colonias al firmar acuerdos bilaterales. Estados Unidos aparecía ya como una nación en el concierto de naciones. Además, estaba claro que la alianza con Francia traería tarde o temprano la de España. La nueva nación sabía que la política exterior borbónica estaba vinculada por los Pactos de Familia. La primera flota francesa llegaba a Estados Unidos en julio y con ella el primer representante diplomático de Francia en Estados Unidos.

España tardó más en entrar en guerra. El rey Carlos III y sus ministros estaban indecisos. El conde de Aranda era el representante de la corte española en París y desde el principio mantuvo buenas relaciones con los enviados americanos. Pensaba que la independencia de las colonias inglesas era inevitable y que sería bueno para la Monarquía Católica implicarse. Pero el secretario de Estado español, conde de Floridablanca, valoraba otros problemas. Sabía que esta guerra, aunque podría mejorar estratégicamente la situación territorial de España en América, políticamente era un enorme problema. Sin duda, la población criolla de las colonias españolas en América estaba atenta a los sucesos de sus hermanas del Norte. Nada más saber la Corte de Madrid que Francia había dado la mano a los rebeldes y entrado en guerra en América del Norte la diplomacia española no paró de debatir. En 1779 España se decidió. Primero, en abril, el secretario de Estado español firmó con Francia la secreta Convención de Aranjuez. Según el pacto, las dos naciones debían luchar contra Inglaterra y también firmar juntas la futura paz. La restauración de Gibraltar; del río y fuerte de la Mobila; de Penzacola, con toda la costa de la Florida; la expulsión de los ingleses de la bahía de Honduras y la revocación de su derecho a explotar el palo campeche así como la recuperación de Menorca eran las condiciones exigidas por Floridablanca para finalizar la contienda con Gran Bretaña. También si Francia conseguía Terranova, España podría pescar en sus bancos.

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