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La novedad más sorprendente del borrador constitucional fue la figura en la que recaía el poder ejecutivo: el presidente. Una de las mayores dificultades fue establecer su mecanismo de elección. La intención de los constituyentes era la de establecer un método que le permitiera ejercer sus funciones alejado de las presiones de las Cámaras tanto nacionales como estatales, pero también –no olvidemos que estamos en el siglo XVIII– de las del “peligroso” voto popular. Fue James Wilson el que propuso la intervención del Colegio Electoral. El presidente no sería elegido ni por las legislaturas ni directamente por el voto popular. Cada uno de los Estados, de acuerdo con su propia legislación, nombraría un número de electores igual al número de senadores y de representantes que tuviera en la legislatura nacional. Y eran estos electores los que debían elegir al presidente.

El presidente, además de la posibilidad de reelección, gozaba de amplios poderes. Contaba con el derecho de veto; podía nombrar a los funcionarios federales y concertar tratados internacionales aunque eso sí con la ratificación del Senado. Era, además, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.

Los miembros del Tribunal Supremo, máximo tribunal de justicia, serían designados por el presidente, aunque también era precisa la ratificación del Senado. Ocuparían su cargo de forma vitalicia. El Tribunal Supremo actúa como tribunal de primera instancia cuando una de las partes es un estado miembro de la Unión o cuando lo es algún embajador o alto funcionario. En todos los demás casos el Tribunal Supremo es el máximo tribunal de apelación. Aunque la Constitución no lo establece, también actúa como tribunal constitucional. Fue en 1803, siendo presidente del tribunal John Marshall, en el caso Marbury vs. Madison, cuando el propio tribunal estableció “que un acto legislativo contrario a la Constitución no es una ley”, y fue más lejos al proclamar que “es función del poder judicial determinar lo que es una ley”.

La Constitución también establecía un procedimiento de reforma. Pero de nuevo estaban temerosos de los grupos movidos por su propio interés y no por el bien común. Por ello establecieron un sistema dual de revisión. El Congreso, con una mayoría de dos tercios en cada una de las Cámaras, puede iniciar el proceso de enmienda. También pueden iniciar el proceso las legislaturas de dos terceras partes de los Estados miembros de la Unión. En ambos casos la enmienda propuesta necesita la aprobación de tres cuartas partes de los estados de la Unión.

La Convención de Filadelfia aprobó, sin ningún entusiasmo, el texto de la Constitución más antigua que aún sigue en vigor en 1787. De los 55 delegados sólo 39 votaron a favor. Trece habían regresado a sus casas antes de la votación y tres se abstuvieron.

Pero sólo se había iniciado el camino. El propio texto constitucional establecía que para que la nueva Constitución entrase en vigor necesitaba la aprobación de nueve, de los Trece Estados. Y no fue fácil de conseguir.

Federalistas y antifederalistas

Cuando en el mes de septiembre de 1787, la Convención hizo públicas sus decisiones, la sorpresa inundó a todos los habitantes de Estados Unidos. Los delegados no sólo no habían corregido los Estatutos de la Confederación sino que habían creado un sistema federal con amplios poderes para las instituciones nacionales y con un serio recorte del poder del que había gozado cada uno de los estados desde la independencia. Muchos ciudadanos se movilizaron. Consideraron que en la pugna entre el poder y las libertades, los Padres Fundadores optaron claramente por el primero. Este grupo de opositores a la ratificación de la Constitución federal son los antifederalistas. La batalla, sin embargo, iba a ser encarnizada y muchas veces no sólo verbal.

Aunque existieron diferencias entre los antifederalistas todos compartieron un claro temor a que el incremento del poder común a los estados, reflejado en el texto constitucional, hiciera peligrar la actividad ciudadana. Los antifederalistas tenían objetivos claros y concretos. Luchaban por la existencia de una política activa y abierta. La concepción antifederalista de la política estaba muy poco interesada en la organización institucional y, en cambio, defendía la existencia de un discurso público activo, reclamaba sobre todo libertad de expresión y de prensa y también libertad de asociación. Consideraban que era mejor la política a escala local, en donde tanto el juicio por jurados como la existencia de milicias ciudadanas, garantizaban la defensa de las virtudes cívicas.

La ampliación de los poderes conferidos a las instituciones comunes a los estados, ahora divididos en tres ramas, suponía para muchos antifederalistas que los antiguos Trece Estados se habían transformado en uno, lo que para ellos significaba el fin de la república. “Dejarnos inquirir, como al principio, si sería mejor o peor que los Trece Estados se redujeran a una sola e inmensa república”, se preguntaba el juez neoyorquino Robert Yates, siempre bajo el seudónimo de Brutus, en el primero de sus dieciséis artículos publicados en The New York Journal criticando duramente a la nueva Constitución. “Si respetamos la opinión de los hombres más grandes y sabios que han reflexionado y escrito sobre la ciencia política, una república libre nunca podrá sobrevivir en una nación tan inmensamente extensa”, concluía. Por supuesto eran, de nuevo, las afirmaciones de Montesquieu las que citaba Brutus. “La historia no nos enseña ni un solo ejemplo de una república tan inmensa como Estados Unidos. Las repúblicas griegas eran de pequeña extensión y también lo fue la república romana. Las dos extendieron sus conquistas sobre grandes territorios y como consecuencia sus gobiernos pasaron de ser gobiernos libres a convertirse en los más tiránicos de la historia de la humanidad”, concluía su artículo el juez Robert Yates. De forma muy parecida se expresaron también el gobernador de Nueva York, George Clinton, que creemos se escondía bajo el seudónimo de Cato y Richard Henry Lee junto a Melancton Smith, que firmaban bajo el seudónimo de The Federal Farmer. “Fue la gran extensión de la república romana lo que posibilitó la existencia de un Sila, de un Marco, un Calígula y un Nerón”, afirmaba The Farmer. Por lo tanto para los antifederalistas lo que acontecía en 1787 en Estados Unidos se asemejaba a lo que había ocurrido al final de la república romana. Desaparecerían así los valores republicanos y se impondría la corrupción y las facciones.

Desde el inicio de la aparición en la prensa neoyorquina de los artículos antifederalistas se inició la movilización de los defensores de la Constitución. Alexander Hamilton, uno de los constituyentes, se convirtió también en uno de los líderes a favor de la ratificación en el Estado de Nueva York. Puso todo su empeño en conseguir que su estado apoyase el nuevo texto constitucional. Buscó el apoyo de expertos políticos encontrándolo en James Madison y en John Jay. Entre los tres escribieron un total de 85 artículos, publicados en diferentes periódicos de Nueva York, siempre bajo el seudónimo común de Publius. Alexander Hamilton fue el más trabajador. Escribió 51 artículos. James Madison redactó 29 y John Jay, el mayor y el que entonces tenía más prestigio, sólo escribió cinco. James Madison y Alexander Hamilton fueron coautores de los tres artículos restantes.

El primer interés de los autores de The Federalist fue el de desmantelar la dura crítica antifederalista de que las lecciones de la historia siempre habían enseñado que las repúblicas extensas se transformaban en regímenes tiránicos. Desde luego para lograrlo no podían acudir al barón de Montesquieu. Primero fue Madison quien, a lo largo de sus artículos, fue definiendo lo que era el federalismo. A diferencia de lo que había ocurrido en la Confederación, en la nueva Federación los estados retenían una “soberanía residual” en aquellos asuntos que no requerían una preocupación nacional. Además los federalistas insistieron en ejemplos históricos, sobre todo de la antigua Grecia, en donde las confederaciones siempre fueron destruidas. Mejor pues un sistema Federal que lograría crear un estado fuerte y poderoso. Madison, en el número 9 de The Federalist, recordaba, además, que el tamaño de cualquiera de los Trece Estados de la Unión ya era muy superior de por sí al tamaño de las repúblicas clásicas y renacentistas. “Cuando Montesquieu recomienda una reducida extensión para las repúblicas, los supuestos que tenía en mente eran de dimensiones muy inferiores a los límites de cualquiera de estos estados. Ni Virginia, Massachusetts, Pensilvania, Nueva York, Carolina del Norte o Georgia pueden compararse en modo alguno con los modelos en los que basó su razonamiento y a los que aplica su descripción”, afirmaba Publius.

Pero la argumentación más elaborada y más importante para resignificar Federación la incluyó Madison en el número 10 de The Federalist. Si Montesquieu había influido en los antifederalistas, es la obra de David Hume la que mejor se aprecia en todos los escritos de James Madison. Buscando, de nuevo, la difícil solución al conflicto entre libertad y poder, James Madison articuló la defensa de la necesidad, no sólo de crear la Federación de Estados Unidos sino de seguir vinculando territorios a la misma, como única forma de conservar la virtud cívica. Siguiendo estrechamente la tesis de David Hume, Madison consideró que uno de los mayores peligros de las repúblicas pequeñas es, como ya habían señalado muchos de sus compañeros revolucionarios, el surgimiento de las facciones. “Por una facción entiendo un número de ciudadanos (…) que están unidos y actúan movidos por una pasión común o, lo que es lo mismo, por un interés adverso a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses comunes y permanentes de la comunidad”, escribía James Madison.

Afirmando, como creían la mayoría de los Padres Fundadores, que las pasiones son inherentes a la naturaleza humana la única forma de contenerlas era ideando un sistema que controlase sus efectos. Si las facciones eran minoritarias, podrían contenerse por el ejercicio del derecho al sufragio, dentro de un sistema democrático, pero si las facciones, como a veces ocurría, eran mayoritarias, se debía articular un sistema para evitar su triunfo y por lo tanto la aniquilación del bien común.

A diferencia de la pura democracia –que Madison definía como aquella sociedad integrada por un pequeño número de ciudadanos que participaban directamente, a través de asambleas, en la administración de la res publica– la república era aquella “en la cual el esquema de la representación tiene lugar”. El hecho de que en la república se delegue el poder en “un cuerpo elegido de ciudadanos cuya sabiduría permite discernir mejor el verdadero interés de la nación”, era una de las razones que hacia deseable “engrandecer el territorio”. Cuanto mayor fuese la república, afirmaba James Madison, cada representante sería elegido por un mayor número de ciudadanos por lo que “sería más difícil que los candidatos deshonestos practicaran con éxito “las artes viciadas” de la política”. Además, aumentar la extensión del territorio de Estados Unidos posibilitaría la concurrencia de “una mayor variedad de partidos y de intereses”, siendo menos probable el triunfo de las facciones o grupos movidos por una pasión común. Para Madison, la diversidad, y posteriormente la fragmentación del poder propuesta por el sistema federal entre las instituciones federales y las de los diferentes estados, impedirían el triunfo de las temidas facciones que tanto harían peligrar la estabilidad de la nación. “En el gran tamaño y en la correcta estructura de la Unión (…) encontramos un remedio republicano para las enfermedades con más incidencia en los gobiernos republicanos”, concluía James Madison.

El debate fue encarnecido. No sólo fue un teórico. Muchas veces la violencia inundó las calles. Y los federalistas debieron prometer pequeños cambios. Así a exigencia de Massachusetts y Maryland se comprometieron con incluir una Declaración de Derechos como primeras enmiendas de la Constitución.

Al producirse la ratificación de la Constitución federal, en 1789, las posiciones federalistas que vinculaban el crecimiento territorial con la virtud cívica y, por lo tanto, con la estabilidad política eran ya una realidad. Estaba claro que para Estados Unidos, que buscaba como joven nación republicana gloria y poder, su frontera debía y podía ser una frontera movible y expansiva.

La sociedad republicana

Si bien Estados Unidos había ratificado la Constitución y estaba transformándose de una Confederación de estados en una Federación, todavía existía incertidumbre sobre el funcionamiento de este nuevo modelo de Estado. Los primeros valores del republicanismo habían sido corregidos. El orden, la tranquilidad, la seguridad nacional y la grandeza de la república eran, tras la ratificación de la Constitución, valores prioritarios de la joven nación. Pero todavía había que trazar el camino hacía su consecución.

El surgimiento de los partidos políticos

La Constitución de 1789 no preveía la existencia de partidos políticos. Cuando fue redactada no existían y por ello no fueron nombrados. Es más, en los debates federalistas se advertía un temor al agrupamiento. Se identificaba con facción, con la defensa de intereses particulares no siempre legítimos y el propio diseño político, plasmado en la Constitución, intentaba diluir, fraccionar estos agrupamientos. Sin embargo la práctica política y los acontecimientos históricos vividos por la nación americana le llevaron por derroteros diferentes a los previstos por los Fundadores.

La elección unánime del antiguo comandante en jefe del Ejército Continental y del presidente de la Convención Constituyente, el virginiano George Washington, como primer presidente de Estados Unidos, en 1789, no fue contestada. Convencido defensor de las instituciones comunes a los estados y también de la tranquilidad, el orden y la seguridad como único vehículo a la prosperidad de la nación, su sola presencia tranquilizaba a los ciudadanos norteamericanos del siglo XVIII. Washington fue un arduo defensor del consenso y un luchador infatigable contra la existencia de los partidos políticos que él identificaba, como buen republicano, con las temidas “facciones”. Todavía en su discurso de despedida, en 1797, recordaba a sus numerosos seguidores “el pernicioso efecto del espíritu de partido en general”.

Su deseo de consenso, de paz, y de tranquilidad le llevó, no sólo a criticar a los partidos políticos sino también a reforzar todavía más las instituciones comunes a los estados. Además, al ser el primer presidente de Estados Unidos, Washington llenó de contenido, un cargo que, hasta entonces, sólo había sido imaginado en los debates de la Convención de Filadelfia. Washington concibió la presidencia como un cargo importante y distanció la figura del presidente del ciudadano común. Para muchos el ceremonial impuesto por el nuevo presidente se alejaba del republicanismo. Es verdad que no existían precedentes históricos de la figura de presidente y que debían crearla pero algunos de sus conciudadanos consideraron excesiva la pretensión de los seguidores de Washington de llamarle “Su Majestad electa”. Si se impuso la fórmula de “señor presidente” no fue por la simplicidad y llaneza del nuevo jefe del ejecutivo.

También fue durante su mandato cuando se aprobó en el Congreso la creación de una ciudad que fuera sede de las instituciones federales. Su diseño, encargado a Charles L’Enfant, ciudadano francés que había crecido en Versalles, plasma bien las ambiciones de la presidencia del federalista George Washington. Si todavía en la actualidad cuando recorremos las calles de la capital federal de Estados Unidos nos impresiona la ciudad, a finales del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX, su grandiosidad no dejaba de asombrar a todos. El hecho de pensar en una ciudad ex novo, además de ser un signo de la modernidad de los Padres Fundadores, facilitó el poder plasmar en ella los ideales federalistas. La ciudad de Washington refleja el sistema de separación de poderes en su propio diseño. El Congreso, sede del legislativo, está separado de la Casa Blanca, residencia del ejecutivo, por una amplia avenida, la avenida de Pennsylvania, de tal manera que un edificio siempre vislumbra, siempre vigila al otro. También el lugar elegido para ser sede del poder judicial, detrás del Congreso, refleja su lugar en la mente de los Fundadores. De hecho el poder judicial de Estados Unidos sólo fue ganando importancia con el tiempo. Pero si el sistema de separación de poderes está claro y se refleja de manera obvia para todos, lo que es sorprendente es la grandeza “imperial” con que la ciudad federal fue concebida. Recordemos, que en la época de la independencia, Estados Unidos estaba situado en una pequeña franja del norte atlántico del continente americano y sólo habitaban, en la joven nación, tres millones y medio de habitantes. Pero eran ciudadanos orgullosos que tenían la certeza de las bondades de su sistema político y social. Con un espíritu claramente republicano defendían la superioridad de la nueva nación y su futuro glorioso frente a la decadencia de las monarquías europeas. “Ningún pueblo puede estar destinado a reconocer y adorar la Mano Invisible que dirige los asuntos de los hombres más que el de Estados Unidos. Cada paso que ellos han avanzado para ser una nación independiente parece haberse distinguido por alguna señal de la intervención de la Providencia;” –afirmaba George Washington en su primer Discurso Inaugural como presidente en 1789– “y en la importante revolución que acaba de culminar en el sistema de su gobierno unido, las deliberaciones pacíficas y los acuerdos voluntarios… no se puede comparar con los medios por los que muchos gobiernos se han establecido”, concluía.

Pero no todo fue como lo deseaba George Washington. La práctica política llevó al surgimiento del primer sistema de partidos de Estados Unidos. George Washington consideró que era imprescindible para el buen funcionamiento del ejecutivo la creación de Secretarias para que se encargasen de temas específicos. Así creó una Secretaría de Estado, ocupada por el experto diplomático Thomas Jefferson, arrancado de su querida embajada parisina; una Secretaría del Tesoro, desempeñada por el ardiente federalista Alexander Hamilton y una de guerra, que ejerció el antiguo jefe de artillería y secretario de Guerra durante la Confederación, Henry Knox. También funcionó la figura del procurador general ocupada por el virginiano Edmund Randolph. Los secretarios los designó el presidente y sólo fueron responsables ante él. A la unión de sus Secretarios y de su procurador general lo denominó Gabinete. Desde entonces, los presidentes de Estados Unidos, siempre han contado con un gabinete presidencial, conformado por hombres y mujeres de su confianza, designados por ellos, al margen de los partidos políticos y del Congreso. Sólo en 1907 el gabinete fue oficialmente reconocido por la ley.

Fue también durante la presidencia de George Washington cuando se organizó el poder judicial de Estados Unidos. Era, según la Constitución de 1789, el Congreso quien debía organizar y crear los tribunales federales inferiores, elaborar procedimientos, y reflexionar sobre la relación entre la jurisdicción federal y la de los estados. En 1789 se promulgó la Ley Judicial de Estados Unidos. En ella se organizaba el Tribunal Supremo, integrado por un magistrado presidente y cinco jueces, y se señalaban sus relaciones con otros tribunales. Así se creaban trece tribunales de distrito, con un único juez federal y tres Tribunales Intermedios integrados por los jueces de distrito de la jurisdicción del Tribunal Intermedio, y los jueces del Tribunal Supremo.

La puesta en marcha de estas nuevas instituciones políticas ocasionó el surgimiento de los partidos políticos. Washington se inclinó por personalidades fuertes y bien definidas para encabezar sus Secretarias. Los miembros de su gabinete estaban bien elegidos pero su personalidad y su diferente manera de concebir a la nación, hizo que surgieran enfrentamientos que cuajaron en la formulación de verdaderos programas políticos antagónicos. Las dos posiciones, la del secretario de Estado Thomas Jefferson y la del secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, pronto contaron con multitud de seguidores.

Alexander Hamilton (1755-1804) fue un hombre hecho a sí mismo. Había nacido en Nevis, en las Antillas Menores, en 1755, y llegó con trece años al estado de Nueva York. Tertuliano en la casa del revolucionario neoyorquino y primer gobernador de Nueva Jersey, William Livingston, coincidió allí con otros revolucionarios, entre ellos con John Jay. Su buen hacer social y también sus aptitudes le posibilitaron la entrada en el King’s College neoyorquino, actual Universidad de Columbia, y también su matrimonio con Elizabeth Schuyler, hija de uno de los mayores propietarios del valle del Hudson, Philip Schuyler.

Desde muy pronto, Alexander defendió un reforzamiento de las instituciones comunes a los estados, y como ya hemos señalado, fue el instigador y autor de muchos de los artículos de The Federalist. Como tal defendía valores nacionales: prosperidad, seguridad, orden y justicia. Si la nación se consolidaba y permanecía tranquila y próspera, los ciudadanos tendrían lo necesario para la consecución de la felicidad.

Su paso por la Secretaría del Tesoro fue brillante. No sólo logró poner fin al caos de las finanzas norteamericanas, sino que creó el Banco Nacional de Estados Unidos. Efectivamente Alexander Hamilton se tomó muy en serio su nombramiento como secretario del Tesoro. Organizó su secretaría de forma eficaz y utilizó muchos más recursos que las otras secretarías ideadas por Washington. Desde allí pudo exponer, de forma clara y visible, sus preocupaciones relacionadas con el caos hacendístico que había heredado Estados Unidos del periodo bélico y de los años liderados por el Congreso de la Confederación. En su Informe sobre la deuda pública, Hamilton defendía la necesidad de nacionalizar, ordenar y afrontar la deuda como único camino para la credibilidad de Estados Unidos. Su proyecto, a pesar de la oposición generada, fue llevado a cabo en 1790. También creó un año después el Banco Nacional de Estados Unidos siguiendo el modelo del Banco Nacional de Inglaterra para lograr así un equilibrio fiscal. Además impuso aranceles aduaneros moderados para impulsar las incipientes manufacturas americanas. Estas medidas, que potenciaban el sentido de nación, fueron contestadas por el secretario de Estado, Thomas Jefferson, y por sus seguidores.

El virginiano Thomas Jefferson (1743-1826), futuro tercer presidente de Estados Unidos, fue uno de los mejores representantes de la Ilustración americana. Sus intereses fueron múltiples como se refleja en su vida y en su obra. Arquitectura y urbanismo, política, ciencias naturales, agricultura, historia, arte y educación son sólo una muestra de su inmensa curiosidad. No sólo tuvo una vida política destacada. Desde 1794 y hasta 1815 fue presidente electo de la American Philosophical Society, lo que le produjo una inmensa satisfacción. Además fundó y diseñó la Universidad de Virginia, y planificó sus estudios.

Jefferson fue al virginiano College de William and Mary y demostró su inmensa capacidad para la reflexión política muy pronto. Siendo uno de los miembros más jóvenes de la Asamblea de Virginia publicó, en 1774, su A Summary View of Rights of British America, ardorosa defensa de los derechos de las colonias, lo que le confirió un inmenso prestigio. Por ello fue elegido por el Congreso Continental como miembro del comité que debía redactar la Declaración de Independencia en donde resumía bien su concepción de los derechos individuales. Esa concepción política no le abandonó. Consideraba que lo que contribuiría a la prosperidad de las repúblicas era la existencia de ciudadanos con derechos y responsabilidades. Ciudadanos virtuosos que no debían corromperse con el acceso a las grandes propiedades o empresas. Temía a las desigualdades económicas. La igualdad política pasaba por un sistema económico y social sin grandes desequilibrios. Soñaba con una república de propietarios agrícolas, gobernada por instituciones sencillas y equilibradas, con una autoridad central limitada, y con una garantía plena del ejercicio de los derechos civiles de los ciudadanos. Le preocupaba mucho la visión federalista de Hamilton por la insistencia en la fortaleza del poder común a los estados, por la defensa de la imposición de aranceles y por el deseo de fundar un Banco Nacional. Todo el proyecto de Hamilton rompía, según Thomas Jefferson, con la idea de equilibrio y frugalidad.

Sin embargo también Jefferson creía en la necesidad de expansión de la república. Era, para él, tan superior el sistema político republicano que había que propagarlo. Además, el Oeste daría estabilidad a la nación. No es casualidad que su magnífica casa de Monticello en Virginia la diseñase en la ladera de una colina mirando hacia el Oeste.

Pero si bien casi toda la política de Alexander Hamilton fue contestada por Thomas Jefferson, el enfrentamiento se produjo por diferentes visiones de lo que debía ser la política exterior de la república.

El estallido de la Revolución francesa y la emergencia del terror hizo reflexionar a muchos norteamericanos. Vinculados estrechamente a Francia, por los Tratados de Amistad y Comercio, desde la guerra de Independencia de Estados Unidos, la violencia revolucionaria dividió a la opinión pública norteamericana. La declaración de guerra de la Francia revolucionaria a España y a Gran Bretaña en 1793 avivó el debate. Estados Unidos debía pronunciarse públicamente. La república americana comerciaba con las potencias enfrentadas y los corsarios estadounidenses aprovechaban la contienda para comerciar ilegalmente con las Antillas británicas y francesas. Francia e Inglaterra se defendían. Perseguían y apresaban a los barcos americanos por contrabando y a veces, sobre todo Inglaterra, obligaba a las tripulaciones apresadas a servir a la Corona británica en barcos ingleses. También Inglaterra seguía manteniendo una presencia militar en los fuertes del noroeste de Estados Unidos sin reconocer la soberanía norteamericana en esos territorios “cedidos” en los Artículos Preliminares de Paz de 1782.

Thomas Jefferson y muchos de sus seguidores, conocidos ya como republicanos, criticaban duramente a la antigua metrópoli. Recordaban los agravios sufridos en la época colonial y además consideraban que Inglaterra, junto a la Monarquía Católica, había contribuido a desestabilizar a Estados Unidos durante el Periodo Crítico. Y mostraron su abierta simpatía por la Francia revolucionaria. No sólo por agradecimiento a su participación en la guerra sino por la comunión de ideales.

Alexander Hamilton y sus seguidores se sentían muy críticos con Francia. El desorden revolucionario, la violencia callejera, el uso de la guillotina y el radicalismo político horrorizaban a los federalistas.

La llegada a Estados Unidos, en 1793, del representante diplomático elegido por la Francia revolucionaria, el ciudadano Edmond Charles Genet, empeoró la situación. Recibido, nada más llegar, por Jefferson y por los republicanos su labor fue pronto criticada. Convencido de que su objetivo diplomático era el de hacer cumplir a Estados Unidos los compromisos establecidos por los tratados de 1778, Genet intentó organizar partidas de ciudadanos que invadieran Luisiana y la Florida española. También quería “recuperar” Canadá. Además Genet organizó clubs jacobinos que propagaban ideas revolucionarias frente al comedido gobierno de Washington. Genet fue cada vez más criticado por todos y se pidió a Francia su recusación. Destituido como diplomático decidió, sin embargo, permanecer en Estados Unidos como ciudadano.

Las actividades del ciudadano Genet fueron un regalo para los federalistas. Utilizando, por primera vez, a la opinión pública, Genet y sus simpatizantes americanos fueron ridiculizados y condenados. Y fue un duro golpe para los republicanos que le habían apoyado.

Más difícil todavía fue el desarrollo de la propia Revolución francesa. La ejecución del rey Luis XVI en 1793 fue recibida con estupor por la mayoría de los norteamericanos. Las primeras noticias llegaron a Estados Unidos a finales de marzo y la prensa expresó, casi con unanimidad, perplejidad y condena. Fue una dura prueba para todos aquellos republicanos que con tanto ahínco defendían la Revolución de su hermana Francia.

A pesar del duro debate entre federalistas y republicanos, el presidente Washington optó por la neutralidad en la guerra entre Inglaterra y España por un lado y la Francia revolucionaria por otro. En 1793 el presidente promulgó la Proclamación de Neutralidad que fue bien recibida por federalistas y también por los republicanos. Ante todo, los norteamericanos querían la paz. Y además el enorme prestigio de Washington les hacía estar tranquilos con la decisión.

Sin embargo se produjo un claro acercamiento hacia la antigua metrópoli a partir de la firma de un tratado entre Gran Bretaña y Estados Unidos. En 1794, John Jay, el antiguo representante de Estados Unidos en Madrid, negociador de los tratados de paz de 1783, y entonces presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, negociaba en Londres un tratado que intentaba solucionar las tensiones causadas por las capturas inglesas de barcos norteamericanos y por las restricciones del comercio entre Estados Unidos y las Antillas inglesas durante la guerra entre Francia e Inglaterra. También Estados Unidos quería que el ejército británico abandonara los fuertes del oeste de Estados Unidos que todavía ocupaba. Para muchos historiadores norteamericanos Jay no fue un gran negociador. En el Tratado Jay, como se conoce el tratado de 1794, Gran Bretaña evacuó los fuertes del Oeste, pagó también indemnizaciones a los barcos mercantes norteamericanos paralizados en el Atlántico por la Armada británica, pero no abrió de forma libre el comercio de las Antillas inglesas a los norteamericanos ya que les impuso muchas restricciones. Pero la peor medida, para la mayoría de los estadounidenses de entonces, fue que John Jay accedió a la suspensión de los derechos de comerciar con los beligerantes de las naciones neutrales, en tiempo de guerra. A pesar de que el Tratado Jay no gustó a los estadounidenses fue ratificado por el Senado de Estados Unidos. Pero fue la gota que colmó el vaso y que hizo ya visible la separación entre los demócrata-republicanos, muy críticos con el Tratado Jay, y los federalistas.

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