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–¿Vio cómo sacaba cuánta paloma del sombrero?

–Puro truco no más.

–¿A lo mejor sería usted también truquero? –bien seria hizo Vilma esta pregunta.

–Yo nunca le miento a una dama –recitó Víctor con la seguridad de que no podía fallarle su librito; lo había comprado en el Mercado Central y se llamaba El arte de enamorar. Ya varias veces le había servido.

–¡Qué galante! –dijo Vilma, mirando coquetona hacia lo alto del árbol: ahí estaba la plataforma desde donde Rafaelito les había arrojado mil terrones, inmediatamente volteó a mirar a los ni­ños: conversaban lejos de los demás niños y siempre cerca de ella, la miraban de reojo.

–Nada me cuesta ser galante frente a una joven hermosa.

–¡Jesús! ¡Cuánta galantería! –exclamó Vilma, sonriendo–; me voy a poner ufana.

Este era el momento en que, según El arte de enamorar, él debía preguntarle si le gustaban las películas románticas, para que ella le di­jera que sí, y, entonces, él poder decirle que también era de tem­pe­­­ra­mento romántico. Pero el famoso librito no se ponía en el caso de que el asunto transcurriera bajo un árbol y no en el cine. Por eso Víctor anduvo un instante desconcertado y sin saber qué decir, hasta que finalmente se arrancó de nuevo con el asunto de la salida del jueves.

–¿Y si yo fuera a esperarla el jueves?

Esto estaba por verse; y también lo que estaba ocurriendo en el centro del jardín: tumulto y gritería y Vilma miró hacia donde acababa de verlos: ni Cinthia ni Julius. Partió la carrera, atravesó medio jardín gritando ¡Julius!, ¡Julius! Del tumulto salían varios niños a gatas, los perros, y sus amos, otros niños, los más grandecitos, que los llevaban atados del cuello con sogas y correas. Y Julius y Cin­thia en medio de toda la gritería, Cinthia tosiendo, discutiendo, que ¡no!, que ¡sí!, gritaba Rafaelito, ¡que tenían que jugar como todo el mundo!, ¡que Julius se dejara poner el cinturón al cuello! Julius también gritaba que no, y Cin­thia agregaba que si querían jugaban pero que ella sería el perro de Julius. Entonces Vilma, aún desconcertada, vio cómo Cin­thia se arrojaba al suelo, se ponía en cuatro patas y se en­roscaba un cinturón en el cuello: «Vamos, Julius, ¡co­ge!». Julius cogió, Vilma los estaba ayudando a salir del grupo, pero en ese instante vieron las gotitas de sangre que resbalaban por el bracito de Cin­thia. Cinthia se soltó como pudo y partió la carrera gritando ¡no tengo nada!, ¡no tengo nada!, ¡quédate con Julius!, ¡voy donde ma­mita!, y tosía mientras iba corriendo.

Julius nunca ha sabido, no ha querido saber cómo fue toda la escena adentro, en el bar. Solo recuerda que la tía Susana vino a buscarlo al jardín y le dijo que ya se tenía que ir. A la salida, en la puerta, su tío Juan se despidió de él y no se olvidó de besarle la mano a su duquesa. «No es nada, Juan; nada, darling; debe haberse lastimado la naricita por dentro». Susan se despidió de todos, linda y nerviosa.

Todavía, al llegar al auto, Carlos, el chofer y Víctor se pelearon por abrirles la puerta.

¡Cinthia! ¡Adorada Cinthia! No; no tenía ni una sola man­chita; estaba impecable, fresca, sonriente, peinadita, con la carita lavada; ni un solo indicio para asustar a Julius que te miraba el brazo, adorada Cinthia, mientras regresaban a casa, por fin se ha­bía acabado otro santo de los primitos Lastarria, esas mierdas. Y ahora regresaban, irían de frente a la tina y luego a camita. Ma­­m­á también, que estaba linda sentada ahí adelante, volteando de rato en rato a mirarlos: qué preocupaciones traían esas dos cria­turitas, siempre nerviosas, siempre enfermándose, esa noche iba a quedarse en casa, no saldría, lo llamaría por teléfono porque ahora sí ya Cinthia empezaba a preo­cuparla. Sus hijos mayo­res nunca habían dado tanto que hacer, estos crecían sin padre, entre amas y mayordomos, inevitable y eran tan frá­giles, tan inteli­gentes pero tan frágiles, tan distintos, tan difíciles, ¿un internado? No, Susan, tú no eres mala, nunca lo has sido, eres simplemente así, no puedes estar sola, aburrida, sin tu gente, dando órdenes en un caserón con niños, tus niños, Susan... Un ma­yor­domo abrió la reja del palacio y el Mercedes se deslizó suavemente por el camino que llevaba hacia la gran puerta. Allí estaban los demás, hasta Nilda la Selvática, los estaban esperando, los habían espe­rado toda la tarde y ahora los recibían sonrientes, alegres, dispuestos a responder a las mil preguntas de Julius. Pero algo debieron notar, alguna señal debió hacerles Vil­ma, porque de pronto como que fueron desa­pareciendo. A Su­san le molestaba que anda­ran por toda la casa, últimamente se metían por todas partes, entraban en todos los cuartos, eso no pasaba en la época de Santiago; claro, es que ahora vivían con los chicos y ella era impotente para evitarlo, no tenía ni tiempo ni ganas, a duras pe­nas fuerza para unas cuantas órdenes, co­mo ahora: que lo bañara, que la acostara, que trajera el termómetro, que al médico ya no se le podía llamar hasta mañana, que le diera sus remedios. Y Vilma inmediatamente empezaba a ocuparse de todo; los lleva­ba a los altos, les traía su comidita, la acostaba, lo bañaba, le avi­saba a la señora que ya podía venir a darles las buenas noches y se que­daba todavía un rato con Julius, con­versando, riendo, bromeando, como si quisiera que le tocaran el tema, como si qui­siera hablarle de eso, ¿entendería?, de que Víctor, al abrirle la puerta del auto, le había dicho que el jueves la esperaba en la esquina, a las tres en punto, el jueves le tocaba su salida.

III

Pero el jueves nadie salió del palacio en todo el día. Nadie salió porque esa noche la señora Susan partía con Cinthia a los Estados Unidos. El médico decidió que eso era lo mejor, las cosas iban tomando proporciones, la chiquilina no andaba muy bien que digamos, no quería pecar de alarmista el médico, pero mejor partir a curarse en un hospital de Boston, sí sí, era preciso actuar con rapidez, ni un mi­nuto que perder. Inmediatamente empe­zaron los preparativos, las llamadas telefónicas a las agencias de viajes, los ajetreos del pasaporte, la locura de las maletas. Todos en palacio bajaron el tono de voz desde que se anunció el via­je, y Julius aprendió que los Estados Unidos na­da tenían que ver con el Central Park instalado últimamente en el Campo de Mar­te, lleno de ruedas Chicago y mil atracciones más en inglés; los Estados Unidos quedaban mucho más lejos que eso, ¡uf!, muchísimo más, quedaban del aeropuerto, por el cielo oscuro, a ver piensa lo más lejos que puedes pensar, mucho mucho más que eso, lejísimos... «¡No!», gritó, pero un llanto tenue humedeció en seguida la carita ardiente de rabia, ganándola para la tristeza.

Cinthia guardó cama y tosió hasta horas antes de partir. Apareció muy abrigada en el gran comedor donde hoy Julius se había sen­tado a la mesa con todos. Comían callados y amables, se pasaban la mantequillera cuando todavía no se la habían pedido, se servían el agua antes de que el mayordomo viniera para servirla, nunca se mi­raban, las gracias se las daban despacito. Por fin terminaron y fue ho­ra de pasar al salón del piano para seguir esperando. Allí, Cinthia trató de disimular su malestar y estuvo un ratito sentada en el banquillo del piano, golpeando las teclas co­mo quien no quiere la cosa, un poquito ida tal vez, hasta que se encontró con la mirada fija de Julius, la estaba mirando aterrado, rápido retiró sus manitas crispadas del teclado y corrió a sentarse junto a él.

–Cuando regrese espero que ya te habrás cansado de jugar en la carroza –le dijo, ayudándolo con unas cosquillitas en la axila pa­ra que se sonriera por favor.

Era triste la atmósfera en la sala del piano. Solo habían encendido una lámpara, la que iluminaba el sillón en que se hallaba Susan. Cinthia, Julius, Santiaguito y Bobby, elegantísimos, llenaban un so­­­­­fá que permanecía en la penumbra. Afuera, en el corredor, los em­pleados murmuraban como dejando sentir su participación en tanta pena; callaban, y la ausencia de sus voces dejaba a los niños indefensos contra un escalofrío, piel de gallina se tocaba la pobre Susan, muda; volvían a empezar, y sus mur­muros eran como breves, frágiles pausas de un silencio acumu­lado y total, un silencio que gritaba su nombre, que avanzó un poco o que se detuvo aún más cuando sonaron diez campanadas de la noche en algún reloj, en otro salón, triste y oscuro también, porque el día en que partió Cinthia, desde el atardecer, las habitaciones del palacio se habían ido convirtiendo en vasos comunicantes de tristeza y profundidad. Vasos enormes co­mo lagos en los que ahora goteaban lenta, desesperantemente, uno por uno, tic-tac tic-tac tic-tac, media hora más para la partida; ellos escuchaban mudos, inmóviles como el enfermo húmedo de fie­bre que descubre el camino del sueño en la respetuosa acep­tación del insomnio, en la más atenta contabilidad de las goti­tas de un ca­ño mal cerrado, «esta noche no duermo, me fregué», dice y cuenta.

Así, ellos no se enteraban de que las maletas iban pasando hacia el Mercedes guinda, allá afuera, en la noche. Susan suspiró honda, profundamente. La triste noticia la había sorprendido en una época de particular belleza, de total elegancia, y ahora parecía un cisne herido navegando, dejándose más bien llevar por el viento hacia una orilla que tal vez alcanzó al sonar el teléfono para ella. «Por lo menos tú tienes cómo matar el tiempo», pensó Santiago al verla salir a responder. Los sirvientes aprovecharon su ausencia, iban entrando en punta de pies, Nilda adelante, los otros la seguían, parece que ella iba a hablar por todos, Cintita, Cintita, lo demás no sabían decirlo.

«Síguenos, Juan Lucas», le dijo Susan al hombre que estaba al vo­lante de otro Mercedes, uno sport, parado detrás del de ellos. Ha­­bía llegado justo en el momento en que partían y le habían abierto la reja para que entrara hasta la gran puerta del palacio. Ahora ponía nuevamente su motor en marcha y salía detrás de ellos rumbo al aero­puerto. Cinthia volteó a mirar, pero en la oscuridad no logró ver quién manejaba ese auto. El nombre Juan Lucas no le sonaba conocido y le dio un codazo a Julius, casi lo mata del susto: era la primera vez que salía de noche, la primera vez que iba a un aeropuerto y la primera vez que se separaba de su hermana por tanto tiempo: su cabecita dormilona pensaba en mil cosas excitándose cada vez más, un golpe desprevenido fue demasiado, pero no bien reac­­cionó hizo un esfuerzo por devolverle una sonrisa. Eran demasiados en el Mercedes; sus hermanos Santiago y Bobby se acomodaban a ca­da rato a expensas suyas, cada vez lo iban hundiendo más, poco faltaba para que lo incrustaran por la rendija del asiento posterior. Adelante, Susan lloraba, pero solo Carlos y Vilma, sentados junto a ella, podían darse cuenta.

La CORPAC. «Corporación Peruana de Aeropuertos Civiles», le explicó Cinthia a Julius que, en la última parte del trayecto, había reaccionado y había empezado a ahogarla de preguntas; empezó a toser y Vilma la abrigó más para bajar. «Corre mucho viento», anunció. Carlos, por su parte, anunció que él se iba a encargar de las ma­letas, pero otro hombre apareció con gorra diciendo lo mismo y se odiaron; al mismo tiempo un tercer hombre, con gorra y placa con número en la solapa, apareció tratando de cobrar algo y de cuidar el auto, pero Carlos le dijo que para eso estaba él y se odiaron también. El tipo insistió diciendo que entonces quién pagaba el ticket del estacionamiento. Susan abrió su cartera y se le cayeron los pasajes, una polvera, sus anteojos de sol y el lápiz de labios de oro. Recogió los anteojos, todos se agacharon para ayudarla con lo demás. Cin­thia empezó a toser y Bobby dijo que mamá nunca tenía un cén­timo en la cartera. Vilma buscó en los bolsillos de su uniforme y di­jo que tam­poco tenía, Bobby se negó a prestar dinero y por fin Carlos pa­gó el asunto, mentándole la madre al del ticket, con los ojos no más, por la señora y los niños. Por supuesto que a la hora de bajar las ma­letas, Carlos no podía con todo lo que la señora se llevaba de equipaje y hubo que empezar a buscar al tipo que hacía un instante acababa de estar ahí con la carreta esa, ¡llámenlo, por favor! Julius pegó tal bostezo que casi se va de espaldas sobre la pista y, no bien recuperó el equilibrio, preguntó en cuál de los aviones se iban, cuando todavía no se veía ninguno. «¡Cállate, por favor!», le gritó Susan, pero en se­guida se le echó encima para besarlo y abrazarlo, le mojó toda la ca­rita con sus lágrimas.

Un hombre se acercó, que dijo Susan, como ellos nunca antes lo habían oído decir, como si fuera la única palabra que tuviera, como si se hubiera mandado poner cuerdas vocales de oro para pronunciarla gozando más. Susan se puso las gafas negras y probó una sonrisa, Juan Lucas, si supieras lo que es esto. Juan Lucas la cogió del brazo, calma, calma; alzó el brazo izquierdo y con los dedos empezó a hacer tic tic y todo se llenó de calma y de hombres con carretas y buena voluntad, dispuestos a llevarse íntegro el equipaje de los se­ñores. Después, siempre del brazo, la condujo hacia el inmenso hall iluminado del aeropuerto, caminaban por gordas alfombras ha­cia la luz, ahora sí se le podía ver bien: había interrumpido sus placeres, se había tomado el trabajo de ir a un aeropuerto. Los niños venían detrás, seguidos por Vilma y Carlos que siempre había logrado que le dejaran una ma­letita. Los cuatro hermanos se acercaban al mostrador de Pa­nagra tristes y somnolientos; Santiago, sin embargo, sentía nacer en él una cólera terrible: ¿quién era ese imbécil que le cogía el brazo a su madre?

Y ahora que lo veía medio de lado, apoyado distinguidísimo en el mostrador de Panagra, sintió que ya no podía más de ra­bia. Pero no sabía por dónde agarrarlo. Cómo destruirlo si casi lo cautivaba con tanta finura. A ese sí que se lo habían traído derechito de la Costa Azul a un campo de golf; claro, y en un campo de golf debió conocer a Susan, ahí debió haberla visto por primera vez mientras golpeaba un swing y la pelotita blanca desa­parecía en la perfección verde, mientras avanzaba y el aire lo iba despeinando elegantemente, ondulando ligeramente sus sienes plateadas y refrescando su cutis siempre bron­ceado; y después, por qué no, bebiendo juntos gin and tonics que llegaban hasta la piscina del Club en bandejas de plata sobre manos invisibles y obedientes que se retiraban silenciosas para que ellos con­versaran en paz, para que sus palabras pudieran cruzarse entre el viento y llegar finas a sus oídos, con la música de fondo, para los señores socios, para sus invitados, y con peces de colores... ¡Con él era que salía todas las noches!, ¡con él que bailaba!, ¡con él que bebía!, ¡con él que trasnochaba!, ¡por él que casi nunca la veían!, ¡que ahora estaba triste! Santiaguito acababa de descubrir algo insoportable.

«Ni en Hollywood los fabrican así», andaba pensando el tipo de Panagra, lleno de admiración, cuando Juan Lucas dijo firma estos pa­peles, Susan, extendiéndole una pluma de oro que nadie había vis­to nunca anunciada por la publicidad; se la extendió cogida como un cigarrillo, entre dos dedos cuya educación había transcurrido indu­dablemente entre plumas fuente de oro y vasos de cristal. La pobre Susan terminó de firmar los tres papeles que le correspondían y descubrió que en cada uno había garabateado su nombre diferente. «No tengo firma», anunció volteando aterrada donde Juan Lucas, «¿qué ha­­go, darling?, ¿en qué líos me voy a meter ahora?». Juan Lucas volvió a coger su pluma, la guardó en el bolsillito para lapiceros de su chaqueta para la ocasión, miró fijamente al tipo de Panagra, por si acaso hubiera pensado burlarse de la señora, y la tomó del brazo. Todo es­­ta­ba listo y en regla con los pasaportes. Santiago quiso dejarse de ma­riconadas, dejarse de contemplar al tal Juan Lucas, pero ahora de nuevo lo contemplaba mientras atravesaba el hall con su madre, pa­recía que se iban al cielo. Susan volteó a decirle a Vilma que no fuera a desabrigar a Cinthia y que trajera a los niños al bar. Por supuesto que Julius había desaparecido y todo el mundo empezó a requintar, pero Juan Lucas ya lo había visto y lo señalaba con un dedo tan fi­no y tan largo que casi no dejaba pasar a la gente: allá, allá, pegado al ventanal, contemplando el campo de aterrizaje. Cuando Vil­ma casi lo mata del susto al cogerlo del brazo, por de­trás, él le dijo que en ese avión se iba Cinthia, era un Air France, el que más le gustaba.

En el bar fue Coca-Cola para todos los niños, menos para Cin­thia, tú mejor nada, darling. Julius le dio la mitad de su va­so, alegando que no tenía hielo. Susan lo iba a resondrar, pero en ese instante Juan Lucas festejó el asunto echándose ligeramente hacia atrás y soltando tres ja ja ja encantado, ni más ni menos que si hubiera logrado dieciocho hoyos en dieciocho jugadas. Entonces Su­san escondió la cara entre sus manos como diciendo que todo eso era demasiado para ella, pero ya llegaban los whiskies. «¿Qué tal si le invitamos uno a Santiago?», propuso el del golf. Susan lo miró sorprendida, hubiera querido decir algo, pero en ese instante Santiago se puso de pie y gritó que sus copas se las pagaba él, que se largaba a tomarlas al mostrador. Juan Lucas hizo una mueca como si hubiera fallado una jugada fácil. «Llévenle al jovencito un paquete de Chester», dijo, reaccionando a tiempo; «los va a necesitar».

Cuando llamaron a los pasajeros por los altavoces, ya San­tia­gui­to se había bebido tres whiskies y se iba por el cuarto. No quiso despedirse ni de Cinthia. Juan Lucas era el único que no lloraba mientras bajaban hacia la puerta de acceso a la pista; ahí Vilma empezó realmente a gemir, cosa que incomodaba al del golf, con la chiquillada tenía suficiente. Cinthia fue breve: a todos les dio un abrazo y un besito y a Julius le dijo que le iba a escribir y que le contestara. Después Susan comenzó a despedirse, un beso para cada uno, a Vilma y a Carlos les dio la mano y tuvo que abalanzarse para controlar a Bobby que se le iba encima a un chico que se estaba burlando. En ese momento fue mejor que no estuviera Santiaguito: ellos vieron cuando ese señor que se llamaba Juan Lucas abrazó a su madre, la be­só tiernamente y le dijo que si se demoraba en volver iría a visitarla a los Estados Unidos.

Después entre Juan Lucas, Vilma y Carlos los llevaron a la terraza para que vieran despegar al avión y le hicieran adiós a mami y a Cinthia. «¡Allá van!», gritó Bobby, el primero en verlos atravesar la pista y voltear luego para hacerles adiós, Susan siempre con las gafas negras y Cinthia tosiendo. Pero Julius vio otra cosa; vio cómo llenaban de gasolina los tanques del avión en que según él se iba Cin­thia, uno que en realidad partía mucho más tarde, pero era el avión que le había escogido y estaba esperando que subieran, cuando en eso empezó a vomitar. Le manchó el pantalón a un señor que estaba a su lado, claro que el señor se molestó, pero Juan Lucas, distingui­dí­si­mo, resolvió el problema con unas palabras bien dichas y con un pa­ñuelo de hilo de seda perfumado que entregó como quien reparte un volante, mirando al próximo.

–No se olviden de Santiago –les dijo, despidiéndose. Partió sin haberse enterado bien del vómito de que se quejaba el imbécil ese, antes de que empezara a oler, en todo caso.

Ellos esperaron en el auto mientras Carlos iba a traer a San­tia­guito. Lo encontró en el bar y estuvo largo rato tratando de conven­cerlo de que tenía que volver a casa, de que sus hermanos se estaban cayendo de sueño. Por fin pareció que iba a ceder pero cuando llegó el momento de pagar el mozo dijo que esos tragos ya estaban pagados, que el papá del joven los había pagado. Entonces sí que se ar­mó la grande, Santiaguito gritó que el alcahuete ese no era su padre, que él lo iba a parar, que lo iba a matar, que su madre era sa­grada y un montón de cosas más por el estilo hasta que empezó a llorar y se cayó al suelo. Carlos lo cargó hasta el auto; ahí todavía si­guió pataleando y maldicien­do un rato. Julius dijo que estaba loco pero Bob­by le dijo que no, que estaba borracho por lo de mamá.

La primera carta de Boston llegó una semana más tarde y venía dirigida a Julius. Vilma se la leyó pésimo.

Querido Julius:

¿Cómo estás? ¿Me extrañas? Yo sí te extraño mucho. Ma­mita y yo siempre pensamos en ti. Ella dice que tú ya de­berías estar en el colegio y que en cuanto llegue a Lima te mandará al In­maculado Corazón para que aprendas inglés. Mamita dice que es necesario que aprendas inglés y que apren­­das a leer de una vez. Dice que estás muy atrasado en todo y que le va a escribir a la tía Susana porque ella tiene la dirección de la señorita Julia para que la señorita Julia vaya a darte clases a casa. Yo le he dicho que tú ya sabes leer bastante pero ella no me cree y dice que te pasas todo el tiempo ju­gando en la carroza y en el huerto con los mayordomos y con Vilma. Pórtate bien hasta que regresemos porque mami­ta está bien preocupada por ti.

Yo estoy muy bien. Estoy contenta. Estoy practicando mi inglés con las enfermeras y con el médico. Son tres médicos y vienen todo el tiempo a verme. Yo les entiendo muy bien lo que me hablan y ahora que les dije que te iba a escribir, me dijeron que te mandara saludos. Ya les conté cómo eres y siempre me preguntan por ti cuando vienen. Por eso es necesario que me escribas para que yo pueda saber de ti para contarles más cosas. Tú díctale a Vilma lo que quieres contarme pero también escribe un poquito para ver cómo está tu letra. Me da mucha pena que ya no podemos seguir con las clases. Estabas aprendiendo muy rápido. Cuando va­ya la señorita Ju­lia enséñale todo lo que has aprendido conmigo y con Vilma porque mamita no quiere creer que has aprendido tanto.

Yo estoy muy bien. En el avión estuve dormida todo el tiempo casi y mamita también se durmió. Primero estuvo llo­rando bastante por lo de Santiaguito seguro pero después se tomó un montón de pastillas y se quedó dormida junto a mí. En Nueva York tuvimos que cambiar de avión, pero no salimos del aeropuerto porque mamita dijo que hacía mucho frío y que además no teníamos tiempo. En el otro avión también dormimos y cuando nos despertamos ya estábamos en Bos­ton. Ahí mismito fuimos a un hotel y dormimos más todavía. A la mañana siguiente vinimos al hospital. Es un hospital enorme y cuando entramos mamita se encontró con un señor de Lima que tenía cáncer. Después me trajeron a mi cuarto que es muy bonito. Mamita vive en el hotel pero viene desde tempranito y se queda todo el día conmigo y por la noche se va al cine para distraerse. Yo estoy tratando de que esto acabe pronto y de sanar rápido para que esté más tranquila. Mamita está bien pálida y no se pinta nada. También está bien triste y cuando se despide de mí por la noche llora bastante. Extraña mucho y yo me siento culpable. Por eso creo que debes portarte muy bien para que nada la moleste en estos días. Pórtate bien, por favor. Espero que cuando regrese ya no jugarás en la carroza porque pierdes mucho tiempo ahí.

Saluda a Vilma y a Carlos y a Arminda y a todos de mi par­te. Yo les voy a escribir solo que quería escribirte a ti primero. No dejes de contestarme. ¿Promesa? Mil besos,

CINTHIA

La segunda carta para Julius llegó quince días más tarde, Vilma también se la leyó, llorando.

Querido Julius:

La semana pasada no te escribí porque le escribí a Bobby, a Santiaguito y a los sirvientes. Estoy un poco preo­­cupada porque creo que me olvidé de poner el nombre de Carlos y para él también era la carta. Dile, por favor. Estoy bien can­sada. Recibí tu cartita. Mamita leyó lo que habías puesto y se quedó sorprendida. Ella no sabía que sa­bías tanto y dice que con la señorita Julia vas a aprender más y que a lo mejor te aceptan en el colegio un año más adelante y no tienes que hacer kindergarten. Ojalá porque kindergarten es bien aburrido. Yo creo que es para bebes. Estoy bien cansada. Tu carti­ta es linda. Te quiero mucho Julius y pórtate bien. La señorita Julia es muy antipática y tiene vellos negros en los brazos. Te pellizca todo el tiempo y yo no sé por qué mamita siempre la llama desde que tía Susana se la recomendó. Aguanta por ma­mita que está bien mal. Yo terminaré de escribirte esta tarde porque tengo que descansar.

Dicen que mejor no te escriba hoy. Acabo de despertarme y resulta que ya es de noche. Mejor te escribo de nuevo otro día y ahora te mando esto no más. Ha venido el médico más viejo. Aquí está. Chau Julius. Te adora,

CINTHIA

Después hubo tres cartas de mamá y después apareció Juan Lu­cas muy fino y muy serio. Por último hubo una llamada de los Estados Unidos. Parece que Juan Lucas la había estado esperando porque anduvo mucho rato sentado junto al teléfono y, no bien habló, dijo que se iba a Boston y que se llevaba a Santiago con él. Santiago se le tiró a llorar en los brazos y a él se le formó una mueca en los labios y como que envejeció. Santiaguito los besó en la puerta del palacio, eso fue todo. Nadie fue a despedirlos al aeropuerto. Volverían cuando se produjera el milagro.

Mientras tanto Julius se pasaba horas con la señorita Julia, pe­ro ella nunca lo pellizcaba. Algo raro ocurría porque él an­daba siempre esperando un pellizcón, con lo distraído que era, y sin embargo nada; por el contrario, la señorita Julia parecía un poco asustada y lo miraba como si le tuviera miedo. Luego empezó a hablarle en voz baja, cada vez más baja. Un día le murmuró reza, hijito, reza, y Ju­lius vomitó y se puso a temblar todito.

Por la noche llegaron la tía Susana y el tío Juan Lastarria con un cable en la mano. Bobby había ido donde un amigo y Julius estaba acostado. La servidumbre salió a recibirlos, en el camino iban alzando los brazos impotentes, aspaventosos, desesperados, el alarido de Nilda hirió definitivamente el palacio. Y otro más y otro más. Que se calmaran, que por favor se calmaran que iban a asustar a los niños, que corrieran a buscar a Julius, que seguro lo habían despertado, mejor que no supiera nada, pobre cria­­turita, hasta que vol­viera su mamá. Después los tíos Lastarria se aburrieron un poco mirando llorar a la servidumbre y entraron a sentarse un rato en el escritorio. Ella rezaba. Él permaneció en silencio hasta que no pudo más y empezó a pasearse de cuadro en cuadro, a envidiar tanto antepasado y a decir que no había na­­da como la tradición. Arriba, en su dormitorio, arrodillado jun­to a la cama, Julius rezaba de papo­rreta, rodeado por toda la servidumbre. Vilma sostenía atenta una bacinica. Carlos lloraba escondido en su mano enorme, Nilda gemía lo más despacio que podía, Julius los miraba comprendiendo y temblando y ahogándose.

Después fue todo lo del aeropuerto. De ahí fueron directamente al cementerio. Órdenes de los señores: que no viniera nadie, que no querían ver a nadie, solo Bobby y Carlos para que maneje. Juan Lu­cas dirigía cada paso con un gesto amargo en la boca, como si es­tu­vie­ra soportando una fuerte acidez estomacal, li­ge­ra­mente despeinado, un saco que tal vez hubiera preferido no usar una tarde así. Susan se había dopado. Recordaba haber tenido un pañuelo en la mano y una cajita llena de pastillas de diferentes colores, ¿en qué momento? Abrió los ojos y vio marrón por sus anteojos de sol el aeropuerto, marrón el pecho de Juan Lucas, ven, mujer. Carlos se encargaba de Bobby, aferrado a San­­tiaguito.

¡Dios mío!, ¡cuándo se va a acabar todo esto! El Mercedes avan­za­ba por barrios feos, antiguos, pobres, ¿Lima?; seguía a la carroza fú­­ne­bre por calles extrañas, hostiles, viejas, nuevas para ella, solo cuan­do murió Santiago, ¡Dios mío!, ¡Dios mío! Susan, amor. La gente iba viendo pasar esos dos vehículos; hombres y mujeres sen­tados en las veredas, en las puertas de sus casas los miraban pasar; algunos ni­ños cruzaban la pista y volteaban también a mirar curiosos, odiosos, pobres. Una curva, una recta más ancha ahora y la gente le­jos en la ve­­re­­da, vamos avanzando. El po­licía los deja pasar, que si­­ga, que sigan, respetuoso, con el brazo.

«Aquí puede usted dejar el auto, Carlos», le dice Juan Lucas, pa­­sándose la mano por los cabellos. Mira por la ventana antes de abrir la puerta, aquí también le quieren cuidar a uno el carro. Abre la puerta, ¡váyanse!, ¡no mo­lesten! Abre la puerta de atrás, por aquí, Su­san, conmigo, vengan, Bobby, Santiago. Conocen el camino al mausoleo de la familia, Santiago, papá. Avanzan entre tumbas, pabellones de nichos, siempre más pabellones de nichos, enormes colmenas blancas, frías que se cierran y ya no reciben más; otras personas como ellos pero no se ven, se cruzan silenciosas, nunca se tocan, aprensivas casi; mujeres con pomitos de alcohol y que limpian, un sacerdote, jardines y también flores. Aquí. Un sacerdote los esperaba, bajan a lo frío, entran al mármol, recién ahora los vuelven a notar: los hombres de la funeraria proceden técnicos, profesionales de lo irreparable, entendidos de la tristeza, trabajan la más terrible escena, el sacerdote ahora para lo otro. Cinthia, tú, angelito, junto a tu padre. Cemento. La mano de Juan Lucas se extiende y tiembla unas letras, una cru­ce­cita, devuelve el badilejo y los abraza, lentamente los hace subir, no miran atrás, avanzan iguales a todos los hombres, entre el vien­to y los jardines, entre los muertos. Llegan a la reja, salen, Juan Lucas di­rige, los hace pasar, Bo­bby, Santiaguito, Su­san con él. Afuera tantos niños han cuidado el carro, no se enteran, parecen el fin de algo.

Oscurecieron el palacio. No abrían ni una persiana, ni una cortina, nada. Bobby y Santiaguito iban todos los días a misa con su mamá, antes de partir al colegio. Los hicieron estudiar co­mo locos y adelantar los exámenes finales para que pudieran viajar también a Europa. Partían a fin de mes con su mamá y con el tío Juan Lucas. Julius seguiría mientras tanto con la señorita Julia y el año entrante lo pondrían de frente en preparatoria. Se tomaban una serie de decisiones rápidas. El palacio continuaba a oscuras, pero adentro to­dos actuaban nerviosamente para olvidar. Susan se excedía en los calmantes y el tío Juan Lucas recomendaba golf, vestida de gris, hasta el día del viaje. Un día Ju­lius se acercó a pedirle a Susan que lo llevaran también a Europa y ella notó que estaba bizqueando. No hubo más remedio que lla­mar al médico y decirle que bizqueaba igual que Cinthia cuan­do murió su mamá Bertha. El médico habló de la extrema sensibilidad del niño y dijo que por nada de este mundo se les fuera a ocurrir llevarlo a Europa. En cambio, recetó clima seco de Cho­sica con una barbaridad de vitaminas. Se pensó en la ca­sa de Juan Lucas en los Cóndores, pero dónde metían a la servidumbre, eso era una garçonnière. Había que decidir algo y rá­pido.

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