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Читать книгу: «Un mundo para Julius», страница 8

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–¡Claro! Me parece muy bien. Tienes toda la razón. Qué di­ría la gente...

Llegó el cumpleaños de Julius, pero no los regalos de Europa, y tuvieron que correr a comprarle un tren eléctrico. Vino un hombre pa­ra armarlo y él se pasó toda la tarde haciéndole demasiadas preguntas. Por fin, a eso de las seis, el tren empezó a funcionar en una sala y toda la servidumbre apareció, aprovechando que el señor no estaba. Julius decidió cuál era la estación de Chosica. Prácticamente se olvidó del tren cuando empezó a contarle de Chosica a su ma­má, que era toda para él esa tarde, hasta las siete, en que tenía que cambiarse para un cóctel. Le contó del pintor Peter del mercado, de los mendigos y, cuando se arrancó con lo de Palomino y las inyecciones, Nilda dijo que era hora de cocinar y se marchó. Pero tanto miedo fue en vano porque estuvo de lo más atinado y solo contó lo que se podía contar. Lo hizo tan bien, además, que Susan empezó a agradecerles y a decirles que nunca olvidaría lo buenos que habían sido, el señor los iba a recompensar. Inmediatamente ellos replicaron que no lo habían hecho por interés, a lo cual Su­san, a su vez, re­­­plicó diciendo que trajeran helados para todos, Coca-Cola también. Nilda volvió a aparecer trayendo al monstruito, seguida por Celso y Daniel con los azafates.

–¡Brindemos con Coca-Cola por los seis años de Julius! –di­jo Susan, mirándolos, a ver qué tal recibían su frase.

Le salió perfecto. Se emocionaron todos. Tanto que ella terminó sacando la cuenta y Cinthia tendría ya once años; se le llenaron los ojos de lágrimas anticóctel, se me van a hinchar los ojos. Los sir­vien­tes habían enmudecido. «¿Por qué?», se preguntaba ella, «¿notarán?». En ese instante Nilda, en nombre de todos, dijo que acompañaban a la señora en su recuerdo. Susan se quedó pensativa, en todo están cuando se trata de... ¡qué bárbaros para querer!...

–¡El tren no puede quedarse eternamente parado en Cho­sica! –dijo, reaccionando.

Todos sonrieron. «Por una vez un cumpleaños sin los Las­ta­rria», pensó Julius, inclinándose alegre para poner en marcha el tren. To­dos sonreían mientras tomaban sus helados y sus Co­ca-Colas. Y el tren circulaba, pasaba y pasaba por Chosica. Sin detenerse porque él se había entretenido escuchándola: Susan les estaba contando de Europa; omitía los nombres para no confundirlos; Francia, Ingla­terra, Italia, eso era todo; contaba y el tren giraba, se terminaban los helados y seguía, ni cuenta se daba de que ellos habían volteado a mirar hacia un lado de la sala, mi­raban con sonrisas nerviosas hacia la puerta desde donde Juan Lu­cas, Santiago y Bobby, recién llegados del Golf, seguían la esce­na irónicos, burlándose, avergon­zán­dola.

Ya estaba decidido. Los primeros días después del viaje había tenido muchas reuniones y no había podido ocuparse de eso. Pero ahora acababa de reanudar sus prácticas de golf y tenía más tiempo libre para pensar. Los primeros días después de un viaje siempre son pe­sa­dos. Había tenido que soplarse mil informes de gerentes y apo­­­de­rados. Y los hay candelejones, ¡créeme! Había tenido que tomar muchas decisiones sobre asuntos descuidados durante su ausencia. Felizmente todo marchaba bien. Bastaron unas cuantas indicaciones, algunas cartas, algunas reuniones. To­do marchaba nuevamente so­bre rieles. Las obras que había encargado hacer en la casa hacienda de Hua­­cho andaban muy avanzadas. Pronto podrían invitar gente a pasar el fin de semana. La verdad es que estaba satisfecho con el gi­ro que habían tomado las cosas durante su ausencia. Le molestaban dos o tres huelgas que se anunciaban. Pero, en fin, eso era Lima. El secreto está en transportar cualquier problema, cualquier disgusto a un campo de golf: ahí alcanza su verdadera e insignificante dimensión. Hay que ver cómo cambia la perspectiva. Un buen gol­pe, un buen swing se parecía tantas veces a la verdadera marcha de sus cosas. Además, hay tus cosas y las de los chicos. Todo junto, ahora. Ya se es­taba viendo eso. Motivo de más reuniones. Reuniones con los nuevos socios norteamericanos, también. Pa­ra lo de las fábricas. Les iban a dejar tres fábricas. En fin, co­mo podía ver, habían sido muchas reu­niones y aún continuaban llamándolo al Golf, interrumpiéndolo. Pero así son siempre los primeros días después de un viaje. Recién aho­­ra aca­baba de rea­nudar sus prácticas y tenía tiempo libre para pensar.

–La verdad es que ayer, saliendo del Club, me provocó. Por qué no, Juan Lucas, pensé, y entonces me di cuenta de que ya estaba decidido.

A Susan le dio un poco de pena abandonar el palacio, pero lo veía tan entusiasmado, explicaba tan bien que solo en una casa nueva podría empezarse una vida realmente nueva... Tenía razón. Además había que ver lo contentos que se habían puesto los chicos con la idea. Santiaguito empezó a gritar que sí, que Juan Lucas tenía to­da la razón y que esa era una casa demasiado señorial, demasiado oscura, fúnebre, casi se le escapa que correspondía perfectamente al temperamento de papá. Se calló a tiempo, pero sin poder evitar que lo callado creciera en su mente: papá nunca jugaba golf ni nada, solo le interesaban las haciendas y el nombre de su estudio y ganar juicios, solo pensaba en el nom­bre de la familia, no seré abogado... Todos allí parecieron sentir que algo caducaba, tal vez un mundo que por primera vez veían demasiado formal, oscuro, serio y aburrido, honorable, antiguo y tristón. No había sino que mirar a Juan Lu­cas para ver que los estaba salvando hacia una nueva vida, no sé, sin tantos cuadros de antepasados, sin esos vitrinones, sin estatuas, bustos, sí, sí: querían una casa llena de terrazas, una casa donde uno salga siempre a una terraza y ahí estén Celso y Daniel sirviéndote un refresco, donde lo antiguo sea un adorno adquirido o un recuerdo, no lo nuestro. Susan vio envejecer el palacio en un segundo; se levantó el mechón rubio, caído, y descubrió su casa viejísima, le bus­có hasta olores. Comprendió entonces que ese nunca había sido su gusto, fue él, yo tenía diecinueve años, le hubiera gustado vivir en esa casa pero en una película. Vio a Santiago, su esposo, en el ins­tante en que se le acercaba por primera vez en una fiesta en Sarrat, al norte de Londres, en casa de los increíbles John y Julius... Lo adoró...

–¿Quién va a ser el arquitecto? –preguntó, en un esfuerzo triun­fal, feliz, como el atleta que cruza la raya primero, perse­guido.

...Le parecía maravilloso haberlo recordado así, acercán­do­sele sonriente, enamorándose de ella, ahora que la casona con que él so­ñó empezaba a envejecer...

Conchudo Carlos se metió a dormir en la carroza, una tarde de fuerte calor. Le gustó y decidió que, en adelante, ese sería el lugar pa­ra su siesta. Llegaba, se quitaba la gorra, la embocaba por la ven­tana y se subía sin pensar que era la hora de Julius. Le cambió íntegro el or­den de su mundo. Normalmente, los indios, a lo más, llegaban al pescante para que él, desde el inte­rior, alargara un brazo por la ventana y lo despachara de un solo tiro. Pero, de pronto, una tarde llegó y se lo encontró muy bien instalado, durmiendo en el viejo asiento de terciopelo. «¿Por qué estás ahí?», le preguntó, ingenuo, y por toda respuesta tuvo un pedo, acompañado de la palabra conchudo, porque soy un conchudo. En seguida empezó a roncar y él sa­lió disparado a avisarle a Vilma, que estaba terminando de almorzar en la repostería. Nilda intervino gritando que no se acusaba a na­die pero que había hecho muy bien en venir a decir. Vilma no se inmutó hasta que Ju­lius les preguntó qué quería decir conchudo. «Ven», le dijo.

–¡Carlos! Por favor, bájese de la carroza para que el niño Julius pueda jugar... Ya es su hora.

–Y la mía también.

Vilma y Julius se quedaron sin palabras. La chola hermosa se limitó a agregar que no le enseñara lisuras al niño, pero ya Carlos se había cubierto la cara con la gorra y parecía dormir.

–Se hace el que ronca –dijo Julius.

Pero con los días empezó a dudarlo. Tarde tras tarde venía a la ca­rroza y se lo encontraba roncando. Y por más que se quedara, ron­caba exacto. Lo cierto es que Celso, Daniel y Anatolio, el jardinero, ya no querían caer muertos gritando ni saltar por los estribos y el pes­cante de la carroza por temor a despertar a don Carlos, co­mo ellos lo llamaban. Julius trató de cambiar el sis­tema del juego: ahora él su­bido en el pescante, salvando a los pasajeros heridos de la diligencia, con gran peligro de caerse de cabeza contra las rocas, de rodar por los cerros... Inútil. No había coboyada que funcionase con disparos en voz baja, sin ala­ridos de indios enfurecidos.

Y ese verano Susan, Juan Lucas y sus hermanos iban diario al Golf; Carlos se pasaba la tarde desocupado o sea que no había nada que hacer. Solo esperar que despertara, a eso de las cinco y media, y subir a conversar un rato con él.

–¿Qué quiere decir conchudo? –le preguntó, una tarde.

–Yo, por ejemplo –le dijo Carlos, bajándose grandote de la ca­rroza–. Vamos –agregó, desperezándose–; ya va a ser ho­ra de tu baño; Vilma te debe estar buscando.

Media hora después, era él que la buscaba: no había ido a llamarlo a la carroza, no estaba en la cocina, tampoco en los altos. Tenía que estar en su dormitorio. Julius se dirigió hacia la escalera de servicio y, cuando se aprestaba a subir, se encontró con Santiago bajando nervioso, agitado. Pensó que había regresado muy temprano del Golf, pero como ellos casi nunca se hablaban, se limitó a darle pase y subió hacia el dormitorio de Vilma. «¿Se puede?», preguntó. Le encantaba preguntar ¿se puede?

–¡No!, Julius. ¡Un momento! Un momentito, por favor. Ya te voy a abrir. ¡Qué horror! ¡Pero si se me ha pasado la hora de prepararte tu baño!

Había invitados en el palacio. Celso y Daniel, elegantísimos, pasaban azafates llenos de bocaditos y de aperitivos. Susan, linda, triunfaba. Tenía esa manera maravillosa de llevarse hacia atrás el mechón rubio que le caía sobre la frente; reía, entonces el mechón se derrumbaba suavemente sobre su rostro y todos enmudecían mientras echaba la cabeza hacia atrás, ayudándose ape­nas con la mano, la punta de los dedos; los hombres se llevaban las copas a los labios cuando dejaba el mechón en su lugar, la conversación se reanudaba hasta la próxima risa. Más allá, Juan Lucas comentaba el día de golf con tres igualitos a él y de rato en rato se reían y eran varoniles y solo de­cían cosas bien dichas. Celso se acercó al grupo y dijo algo en voz baja; algo que debió ser muy gracioso porque Juan Lucas estalló en sonora carcajada y buscó a Susan entre los invitados.

–¿Has escuchado eso, mujer?

–No, darling, ¿qué?

–Aquí el mayordomo me cuenta que el chofer está deses­perado porque Santiago se ha robado uno de los carros.

Cada palabra venía con una entonación perfecta, varonil. Susan se quedó estática; lo miraba, no sabía si era bueno o malo lo que ha­bía hecho Santiago. Pensó que habría sido malo en la época de su es­poso, pero ahora con Juan Lucas...

–Darling, ¿qué vamos a hacer?

–Vamos a esperar –respondió Juan Lucas–. Si regresa y el carro no huele a perfume de muchacha, entonces sí que no dejaremos que se lo vuelva a robar.

–¡Tenía una cita! –gritó Bobby, que había estado todo el tiempo por ahí.

Carcajada general, todos se reían y se llevaban copas a los labios, Susan volvía a acomodarse el mechón de pelo. Era la vida feliz con Juan Lucas y sus amigos, ahí estaban los preferidos, los que sabían vivir sin problemas. Ahí estaba también el arquitecto seleccionado para la nueva casa. «No es un mal chico», pensaba Susan, «pero está demasiado en los grupos en que estoy. No sé si podrá beber como los otros».

A Julius ya lo habían acostado y le habían apagado la luz. Estaba tratando de dormir un poco antes de que los invitados salieran al jardín. Como siempre, después de la comida, los invitados pasarían a la terraza y beberían hasta las mil y quinientas. Habría música y baile. Aunque se durmiera, pues, la música y las carcajadas lo despertarían más tarde. No le quedaría más remedio que asomarse a la ventana. Por ahora podía descansar un rato, recién estaban bebiendo los aperitivos.

Acababa de llegar uno de los socios norteamericanos de Juan Lu­cas y era realmente un placer conversar con él. Un hombre fino y un excelente jugador de golf. No tenía el acento horripilante de los norteamericanos y había caído muy bien en el Golf. Y en Lima. Su mujer era un gringuita como hay muchas, pero después de un rato uno se daba cuenta de que era inteligente y de que tenía cierto mundo. Con ellos estuvo a punto de completarse un grupo perfecto de gente bronceada, de deportistas ricos, donde nadie era feo o desa­gradable. Lo único malo es que no tardaban en llegar los Las­ta­rria, qué se iba a hacer, había que invitarlos alguna vez.

Juan Lastarria había casi muerto de infarto de tanto esperar a su horrible esposa. La muy idiota tenía que dejar a sus dos hijos en cama antes de salir a cualquier parte, y él abajo, fumando más de la cuenta y esperando que terminara de arreglarse, para qué, no sé, mientras Su­san y Juan Lucas recibían y conversaban hace una hora por lo menos. Por fin llegaron. Él hubiera querido verse una vez más el bigote en un espejo, comprobar que ese terno realmente le ocultaba la barriga, sabía que Juan Lucas era un deportista eximio. Daniel abrió la puerta y Lastarria casi se tira de cabeza al vestíbulo del palacio. Se contuvo y dejó pasar primero a su esposa, horrible. Y ahora venía Susan dejándose el me­chón rubio en su sitio y besaba linda a su prima, mientras él se inflaba a más no poder, sacaba pechito y se inclinaba para dar el beso en la mano y Susan soportaba. Al entrar en la gran sala del palacio, Lastarria pensó en tanto antepasado y en tanta tradición, pero el llamado del presente pudo más que todo: ahí estaba Juan Lucas. Lastarria se sintió enano pero feliz. Más feliz aún cuando los otros lo saludaron. Felicísimo, luego, cuando su mujer se perdió entre otras, ah no, ahí está, olvídate Juan y goza.

Y esa misma noche, antes de la comida, anunció públicamente que había decidido jugar golf y que se iba a hacer socio del Club mientras Juan Lucas le hacía señas a uno de sus amigotes para hacerle notar que Lastarria se estaba pasando la noche empinado, seguía llegándoles al hombro el pobre. Poco rato antes de que sirvieran (Nil­da estaba ofendidísima porque para estas reu­niones encargaban la comida al hotel Bolívar), empezó a perseguir a Susan, a su du­quesa, por todas partes. En realidad el po­bre se debatía entre Juan Lucas & Cía., y Susan. Eran dos ahora porque el arquitecto de la casa nueva también la seguía y la adoraba. Un jovencito brillante, estaba de mo­da, pero le faltaba vivir un poco todavía. Lastarria se cagaba en el jovencito brillante y Lima está creciendo porque el arquitecto no sabía quién era Lastarria. A pesar de que hubiera podido interesarle...

Por supuesto que todo en la comida era delicioso como siempre en el palacio y la tía Susana, horrible, quería, pero no iba por nada de este mundo, pedir la receta de tanta maravilla. Se había leído una biblioteca en libros de cocina y nunca había preparado nada igual, de cualquier manera sus hijos estaban mejor cuidados que los de Su­san. En cambio Juan, su esposo, ya se había en­terado de que to­do eso venía del hotel Bolívar y, desde ahora en adelante, él también iba a pedir al hotel y que su mujer se fuera al diablo con sus recetas. «Delicioso, my duchess.», y trataba de ga­nar el primer lugar en la cola de a dos que formaba con el arquitecto. Los igualitos a Juan Lucas y Juan Lucas ha­blaban de unos terrenos estupendos, no muy lejos de Lima, y de las posi­bilidades de formar un nuevo club de golf. Al norteamericano también le interesaba el asunto y proponía reunión para mañana en Rosita Ríos, se estaba acriollando el gringo y, además de ser simpático, toleraba muy bien los picantes costeños. Ya en su viaje anterior había regresado a Nueva York con varias botellas de pisco, más unos hua­cos y, según contaba, dejó co­judos a sus so­cios allá con el pisco sauer. To­­­do el mundo quería la receta en Nueva York y todo el mundo quería invertir dinero en el Perú, si el gringo continuaba en ese plan y, además bastante fino, iba a ser uno de los primeros socios norteamericanos del Club Na­cional. Y Susan tenía la oportunidad de prac­ticar su exquisito inglés con Virginia, la esposa de Lester Lang III (el gringo pesaba de verdad), y así escapar momentáneamente a la persecución del arqui­tecto y Lastarria. Ninguno de los dos sabía inglés y no se atrevían a hacer el ridículo frente a la extranjera. Se quedaban esperando mientras Susan hablaba con ella y, si se demoraba, Lastarria partía la carrera hacia el grupo de Juan Lucas y los otros campeones, sonreía al llegar, alzaba y metía su copa entre el círculo para que le hicieran ca­so, por favor, y les juraba que iba a hacerse socio del Club. Lo te­rri­ble era cuando aparecía Susana buscándolo para decirle, por ejemplo, que no bebiera mucho vino blanco y que se cuidara con las espinas del pescado. Él la odiaba porque en los palacios no existen pescados con espinas, ¡qué horrible es, por Dios!, cualquier otro ca­mino hubiera sido bueno para llegar hasta ahí sin ella, pero no había otro camino. Así pensaba Lastarria y por momentos hasta se acordaba de la casa vieja en el centro de Lima, viniéndose abajo, su madre trabajando pa­ra pagarle los estudios, pero en eso Susan estaba libre y él se inflaba, sacaba pecho, pechito y partía la carrera. Se tropezó con el arquitecto. Los del golf sintieron que se habían librado de un mal jugador.

Susan estaba pensando que el arquitecto debía tener una novia o algo y que en el futuro mejor viniera con ella. Estaba muy excitado el muchacho y tal vez sería conveniente que no bebiera más. Hi­zo la prueba de decirle a Celso y Daniel que no le sirvieran más vino, pero fue inútil: cuando el azafate no venía al arquitecto, el arquitecto iba al azafate. Y volvía corriendo con la copa llena para no perderse un instante de Susan, la pasión de su vida. Y hubo vinos tintos franceses y postres y licores y el joven brillante dale y dale y adorando a Susan, ya no dejaba que Las­tarria colocara una sola palabra. Quería bailar además, y pedía que subieran un poco la música, que no se escuchaba bien afuera, mientras iban saliendo todos a la terraza. Juan Lucas se enteraba de esas cosas sin verlas, por costumbre, por ósmosis o por lo que fuera. Y tenía sus métodos; tantos años de vuelo le habían ense­ñado que nada era peligroso en esta vi­da. Susan vino a decirle que el arquitecto... pero él la cogió del brazo y ella lo adoró y quedó segu­rísima de que una vez más Juan Lu­cas resolvería el asunto alegremente cuando llegara el momento. Por ahora estaba hablando de un club de golf en Chile y de un ganado para engordar que traían de la sierra, más unas avionetas para una fábrica de harina de pescado, esto último a Lester Lang III le interesaba mucho. Bobby se había encargado de alzar el volumen del estereofónico y el arquitecto bailaba con Su­san, para desespe­ración de Lastarria. Susana, horrible, trataba de no bostezar entre un grupo de mujeres que tenían o no hi­jos, pero que habían man­tenido la silueta; sabía quiénes eran, sabía quiénes eran sus padres, quiénes sus esposos, pero no las había vuelto a tratar desde la época del Sagrado Corazón. La pobre no sabía qué hacerse entre ellas porque no querían recordar el colegio ni tampoco hablar de hijos que ya deberían estar acostados y no robándose el carro de la casa. Además ella no conocía al profesional argentino, el que había llegado hace poco en reemplazo del otro, este se quedaba más en su lugar, pero así em­­­pezó el anterior también y terminó casándose con la socia in­dicada y ya la gente empezaba a aceptarlo en lugares que no fueran el campo de golf, eran tremendos los profesionales argentinos. Muchas de esas mujeres usaban bikini todavía y se bañaban en la pis­cina del Club y salían retratadas en los periódicos, los lunes por la mañana. Su­sana se estaba preguntando quién llevaría esos hogares, quién se ocuparía de esos niños, cuando sabe Dios por qué alzó la ca­ra y di­visó a Julius, asomado por la ventana de su dormitorio. Su deber era avisarle a su prima.

El arquitecto de moda llevaba ya tres bailes al hilo con Susan y le estaba describiendo la casa que había soñado construir algún día, por ahí la quería hacer caer el muy ingenuo, despertando en ella el deseo de vivir juntitos en una casa de ensueño. «¿Se la imagina?», le estaba diciendo, cuando Susan notó que su prima la llamaba y apro­vechó para sacárselo un rato de encima.

–Susan, Julius está despierto y son más de las once de la no­che. Le puede hacer mucho daño trasnochar así.

–Darling, ¿qué haces allá arriba? –preguntó Susan, mi­ran­do hacia la ventana por donde se asomaba la cabecita de Ju­lius.

–No puedo dormir, mami; mucha bulla.

Juan Lucas había advertido el asunto.

–Oiga, jovencito –dijo burlonamente–; ¿qué hace usted levantado a estas horas?

–Estoy mirando, tío.

–¿Quiere que le enviemos un whisky?

Julius no contestó, en todo caso no se oyó lo que dijo, pero la tía Susana fue terminante e insistió en que debería acostarse en el acto.

–Darling...

–Déjenlo que disfrute –dijo Juan Lucas–; por una noche qué importa.

La tía Susana, horrible, pensó que eso era todas las noches y ya tenía ganas de irse. El gracioso acento de Lester Lang III la contuvo.

–¿Cuántous fueroun las incas? –preguntó, mirando hacia la ventana donde se dibujaba el rostro de Julius.

–Catorce.

–¡Carhhambas! ¡Fantastic! I don’t know how many presidents there have been in the States. Must revise my history –se había olvidado de sus presidentes el gringo.

Carcajada general de los que entendían inglés. De Lastarria también, empezaba a gustarle el norteamericano y se colocó a su lado y sacó pecho. Lang III no lo captaba muy bien y miró a Juan Lucas como preguntando quién es el del bigote. Juan Lu­cas le dijo que era un nuevo socio del Club y pariente suyo, Las­tarria casi se de­rrite, con tal de que no se acerque Susana... Por suerte no se acercó, y pu­do empinarse bien y sentir cómo lo iban aceptando, después de todo él también pesaba varios millones. Por matrimonio, claro.

Hacia la una de la mañana, el arquitecto de moda había ya desplazado la casa soñada hacia las playas del sur y la había construido sobre una colina, frente al mar.

–Para ti, Susan.

–Qué cosas dices, darling... Mañana te vas a sentir pésimo.

Pero él dale con bailar más, con tambalearse de un lado a otro, ya no tardaba en empezar a llorar de tanto que la quería a esa señora. Las amigas de Susan contemplaban la escena muertas de risa, aunque consideraban que ya se estaba poniendo un poquito pesado el muchacho y trataban de salvarla inventando cualquier pretexto para llamarla. Pero el arquitecto la seguía, venía también donde ellas y se les tambaleaba ahí delante, cómo harían para llevárselo a casa.

Ya bastante tardecito apareció Santiago y al verlo todos recordaron que se había robado el auto.

–A ver, mi amigo –dijo Juan Lucas, llamándolo.

–¿Qué pasa? –preguntó Santiago, entre sonriente y ner­vioso.

–Venga usted por acá, mi amigo.

Santiago se acercó atravesando entre los invitados. Juan Lu­cas lo cogió amistosamente por el brazo y se inclinó ligeramente. La tía Susana era toda expectativa, iba a morir de suspenso.

–¿Qué dictamina el juez? –preguntó uno de los del golf, muerto de risa.

–Tell us all about it, Santiegou –de todo quería enterarse Lang III.

–Huele a whisky y está ecuánime. Además huele a perfume de muchacha. ¡Este muchacho sabe lo que hace!

Susan adoró a Juan Lucas y le hizo una seña por lo del arquitecto, mientras todos felicitaban a Santiago y le decían que se merecía un auto propio. Lester Lang III le invitó un cigarrillo y le prometió que para el próximo viaje a Lima traería a su hijo, tal vez para entonces quedaría una chica libre, a no ser que San­tiegou... ¡Qué gringo simpático! Todo el mundo festejaba tanta simpatía, menos Susana Lasta­rria que buscaba a su marido para irse ya, mañana le tocaba salida al ama y cosas horribles por el estilo, delante de los del golf, él sacrificaría lo que quedaba de la noche con tal de que no se metiera con los del golf ni con Lester Lang III. Estaba fascinado con lo de III.

Arriba, Julius acababa de cerrar su ventana para volverse a acostar, a pesar de que sabía que el asunto iba a durar hasta las mil y quinientas y que el ruido le impediría dormir. Le extrañaba que Santiago no hubiera subido a acostarse; había desaparecido de la terraza antes de que él cerrara su ventana y sin embargo aún no subía. Hasta su cama llegaban las carcajadas de los hombres y la risa delicada de algunas mujeres. Reconocía la de su ma­dre, se deleitaba escuchán­dola entre la música, pero poco a poco lo fue venciendo el sueño y ya no llegó a enterarse del fin de la reunión.

–Nos vamos... Nos vamos todos –decía Juan Lucas.

En realidad lo que pasaba es que el arquitecto ya estaba pe­sa­di­to. Había llegado al estado en que juraba tener la casa sobre la colina, fren­te al mar, perfectamente amoblada para mañana por la ma­ñana. Se caía, pero dale con bailar. Y Susan muerta de pena por el mu­chacho. Pero había llegado el momento de hacer algo con él. Juan Lucas, copa en mano y sonriente, se acercó y lo cogió amigablemente por el brazo.

–Amigo artista...

El arquitecto de moda oyó algo que le gustó, y volteó a mirarlo, tenía que hacerle una casa... Ese pensamiento o el que fuere se le mez­cló con la casa soñada y quiso bailar de nuevo.

–Sí, sí... todos vamos a bailar, pero vamos a algún cabaret, algún lugar con más ambiente...

Le hizo una seña a Susan para que desapareciera y continuó ocu­pándose del artista. «Todos nos vamos; allá nos vamos a encontrar todos», le iba diciendo mientras lo conducía hacia la puerta del palacio. Afuera lo esperaba un taxi que Daniel se había encargado de llamar. El arquitecto se tambaleó hasta la puerta del auto, Juan Lu­cas lo ayudó a subir.

–Allá nos vamos a encontrar todos –le repitió, cerrándole la puerta antes de que preguntara por Susan.

El taxi se puso en marcha mientras el arquitecto se desmoronaba feliz en su asiento, segurísimo de que allá se iba a encontrar con ella.

Empezó a vivirse la última semana de vacaciones escolares. El ve­rano estaba por terminar y no había más remedio que ocuparse del asunto de los uniformes. Como todos los años, por la misma época, Susan se dio cuenta de que había perdido la dirección de la costurera. Le alcanzaron el teléfono y marcó el número de su prima Susana.

–¿A qué hora se acostó Julius la otra noche?

Susan le dijo que se apurara, por favor, Juan Lucas no tardaba en llegar, tenían que salir con Lester y otros amigos. Susana se sabía la dirección de memoria, se la dio inmediatamente.

–Antes de que me olvide –añadió–, Juan quiere invitar a los Lang uno de estos días; ya les avisaremos para que vengan us­tedes también.

–Sí... Juan Lucas va a estar encantado.

Susan colgó el teléfono y llamó a Santiago y a Bobby, para decirles que se quedaran en casa hasta que llegara la costurera, Carlos iba a recogerla después del almuerzo. Los dos protes­ta­ron.

–Sí, pero hay que quedarse –dijo Susan, con el tono ba­jísimo y dulce que empleaba cuando tenía que dar una orden que ella no hubiera cumplido por nada de este mundo.

Bajó a despedirse de Julius, que se aprestaba a almorzar, terminada su clase con la señorita Julia. Era su última semana con la señorita velluda. Lo tenía loco, a toda costa quería que llegara al colegio sabiéndolo todo. Estaba harto el pobre. Susan le dijo que tu­viera paciencia, que ya no quedaban sino unos diítas; en seguida le dio un beso y desapareció porque Juan Lucas acababa de llegar para llevarla al Golf, allá se iba a reunir con los Lang para pasar el día juntos. Ju­lius se quedó almorzando en compañía de la servidumbre. Desde el gran pleito de Chosica, Nilda y Vilma se habían estado llevando a las mil maravillas; sin embargo, él notó que esa mañana algo no marchaba entre ellas. La Selvática la miraba demasiado y la Puquiana como que no le daba cara. La aparición de Celso, trayendo al bebe de Nil­da, lo hizo olvidar momentáneamente el asunto. Le faltaba mucho todavía para caminar, pero el mayordomo-tesorero lo traía sujeto de ambos brazos, obligándolo a dar unos pasitos casi en el aire con sus piernas chuequísimas. Fue la primera vez que el monstruito hizo algo que no fuera berrear, todos lo festejaron y el almuerzo volvió a adquirir su tono normal y diario. Celso y Daniel empezaron a discutir de fútbol. Uno quería que Julius fuera hincha del Municipal y el otro del Sporting Tabaco. Nilda intervenía gritando que no lo influen­ciaran, que era malo para el cerebro, que lo dejaran escoger solito.

Por la tarde, Vilma y Julius se instalaron en el pescante de la ca­rroza, para la diaria lectura de Tom Sawyer. Hoy nadie les iba a pe­dir silencio porque Carlos había ido por la costurera y la carroza estaba vacía. Sin embargo él apenas escuchaba la lectura, andaba muy preo­cupado con lo del colegio, quería imaginárselo, ¿cómo se­rá?, estaba pensando, cuando el alarido de Nilda lo in­te­rrumpió, anunciando la llegada de la señora Victoria, la costurera.

Victoria Santa Paciencia, así la llamaban en el palacio, los sa­ludó como siempre, comprobando que habían crecido un mon­tón desde el año pasado. Continuó, como siempre, diciendo que la habían lla­­mado tarde y que no tendría tiempo para hacerle dos uniformes a cada uno, en menos de una semana. Empezaría, pues, agrandando los del año pasado, para que Santiaguito y Bobby pudieran usarlos mientras tanto. Les rogó, temblorosa, que se pusieran los saquitos y ahí estaban los dos, furiosos, asándose de calor, culebreando porque picaba y ella, tiza en mano, señalando conforme medía.

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