Читать книгу: «Un mundo para Julius», страница 4

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Y era (Julius escuchaba atentísimo) porque quería mucho pero mucho a una señorita que no era de su condición y que era pianista, que tocaba lindo el piano. Mamita dice que pobre, que humilde, en fin, ya parecía que Julius iba entendiendo y no debería preguntar a todo ¿por qué?, sino más bien escuchar y dejar que ella termine la historia. Le prohibieron que la viera, a la mu­chacha que no era de su condición, pero el tío abuelo la siguió viendo y entonces hubo presión, así dice mamita, ¿qué quieres que haga?, hubo presión y a ella la metieron a un convento; así hacían en esa época con las chicas que se portaban mal: todas terminaban de monjitas. Pero esta no, Ju­lius, esta tuvo que salir porque estaba muy enferma, pero siempre seguía tocando lindo el piano. Y el tío abuelo romántico, por eso está así en el cuadro con esa barba y el pelo así de largo, papá decía que hizo tu­rumba con los negocios de la familia, felizmente que tuvo hermanos, bueno, el tío abuelo no se quiso casar con otra, ni siquiera con la tía abuela que ya estaba enamorada de él. Esperó y esperó hasta que la señorita salió enferma del convento y mamita dice que ya es­taba condenada pero que él se casó con ella porque se sentía responsable y era un caballero, a pesar de todo. ¿Tú no crees que era bien bueno? Julius hizo sí, con la cabeza, y con los ojos pedía el resto de la historia.

Y Cinthia le siguió contando: le dijo que se casaron y que se fueron a vivir a San Miguel, una casa que todavía existe, en San Miguel, linda, blanquita, como si fuera de muñecas. Ahí vivían pero ella siempre en cama; ella no podía levantarse, tenía mucha tos, mu­cha tos, no paraba de toser. Y el tío abuelo no cui­daba los negocios, siempre estaba a su lado y siempre le pedía que le tocara el piano, le había regalado un piano lindo cuando se casaron. Tres meses solo vi­vió, Julius. Una mañana él le pidió que le tocara el piano, todos los días le pedía pero ella no podía levantarse, solo ese día se levantó y empezó a tocar lindo y entonces fue que empezó a toser y que se quedó muerta tocando piano. «Ahí se acaba la historia», le dijo Cin­thia, pero Julius le hi­zo to­da­­vía algunas preguntas y ella le contó que después él se ca­só con nuestra tía abuela y que no vivió mucho tiempo por­que su primera esposa, la pianista, lo había contagiado. Fue el hijo mayor del Presidente y tío carnal de papi, pero murió mucho antes de que papi naciera. Por eso papi se asustaba tanto cuando alguno de nosotros tenía tos. Se quedaron pensativos: los dos se habían sentado sobre el banquito del piano y habían abierto la ta­­pa. Sus cuatro manitas ligeras y finas descansaban dudosas sobre las teclas de marfil que los Lastarria, por supuesto, ni tocaban.

En la cocina, veintitrés amas llegadas a Lima de todas las regiones del Perú habían logrado espantar a Cirilo, el segundo ma­yordomo, pero no a Víctor, señor en sus dominios, que ahora hacía funcionar todos los aparatos eléctricos para impresionarlas. Secaba los vasos a presión, afilaba cuchillos apretando un botoncito que ponía en mo­vimiento una ruedita como de piedra, y se comu­nicaba con la se­ñora por teléfono interno, «voy con la Co­ca-Cola», le decía. Por lo menos diez amas se llenaron de dis­fuerzos cuando co­locó dos tajadas de pan en la tostadora, esperó unos minutos, les dijo escuchen, y en ese instante sonó una cam­panita tin tin y saltaron las tostadas. Por lo menos cinco sintieron cosquilleos pecaminosos cuando se las ofreció a Vilma, ¿por qué no?, después de todo era la reina. Las demás seguían la escena, pero no la veían: bien chunchas todavía, habían fijado los ojos en el fondo de sus tazas de donde ya no los sacarían tal vez más. Pero Vilma no; Vilma aceptó el reto o lo que fue­ra eso de darle las primeras tostadas, tremenda ciriada, en realidad. «¿No tendría mantequilla?», preguntó, coquetona. Entonces sí que todas las cholas bajaron la mirada, era atrevida Vilma, pero era hermosa y en el fondo ellas la admi­raban. Y Víctor, por un instante, casi pierde los papeles; pero no: se sobrepuso y corrió por la man­te­quillera. «Aquí tiene, la señorita», dijo, todo él, al­can­­zándo­sela. «Gra­cias», le replicó Vilma, y empezó a untar man­te­quilla en una tos­tada, sonriente, tranquila, toda ella, pero entró la señora: que ya los niños estaban pasando al comedor, que ya debían ir; Vilma, que Julius y Cinthia ha­bían desaparecido.

Por ahí ya habían buscado, por ahí también, en realidad habían busca­do por todos los bajos de la casa y había que probar los altos porque en el jardín no quedaba nadie. «Víctor», ordenó la tía Susana: «acompañe a Vilma a los altos y avíseme en cuanto los encuentren». Y por eso los dos subieron juntos y an­­duvieron silenciosos por austeros dormitorios, por baños en cuyas tinas podía uno quedarse a vivir, por corredores que atravesaban gritando ¡Julius!, ¡Ju­lius!, ¡Cin­tita!, por salas de estudio en las que tampoco estaban, por una escalera de servicio en la que Víctor intentó una ciriadita, pe­ro no; no, porque Vilma estaba llorosa, asustada, lejana y ahora algo menos ex­traviada, como si toda esa parte de la casa le fuera más familiar, esas losetas frías de patio, estaban en la parte de la servidumbre y ella continuaba llamándolos hasta que escuchó aquí estamos, la vo­ce­cita de Cinthia que salía del baño de servicio.

–¡Dónde se han metido! –exclamó Vilma, al verlos.

–Este baño no tiene tina, Vilma –comentó Julius.

Fue toda la respuesta que obtuvo, pero ¡qué importaba!, ahí es­taban y no les había pasado nada. Vilma empezó a llenarlos de besos.

–¿No tendría unito para mí? –intervino Víctor, sobradí­simo.

Julius y Cinthia lo miraron desconcertados.

–Avísele, por favor, a la señora que ya los encontramos –Vil­ma se arregló el moño.

–¿Pero antes me dirá qué día le toca su salida? –preguntó él, sonriente, y se quedó bien parado y esperando.

–¡El jueves!, ¡el jueves! ¡Corra! ¡Avísele a la señora!...

Víctor salió disparado y Vilma suspiró. Empezó lenta, dulce, temblorosamente a llevarlos de la mano hacia el comedor, mientras ellos miraban con los ojos enormes esa sección del castillo que iban dejando atrás.

Rafaelito y Pipo tenían un amigo, un ídolo, y aunque habían ocul­tado su preocupación frente a los invitados, lo habían estado esperando desde que llegó el primero. Martín. ¿Por qué no llegará? ¿Vendrá? Por cierto que mamá hubiera preferido que no viniera. ¿Acaso no les decía siempre que no se juntaran con él? Pe­ro era su santo, era el santo de Rafaelito y nada pudo hacer para que no lo invitaran. «Lo han invitado», le dijo a su marido; y que era un desconocido, que vi­vía en uno de esos edificios que habían construido últi­mamente, que su mamá era impresen­table, que la había visto en la parroquia, que el chico era un dia­blito, que era mayor, que lo que pasaba es que era retaco, que ojalá no viniera, que le había enseñado a Rafaelito a decir pendejo, que le perdonara la palabra, etcétera.

Y Martín, que no era tan retaco pero que ya tenía once años, llegó justo a la hora del lonche. Vino solo y caminando desde su casa y entró diciendo que mañana traería el regalo, en realidad al pobre su papá le había dicho que se dejara de mariconadas, que ya estaba bien grandazo para regalitos, pero que no se perdiera tremendo pa­peo. Y ahora, bien pegadito a la mesa, comía su tercera butifarra an­te la mirada de Rafaelito, algo así como la de un gato en celo. Ya Víctor estaba atendiendo a todos, ya las amas estaban atentas al bo­cado que su niño se iba a meter en la boca, o sacándole la lechuga a la butifarra por lo de la tifoidea, o quitándole la pla­tina al choco­late y guardándose el poema de Cam­poamor que había adentro. Ya Ju­lius y Cin­thia estaban cada uno con su san­duichito en la ma­no, ya Vilma estaba nuevamente her­mosa y tranquila, ya la tía Susana estaba nuevamente al mando de todo y horrible, ya Pi­po y Rafaelito le estaban diciendo a Martín que esos eran y señalándole a Cinthia y a Julius. Todos comían, el gordo también, por supuesto, mírenlo qué gracioso cómo se atraganta, es hijo de Augusto y Li­­cia; todos comían sus dulcecitos hechos por monjas de antiguos conventos de Lima, de Bajo el Puente, del Carmen, de los Barrios Altos, del fin del mundo, hija, el chofer se perdió y eso que ha vivido por ahí, ahora ya no, hija, ahora en una barriada les da por eso, por lo del terrenito y tienen que irse más temprano, es un fastidio; ya todos comen biz­cochitos, fíjate si no es un bárbaro el gordo; y todos beben sus helados, ese es el Martín ese; y todos piden más Coca-Cola y Víctor va por ellas, las trae, las reparte, roza a Vil­ma al pasar, a Vil­ma que se con­templa en el inmenso espejo que cubre toda una pared: es guapa, por eso le gusta a Víctor, le queda bien su moño y qué exacto término medio el de esos tacos, ni altos contra el uniforme, porque la señora no consentiría, ni bajos tampoco, casi no se nota que son al­titos y sin embargo le tor­nean las piernas, los senos están bien marcados bajo lo blanco, la tela ayuda, se muestran bien y el cinturón marca la cintura, las caderas son anchas, fuertes, están buenas... Desde el otro lado del comedor, la señora la está mirando, conversa de otra cosa pero la está mirando: tremendo el Víctor, es guapa la chola, medio gordo­na pero guapa, el pelo es ordinario pe­ro es guapa, las piernas bien formadas, es robusta, ya tiene años cuidando a Julius, desde que nació, es guapa, es pretenciosa, cómo se mira, yo soy fea, guapa la chola, pobre... Y el zamarro del Víctor, tumbarla, tumbarla y guiñaditas: se estaba comunicando por el espejo con Vilma.

Por supuesto que también había velitas que apagar, aunque Ra­faelito hubiera preferido que pasaran todo eso por alto esta vez porque, a su lado, Martín estaba mirando todo el asunto ma­­­ton-cito y escéptico; pero Víctor no se hubiera perdido la oportunidad por na­­­da de este mundo y ahí estaba encendiendo todas las velitas con un solo fósforo, Vilma sentía que ya se iba a quemar el dedo, pero no, no aunque velita del diablo préndete, se prendió y por fin pu­do hacer lo que tanto había querido: alzar el fósforo un poco en el aire y que todos lo vieran apagarlo con los dedos, Vilma se quemó.

–¡Que partan la torta! –gritó Martín.

–No te digo, ese es.

Así Susana Lastarria iba comentando todo lo que pasaba con su hermana Chela, que había venido a ayudarla a controlar a tanta fie­recilla. Y tanta fierecilla comía ahora su torta, cake is the name, que era imposible terminar con todo lo de es hijo de fu­lanito, de men­ganito, el diputado, tan buenmozo como era, últimamente ha enve­jecido mucho, igualito a su mamá, como dos gotas de agua. ¿Su­san?, pobre Susan, no creas que lo pasa tan mal, yo la he visto con él, y por qué no si es viuda, hace tres años ya...

Y, un poco por lo que en geografía suele llamarse deter­mi­nismo geográfico (antideterminismo lo hace el hombre), Julius y Cinthia continuaban metidos en todo eso, pero sin alejarse mucho de Vil­ma. Habían gozado de momentos de tranquilidad mientras los de­más comían, pero ya el lonche se iba acabando y pronto sería ho­ra de salir al jardín y jugar.

Felizmente Martín decidió que tenían que escoger dos equipos para un partidito de fútbol. Todo el mundo quería jugar en el equipo de Martín. Era el nuevo líder y el que tomaba las decisiones: ¡Tú pa­­­ra aquí!, ¡tú para allá!, ¡tú no juegas!, ¡tú para allá!, ¡tú también!, ¡que se vaya esta chica!, ¡Rafael ven para acá!, ¡ese es muy chico! Entonces Rafaelito fue y le dio un empujoncito a Julius y Vilma vino a recogerlo, Cinthia también. «Ven, Julius», le dijo: «te voy a en­señar una cosa, pero la vas a aprender, ¿ah?». Se dirigieron hacia el interior del castillo, pero antes, en el camino, se encontraron con la tía Susana.

–No se vuelvan a perder –les dijo–; quédense donde los pue­dan ver. Vilma, no los pierda de vista; falta media hora para que llegue el mago.

Cuando llegó el mago, el partido ya había terminado. Todos sa­bemos que ganó el equipo de Martín. Dos a cero: un taponazo de Pi­po en el estómago del arquero (cayó dentro del arco), y un pun­tazo de Martín que hizo añicos una ventana del castillo. Ahora ya oscurecía y las amas les estaban limpiando las caras sudorosas con toallitas húmedas y tibias, ¡cómo te has ensuciado la ropa, niñito, por Dios!, con verdadera habilidad los iban dejando nuevecitos porque ya no tardaba en comenzar la función: este año, en vez de cine, mago.

Los sentaron en silletitas alineadas en el inmenso hall del castillo. En la cabecera de la tercera fila estaban Cinthia, Julius y Vilma, de pie, a un lado. Desde el fondo, Víctor la contemplaba por encima de las cabecitas de unos cincuenta niños y de las cabezotas de unas quince amas que habían logrado sentarse; las demás estaban de pie, recostadas en las paredes. En primera fi­­la, al centro, Rafae­li­­­­to, Pipo y Martín, este último diciendo que todo era puro truco (el ma­go aún no había asomado por el hall), y al extremo, las hermanas Chela y Su­sana, Susana odiando a Mar­tín: «¡Eso sí que no! ¡Sién­tese!». Martín trataba de organizar una barra para recibir al ma­go: ¡truco!, ¡truco!, ¡truco! Mocoso retaco insolente.

El mago Pollini, que había actuado en la televisión y todo, entró mariconsísimo y casi corriendo por la puerta lateral del gran hall. En­cantado de estar en el castillo, avanzó rápidamente hasta la señora Susana y le besó la mano como hacía tiempo no se la besaba a na­­die en Lima. «Sen-ñora, dijo, a sus órdenes», y todo empezó a oler a perfume en esa zona del hall. Después saludó a la tía Chela, otro be­sito en la mano, y les presentó a su partenaire, que era su es­posa también, largos años por escenarios de todo Sudamérica, con sil­bi­ditos y todo y que no, no lograba ser como la señora. El ma­go preguntó si podía proceder, le dijeron que sí, y entonces se dirigió a la mesa que habían dispuesto para él, frente a los niños. Las hermanas se sentaron nuevamente y el mago, echando una mi­radita al audi­tó­rium, varios millones reunidos, descubrió, al fondo, a Víctor. «¿Me podrían traer un vaso de agua?», dijo, como quien no quiere la cosa. Víctor se hizo el desentendido, ni que fuera quién, pero la señora volteó a mirarlo: «Víctor, tráigale un vaso de agua al mago... al señor», y el pobre no tuvo más remedio que humillarse en presencia de Vilma. El mago también ya le había echado el ojo, pero no era el momento, estaba en un castillo.

Alzó los brazos como si lo fueran a fusilar, pero era para que su partenaire le sacara la capa. Ya había puesto el sombrero tarro y el maletín de cuero negro sobre la mesa y ahora se parecía menos a Drácula, para tranquilidad de Julius y de muchos otros que lo seguían atentamente con los ojos y con la boca abier­ta. Cinthia le dio un codazo a su hermano «no te olvides, Julius, ¿te acuerdas de to­do?», parece que Vilma también participaba del secreto. Pero en ese instante llegaba Víctor donde el mago con el vaso de agua, que lo de­jara ahí nomás, sobre la mesa, y pudo comprobar que no era tan blanco, se talquea el rosquete y se maquilla, dejó el vaso y le mentó la madre con los ojos. Ahora sí ya iba a empezar la función.

Iba a empezar, porque en ese instante llegó el señor Lastarria, el padre de Rafaelito y el mago se derritió. Entró el señor Las­ta­rria, Juan Lastarria, y avanzó para saludar una vez más a su esposa, hacía diecisiete años que la saludaba una vez más. El mago lo miraba, lo admiraba y esperaba que, con los ojos, lo autorizara a correr y saludar. Ese era el señor Lastarria, digno de admiración, ese que ahora lo estaba mirando, ya podía venir y saludar, ese cu­ya mano estrechaba ahora feliz, sobón, y que por supuesto no le besó la mano a su partenaire, a su mujer.

En cambio a Susan sí se la iba a besar. A Susan, no Susana, Juan Lastarria sentía la diferencia; a Susan, linda, la madre de Julius que en ese instante llegaba también: estaba bien visto eso de recoger a los hijos de un santo, amor maternal, sentido de res­ponsabilidad, etcétera; y ella aprovechaba, ella mataba dos pája­ros de un tiro: recogía a los hijos y de paso se soplaba a su prima Su­sana, tan fea, tan sosa; de paso se soplaba a Juan, de paso lo hacía feliz, de paso se dejaba be­­sar la mano por él, my duchess, y el besito como una esponja en la mano siempre linda.

Ahí estaban todos. Se saludaban. Susan y Susana. Juan Las­tarria y el mago. La partenaire y Susana y Susan imposible. Su­san era viuda y Susana era fea, horrible. Juan fue pobre arribista trabajador, por matrimonio había logrado hasta el castillo y ahora era cursi. El ma­go era un artista. El señor Lastarria había triun­fado. La partena­ire estaba muerta, pero era también veinte años de una vida llena de trucos. Ter­minaron de saludarse. «¡Julius!, ¡Cinthia!», exclamó Su­san, vol­tean­do a mirar adonde ya sabía que estaban, se acercó y los besó, linda. «¿Un whisky, duchess?», así la llamó su primo Juan. «Sí, darling, con una piz­ca de hielo». Pobre darling, se casó con Susana, la prima Susana, y descubrió que había más todavía, something called class, aris­to­cracy, ella por ejemplo, y desde entonces vivía con el pescuezo es­­tirado co­mo si quisiera alcanzar algo, algo que tú nunca serás, darling.

Pero para el mago el asunto era distinto; él ya no captaba tanta sutileza, cuestión de centavos más bien para él; él sí que admiraba al señor Lastarria y por eso maldecía haber pedido el vaso de agua, mal­dito el momento en que lo pidió, seguro que ahora no le invitaban un escoch. Ya los traía el mayordomo, él los contó mentalmente, rá­pidamente los distribuyó, para algo era mago: no, no había uno pa­ra él, ya iba cogiendo cada uno el suyo, el señor Lastarria también, ya le tocaba empezar con su show.

Juan Lastarria acomodó la duquesa a su lado, sorbió un trago de whisky y mirándola de refilón, dio la orden de que empezaran con todo eso. Susan también lo miró: el primo Juan, ¡qué feliz estaba!, sus pechitos regordetes bajo la camisa de seda, la pancita que tanto hacían entre él y el sastre para esconder, la pa­radita insoportable con la mano entre los botones del saco, el bigotito recto sobre el la­bio, aprendido en sabe Dios qué cabaret (no olvidaría nunca cuando Santiago, su esposo, dijo que era la distancia más corta entre sus dos cachetes), la planchada de cabellos tipo magnate griego-argentino, por ejemplo, los anteo­jazos de sol todo el año, cursilón el primo; era la imagen que se le había grabado y que la espantaba, pobre primo... La risa de los niños atrajo su atención: el mago ya había empezado.

Y no solo había empezado sino que ya había sacado una bar­ba­ridad de huevos de un sombrero, y todavía sacó uno más y uno más, en realidad continuaba sacando huevos como esas tías viejas y pin­ta­rrajeadas que uno tiene, solteronas románticas, uno cree que ya ja­más podrán tener otro novio y ¡zas!, se te presentan un día en casa con unos dulcecitos, para ti hijito, y otro novio más, un italiano, es­ta vez. Hasta Martín se quedó cojudo con la cantidad de huevos y todo el mundo aplaudió. El mago agradeció, hizo una venia, y señaló a su partenaire para que también la aplaudieran un poquito. En verdad los aplausos disminuyeron mucho porque la mujer lo único que ha­cía era ir guardando to­do lo que el mago sacaba del som­bre­ro, o de los puños del sa­co, o de la boca, o de la solapa, o del bolsillo interior del saco; era en­­demoniado el tipo, ahora acababa de sacarse tres pa­lomas al hilo de un bolsillo en que no había nada. Por supuesto que no faltó quien tuviera un jebecito por ahí, quien se fabricara una hon­­dita por ahí, nadie confesó haberlo hecho pero na­­da le gustó al ma­­­go cuando casi le liquidan una de las palomas del negocio.

«¡Estense quietos, niños!», ordenó la señora Susana y, por su par­­te, Juan Lastarria: «Siga, por favor; no ha pasado nada». El mago obe­deció y siguió, pero claro, es lógico, antes guardó bien sus palomas y ahora empezó más bien a meterse cosas: se tragó un fierro ca­liente, luego una espada, y así sucesivamente hasta que empezó con otros trucos, de cartas esta vez. Era un trome, el mago, había trabajado en la televisión y todo, su partenaire no se cansaba de decirlo, un espec­táculo de primerísima calidad para los niñitos del Perú y de Sud­américa, un espectáculo de calidad en honor de Rafaelito Las­tarria cuyo onomástico celebramos hoy día, un aplauso para él (Mar­tín, por supuesto, cero), hijo del señor y la señora... Ya basta, pinta­monos.

Pero hay un momento en que los magos tratan de probarles a los niños que en esta vida no hay nada imposible. Entonces los llaman, les piden que se acerque uno, cualquiera de ellos y que pruebe hacer un truco. Los niños se cortan toditos, se avergüenzan, enmu­decen, agachan las caritas, las esconden en el pecho, las amas los em­pujan, les dicen que vayan, así hasta que se para un decidido, uno que, por ejemplo, ya ha ayudado la misa y va y hace un tru­quito di­rigido por el mago, y se gana la eterna admiración de sus compañeros. Sucede siempre, o mejor dicho, casi siempre, porque en este santo sucedió algo mucho mejor, una escena colosal.

El mago ya estaba empezando con toda la alharaca de «a ver, ¿quién quiere hacer un truquito?», cuando, sin que nadie lo hubiese notado (solo Vilma y Cinthia), descubrió que, a su lado, junto a la mesa, había una criatura orejona parada con los ta­cos muy juntos, las puntas de los pies muy separadas y las ma­nos pegaditas al cuerpo.

–Yo sé hacer un truco.

–¡Averaveraveraveraver! ¿Cómo te llamas, hijito?

–Julius.

Todos se desternillaban de risa. Susan, linda, vibraba. Vilma se moría de miedo. Cinthia tosía, «ojalá que se acuerde».

–¡Fantástico! ¡Maravilloso! ¡Extraordinario! ¿Y cuántos años tienes, hijito?

–Cinco.

–¡Maravilloso! ¡Fantástico! ¡Fenomenal! ¡Julius, bajo mi dirección, les va a hacer el más extraordinario truco de todos los tiempos!

–No. Yo sé hacer un truco.

–¡Averaveraveraver, hijito!

El mago se estaba poniendo un poco nervioso. Miró hacia los dueños de casa, sonreían.

–¿Tú sabes hacer un truco?

–Sí.

–A ver, hijito, averaveraveraver, pasa por acá. ¿Qué truquito sabes hacer? Cuéntanos...

Julius miró a Cinthia: Cinthia le hacía señas con el dedo co­mo si quisiera recordarle algo. Vilma se tapaba la cara.

–Necesito que otro niño me ayude –Julius hablaba como si supiese todo de paporreta, casi no daba entonación a sus palabras. Seguía con las man­os muy pegaditas al cuerpo y orejon­sí­simo, pero tenía la mirada fija en Rafaelito.

–¡Ah!, entonces es un truco complicado, ¡doble! ¡Fenomenal! ¡Fantástico! ¿Cuál es tu nombre, hijito?

–Julius.

–¡Aquí Julius nos va a mostrar toooda su ciencia! ¡No se lo pierdan! ¡Aquí viene lo mejor! ¿Y qué niñito te va a ayudar?

–Rafael.

–¡Ah! ¿Rafaelito? ¡Claro que sí! ¡Rafaelito el dueño del santo! ¡Muy pero muy bien!

La partenaire estiró ambos brazos en dirección a Rafaelito que miraba toda la escena desconcertado y temeroso. A su lado, Martín sonreía más escéptico que nunca.

–A ver, pues, anda –le dijo, dándole un codazo.

El dueño del santo se paró y avanzó desconfiado hasta la me­sa. En su vida había odiado tanto a su primo; además ahora es­taba odiando a todos los invitados, era increíble la bulla que metían. ¡A ver, pues Rafael!, ¡a ver, pues!, gritaban y se movían inquietos en los asientos.

–Necesito un cenicero y una piedrita –dijo Julius, sacando el cenicero y la piedrecita del bolsillo del saco–: Aquí están.

–¡Fantástico! ¡Fenomenal! –exclamó el mago–. Y ahora, ¿qué truquito nos vas a hacer?

Julius colocó el cenicero y la pequeña piedra sobre la mesa y mi­ró a su primo Rafael.

–Yo pongo la piedrita y la tapo con el cenicero. Entonces digo unas palabras mágicas y te apuesto que saco la piedrita sin tocar el cenicero.

Rafaelito se puso verde y lo odió ya para siempre. Miró hacia el auditórium y vio, entre mil cabecitas que se movían inquietas, a su padre, a su madre, a la madre de Julius: lo estaban mirando, estaban esperando. Además, en primera fila, Martín parecía decirle: «Ya anda pues hombre; friégate de una vez».

En el auditórium, todo el mundo se había olvidado de que era el dueño del santo y de todo, no tuvo más remedio que decir:

–¡Mentira!

–De verdad –dijo Julius, y cubrió la piedrecita con el cenicero.

–¿Viste? Ahí está, debajo.

–Sí. ¿Y ahora?

–Yo di-digo –tartamudeó Julius mirando a Cinthia–, yo digo unas palabras mágicas...

–¡A ver!

–Abracadabra –pronunció Julius, poniendo las manos unos veinte centímetros encima del cenicero.

El mago, bien empolvado y su partenaire, toda pintarrajeada, mi­raban a Julius como implorando.

–¿Y ahora? –preguntó Rafaelito, furioso.

–Ahora yo puedo sacar la piedrecita sin tocar el cenicero.

Vilma terminó de comerse una uña, empezó con la otra y Cin­thia suspiró como aliviada.

–¿Cómo?

–Mira, para que veas.

Rafaelito se abalanzó sobre el cenicero, levantándolo para comprobar que la piedra seguía allí abajo. En ese momento, la manita de Julius, temblorosa, robotiana, retiró la piedrecita.

–¿Ya ves? –dijo–; no he tocado el cenicero.

Al principio nadie entendió bien lo que había ocurrido, en realidad los niños tardaron un poco todavía en desternillarse de risa, pero ya Juan Lastarria había empezado a arrancarse bigotitos, Susana a odiar para siempre a Susan, linda, mientras el ma­go hacía volar palomas por todo el castillo, sacaba millones de huevos de todas partes y casi se traga el maletín. Julius miraba a Cinthia y los niños empezaban a aplaudir, cuando Ra­fae­lito, verde y todo inflado de ra­bia, gritó:

–¡Pero tú no tienes casa en Ancón! –Y desapareció.

El mago todavía se cortó un dedo imaginario, se sacó un brazo imaginario, le atravesó una espada a su partenaire en pleno co­razón y en fin, varias pruebas más que lograron calmar un po­co a los niñitos, bien excitados se les notaba. Julius volvió a sen­tarse junto a Cinthia y Vilma, con tres uñas destrozadas, buscaba la mi­rada de Víctor.

Ya los niños habían regresado al jardín y allí esperaban que ma­má o el chofer viniera a recogerlos. Habían iluminado todo con luces de mil colores y las caras de las amas se veían pálidas, casi tan blancas co­mo sus uniformes. Ya lo único que querían era que los niños no se en­suciaran más, no tardaban en venir por ellos. Y ahí los iban llamando por su nombre y apellido, que a fulanito, que a menga­ni­to, que a zutanito, y se iban retirando, previo beso de la señora Su­sana, en la puerta y previa cara de odio de Rafaelito, también en la puerta.

Más alegre era la cosa por el bar del castillo. Ahí Juan Las­tarria, Susan y Chela, más otros familiares o amigos que habían aceptado pasar un ratito a beber un whisky, fumaban y con­ver­saban alegre­mente. Claro que no faltaba alguna pesada que insistía en hablar del colegio de su hijo, pero en general, el ambiente era propicio pa­ra que Lastarria pudiera entablar conver­sación con Susan y decirle my du­chess, mil veces más y sentirse en la gloria cuando ella le de­cía darling, delante de medio mundo. Así la vi­da era más agradable, así sí que valía la pena vivir y para eso se había trabajado tanto en la vi­da, así, hablando de nuestros antepasados, de tu abuelo, Susan, tan británico en to­do, tan señor, como ya no los hay y con ese nombre tan su­­­­ges­tivo, Patrick, estudió en Ox­ford ¿no?, ¡cuánta tradición! A Las­tarria le fascinaba todo lo inglés, el castillo era una buena prueba de ello y por eso era tan maravilloso tener a Susan, nieta de ingleses, hi­­ja de inglés, educada en Londres, metida en el bar, ahí ya no faltaba nada ni nadie.

Solo el mago; el pobre mago ya había guardado sus palomas, sus espadas, sus pañuelos de seda, hasta a su partenaire hubiera querido guardarla en el maletín y, ahora, a unos diez metros del bar, se mandó tremendo afarolado con la capa de Drácula, su par­tenaire lo ayudó a abrochársela, así se la ponía en las grandes ocasiones. Juan Lastarria notó su presencia y lo llamó, los llamó, para invitarles un whisky. Y él mismo se los sirvió, él mismo les puso hielo en cada va­so, entonces ellos empezaron a responder a unas cuantas preguntas. Preguntas como ¿Y el truco de las pa­lo­mas, cómo lo hace usted?, o ¿Y cuando se corta y le sale sangre? Después, también, preguntas so­­bre su vida, su vida de artista, claro, ahí fue cuando la partenaire, qué bárbara cómo se pin­tarra­jea, se puso sentimental y todo, hasta que ya era hora de que se fueran.

También en el jardín estaban sucediendo cosas. El trío Ra­fae­lito-Pipo-Martín, acompañado de algunos nuevos adeptos a la mafia, había reaparecido decidido a jugar al perro y al amo, lo cual, en re­sumidas cuentas, quería decir, vengarse de Julius y sacarle la mugre. Cinthia era la última mujercita que quedaba y se estaba quejando de frío y sudor, mientras Vilma se apuraba en abrigarla para volver a conversar con Víctor. Estaban los dos la mar de disfor­za­dos, bajo un árbol y todo, pero Vilma no dejaba que sus niños se ale­jaran mucho. Por eso ellos podían oír su conversación, algo así como:

–Yo iría, pues, a la esquina.

–Pero yo no le conozco, oiga –y una sonrisita.

–El jueves, yo también puedo tomar mi salida.

–¿Y cómo sabe que salgo el jueves? –otra sonrisita y una mirada a los niños.

–Usted me lo ha dicho.

–¿Y si es de mentiras?

–¿Capaz le gusta a usted mentir siempre?...

–Yo no le miento a nadies.

–¿Entonces es de verdad?

–¿Y usted cómo sabe?

–¿Será, pues, usted misteriosa? –andaba impaciente el pobre Víctor, las manos sudorosas y todo.

–¿Cree usted? –una sonrisita, tres como gemiditos y los oja­zos bien negros y brillantes: toda ella la chola y realmente her­mosa.

–¿Se habrá usted contagiado del mago, diga?

–¡Jesús! ¡Qué cosas dice usted! ¿No ve que tiene su señora, el mago?

–¿Cómo vivirán esa gente?... dizque son artistas...

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