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Читать книгу: «Un mundo para Julius», страница 6

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IV

A Chosica partieron Julius y la servidumbre en pleno. Arminda, la lavandera, aprovechó para traerse a su hija Dora que últimamente se estaba portando pésimo, se escapaba con un helade­ro de D’Onofrio y todo. Nilda trajo al bebe que había tenido, nadie sabe cómo: simplemente un día empezó a inflarse bajo el mandil de cocinera y una tarde pidió permiso para irse a dar a luz. Una semana después regresó lista para el viaje a Chosica y con el monstruito ese. Pero sus preo­cupaciones estéticas se dirigían más bien hacia Julius y, no bien se instalaron, decidió aprovechar la ausencia de la señora para pegarle las orejas a la cabeza. Esparadrapo, cinta engomada, qué no usó para lograr sus fines, tanto que Vilma protestó pero la Selvática la amenazó con el cuchillo enorme de la cocina, uno nuevo para la casa nueva.

La casa, invisible desde afuera, rodeada de altos muros blancos, quedaba en un sitio lindo de Chosica. La parte posterior se estrellaba con los cerros y ahí uno vivía constantemente amenazado por esas rocas enormes que sin embargo no se caían nunca. Para algo habían pagado una millonada por el alquiler, nada más. Tenía su piscina la ca­sa, y también su jardinzote llenecito de árboles y hasta sus caña­ve­ralitos para que Julius se introdujera por ellos, se cruzara con un sapo en el camino y desembocara sudoroso, ¡llegué a Madre de Dios, Nil­da!, ante el dormitorio de la Selvática y su hijito. Casi no era ne­ce­sario salir, sobre todo los domingos y feriados en que me­dio Lima se venía a tomar el sol, y todo se llenaba de carros ama­rillo-horrorosos y de mujeres mele­nudo-pecadoras que luego se mar­chaban dejando Chosi­ca plagado de cáscaras y papeles. A las que sí tenían que ir a visitar alguna de esas tardes era a las monjitas francesas del Belén de Chosica; de todas maneras tenían que ir porque una tía monja del se­ñor Juan Lucas les había dado una tarjetita-es­tampita de pre­senta­ción.

Tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes, aparecía la se­ñorita Julia, ese monstruo, con los brazos llenecitos de vellos negros, para enseñarle una barbaridad de cosas. Recién en Cho­sica empezó a pellizcarlo y Julius a querer matarla. Sin embargo, hubo una época en que logró interesarlo: fue cuando empezó a contarle cosas de Cin­thia, cuando era su alumna, lo inteligente, lo dulce, lo tierna que era esa niñita. Julius le preguntaba más y más y nunca se cansaba de es­cucharla. Aunque fueran las mismas anécdotas, los mismos adjetivos, tierna, dulce, adorable Cin­thia.

Otros que venían eran los médicos; venían juntos, una vez a la se­mana y lo examinaban calato. Después conversaban largo rato, ahí, delante de él, pero él ya estaba pensando en Cinthia. Dejaban un montón de recetas y se iban. A uno le daba por los tónicos y al otro por las inyecciones. Decían que Julius estaba muy bien, que se recuperaba asombrosamente. También venía una señorita para lo de las inyecciones. Como a Julius el potingo se le volvía gelatina, de miedo, le pagaba un sol por ponérselas y luego se marchaba cobrando veintiún soles por habérselas puesto.

Aparte de esos momentos desagradables, la vida en Chosica trans­curría apaciblemente. Por fin un día salieron a pasear y tocaron la puerta verde del colegio Belén. Una monjita los recibió en francés pe­ro cambió rápido a castellano al ver que no entendían ni papa. Vil­ma le entregó la tarjetita-estampita de presentación. La monjita la leyó y los hizo pasar inmediatamente, le encantaba recibir gente, mos­trar lo lindo que era el colegio. Los llevaba de un lado a otro y les iba enseñando los patios y jardines que rodeaban el local. Por las ventanas, Julius alcanzaba a ver un montón de chicas estudiando, eran las clases, le dijeron, y que es­­­perara un ratito, ya no tardaban en terminar. Mientras tan­to podían visitar a la Madre Superiora en su despacho. «Vengan poaquí.», les dijo la monjita francesa y los acompañó blanquísima hasta donde la Madre Superiora.

Era bien viejita la Madre Superiora y hablaba muy mal el castellano; además, no parecía recordar a la monjita que le había escrito presentándolos, pero de todas maneras les convidó unos chocola­titos seguidos de varias estampitas. A Vilma le regaló una un poco más grande e importante; las de Julius, en cambio, eran medio angelicales, mucho blanco, mucho celeste, sus arbolitos y sus corderitos buení­simos, algo bucólico el asunto, pastoril. No hubo segunda rueda de chocolates, probablemente porque po­­día ser gula, y la sesión no tardaba en terminar, cuando, de pron­to, la madre se sentó y empezó a ignorarlos olímpicamente. Como que se iba la Superiora, parecía no verlos. Empezaron cua­tro minutos largos como cuatro horas, un silencio frío se instaló en la habitación, definitivamente la monjita los había abandonado por alguien. ¡Y ellos qué iban a saberlo! La Madre Superiora acababa de entrar en uno de sus breves aunque frecuentes estados celeste-maravillosos, estaba a punto de re­dondear toda una vi­da de bondad absoluta... Un instante nada más: la pobre in­me­diatamente se daba cuenta de que aún no le tocaba morirse, se desconcertaba todita, ni más ni menos que si otro se hubiera servido justo el pastelito que ella quería, para la próxima se­rá. Lo cierto es que de pronto había enmudecido y luego como que alguien la estu­vo abanicando suavecito. Por fin trató de reanudar el diálogo, pero no bien empezaba le volvían atisbos de los celeste-breve, pedacitos de ma­­ravilla, recuerdos de viaje, y el silencio se prolongaba. ¡Y ellos qué iban a saberlo! Todo ese mutis, la vie­jita tan blanca, tan sonriente, tan ida: los pobres andaban en plena piel de gallina, ahí todavía, rodeados de imágenes, los Sagrados Corazones, sobre todo. Se pusieron a temblar de la pura expectativa, ya se iban por el cuarto minuto... Hasta que habló de nuevo y normal la Madre Superiora, Julius y Vil­ma res­piraron, fin del estado raro, ningún santo supo aprovecharlo: to­do, absolutamente todo anduvo dispuesto para una aparición... Y de las buenas... Con tres testigos... De tres edades diferentes.

La Madre Superiora se puso de pie, abandonando temporalmente la contemplación de sus cuarteles definitivos; se acercó donde Ju­lius y le hizo una crucecita en la cabeza, casi lo mata del escalofrío. Le dijo que fuera a jugar con los ninós e las ninás.

Había un montón que no podían correr durante el recreo porque tenían asma y estaban bien pálidas. Con ellas conversó Julius y les contó que su mamá estaba en Europa con sus hermanos porque su hermanita Cinthia se había muerto. Después les dijo que por eso él estaba medio bizco y que iba a sanar en Cho­sica, que para eso había venido, las dejó turulatas a todas con su historia. Por ahí también aparecieron las grandes; esas ya estaban en los años superiores y lo llenaron de caricias y de mimos, lo besaron toditito hasta que les pu­so cara de tranca. Entonces em­pezaron a preguntarle que cuándo iba a ir al colegio y que cuántos años tenía. Él les contó que iba a cumplir seis en el verano y que estudiaba en casa con la señorita Ju­lia. Les dijo que ya sabía leer y escribir correctamente y sin faltas de ortografía. Una bien bonita sacó un lápiz y un block de su mandil y le dijo a ver, escribe algo. Julius cogió el lápiz y empezó a escribir: «La señorita Julia tiene vellos negros en los brazos». Iba a poner al­go más pe­ro en ese momento se le despegó el esparadrapo de una de las orejas y todas soltaron la carcajada. Partió la carrera seguido por Vil­ma, no paró hasta la calle. Dijo que no volvería más.

Para regresar a casa tomaron la calle del costado derecho del colegio, una calle en pendiente, de veredas escalonadas. Iban subiendo por la pista, callados y pensativos, cuando en eso Julius vio algo que atrajo inmediatamente su atención. «Son los mendigos, le dijo Vilma; no te acerques», pero ya era tarde: Julius había partido la carrera y ya estaba llegando al lugar en que se hallaban tirados, junto a una de las puertas laterales del colegio. Se detuvo cerquita de ellos y empezó a mirarlos descaradamente. Los mendigos también lo mi­raban y algunos hasta le sonreían, él ya no tardaba en preguntarles por qué tenían todos una cacerola, pero Vilma lo interrumpió: «¡Va­mos!», le ordenó, jalándolo del brazo. Inútil. Estaba bien parado, los talones juntísimos, las puntas de los pies muy separadas y las manos pegaditas al cuerpo. Mejor dejarlo un poco. Los mendigos empezaron a decirle niñito, y a sonreírle inofensivos pero andrajosos. Eran un montón de serranos y serranas viejos o medio inválidos. En ese momento se abrió la puerta del colegio y apareció una mujer vestida casi de monja pero con moño; con ella apareció también un hombre que decía el puchero, el puchero, mientras acer­caba una olla enorme sobre una mesa rodante. Atrás, una monjita indudablemente buenísima sonreía con los brazos abiertos e iba bendiciendo toda la operación.

Por esos días empezaron a llegar las primeras cartas de Europa. La primera venía de Madrid y estaba dirigida a Vilma, con instrucciones para que le leyera algunas partes a Julius. A Madrid había llegado una carta de los médicos, informándoles del restablecimiento de Julius. Ya sabían que había recuperado un kilo y que comía bien y que ya no vomitaba. Sabían también que había dejado de mencionar a Cinthia en todas sus conversaciones y que dormía tranquilo con los nuevos calmantes. No les iba mal en España pero estaban tristes y extrañaban mucho a Julius. Era realmente una lástima que no lo hubieran podido traer, pero así todo era mejor porque, la verdad, estaba demasiado pequeño para andar visitando museos y dando trotes de un lugar a otro. Ellos todavía no habían visitado ningún museo pero ya no tardaban en ir, sobre todo por los niños que se estaban portando muy bien. El señor Juan Lucas tenía muy buenos amigos en Madrid y diariamente ellos lo llevaban a jugar golf a un club en las afueras de la ciudad. Eso sí que era un verdadero descanso para los nervios. Justo lo que necesitaban. Necesitaban distraerse, olvidar. Estaban tristes. No era fácil distraerse pero el señor Juan Lucas y sus amigos hacían lo posible por entretenerlos. Allí nadie los conocía como en Lima y podían salir a cenar en res­­­­tau­rantes. Además no tenían que vestirse de negro que es tan de­pri­mente. Vil­ma comprendería lo mucho que ne­cesitaban distraerse, salir, cambiar de ambientes, ayudarse a olvidar. El señor Juan Lu­cas le estaba enseñando a Santiaguito a jugar golf y el niño aprendía muy bien. Cada día se llevaba mejor con su tío. Bobby nadaba mucho en la piscina y había conocido a algunos chicos de su edad. La verdad, estaban bien en Madrid y les gustaría que­darse un poco más de lo que tenían pensado. Des­pués irían a París y a Londres para comprar ropa y regalos para todos. Era necesario moverse, distraerse para olvidar. Estaban esperando la cartita de Ju­lius. Que escribiera, por favor. Querían ver los progresos que hacía con la señorita Julia. El señor Juan Lucas también preguntaba muchas veces por él. Que le escribiera una cartita también a él. Que ella les contara todo lo que hacía Julius en Chosica. Que le tomaran una fotografía y se la mandaran. Que lo llevaran a pasear en auto con Carlos pero que tuvieran cuidado con el tráfico. Y,

Julius, darling:

El médico me cuenta que estás muy bien. Dice que cada día comes mejor y que pronto estarás fuerte como un Tar­zán. Haz todo lo que él y Vilma te digan. Estudia bastante para que puedas entrar a preparatoria. La próxima vez vendrás tú también. Mami te lo promete. Tu tío Juan te manda muchos cariños. Está terminando de amarrarse la corbata. Muy buenmozo, darling. Así vas a ser tú de grande. Me está pidiendo que me apure. Mami todavía no está lista y ya es hora de irse. Mil besos.

LOVE

Firmó Susan con letra de colegio inglés y metió la carta en un so­bre de lujo. En seguida se puso de pie para avanzar hacia el es­pejo en que Juan Lucas se mira­ba perfeccionándose el nudo de la corbata. Minutos después aparecieron en el corredor donde San­tiaguito y Bob­by los esperaban. El ascensor los llevó suavemente a la planta baja; ahí estaban los amigotes de Juan Lucas, grandes saludos, ¿en qué restaurant cenamos? Un aperitivo primero en el bar y luego veremos. El del golf se conocía todos los lugares: los típicos, los típicos caros y los solamente caros. Y algunos toreros para que San­tiaguito lo admirara más que nunca, a partir de esa noche, ¡qué no sabía!, ¡a quién no conocía! Recién llegaban los aperitivos y ya estaba animadísimo, muerto de risa, chocho co­­mo nunca con Susan, como con ninguna y es que co­mo ella nin­guna y ¡olé!, ¿qué piensan?, ¿se nos casa Juan Lucas?, ¡hombre!, ya eso es más difícil: habían estado conjeturando los amigotes, y ahora, felices ahí en el bar, viendo llegar los aperitivos, mirando a Juan Lucas mirar a Susan, ¡hombrée!, un brindis por la pareja no vendría mal...

En Chosica las cosas marchaban como para que los de Europa se quedaran años allá, si querían. Julius se sentía cada vez mejor, hasta bizqueaba menos, en realidad ya casi no bizqueaba aunque siempre se le veía muy flaco, sobre todo la carita de frente, por las orejas pegadas con esparadrapo y cinta engomada. Toleraba a la señorita Julia sin quejarse pero encontraba que Julio Verne era mucho más entretenido. Lo había descubierto en uno de sus pa­seos por Cho­sica Baja, mientras Vilma se iba de ojitos con el dependiente de una librería. Chosica Baja deslumbraba a Julius con su mercado lleno de frutas y de animales muertos colgando de inmensos garfios. Últimamente había empezado a ir todos los días con Vilma y Nilda para lo de la compra de los víveres. Ya hasta lo conocían y lo recibían con sonrisas: era el niñito ore­judo que venía con la cocinera insolentona y el ama requetebuena.

Un día, paseándose por ahí, descubrió a un pintor norteamericano con barba, pipa y zapatillas de tenis. Ese sí que lo cautivó de arranque, sentado ahí superraro, pintando a los vendedores y apren­­diendo palabras en castellano. Era tartamudo el gringo y simpati­quísimo. «¡A mí, míster!, ¡a mí, míster!», le rogaban los pla­ceros y él les contestaba que po-poco a poco, porque no podía pintarlos a todos al mismo tiempo. Pero en cuanto descubrió a Julius con su canasta rebalsando y con Vilma al lado, les dijo que po-por favor no se fueran, que los que-quería pintar. Y en cosa de minutos hizo su diseño, ya después le pondría colores porque Julius se estaba cansando de sostener la canastota con el pescadazo y porque todo lo que iba diciendo mientras posaba le parecía realmente gracioso y digno de mayor atención. Vilma casi se muere de miedo cuando los invitó a tomar una gaseosa y a conversar un rato. Julius dijo que bueno, pero ella se negó, otro día, estaban apurados. Sin embargo, en ese momento apareció Nilda con su canasta llenecita de ajos, coles, apios, cebollas, etcétera, y nada más por darle la contra a Vilma di­jo que sí. Se fueron los tres a un bar-restaurant, una especie de enorme terraza sobre el río, junto al puente colgante.

Ahí Nilda se tomó una cerveza de las grandes y habló hasta por los codos con el míster, contaba y contaba de la selva. Vil­ma, en cambio, seguía la conversación sonriente pero sin intervenir. Julius era todo ojos y oídos porque Peter, así se llamaba el pintor, ya había estado en la selva y se conocía Iquitos, Tarapoto y Tingo María co­mo la palma de su mano. Además había navegado por el Amazonas y había estado en Brasil, en Belem do Pa­rá y todo. Ahora estaba via­jando por el Perú y se ganaba la vida pintando. Lo de la barba era por flojera de afeitarse y la pipa ca­si nunca la encendía, pero no po­día qui­társela de la boca. «Es el chupón del míster», comentó Nil­da y sol­tó una carcajada con caries y dientes de oro por montones. Peter no entendió la broma y se limitó a sonreír y a preguntarle más sobre la selva. Ahí sí que Nilda se desató a contarle todo lo que sabía y más. La cosa para ella era seguir hablando, hablar y hablar, exhibirse con el mís­ter en la mesa y cautivarlo, a él y a Julius, a todos, dejarlos con la bo­ca abierta y que Vilma quedara como una sosa; a ver también si a punta de ser entretenida le li­gaba su pinturita. Era una mañana feliz para Julius; nunca antes la Selvática había contado tantas historias sobre la selva, nunca antes las serpientes habían sido tan venenosas, ni las tarántulas bebes tan terribles, ni la araña del plátano tan chiquitita y tan fregada. Ignoraba por completo las épocas de la historia, Nilda; hizo mierda la cronología de la selva peruana; su niñez, su juventud, su mayoría de edad en Tarapoto, todo lo iba mezclando y, poco a poco, la selva se fue convirtiendo en un lugar donde los chunchos, completamente calatos para la ocasión, iban y venían por lo verde-pe­li­groso, desde el campamento de los lingüistas hasta el de los evan­gelistas, por ejemplo, y en el camino se cruzaban con cau­cheros multimillonarios, mucho más ricos que el papá de Julius que en paz descanse. Nilda se acordaba hasta de los nombres de los que encendían cigarrillos con billetes y se construían pala­cios en plena selva. La pobre hizo todo lo posible por cautivar al míster pe­ro él no se decidió a pintarla, prefería escucharla mientras hablaba y ya después fue muy tarde, había que regresar para que Julius almuerce. Total que Peter y Julius casi no llegaron a conversar, pero quedaron en verse de nuevo y el pintor prometió avanzar con el cuadro para el día siguiente.

En casa había carta de Francia, carta de la señora para Vilma. Contaba que habían recibido la cartita de Julius justo antes de salir de Madrid; linda, deliciosa, querían que escribiera más. Estaban en la Costa Azul pero no hacía muy buen tiempo. San­tiaguito había co­nocido a una chica italiana y no quería moverse de ahí por nada, por nada quería ir a París. El señor Juan Lucas se iba a encargar de eso cuando llegara el momento. Estaban rodeados de amigos del señor y muy bien atendidos. Ella se sentía un poco más tranquila. Tanto ajetreo y tanto avión la mantenían con la mente ocupada en otras cosas. Esa mañana los habían invitado a pasear en yate (Susan usó la palabra inglesa yacht.). Descansaría mucho en el mar. El mar siempre la había descan­sado mucho. Estaban felices con lo bien que iba Julius. Los médicos habían vuelto a escribir diciendo que las co­sas no podían marchar mejor. Faltaba París, Londres, Roma, Ve­ne­cia, pe­ro regresarían a tiempo para los seis años de Julius y para ver to­do lo de su colegio. Y,

Julius, darling:

Estamos apuradísimos porque nos esperan para pasear en yacht. Tu cartita es simplemente una joya. Todos la hemos leído. Tu tío Juan también. Bobby y Santiaguito adoran al tío Juan Lucas. Tú también lo vas a querer así, darling. Esto es muy importante para nosotros. Mil besos,

MAMI

Veinte minutos después, Susan, Juan Lucas, Santiaguito y Bo­bby navegaban en La Mouette, invitados por uno de los amigos que el del golf tenía por ese sector de la vida color de rosas. Navegaban mi­rando constantemente el cielo, porque al principio parecía que el tiempo no iba a mejorar. Hablaban en inglés para que los chicos en­tendieran. Pero después, cuando el sol apareció y las horas azules en el mar empezaron a transcurrir, y cuando la langosta con su dejo salado hizo que fueran cinco los sentidos que gozaban del mar, Juan Lucas bebió un sorbo del blanco seco, y arrosquetó como pu­do su boca castellana para alabar el vino, empezando así una larga charla en francés, con la mejor pronunciación.

La señorita que le ponía las inyecciones a Julius estaba enferma, por eso llegó Palomino. Llegó una tarde en bicicleta y con maletín negro de médico, con iniciales doradas y todo. Tocó el timbre im­por­tan­tísimo y, cuando Celso le abrió la puerta, dijo que venía a buscar al niño Julius, como si fuera un amigo que venía a visitarlo. Hasta se sen­tó en el vestíbulo. Celso lo odió. Palomino, por su parte, despreció a Celso. Era estudiante de medicina el cholo y se ayudaba poniendo inyecciones. Se creía el don Juan de Chosica, lo cual lo obligaba a estrenar impecable terno azul marino, todos los años en fiestas patrias. La verdad es que era el rey de las amas del Parque Central. Además ponía realmente bien las inyecciones y vivía orgulloso de eso (él mismo lo decía).

En esos días la situación andaba muy tensa entre Vilma y Nil­da, y casi había estallado precisamente el día en que Palomino vino por primera vez. Julius andaba metido en el cuarto de Nilda, preguntándole cuándo pensaba bautizar a su bebe. Nilda, primero, casi lo mata de la impresión diciéndole que ella no era católica sino evangelista. Después le explicó lo que era ser evangelista y le contó que había muchas religiones y que la católica no tenía necesariamente que ser la verdadera. Lo poco o mucho que entendió el pobre Ju­lius bastó para que se quedara turulato. Se quedó el pobre con los ojos abiertos enormes y con las manos pegadas al cuerpo, estático y co­mo esperando más todavía. Fue en ese momento que el bebe de Nil­­da empezó a llorar y que ella lo cargó con una mano, como si fuera un paquetito. Con la otra mano se desabotonó el vestido y extrajo un seno enorme, fofo, con un pezón rosado-increíble-con-granitos y empezó a darle de mamar. Le seguía contando lo del evan­gelismo y él no se podía ir. Estaba temblando. Ya no podía más. Sentía agua amarga lle­nándosele en la boca. Muy tarde miró la puerta, vomitó. Aun mientras vomitaba sentía que no hubiera querido vomitar ahí. En ese instante entró Vilma buscándolo y como que captó toda la escena, tal vez por lo predispuesta que andaba contra Nilda desde lo del cuchillo, el otro día. Además, lo del pintor Peter en el mercado había empeorado mucho las relaciones. Julius mi­raba a Vilma en busca de ayuda, no atinaba a nada. Miraba al suelo sucio, a Vilma y a Nilda siempre dándole de mamar al be­be, ahí se­guía el seno. Vil­ma acusó a Nilda de una barbaridad de cosas y la Sel­vática le dijo que esperara no más a que termine con el bebe, que la iba a matar. Por suerte, en ese momento llegó Celso anunciando que un tal Palomino había venido para lo de las inyecciones.

Vilma se fijó bien que Julius no se hubiera ensuciado la ropa y le humedeció la boca con una toallita perfumada. Sabía que estaba prácticamente sano y que lo del vómito era por otra cosa, mejor pues que no se enterara nadie y mucho menos los médicos y el de las inyecciones. Palomino se puso de pie al verlos aparecer, ni se fijó siquiera en Julius, en cambio a Vilma casi se la come con los ojos. «¿A quién tengo que ponerle la inyección?», preguntó. Sabía perfectamente que era al niño, pero quería que ella se lo dijera, para replicar qué lástima, mientras aprovechaba unos rayitos de sol que se filtraban para hacer brillar bien las iniciales del maletín de médico. Vilma sonrió, coqueta.

La señorita de las inyecciones no volvió más. Se pasó su mes de descanso y nada. Era Palomino quien venía siempre ahora; venía hasta cuando no le tocaba ponerle inyecciones a nadie. Y se pasaba horas conversando con Vilma, cosa que aburría bastante a Julius. A todos menos a ella les cayó antipático con su bicicleta, sus ternos azul marino y su maletín negro. Se creía un medicazo el tal Palomino, pero lo que no sabía era que Carlos, Celso y Da­niel lo querían matar. Nilda, por otro lado, gritaba que Vil­ma era una tal por cual y que esperara no más a que llegara la señora, a que se enterara, ya ni se ocupaba del ni­ño Julius por andar coqueteando con el enfermero ese. Palomino despreciaba olím­pi­­camente a todos, ni siquiera los saludaba. Cada día se pasaba más horas metido en el jardín y una vez hasta se olvidó de ponerle su inyección a Julius por estar conversando con Vilma. Otra vez, vino con máquina de fotos y la tuvo posando largo rato. Carlos y los mayordomos habían salido, Nilda andaba ocupada con su hijo y Ar­minda y su hija sabe Dios por dónde an­darían. Lo cierto es que el po­bre Julius estaba loco por salir a buscar al pintor Peter en el mercado. Le había dicho que iba a ir esa tarde, pero Vilma no le hacía caso. Y Palomino hasta le gritaba que se aguantara un poco, que no fregara. Así, hasta que Vilma apareció en ropa de baño, una que le había regalado la se­ñora y que le quedaba a la trinca. Parecía aspirante a rumbera con esas poses de artista tan mal aprendidas. Lo que sí es verdad es que estaba como mango la chola, y Palomino dale que dale, fo­to y foto, desde todos los ángulos, en blanco y negro, hasta en tecnicolor, según él, y las horas pasaban y el pobre Julius esperando. Por fin se escapó.

Reconoció fácilmente el camino hacia Chosica Baja: era solo cues­­tión de tomar la primera calle a la izquierda y llegar, dos cuadras más allá, al Parque Central. Seguir siempre de frente has­ta encontrar una de las escaleras que bajan a la avenida 28 de Julio, la principal de Cho­­sica Baja, ancha, llena de tiendas, bazares y bodegas. En una de sus últimas bocacalles estaba el mercado, al fondo, cerca del río, no era difícil ubicarlo. Claro que la aven­tura era como para asustar a cualquier niño de su edad, pero Ju­lius, llevado por el ansia de encontrar al pintor Peter del mercado, olvidó el miedo y no se sintió perdido en ningún momento. Y ahí estaban ya los kioscos, los puestos, los petates de los ambulantes, las verduras, los pescados brillantes y los trozos de vacas y toros colgando colorados e inmensos. Y ahí estaba Peter, también, con su paleta y todo su instrumental en una bolsa. Conversaba con una placera, rodeado de curiosos, posibles carteristas y admiradores sinceros. Su pipa se desplazó ligeramente hacia la derecha cuando sonrió al ver a Julius, lo llamaba con una mano y con la otra le señalaba algo allá al fondo, en un kiosco. Julius se acercó y, por primera vez en su vida, le dio la mano a alguien por iniciativa propia, sin que nadie, a su lado, le dijera saluda niñito.

El pintor Peter del mercado lo introdujo al grupo y le dijo tar­ta­mudísimo que ya le tenía listo el cuadro y que se lo iba a regalar. Después le preguntó por Nilda y por Vilma, y Julius le contó que se habían quedado ocupadas en la casa, por eso había tenido que ve­nir solo, pero no se había perdido ni nada. Peter sonrió. Estaba muy atareado con sus clases vivas de castellano (así le llamaba él a conversar con la gente, por la calle). La verdad es que aprendía y mucho, pero su acento era francamente malo y no faltaba quien lo tratase bur­lo­namente. Con cariño, eso sí; cariño y respeto porque el míster se había convertido en una especie de institución en el mer­cado, siempre pintando, siempre conversando, siempre contando de su país, de sus viajes, siempre con la pipa en la boca, tartamudeando además. Mucho trabajo le costaba comunicarse con los nacionales, pero insistía.

Unos diez minutos después se despidió de todos y se fue con Ju­lius hasta el kiosko donde tenía guardada la pintura. Julius la co­gió con ambas manos y estuvo largo rato mirándola, antes de decir que le gustaba y que muchas gracias. Ahí estaban él y Vil­ma igualitos y la canastota con el pescado asomando por el borde, los puestos de verduras sirviendo de fondo. Pintaba muy bien su amigo. Julius le dijo que se iba a llevar el cuadro a su ca­sa y que lo iba a colgar en su dormitorio. Su casa en Chosica era nueva, explicó, faltaban cuadros. El pintor Peter del mercado le preguntó si quería venir al restaurant sobre el río a tomar una gaseosa. Claro que quería.

Estuvieron largo rato conversando frente a las botellas. Julius res­pondía con precisión a todas las preguntas, le contó enterita la historia de su familia. Nada conmovió tanto al gringo como lo de la carroza que tenían en Lima. Estaba loco por pintarla el pobre, pe­­ro seguro cuando Julius regresara a Lima él ya estaría en Cuzco o Pu­no, aún no conocía esas regiones. Para Peter, era simplemente genial la ingenua versión que Julius daba sobre el esplendor de su familia, so­bre su padre, sobre la belleza de su madre, sobre el entierro de Bertha, sobre el tío abuelo romántico y la pianista tuber­cu­losa. Insistía con sus preguntas, quería saber más, pero empezó a notar que se excitaba demasiado cuando hablaba de su hermana Cinthia, no podía recoger el vaso de la mesa, palidecía.

Por eso le preguntó si había cruzado el puente colgante. Muy ati­nada su pregunta porque la idea de cruzar el río por el puente que tiembla lo fascinó. Vilma nunca había querido llevarlo por ahí. El grin­go llamó al mozo y pagó las gaseosas. «Vamos», le di­jo, y se pu­sie­ron en camino. Antes de entrar, le hizo notar cómo temblaba to­dito y le preguntó si tenía miedo. Que no, le res­pondió Julius, ade­lan­tándose tranquilamente. Allá iba solito, se acer­­caba demasiado al borde, Peter espantado pero no le decía ni pío, no porque fuera un monstruo sino porque tenía sus ideas muy modernas sobre la educación de los niños.

Y Julius, a punta de hacerle recordar su propia niñez, lo fascinaba. El gringo andaba emocionado y todo. En el fondo era un solitario y últimamente... Al otro lado del puente, le señaló el Hotel de la Estación. Se estaba viniendo abajo de viejo pero tenía historia y encanto. Julius como que captó el asunto y empezó a escuchar con atención mientras Peter le contaba que era un hotel muy antiguo, todo de madera, mira bien, que ya casi na­­die se alojaba ahí, pero que en sus buenos tiempos había alojado hasta pre-presidentes y mi-ministros. Por fin Julius no pu­do más y le preguntó por qué tar­tamu­deaba. Peter, cesando inmediatamente de tartamudear, le contó que no había naci­do tarta­mudo sino que cuando era niño... Y co­mo Julius ya le había con­­tado de Cinthia y de su bizquera, fue un momento bien emo­cionante, ahí frente al viejo Hotel de la Estación.

Después estuvieron un rato conversando con un viejo en­can­ta­dor que administraba el hotel y que se sabía la historia de Chosica desde la época del rey Pepino. El viejito hasta trató de convidarles una gaseosa, andaba encantado con el huésped norteamericano, des­pués de años, uno, como si el pobre Peter fue­ra turista rico y su presencia ahí significara un resurgimiento de ese olvidado sector de Chosica. Eso también fue bien triste; mejor que Julius no aceptara la gaseosa porque tenía un poco de náuseas, además el gringo andaba medio cabizbajo. Solo el vie­jito estaba encantado.

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