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Читать книгу: «Un mundo para Julius», страница 7

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Y se quedó muy sonriente cuando ellos empezaron a bajar por entre las piedras, hacia el río. Se quedó sonriéndose ahí solito con sus recuerdos, tanto que al cabo de un momento se incorporó para acercarse hasta un punto desde donde pudiera seguir viéndolos. Ahí estaban, abajo, sentados sobre dos piedras, mojándose los pies en el río. Cuánto hubiera dado por escuchar lo que decían, no oía nada. Y es que casi no hablaban. Se limitaban a intercambiar fotografías, diciendo esta era Cinthia, o este era yo de niño, a tu edad, a los cinco años. Así estuvieron un rato hasta que Peter empezó a dar muestras de fatiga, de golpe Julius lo encontró muy pálido. Peor todavía mientras subían hacia el hotel, se le notaba cansadí­simo, nervioso. Al puente llegó pésimo. Le preguntó si se atrevía a cruzarlo y Julius le respondió que claro, casi no se mueve, agregó, para tranquilizarlo. Peter son­rió y le pasó la mano por la cabeza al ver que se marchaba. Es­tuvo un rato mirándolo, allá va, allá, ya no se le ve, cu-cu-cu, quiso de­cir cuídate, pero se pegó una atracada terrible en la primera sí­laba, cu-cu-cu-cu, no había nada que hacer, mañana se iba para siempre, alguien ahí se encargaría de despedirse en su nombre cuando volviera otro día a buscarlo al mercado.

Julius regresó dudando hacia Chosica Alta: Vilma debía estar muy asustada, era su culpa, tenía que aprovechar la escapada, un ra­­ti­to más, a esa hora los mendigos deberían estar esperando su comida, Vil­ma se negaba siempre a llevarlo por ahí, seguro lo es­ta­ban buscando, era su culpa. Total que se dirigió al colegio Belén. Llegó justito cuando aparecía la mujer vestida casi de monja pero con mo­­ño. También apa­recieron el hombre que empujaba la mesa ro­dan­te con la olla enorme y la monjita buenísima que bendecía todo con su sonrisa. Se quedó medio desilusionado el pobre Julius: los mendigos ni caso que le hacían, lo abando­na­ron completamente por la olla, y él que pensaba enseñarles el cuadro y decirles que podía traer a su amigo pintor, para que los pintara también. Se había venido cargando el cuadro todo el tiempo y ya estaba un poco cansado; decidió irse porque hasta que terminaran de comer pasarían horas. Ya se iba, cuando la monjita empezó con lo de dondé está tu amá, don­dé está tu casá, poqué estás soló, que temeridá, y mil cosas más, deses­pe­rada la po­bre y con delicioso acento francés. Los mendigos seguían ocupados en ver que les llenaran bien los tazones, ni cuenta se dieron cuando la monjita Bendición se lo llevó de la ma­no.

En casa había ardido Troya. Todo empezó cuando Vilma ter­minó de posar para Palomino y fue a ponerse nuevamente su uniforme. En el camino de regreso, se encontró con Nilda, odiándola. La Selvática le preguntó que dónde estaba el niño Julius y ella le contestó que en el jardín, dónde quería que estuviese. Entonces Nilda, como presintiendo algo pegó uno de sus alaridos, ¡Juuuuuuu­liuuuuuus!, y nada: definitivamente no estaba en el jardín. ¡Por andar con el picaflor ese! ¡Ahora adónde se habrá metido el niño Julius! ¡A ver si se entera la señora! Vilma solo replicó que no se metiera con ella. Em­pezaba a asustarse la pobre, cuando la Selvática soltó el segundo ¡Juuuuuuuliuuuuuus!, y nada tampoco. Tal vez en los altos, pero era imposible que no hubiera escuchado. Las dos mujeres presintieron algo malo al mismo tiempo, juntas se lanzaron en loca carrera hacia los altos, tropezándose varias veces en la escalera. Arriba, corrían de cuarto en cuarto: de Julius ni el humo.

–Usted tiene la culpa por zamarra, por andar putean...

No pudo terminar porque Vilma se le fue encima desesperada, y empezaron a matarse contra las paredes, contra los sillones, rodando por el suelo entre chillidos, alaridos, gemidos.

En el jardín, Palomino escuchaba los gritos sin saber bien a qué atenerse; aún no lograba determinar su exacta procedencia, oía ¡auuu!, ¡ayyy!, ¡suélteme!, ¡socorro!, y hasta ¡Palomiiiino!, pero las puertas estaban cerradas y nada podía hacer por intervenir. Los minutos pasaban, ya se había dado bien cuenta que las dos mujeres se estaban matando, empezaba a inquietarse el pobre, lo asustaba pensar que podía verse envuelto en un lío mayor. Y los gritos seguían, escuchaba clarito los alaridos de las mujeres, se estaban matando allá arriba. Nilda le había arañado íntegra la cara a Vilma y ahora Vilma la había cogido por el cuello y la estaba acogotando. En eso llegaron los hombres de la casa. Entraron cargando una cama que acababan de bajar del Mer­cedes y se dieron con Palomino haciéndose el sobrado en el jardín. Sintieron ganas de matarlo, pero entonces escucharon los alaridos. Carlos soltó la cama y partió la carrera, abrió la puerta principal y subió corriendo hasta los altos. Ahí lo primero que vio fue a las dos mujeres, ya casi sin fuerzas, pero todavía tratando de hacerse daño. Tenían los uniformes rasgados, hechos trizas. Vilma sollozaba tirada en un rincón; en una de las úl­timas caídas se había roto el meñique y, cuando Carlos la vio, se defendía solo con las piernas de los esporádicos ataques de Nilda.

–El niño se ha perdido –sollozó la Selvática–; por culpa de esta.

Carlos partió la carrera para avisarle a los mayordomos. Los encontró en el jardín, controlando una posible fuga de Palomino, y les dijo que Julius se había perdido por culpa de Vilma.

–Por andar jugándose con el huevas este.

Fue la oportunidad de sus vidas. Palomino sonrió entre sobrado y aterrorizado, trató de iniciar alguna explicación, una palabrea­di­ta, pero ya nada ni nadie podía contener a Celso y Daniel. El de las inyecciones guardó su máquina de fotos y empezó a retroceder co­mo quien no quiere la cosa, pero en ese instante le cayeron de a dos y empezaron a matarlo en pleno jardín, entre árboles y caña­ve­ra­li­tos. Lo ensuciaron. Lo despeinaron íntegro. Le rompieron lo que más odiaban en él: la cara, el maletín y el terno azul marino. Por último, lo sacaron a empellones hasta la calle.

Luego corrieron a los altos a ver qué había pasado. Vilma y Nil­da ya estaban de pie, pero lloraban sin lograr explicar claramente las cosas. En realidad nadie sabía muy bien lo que había ocurrido ni en qué momento había desaparecido Julius, ni si se lo habían raptado, ni nada. La Selvática dijo que los mendigos esos del Belén eran gitanos y que a lo mejor se lo habían robado a Julius. En ese caso, ya no lo volverían a ver.

–Tal vez algún día vuelva a aparecer trabajando en un circo, pero ya estará nacionalizado gitano, ya ni se acordará de su familia.

Después empezó a decir que no, que lo que había pasado era que el pintor, el gringo ese seguro que era maricón, degenerado, se había raptado a Julius, lo había violado, ya lo había matado. La interrumpieron los alaridos de Vilma enloquecida, lanzándose contra las paredes, maldiciendo su suerte, y a Palomino, ¡ella nunca había coqueteado con nadie!, ¡que la perdonaran!, ¡solo había querido que le tomaran unas fotos!, ¡Julito!, ¡Julito!, ¡Juli­to!, ¡Dios mío!, ¡qué va a ser de mí! Nilda también gemía, asustada por sus propias palabras; los mayordomos ya no tardaban en imitarlas. Carlos dudaba: llamar a la policía, no se atrevía. ¡Y los señores en Europa!

Cuando en eso sonó el teléfono. Carlos se lanzó sobre él. Llamaban del colegio Belén y ahí estaba Julius. El chofer dijo que inmediatamente pasaba a recogerlo, que por un descuido de la muchacha el niño se había escapado, ahoritita iba por él. El alma les volvió al cuerpo; se miraban sonrientes, temblorosos, agotados, aliviados; se quedaron parados, mirándose sonrientes, avergonzados, mientras Carlos volaba en el Mercedes.

Julius lo esperaba tranquilamente en la puerta del Belén. Lo vio llegar tan nervioso, que se apresuró en decirle que nada había pasado, lo único que la madre no había querido dejarlo irse solo, le tenía miedo a los mendigos, entonces ¿para qué les daba de comer si eran tan malos? En eso apareció la monjita y empezó a resondrar a Carlos, con delicioso acento francés. Carlos agachó respetuoso la ca­beza desnuda, para escuchar el sermón; pero no bien vio que la mon­jita sonreía y se aprestaba a despedirse con una crucecita en la cabeza de Julius, se chantó rápido la gorra para evitar que se la hiciera a él también, no todo lo que lleva hábito es Santa Rosa.

Todos salieron a recibirlo; Vilma y Nilda aún sollozando y con los uniformes destrozados; Celso y Daniel acomodándose un po­co los cabellos y con inmensas caras de satisfacción. El mal rato había pasado y ahora lo recibían como al niño pródigo, sin que él lograra explicarse qué diablos había ocurrido durante su ausencia. Las mujeres no lo dejaban reflexionar, lo besaban preguntándole dónde había estado, por qué se había marchado, por qué no había avisado. Ju­lius las miraba atónito y como esperando una explicación, ¿quién les ha­bía pegado? Una silla que rodó por la escalera durante la pelea estaba ahí tirada, acusándolas. Vilma no pudo más y rompió nuevamente a llorar y a gritar. Pedía que la perdonaran, ¡nunca más volvería a ver a Palomino! ¡Y Julius era antes que nada para ella!, ¡no faltaría nunca más a su deber!, ¡solo había sido por las fotos!, ¡ella no era mala!, ¡no se dejaba tocar por nadie!, ¡Nilda se equivocaba por completo respecto a ella!, ¡ella no podría vivir sin Julius! Total que Nilda se emocionó y soltó el llanto también; se armó un lloriqueo horrible delante de Julius; los hombres trataban de calmarlas diciéndoles que no había pasado nada, que no hay mal que por bien no venga, en el fondo habían tenido suerte, se habían librado de Palomino.

Julius pensó que tal vez descubriendo el cuadro, mostrándoselo. Mala idea porque no bien Vilma se vio, soltó por enésima vez el llanto al recordar que tenía la cara todita arañada. Y un ojo medio cerrado y el cuerpo ardiéndole por todas partes. Simplemente gemía, la chola hermosa, con la piernota al aire, semi­desnu­da, arañadí­si­ma. Nilda la acompañaba con otros tantos borbotones de llanto; más lloraba, más le dolía porque el labio superior lo tenía partido en dos, reventado, hidrópico, llenecito de cochinada. Había que subir cuanto antes al botiquín y desinfectar las heridas; en seguida correr donde el primer médico que encontraran en Chosica para que le viera el meñique a Vilma; y a Nilda lo que fuera que la hacía quejarse, no podía respirar bien, decía que se había quedado medio aco­gotada, se­guro que ya estaba llegando a la muerte el acogotón que le pegó Vil­­ma. Casi se le vuelve a ir encima, la presencia de Ju­lius la con­tu­vo; era preciso abandonar la violencia y usar la cabeza: ¿qué historia inventarían?, ¿qué le dirían al médico?

Esa misma tarde le enyesaron el dedo a Vilma. La pobre andaba muy dolorida, pero hacía todo lo posible por disimular y por mos­trarse eficiente en sus tareas. Seguía a Julius de cuarto en cuarto y trataba de complacerlo en todo. A la hora de la comida, él empezó a contarle lo que había hecho durante la escapada. Le contó que había estado casi todo el tiempo con su amigo el pintor Peter del mercado, que después había ido un ratito a ver a los mendigos y que si no hubiera sido por la madre esa, habría regresado mucho an­tes a la casa, ella no había querido dejarlo venirse solo. En esas es­taba, cuando Vilma notó que empezaba a ponerse muy nervioso, más hablaba, más excitado se iba poniendo. Y seguía hablando, repetía la historia, la cambiaba cada vez, como si necesitara seguir ha­blando, nunca lo había visto así. Corrió a llamar a Nilda, con quien acababa de hacer definitivamente las paces, se habían liberado las cholas, co­mo el mito griego se habían reconciliado por la lucha, por el dolor. La Selvática llegó fingiendo calma y dispuesta a ayudar a su colega, pero Vil­ma notó que desde que entró al comedor, Julius hablaba más aún, más rápido que antes, mucho más rápido, las cosas em­peo­raban en vez de mejorar. De golpe perdió el apetito y, mientras con­taba y contaba de él y de Peter, iba soltando ya no quiero, llévense el plato, su amigo el pintor lo había llevado hasta el río, lléva­telo Vilma, le había presentado al viejito del hotel de madera de la Estación, no tengo hambre, del Ferrocarril Central. Vilma salió disparada a llorar en la cocina. Nilda tampoco aguantó, se fue para man­dar en su lugar a los mayordomos. Julius sintió un profundo alivio al ver que entraban los dos mayordomos sonrientes y con las caras en­teritas. En seguida llegó Carlos con el frasquito de calmantes, el mé­dico había dicho que recurrieran a ellos si era ne­cesario.

–A ver, Julián...

Tenía razón Carlos: al día siguiente despertó tranquilo, había dormido bien. Se sentía muy bien y estaba listo para su clase con la señorita Julia. A la profesora solo se le contaría que Vilma y Nil­da habían peleado por cosas de ellas, no tenía por qué enterarse de más detalles. Nuevamente reinaba la calma en Chosica y todos alrededor de Julius trataban de probarse que no había ocu­rrido nada. Él también.

Al principio, Vilma no se atrevía a darle cara a la señorita Julia, pe­ro se animó a asomarse cuando apareció Nilda, más selvática que nunca, con un pedazo de carne cruda en el ojo derecho, y la expresión «¡y a usted qué le importa!», marcada a gritos en lo que le quedaba de mirada. Delicadísima, la señorita Julia se dio por enterada, sin comentario alguno, del vulgar asunto de sirvientas y cocineras. Nada tenía que ver todo eso con su mundo de eterna estudiante de la Facultad de Educación de la Cua­tricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Más Antigua de América. Mucho menos con su mundo de profesora de Gran Unidad Escolar Obra del Gobierno del General de División Manuel A. Odría, Que Bajó al Llano en 1948. Na­da que ver tampoco con su mundo de Clases de Caste­llano y Reglas de Gramática. ¿Acaso sabían esas infelices lo que quería decir Sintaxis o Prosodia?, ¿o quién era Rubén Darío?, ¿o quién fue el poeta de América? Ella, en cambio, era el más delicado producto del Manual de Carreño, sabía decir «provecho», cuando veía a alguien comiendo y, lo que es más, responder «servido», cuando alguien le decía a ella «provecho». Ahí estaba sentada junto a Julius, insistiendo en la Ortografía, con los brazos y piernas lle­ne­citos de vellos largos, lacios y negros, bien separados uno del otro, paraditos todos. Antipática con su trajecito sastre de combate y con su carterita llena de billetes de ómnibus, de ida y vuelta compraba siempre. La mejor ondulación permanente de todo Jesús María. Y, por supuesto, encantada de estar en casa de millonarios, aunque no esté la señora, con ella sí que le gustaba hablar. Pero la señora no le contestaba ni pío cuando ella comentaba lo del Poeta de América, y lo de que ya es hora de que alguien haga un estudio profundo sobre la poesía de Va­llejo, un vacío en las Letras Peruanas. Algún día ella haría su tesis, pero Vallejo era demasiado profundo para que ella hi­ciera su tesis sobre Vallejo y llenara el profundo vacío. De cualquier mo­do, ella optaría su título de pedagoga y ganaría mucho más y ya no tendría que ganarse la vida con clases a domicilio, tomando té en la repostería, con la servidumbre de las casas que visitaba, esperando que las señoras ricas, a quienes ella tanto admiraba, prescindieran de sus servicios cuando menos se lo esperaba, como la señora Susan cuando Cinthia: hará lo mismo el día que este orejón vaya al colegio... Mucho pensar y ya estaba amarga la señorita Julia, ya ha­bía adoptado la actitud psicológica del que espera que se le pare la mosca: Julius se equivocó, le chantó el pellizcón.

Julius gritó y Vilma vino, pero no se atrevió a intervenir por te­mor al castellano significante de la maestra. En cambio la mal­hu­mo­­rada señorita aprovechó para decirle que estaba horrible, hija, ¿quién la había magullado así?, pero la interrumpió Nilda que entró preguntando desafiante por qué había gritado el niño. Julius dijo que lo habían pellizcado, y la Selvática furiosa em­­­pezó a gritar que si querían hacerlo vomitar o qué, tanto que el pobre sintió ligeras náuseas y pidió continuar, probablemente para evitar más líos. La señorita Julia se asustó y dijo que iban a continuar, pero la cocinera se quedó parada montando guardia hasta el fin de la clase. Y no le fue tan mal porque se entretuvo con el poemita que la maestra empezó a enseñarle a Julius para el día de la madre. Faltaba mucho para el día de la madre pero justamente así él tendría tiempo para aprenderlo bien de memoria, le iba a gustar el poemita, a tu mamá también. Qué le quedaba, ahí estaba el pobre paporre­teando uno de esos poemas que se recitan mientras se le entrega a mamá el ramito de flores, en el baño de la casa, por ejemplo; la cogen desprevenida a mamita y es horrible; te mueres de vergüenza.

Si no hubiera sido por Dora, la hija de Arminda, la lavandera, se habría podido decir que todo marchaba perfecto en Chosica. Los médi­cos ya para qué iban a venir, Julius no podía estar mejor. A Palomino solo hubo que reemplazarlo tres o cuatro veces, no se ne­cesi­taban más inyecciones. A Vilma el dedo le quedó muy bien cuando le quitaron el yeso; se estaba portando a las mil maravillas. Por las tardes, salían todos en el Mercedes y se iban hasta el Palomar o a presenciar partidos de fútbol que veintidós cholos, con veintidós uniformes distintos, toda clase de zapa­tos y hasta descalzos, jugaban en canchas improvisadas al borde de la carretera. A veces también había partido en el Parque Central, pero ahí sí cada equipo con su uniforme y todos con sus chimpunes. Al regresar de uno de esos par­­­tidos, una tarde, encontraron a Arminda hecha polvo: Dora se había escapado con el heladero, se había largado con él a Lima.

Cuando volvió, Arminda la recibió a bofetadas, hasta la amenazó con el cuchillo de la cocina, pero Nilda se lo reclamó inmediatamente. Qué no le dijo, la pobre Arminda. Y Dora insolen­tísima. Ni caso. Burlona. Altanera. ¡Dónde habría aprendido! Respondona. Nilda sugirió quemarle la lengua, si fuera su hijo... Se iba a morir del colerón la pobre señora Arminda, tan buena, tan corazón noble como era. ¡Si se lo estaba diciendo! ¡Qué falta de educación por Dios! ¡A su madre! Ya le iba a pegar. Sí, que le pegara. Así. ¡Cuarenta años!, ¡más de cuarenta años con la cabeza metida en un lavadero y los pies helados! ¡Friega que te friega! ¡No!, ¡no tenía alma! ¡Era un monstruo como su padre! Gritaba y gritaba, la pobre Arminda, se iba a morir del co­­lerón, Julius estaba asusta­dí­simo y ahora el be­be de Nilda berreando, Dora protegiéndose como podía de los golpes y Nilda extrayendo el seno. Al día siguiente, Dora había desaparecido. Dejó una notita diciendo que se iba para la sierra con el hela­de­ro de D’Onofrio. Arminda agachó la cabeza para envejecer.

«¡La señora se casa con el señor Juan Lucas!», gritó Nilda, con la carta abierta en una mano. Julius acababa de llegar del mercado, donde por sexta vez le habían dicho que el pintor Peter se había marchado sin dejar dirección. Se lo estaba imaginando sentado al borde del Titicaca, paleta y pincel en mano, cuando escuchó el alarido de la Selvática. «Dame la carta», le dijo, juntando los tacos y separando las puntas de los pies. Nilda se la entregó, él empezó a leer algunas pa­labras, pero quería enterarse más rápido y se la pasó a Vilma. Pe­gó las manos al cuerpo.

Julius, darling:

Estoy muy emocionada. Tío Juan y yo nos acabamos de casar en una iglesita de Londres. Solo han venido algunos amigos suyos, y de papi y míos. Estamos felices. San­tiaguito y Bobby están con nosotros. Tú vas a ver cómo vas a querer a tío Juan Lucas. Es un amor. Como tú. Ha­ce solo dos horas que estamos casados y ahora nos vamos a almorzar a un restaurant por Onslow Gardens. ¡Cuánto daría por que estuvieras con nosotros!

Estoy feliz de saber que ya estás bien. Pronto se acaba nuestro viaje. Falta Venecia, Roma, no sé bien, pero ya de­ben ir preparando el regreso a Lima porque nosotros vol­vemos pronto. Pasaremos un verano lindo en Lima con tío Juan Lucas; ah, ¿darling? ¿Qué te parece?, y después Julius al colegio. Corro donde Juan Lucas. Me espera en el bar. Todos te besamos mil veces.

Tenía aún puesto el traje verde con que se había casado. Se sentía la mujer más hermosa de la tierra, la más dichosa. Lo era, probablemente, esa mañana, mientras caminaba linda hacia el bar del ho­tel. Ahí estaba Juan Lucas, mirándola venir. Junto a él, Santiago y Bob­by, francamente bellos con sus ternos oscuros y esa elegancia poco preparada que Susan prefería en los jóvenes. Conversaban con gente que acababan de conocer, con los amigos de su padre, los increíbles John y Julius, borrachos, encantadores como cuando ella los conoció, ¡fue ayer!, ayer cuando conoció a un peruano en Londres y se casó con él en Lima, ahora se casaba en Londres con un pe­ruano conocido en Lima. Pensar que Juan Lucas estaba en Londres cuando ella salía con Santiago... Ayer le prometió a Julius ponerle su nombre a uno de sus hijos y ahora, al verlo, había corrido a escribirle unas líneas a Julius... Sonrió al unirse al grupo, en el bar, prefería no recordar, Juan Lucas la ayudó: la recibió cogiéndola suavemente por la nuca, mientras hablaba, trayéndola con cariño hacia él mientras seguía contando entretenido, feliz. Susan sintió el pe­so del freno tibio en el cuello, reaccionó con un gesto igual al del león de la Me­tro, abrió tensa la boca, pero mientras recorría el camino del gesto hacia el hombro de Juan Lucas, fue descubriendo que su cuello se acomodaba perfecto en la curva tenaz, deliciosa de la mano; recibió una copa, pasando el otro brazo por la espalda de Juan Lucas, inclinando la cabeza, casi escondiéndose ba­jo el mechón rubio que se derrumbaba interrumpiendo precioso la perfección oscura, para la ocasión, que vestía Juan Lucas. Cerró la boca en una sonrisa. Nadie notó la brevedad de su gesto. Y ella, al sentir que abandonaban su nuca, estuvo a punto de repetir el gesto, casi vuelve a girar el cuello hacia el otro lado pero tuvo miedo de no encontrarse en la mano, de exigir demasiado, de morder y que fuera un recuerdo, ya no el momento, que se le iba, ¿sí?, ¿cómo?, le estaban preguntando algo. Regresaba siempre de estados así de tiernos, por eso la encontraban tan linda, por eso le perdonaban todo, la querían tanto.

V

El palacio los esperaba lleno de luz. El sol de ese verano se filtraba por las amplias ventanas y llegaba hasta los últimos rincones, alegrándolo todo. Entre Celso y Daniel habían logrado que cada cosa volviera a relucir y que los pisos recuperaran el brillo de antes. To­do recuerdo ingrato debía desaparecer, todo estaba listo para una nueva vida, y ellos se aprestaban a servir al nuevo señor. De tanto cocinar, de tanto planchar, encerar, barrer, baldear, de tanto lustrar se habían acostumbrado a que la niña Cin­thia ya no estuviese.

Madrugaron el día del aeropuerto. Nilda llenó la despensa de productos alimenticios, mientras Vilma controlaba la ropa del ni­ño y Carlos limpiaba los automóviles. A Julius le dijeron que no se fuera a meter en la carroza y que esperara tranquilito la hora de partir. Lo habían vestido prácticamente de primera comunión y le ha­bían puesto su corbatita de torero. Esperaba nervioso, recordando, asociando este segundo viaje al aeropuerto con el primero, prefería no esperar en el salón del piano. A cada rato venían a verlo; lo encontraban siempre tranquilo, muy bien, él mismo lo decía, sin que­rer­lo estaba aprendiendo el arte del disimulo y las manos tembleques.

Carlos le conversó durante todo el camino. Le iba diciendo que Santiaguito volvería hecho ya todo un hombre. En casa habían deci­dido lo mismo: Santiaguito iba a cumplir dieciséis años, tenía que regresar convertido en un hombrecito, Europa tenía que ha­berlo cambiado. Insistían en esa idea, como si unos cuantos meses de ausencia fueran suficientes para que aceptaran la superioridad del niño, haciéndolo crecer en sus mentes. Bobby también ya iba para los trece, entraba a secundaria, ya no volvería a usar pantalón corto, estaría muy crecidito. Se acercaban al aeropuerto, y Carlos seguía habla y habla en su afán de entre­tener a Julius, estaba alegre Carlos, te has divertido bastante en Chosica, ahora unos mesecitos más y al colegio, así es la vida, to­dos crecen, todos vuelven...

Todos vuelven al lugar donde nacieron, cantó Carlos, bembón, disforzado de alegría, señalándole el avión, encantado, «ahora con tal de que no nos haga la de Jorge Chávez», dijo, por decir al­­go, «con tal de que no se nos vaya de culata, a ver, prepárese para saludar a su mamá». No podía quedarse callado, ni quieto tampoco, no lo dejaban mirar: sí, sí, el avión que él escogió para Cinthia, Cin­thia, Cinthia, los altoparlantes lo confirmaban: Air France, vuelo 207, pro­cedente de París, Lisboa, Pointe-à-Pitre, Caracas, Bogotá, Lima. Sintió náuseas pero no era el momento...

Los dos se aguantaban. «Ábrete Sésamo», parecía decir Carlos, parado inquieto ahí en la terraza, esperando que se abriera la puerta del avión, a ese animal sí que le tenía mucho miedo, el cielo para los ángeles, gallinazo no vuela más alto del techo, pero ¿por qué no abren? Ya hasta se estaba poniendo agresivo el chofer, se autocri­ti­caba y to­do: pero ¿qué te pasa?, ¿qué tanta emoción?, ni que fuera tu mamá la que llega, llega tu jefe y nada más... Pero no bien vio que se abría la puerta del avión, se quitó la gorra, llega la pa­troncita, y em­pezó a tararear valsecitos criollos, como siempre que se mortificaba por al­go que no debía mortificarse. «¡El señor Juan Lucas!», exclamó, al ver­lo aparecer en la escalinata. Julius postergó el vómito para otro día y empezó a hacer adiós como loco. En efecto, ahí es­­taba Juan Lu­cas, vestido para la ocasión (probablemente el día en que haya terremoto aparecerá Juan Lucas gritando ¡socorro!, ¡mis palos de golf!, y perfectamente vestido para la ocasión). Junto a él, una aero­moza que hubiera querido pasar una temporada con él: la ni­ña andaba en la época aventurera de su vi­da, volaba y aún no quería casarse. Pero se fue a la mierda cuando apareció Susan; eso que apareció aterrada, como diciendo adónde me han traído, no reconocía, sabe Dios en qué había estado pensando en los últimos minutos. Linda, de cualquier manera, mucho más linda ahora que se mataba haciéndole adiós adiós adiós, sin haberlo visto todavía. Se quitó las gafas de sol y casi la mata la luz inmediatamente se las volvió a poner, ¿dónde está Julius? «¡Allá, ma­má!, ¡allá!», le gritaba Santiago, en la oreja, por el aire, «¡allá!, ¿no lo ves?». Veía a Carlos, no veía a Ju­lius. ¡No importa, mamá!, ¡ba­ja! ¡No dejas pasar a nadie! Se habían apropiado de la escalinata. ¡Apúrate!

Por supuesto que pagaron varios sueldos de alguien por exceso de equipaje, pero eso no era nada. Lo principal venía por barco, pa­los de golf para todo el mundo, colecciones enteras; ropa inglesa, fran­­cesa, italiana; regalos hasta para la lavandera, comprados así, por montones, sin escoger realmente; licores raros, finísimos; adornos, lámparas, joyas; más colecciones de pipas Dun­­hill con sus taba­que­ras de cuero y su puntito de marfil en cada una. Había sido un viaje feliz, demasiado corto, ahora que ya se sentían en Lima. Imposible resumirlo así, en tan poco tiempo. La gente les preguntaría. Todo lo que contaran era poco. En fin, ya de eso se encargarían las crónicas sociales con «inimitable mentecatería», según Juan Lucas. Hablarían de su viaje sin que ellos lo quisieran... (Ya por ahí no me meto: eso es algo que pertenece al yo profundo de los limeños; nunca se sabrá; eso de querer salir, o no, en «sociales», juran que no...).

¡Cómo había cambiado el palacio! ¿Quién había comprado esos muebles tan bonitos? ¿Quién había escogido esas pinturas para las paredes? Órdenes de Juan Lucas llegadas en alguna carta dirigida a algún apoderado de buen gusto y eficiente. Carlos seguía cargando las maletas de cuero de chancho, con cara de yo-ya-estuve-con-ellos, y se sentía superior. Vilma notó que San­­tiaguito ya era un hombre y que la miraba. En seguida se fijó en Juan Lucas, el señor, y aceptó su elegante metro ochenta y siete, sin explicarse por qué, en realidad sin comprender tanta fama de buenmozo, la verdad, no se parecía a ningún artista de cine mexicano. Era para la señora. Volteó nuevamente y San­tiago la seguía mirando. Nilda se había lavado las manos de ajo, para soltar su grito de felicidad, interrumpido esta vez por la mueca del señor, qué tanta euforia de las mujeres, que de­sa­parezcan de una vez, que esté todo instalado ya, que haya un gin and tonic en alguna terraza ventilada de este mundo. Susan sí los quería, pero había toda la tradición de Nilda oliendo a ajos, además Ar­minda estaba llorando, no tardaba en persignarse y arran­car con eso de Dios bendiga a los que llegan a esta casa. Pobre Su­san, hi­zo un esfuerzo y besó a la cocinera pero, ya ven, Ar­min­da estalló con lo de su hija Dora y el heladero de D’Ono­frio. Celso y Daniel tuvieron que aban­donar el equipaje para venir a con­solarla y, de paso, arrancársela a la señora de los brazos. Por fin Juan Lucas terminó con tanta confraternidad; sus brazos se extendieron nerviosos, años que no se escuchaban órdenes su­pe­riores en el palacio, Susan lo admiraba: ponga las ma­letas en su sitio, por favor; con cuidado de no arañar el cuero; suban pa­ra que nos ayuden a colgar las cosas; mujer, ya no llore, por favor. No sabía su nombre, tampoco el de Nilda que reaparecía gri­tando que ese era su hijo, que lo iba a educar como a un niño de­cen­te, y les enseñaba al monstruito. Juan Lucas empezó a crisparse, las típicas arrugas del duque de Windsor se dibujaron a ambos lados de sus ojos. Julius dijo mira, mami, el hijo de Nil­da, y Juan Lu­cas de­sapareció, mientras Susan decidía amar­los a todos un ratito y acariciaba al bebe. Celso y Daniel corrieron detrás del señor.

Al día siguiente, por la mañana, llamó Susana Lastarria. Su­san sintió una extraña mezcla de pena y flojera al oír su voz en el teléfono. Con verdadera resignación soportó media hora de su envidia y le contó todo lo que quería saber del viaje, de la boda, sobre todo. Finalmente, cuando ella creía que ya iba a terminar, Susana le preguntó si iba a celebrar el santo de Julius. Susan hizo un esfuerzo gigantesco para recordar, captar y expresar en pa­labras la manera de pensar de su prima: «No», le respondió; «creo que aún es muy pronto para tener fiestas en casa; aunque se trate de niños».

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