Читать книгу: «Tocan las campanas a concejo», страница 4

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Pasaron los días y la cita de las tardes era esperada por Purita con emoción irresistible. Había encontrado con Kilian un universo hasta entonces desconocido para ella. A cada momento del día, por cada poro de su piel emanaba una fuerza que contenía con esfuerzo y que explotaba solo con ver los ojos de Kilian. Cuando sus cuerpos se encontraban de nuevo, nada en el mundo podía parar aquella pasión desenfrenada. Escondidos bajo las ramas en el interior del sotobosque, Purita gritaba con locura y solo la corriente del río cercano conseguía amortiguar levemente sus clamores.

Una fresca y soleada tarde de primavera en abril, de esas en que las horas entre estas montañas son tan benévolas que hacen olvidar que existen también las tempestades, Kilian prepara para la ocasión el coche que le ha prestado un amigo suyo madrileño de visita en el pueblo. Irá con Purita esa misma noche a un guateque de amigos en la localidad vecina de Pedrosa de la Ponte. Con el interior del vehículo oliendo a agua de rosas hasta en el último centímetro, la recogió al atardecer en la puerta del patio de las escuelas, no muy lejos de su casa. Juntos marcharon carretera arriba en el Seat 124L Especial color marrón oscuro, matrícula M-745547, pasaron delante del cuartelillo entre risas y algún beso. Dos kilómetros antes de llegar a su destino se desvían a su izquierda en la confluencia de un valle, internándose un centenar de metros por el camino hasta donde la vegetación les cubre. Sin perder oportunidad, vuelven una vez más a los irresistibles juegos del amor en este atardecer que promete una mejor noche, esta vez, dentro del coche.

En el pueblo, el padre de la chica hace su ronda de bares vestido de paisano, dando la impresión a quienes lo conocen de estar menos hablador de lo normal, pero bebiendo más o menos lo mismo, o quizá esta tarde algo más. Va solo de bar en bar zamburriando6 lo que le toca en cada barra y, estoicamente, los que le rodean y conocen saben que le han de soportar. Esta tarde-noche le ha tocado a Toño, el hijo mayor de uno de los taxistas del pueblo, al que Ventura se dirige autoritario al encontrarle sentado en los sillones del bar Nevada.

—¡Eh, tú! ¡Me tienes que llevar ahora mismo a Pedrosa! —le dice acercándose a su mesa sin miramientos, ignorando por completo a quienes le acompañan en la partida de cartas.

A Toño le da la impresión de que ya le estaba buscando nada más verle entrar por la puerta. Aun así, no dice nada, esperando que sea una fanfarronada más fruto de su delirante imaginación cuando la baña en alcohol.

—En cuanto me acabe el vaso de vino, ¡nos vamos! —volvió a decirle girándose en dirección a la barra.

Volcó el vaso de un trago en su garganta y caminó hacia la puerta del bar haciendo un gesto con la cabeza a Toño para que le siguiera.

—Qué mosca le habrá picao a este… —se dijo Toño al levantarse resignado del asiento. Hizo un gesto con la mano abierta a modo de despedida y salió del bar. Nadie dice nada, reina el silencio en la partida de tute.

Unos minutos más tarde, Toño estaba al volante de su Seat 600 camino de Pedrosa de la Ponte en busca de la hija del sargento. Éste iba decidido a su rescate, pues, según comentaba, sabía por sus fuentes que la chica estaba embaucada en una fiesta con muy malas compañías.

En el radiocasete del 124L, un nuevo artilugio del que muy pocos disfrutan, suenan modernas canciones en inglés de una banda llamada los Credence Clearwater Revival. Los cristales de las ventanillas sudan el vapor de la condensación provocada por el calor interior, no dejando ver en la oscuridad de la noche más que algo parecido a una cortina de humo desde el exterior. De repente, una ráfaga de luz artificial les ilumina dejando entrever sus siluetas en movimiento; son los faros del 600 de Toño que, sobre el estrechamiento escalonado que forma la carretera en el puente sobre el río, se encontraron con un destello de luz provocado por el reflejo de una matrícula que llamó la atención del sargento. Es el coche de Kilian entre los arbustos. Ventura ordena a Toño acercarse más al vehículo hasta poder divisarlo del todo, igual que si estuviera de patrulla buscando furtivos nocturnos hasta colocar el 600 bloqueando el paso de salida por el camino. Ventura se apea, y de pie, en medio del camino, se planta frente al 124L en actitud desafiante brazos en alto y con una pistola en la mano. Inmersos en sus apasionados juegos sexuales, los dos jóvenes aún ni se han percatado de la situación dentro del vehículo. Un grito del sargento pone al fin en guardia a Kilian, que, incrédulo, se sube rápidamente los pantalones y arranca el vehículo poniendo el pie en el pedal del acelerador, para en un segundo frenar en seco a pocos centímetros del sargento que, de un bandazo, casi cae al suelo. Plantado frente a ellos, el sargento ordena que salgan del coche moviendo nervioso una y otra vez su brazo derecho armado con la pistola.

—¡Dios mío, pero si es mi padre! —grita aterrada Purita después de pasar su mano sobre la luna de cristal.

La chica, aferrándose a la seguridad del interior del automóvil, se encomienda a Dios al ver la situación en que se encuentra de repente. Desde una rendija abierta en la ventanilla, grita nerviosa intentando persuadir a su padre de que no hacen nada malo.

Ventura se queda de piedra al reconocer la voz de su hija en semejante situación.

—¿Pero qué demonios haces tú aquí? ¿Y quién es ese que te acompaña? —grita a su hija apuntando a Kilian con la pistola.

Purita suplica a gritos a su padre que les deje marchar.

—¡Cállate! ¡Cállate si no quieres que también haya para ti! ¡Ya hablaremos tú y yo! —contestó Ventura con una voz que casi no se entendía. Hizo un gesto hacia atrás y Toño se acercó hasta ellos.

—Pero si no son más que dos chavales, sargento —le dijo Toño intentando suavizar la situación.

Ventura abrió la puerta donde se encuentra su hija obligándola a salir sujeta por un brazo entre gritos y quejidos. Le propinó entonces un bofetón para sofocar tanta algarabía en medio de la noche. Purita salió corriendo despavorida por el camino, desapareciendo entre gritos valle arriba.

—¡Tú! —increpó inmediatamente a Kilian sin dejar de mover su muñeca con la pistola en la mano—. ¡Fuera de ahí!

Sin decir nada, el joven salió del coche y comenzó a andar por el camino hacia el interior del valle en esa noche sin luna, donde la oscuridad se apoderaba de todo… hasta de sus sombras… Y de repente, varios fogonazos iluminaron por un segundo la noche como fugaces y ruidosas antorchas. El arma del sargento había hecho blanco en la espalda de Kilian, pero el joven siguió caminando. No sintió nada. Solo vio algunas chispas en el cielo nocturno que parecían confundirse con las estrellas. Pasados unos segundos, notó su cuerpo mojado de un líquido caliente y espeso, y comenzó a sentirse más incómodo a cada segundo que pasaba, oprimido por la ropa empapada. Sus zapatos comenzaron a chapotear en el líquido que impregnaba ya todo su cuerpo, y su mente se nublaba al mismo tiempo que empezaba a comprender. Alguno de esos disparos a lo loco del sargento le habían alcanzado. Se dio la vuelta y advirtió al sargento de lo que ya era consciente.

—¿Pero qué ha hecho usted? ¡Estoy sangrando por todo el cuerpo! ¡Me ha pegao un tiro!

Enloquecido en el acto, el sargento Ventura arrancó dando gritos como un loco en busca de Toño.

—¡¡Toñoooo!! ¡He matao a un hombre! ¡He matao a un hombre! ¡Dios mío!, ¡que lo he matao! —gritaba y gritaba con todas sus ganas rompiendo violentamente el oscuro silencio de aquella noche.

—¡¡Toñoooo!!

Toño había escuchado los disparos y retrocede de su empeño en encontrar a Purita en la oscuridad, acudiendo rápidamente a la llamada enloquecida del sargento.

Atemorizada y medio perdida entre los arbustos, Purita escucha los disparos imaginándose lo peor: se queda paralizada apoyada sobre una roca cerca del camino, temblando de miedo y sin saber volver.

Cuando es ayudado por Toño a subir al coche por su propio pie, Kilian se encuentra tranquilo. Rumbo al pueblo, Toño avanza a toda la velocidad que puede por la estrecha carretera haciendo preguntas a Kilian sobre su estado; a su lado, el sargento delira en su borrachera poniéndose la pistola en la sien mientras repite una y otra vez: «¡He matao a un hombre!».

—¡Estese quieto, hombre!, ¿o quiere que me tire yo también contra un chopo?, ¡qué ya hemos tenido bastante…! —le grita Toño sin miramientos, ya cansado de las locuras del sargento.

Alfredo Ventura le hizo parar al pasar frente al cuartel donde se bajaron él y el herido. Toño continuó con su carrera del siglo en busca de don Onésimo, el médico. No lo encuentra y va en busca del practicante, que tampoco aparece, solo le queda el sanitario, que es sacado de la cama y llevado hasta el cuartel donde por el camino escucha el relato de Toño esperándose lo peor. Al llegar, el joven continuaba entero sin dar síntomas aún de herida mortal, pese a su cuerpo empapado de sangre por las heridas sufridas. El sanitario lo examinó diagnosticando dos impactos de bala en su espalda, sin alcanzar a encontrar una explicación de cómo el joven podía estar aún consciente y en pie después de haber pasado tantos minutos desde el suceso. Ante tanta incertidumbre, decide trasladar al herido hasta el pueblo de Cisterna, donde pasa consulta un refutado médico. Ahora, sobre los ejes del Seat 1500 marrón de su padre, Toño, el sanitario del cuartel y el herido marchan a toda prisa hacia el sur por la carretera que discurre constante al borde del río. Aunque es de madrugada, el médico ya los espera a la puerta de su consulta acompañado por un guardia civil del destacamento de Cisterna. Antes de examinar al herido y sin mediar palabra, dijo algo a Kilian al verle bajar del coche:

—Puedes estar tranquilo, chaval, tal como te veo, si no te has muerto ya, hoy… ya no te mueres.

—¿Pero no le va a examinar, señor Ribera? —preguntó Toño sorprendido.

—¡Pues, claro, hombre! ¡Vamos, metedlo ahí dentro! —contestó el médico.

Toño y el sanitario esperan fuera mientras Ribera examina las heridas del joven en su consulta.

—Este médico que tenéis en Riángulo… ¿no sabe que, con dos impactos de bala como estos, como poco, estarías inmóvil?

—No es el médico, es el sanitario del cuartel, el médico está de viaje y el practicante está en Texarina arreglando asuntos de familia, me lo ha dicho Toño, el taxista, que es algo pariente suyo —contestó Kilian dubitativo.

—Tienes un impacto con dos orificios de bala: uno de entrada y otro de salida, sin lesión severa que haga peligrar tu vida, como ya te he dicho. Ni siquiera el hueso del omóplato ha sido dañado, el proyectil ha pasado por debajo. Hoy has vuelto a nacer, chaval, eres un chico con estrella. —Así le transmite el médico lo que ve en su espalda herida.

El sobresalto ha sido mayúsculo en el pueblo: la noticia del tiro en la espalda corre como la pólvora pueblo a pueblo por toda la comarca.

Días antes del juicio, Basilio, sopesando la posibilidad de denunciar los hechos como merecían, fue a visitar a un oficial del ejército vecino del pueblo por todos conocido para pedirle consejo. El trato de vecinos, aunque no íntimo, le animó a Basilio a tomar esta iniciativa. En una pequeña habitación desangelada perdida entre pasillos y tramos de escaleras de una enorme casa, fue recibido por el comandante.

—Los chavales… son chavales que cambian… —le decía Basilio en un momento de la conversación en un intento por quitar hierro a todo aquello una vez superados los malos momentos.

Después de terminar de exponerle el asunto, el comandante del ejército le respondió sin muchos miramientos que tuviera cuidado, que le podría ir mucho peor al chaval si lo acusaran de abusos a una menor, y añadió:

—Si llega a ser hija mía la que se lleva su hijo esa noche por esos caminos…, no sé si estaría en casa ahora tan campante para contarlo…, puede estar seguro. Aquí estamos para respetar las leyes.

Basilio quedó sin palabras, sorprendido por lo que acababa de oír, y en un segundo sintió toda la indignación oprimiéndole por dentro en medio de aquella habitación. Se contuvo y, con la mirada puesta en aquel hombre sentado frente a él tras una mesa, se levantó.

—Usted y yo, comandante, como comprenderá, poco más tenemos ya que hablar. ¡Buenas tardes! —se despidió Basilio saliendo por la puerta.

Patatas y pimientos fritos, una lata de bonito y huevo duro, todo bien mezclado con su salsa de ajo y laurel. Nita, como suele hacer los días que no le vienen las ideas claras frente al fogón o la lumbre, prepara una buena cazuela de afrecho para comer el día señalado del juicio. Este se celebró con brevedad con el resultado de una indemnización de 20 000 duros y el pago de las costas del juicio a cargo del sargento Alfredo Ventura, además del traje y camisa nueva con que asistió a las justas el agredido. No hubo condena alguna para el sargento, que fue trasladado junto con su familia a un nuevo destino, con tierra de por medio para continuar ejerciendo su oficio.

Capítulo 10.

Un río de dudas

Sentado junto a sus hermanos en el escaño, espera la cena. Mantiene su mente inmersa en pensamientos que le hacen navegar en un mar de dudas desde hace unos días. Josefina, su hermana, igual que un día cualquiera, sirve unas sopas de ajo bien calientes para cenar. Él hace un gesto indicando que no le sirva nada más, que hoy solo tomará las sopas para la cena. A Josefina le extraña y mira a su hermano Serapio con sorpresa un segundo, para terminar, respondiendo con un pequeño gesto de desdén sin decir nada, como ella suele.

—¿Qué se habla por el pueblo? Llevo varios días ajeno a la vida social —preguntó entonces Serapio con cierto tono de ironía.

—Pues, ¡qué se va a decir! ¿No te has enterado todavía? —contestó Josefina algo enojada.

—¿Enterar de qué? ¡Qué leches es lo que tengo que saber! —asevera.

Solo se escucha el ruido de los cacharros chocando en el fregadero, hasta que Josefina hace un comentario algo nerviosa.

—Han encontrado su chaqueta en el monte esta mañana, y dicen que se lo han comido los lobos. ¡Y tan anchos! —grita indignada evitando las lágrimas.

—¿Cómo que le han comido los lobos? ¿A Honorio? ¿Pero qué patraña es esa, hermana? No se lo crea —respondió tratándola de usted, como suele hacer cuando se pone solemne, lo que suele tranquilizarla.

El tono de su voz calma a Josefina, que parece inmediatamente entender las cosas como su hermano.

—Ahora ya tengo un motivo para volver a ver al sargento. ¿No es casualidad? —se pregunta en voz alta recapacitando sobre todo lo sucedido en ese día.

En un incierto y oscuro discurrir, los acontecimientos se suceden con inusitada celeridad y nada parece poder pararlos. Resuelto, Serapio decide hacerles frente al precio que sea, convencido como está de que su hermano todavía vive y se encuentra en algún lugar por ahí afuera… contra su voluntad.

—¡Maldita sea! ¿¡Qué está pasando aquí!? —se pregunta malhumorado en silencio.

Recapacita, piensa sobre lo que Suso le había comentado del alcalde y compañía…, las intrigas que se podían estar fraguando a sus espaldas. Y recuerda la cara del sargento cuando se presentó en el despacho del cuartelillo. Así cerró los ojos esa noche sobre su cama, tendido mirando unas veces a la nada y otras a las formas animadas que se dibujan en las cicatrices de la vieja puerta del cuarto que le acompañan desde niño en su imaginación: tibios reflejos de luz recrean la imagen de una laguna entre altos herbazales a la puesta de sol, con la silueta de extraños animales dibujados en el aire y cruzando el agua dorada.

.

Pálidas luces

Esa misma noche en el palacete de verano del señor Llendelagua se divisan desde lejos las pálidas luces interiores a través de sus ventanas. Siluetas en movimiento serpentean en forma de sombra tras las cortinas de encaje… Al señor de la casa, al respetado en toda la comarca y conocido como don Tomás, pertenece una de ellas.

Dentro suenan lejanas las palabras de quien nadie sabe a quién pertenecen.

—¡O haces lo que tienes que hacer, o no vengas por aquí más pidiendo sopitas! Bastante has recibido ya. ¡Tú! y los demás.

Así recrimina don Tomás a su interlocutor, que se sienta en el sillón de piel frente a la chimenea, de espaldas a sus movimientos. Suenan chasquidos y saltan chispas de los grandes troncos de haya recién echados al fuego ardiendo, a los pies de quien lo contempla. Desde una esquina del amplio salón se escucha otra voz.

—Esta mañana, Serapio Balbuena estuvo visitando a los Tralla en la cuadra vieja del camino de Marmariñán, y hubo jaleo… No lo ha denunciado, aunque fue a verme después del altercado.

—Eso no es de extrañar, no es hombre de ese proceder —comenta el hombre sentado en el sillón con las piernas estiradas hacia la lumbre.

Con un tono de sugerencia en sus palabras, el sargento expresa sus dudas:

—De todas formas, aunque parece que el Tralla padre no ha dicho nada… —Muestra un gesto de desaprobación en su cara para continuar diciendo—: me temo que el señor Balbuena este no se cree que a su hermano le hayan jodido los lobos.

—Antes de que se lo coman los lobos de verdad, tiene que firmar. ¡Por mis muertos! —replicó el hombre del sillón con vehemencia.

—El señor ministro solo está esperando a que le despejemos el camino, y nos hace falta abrir esa puerta. El Concejo debe aprobar el proyecto y las obras en las tierras comunales.

Todos callan, solo se oye el restallar de las llamas quemando los trambos7… hasta que vuelve a hablar don Tomás.

—Esto no puede alargarse más, por la cuenta que nos tiene a todos. Y me incluyo. Ofrecedle antes más dinero si es necesario, a ver si cose de una vez.

Así de amable y contundente expresa don Tomás los planes inmediatos a las autoridades invitadas a pasar la velada en el salón de su casa.

A Tomás Llendelagua por don Tomás se le conoce y se le trata en la comarca por ser la personalidad de mayor importancia. Posee un considerable patrimonio fruto de sus negocios en Bilbao, donde se codea con la burguesía más adinerada de la ciudad. Posee en su pueblo natal de Buradone un distinguido palacete construido al más puro estilo colonial, aun sin haber hecho las indias más allá de tierras vascas. Le rodea un pueblo donde hasta no hace mucho tiempo todos los techos que cubren las moradas, tanto de humanos como de animales, en estrecha convivencia, eran de paja de centeno. Un origen humilde que, sin embargo, no impidió que sus padres le enviaran desde niño a estudiar a la ciudad para labrarse un futuro mejor.

Capítulo 11.

¡Vaya caseta!

Desde su barrio con calles de abono y barro, dos entusiastas amigos en los albores de la adolescencia caminan juntos al mediodía por el camino del Soto Arriba, camino arriba a las afueras del pueblo. Entre sombras de grandes choperas y muradales que jalonan prados y huertas, se internan en el sotobosque para pronto cruzar el primero de tantos cursos de agua que atraviesan el valle y sus caminos, hasta llegar al lugar llamado de La Tablona. Aún las lluvias de final de verano no han caído y las aguas son fáciles de vadear calzados sobre unas zapatillas con las madreñas en la mano o con unas botas de esas tan buenas de material.

—Hoy no va a hacer falta que cojamos los zancos —dice el chico más pequeño con cierto desconsuelo.

De piedra en piedra pasadera, los dos jóvenes atraviesan con destreza la zona de agua medio estancada que forma un puerto antes de caer con fuerza pendiente abajo en una larga corriente cubierta por la vegetación del soto. Por aquí cruzan los carros que van camino a los prados de Quintanilla y de Las Obargas más allá del río y, como piensa uno de los chicos, cada vez que pasa por allí, su presencia parece notarse en el lugar, aunque no estén. Siguen su camino soto arriba sin dejar de sortear más obstáculos formados por el líquido elemento, parando cada vez a observar las abundantes y escurridizas truchas que el río guarda, por las que sienten verdadera devoción cada uno a su manera. El más pequeño disfruta viendo cómo nadan contracorriente en las aguas cristalinas, y el mayor solo piensa en pescarlas de cualquier forma que se le ocurra y echarlas a la cesta. El chico mayor le cuenta al incrédulo pequeño que una vez mató allí una trucha de una pedrada, y desde entonces se lo quiere demostrar cada vez que tiene ocasión, pero sin mucho éxito. Un trecho antes de llegar a la Ribera de Quintanilla, el río llega a un recodo pegado a la roca de la montaña donde parece querer hacer un descanso; es un pequeño lago rodeado de un pedregal a modo de playa. En el rellano por encima de la roca, entre los frondosos chopos que crecen a unos metros sobre el agua, hay uno que ha caído atravesando el río de orilla a orilla formando un pontón sobre la corriente. Ahí es donde los dos jóvenes han construido su supersecreta caseta, que solo ellos y nadie más que ellos conocen. Para los dos amigos, la caseta es ante todo un gran secreto, y da lo mismo que se habite o no en ella; ahora, de lo que se trata desde que la construyeron con gran esfuerzo es de mantener su territorio vigilado y su secreto a salvo. Sus expediciones desde el pueblo para ver su flamante obra, de la que tan orgullosos se sienten, se suceden casi a diario; vigilan celosamente que nadie les siga, incluso de la cuadrilla de amigos del barrio. Una vez llegan a su destino, se dedican incansables a las tareas de mejora de la propia caseta, de sus accesos, de sus materiales, y desde hace días disfrutan con la posibilidad de jugar dentro con sus distracciones preferidas. Betín ha traído de casa su colección de pequeñas figuras de indios, no de vaqueros, por los que siente auténtica devoción, igual que por los gigantescos animales de esos tiempos tan increíbles llamados dinosaurios. También guardan otros preciados objetos como una canica de cristal, una piedra blanca o el tirachinas. Aun así, sus juegos y distracciones traídas de casa quedarán eclipsadas totalmente por lo más importante: la plataforma para ver el río desde donde nunca antes lo habían conseguido ver, sino era desde un puente, pero con la diferencia de que este «puente» es el suyo. Suspendidos ahí arriba, parecen dominar el siempre imponente río que, incansable, corre ahora bajo sus pies. Su caseta está bien anclada al grueso tronco del chopo caído, en el que han construido con las ramas una pequeña plataforma con paredes y techo cubierto de escobas al más puro estilo de chozo de pastores de majada; no podía ser de otra forma, pues uno de ellos ejerce de motril desde hace dos veranos con los rebaños trashumantes de ovejas merinas que, venidos desde Extremadura, suben a los puertos de la montaña. Sobre la plataforma o sobre el mismo tronco del chopo, lo mismo da, entusiastas, se sientan juntos a practicar día tras día sus pasatiempos favoritos: primero observar desde su posición privilegiada el contoneo de las truchas en el agua durante un buen rato, y después lanzar sus cañas artesanas esperando que pique alguna, y sino, lo que caiga. Allí subido sobre el tronco, Pedro el motril fuma algún cigarro que otro, eso sí, sin tragar el humo, como si fuese el mismísimo emperador del mundo de todos los tiempos habidos y por haber, o el rey de la pradera, tal como le contaban algunos pastores en las tardes de vuelta en sus careos. Los cigarrillos los conserva celosamente escondidos en una cajilla de metal que le regaló uno de los pastores, llamado Juan Francisco Viva la Montaña. «Para guardar tus cosas más preciadas, si quieres», le dijo cuando se lo entregó. Algo que, desde entonces, siempre recuerda Pedro con agradecimiento.

Este año, Pedro no ha subido a la majada por tener que cuidar de su hermana pequeña en casa, una traviesa e inquieta infante de seis años con la que, como dice su madre, nadie contaba. Sus travesuras son contadas y sonadas, al tratarse de una niña tan pequeña. La última que se cuenta de Carmina es la de su práctica del tiro con arco en carretera: cuando una mañana alcanzó a un conductor dentro de su vehículo en marcha con una de sus flechas de madera, lo que provocó que el coche se saliera de la carretera cayendo ribón abajo. Un accidente sin mayores consecuencias que no causó tampoco mayor revuelo, porque buena parte del pueblo estaba en vilo buscando a una niña desaparecida, a Carmina.

El otro chaval es Betín, hijo de un hermano de Suso que vive en un pueblo cercano del Valle Viejo, Sarlia, y que se ha quedado con su tío en Riángulo por una temporada. Betín tiene siete hermanos y, como ellos mismos dicen, toda ayuda es poca para la familia de Tino y Eulalia, sus padres.

El hijo de Tino, el de Sarlia, como así se refieren todos en Riángulo cuando hablan de él, es un ocurrente y avispado muchacho de doce años recién cumplidos que, alegre y entusiasta, siempre está dispuesto a buscar nuevas cosas: inventos y aventuras del color que sean, o lo que es lo mismo, dolores de cabeza para sus padres y tíos que lo cuidan. Por supuesto, la aventura de la caseta arborícola en el chopo tendido sobre el río ha sido idea suya.

Sucedió en una de sus primeras expediciones primaverales al Soto Arriba, surcando los emocionantes senderos de Marmariñán. La cuadrilla de amigos avanzaba rumbo a lo desconocido sobre un saliente en la pared de la montaña que forma el sendero sobre el río. Desde su frágil atalaya contemplan atemorizados las aguas caudalosas y tumultuosas a pocos metros bajo sus pies que chocan con violencia en una curva contra la ladera de la montaña haciendo casi temblar la tierra por el impacto. El agua blanca rebota con fuerza y parece que todo lo va a echar abajo. Betín baja la mirada impresionado y, no sin temor, piensa si no se comerá el río la montaña por debajo de él en ese mismo momento. Frente a él se encuentra el tramo del sendero más erosionado por el que se deslizan pequeñas piedras desde lo alto que, amontonadas, forman una lengua en movimiento sobre la senda. Sin pensarlo demasiado, da un salto con decisión para cruzarlo. Ese día, algunos de sus compañeros de aventura no se atrevieron a saltar y se dan media vuelta con más miedo del que vinieron. El imponente río guía en todo momento el incierto destino de los jóvenes casi adolescentes, como omnipresente es su rugido en esos días de finales de mayo, hasta llegar a una zona más confortable donde se interna el sendero y por fin reina la calma. Grandes chopos les rodean emergiendo sobre el soto que, por su tamaño, dan la impresión de convertir al río en su merodeador. Un poco más adelante, en una expedición anterior más numerosa cuyo objetivo era llevarse la campana de la vieja ermita abandonada de Quintanilla, localizarían por debajo del sendero el chopo que días después Pedro y Betín, solos, cortarán con un hacha y una sierra de mano medio oxidada, la misma que tanto tiempo llevaba colgada de una viga de la cuadra y que untarán con un buen cacho de tocino de gocho para engrasar su hoja dentada.

Después de todo el esfuerzo realizado en esa expedición fallida a la ermita abandonada, no todo se perdió, aquel día consiguieron por lo menos hacerse con parte del valioso trofeo, el badajo de la campana.

Aunque se haya tenido que separar de su madre… ¡Quién se lo iba a decir! Betín está ahora encantado en esta nueva etapa de su vida viviendo con su tío Suso, pues con él goza de una libertad de movimientos que hasta entonces desconocía. Regresa a Sarlia los días que no hay colegio para ayudar en casa, algo que hace de buena fe, consciente del papel que le toca desempeñar en su familia y sin necesidad de que su padre se lo tenga que repetir demasiadas veces, salvo excepciones. Se siente feliz de poder hacer lo que nunca había sospechado hasta entonces: vigilar la pareja de vacas uncidas en la tierra de patatas mientras sus hermanos y padres recorren los surcos recién abiertos con el arado, llenando cestos de patatas; o en primavera, mientras siegan el prado de verde con las guadañas. Desde muy pequeño, acompaña a su madre Eulalia hasta la presa8 del Prao Toro a lavar las sábanas en primavera. Baldes llenos de ropa que casi todos los días, como muchas mujeres del pueblo, arrodillada en un cajón de madera, lava con sus manos frotando y golpeando las prendas sobre la taja. Su misión en esos momentos, además de cazar grillos cantores susurrándoles la canción de los grillos, es extender al sol sobre el verde resplandeciente del prado las grandes prendas de sábanas blancas de la casa, que su madre le entrega después de escurrirlas con sus delicadas manos. Juntos, extienden las telas sobre el manto de hierba después de haberlas aclarado con unas gotas de azulete para que queden resplandecientes.

Recuerda siempre Betín al cruzar la entrada del prado, el accidente que sufrió siendo muy niño una luminosa mañana yendo cogido de la mano de su madre. Sucedió al cruzar las piedras de los restos de un muradal que rodea el prado por el extremo de la senda que viene del pueblo. Un trompicón le obligó a soltar la mano protectora de su madre en un acto reflejo y cayó de cabeza sobre una de las piedras, haciéndose una herida en el centro de la frente. Nada recuerda de lo sucedido después; el interminable camino de vuelta en brazos de su madre buscando ayuda, bañado en sangre…, solo le quedó para siempre la visión de las grandes piedras en el suelo antes de caer, y la cicatriz en su frente.

Hoy, sentados al lado de su flamante caseta, pescando los dos juntos con sus cañas artesanas, Pedro y Betín se han quedado hasta más tarde contándose sus cosas. Betín le cuenta su accidente, y Pedro le relata lo que le ocurrió unos años atrás cuando era como él, mientras quitaba unas zarzas en una esquina del redil de las ovejas. Fue en la Majada del Corcal en tierras del Concejo de Portella de la Reina. Una víbora le mordió en la mano al agarrar unas hierbas, provocándole en poco tiempo una gran hinchazón hasta medio antebrazo. Cuando el pastor lo vio, cogió rápidamente su mano y absorbió con fuerza de los dos pequeños orificios dejados por el venenoso reptil, escupiendo después lo que dejaba en su boca. Pasados los minutos, viendo que la hinchazón no cesaba, afiló bien la punta de su navaja y, después de meterla en un puchero con agua hirviendo que tenía junto al fuego del chozo para el café, sajó la piel de Pedro en el punto donde tenía la mordedura, logrando que expulsara un chorro de sangre maloliente. Pedro estaba tumbado sobre el catre de helechos y escobas y perdió la consciencia en ese momento.

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9788411141130
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