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—¿Tu qué haces aquí? —suena repentina una voz inquisidora que le golpea en los oídos.

Él gira su cabeza para solo conseguir ver una gran sombra entre sus ojos y el sol que le ciega, como si hubiera bajado fugaz desde ahí arriba para despertarle.

—¡Ya estás sacando esa vaca del prao, gañán! ¡Si no quieres que te atice!

Ante él, una enorme mujer como un tonel toda vestida de negro con el brazo en alto y una vara en ristre se le acerca balanceándose. Unos largos cabellos sueltos al viento medio tapan su rostro redondo y velludo, por el que aflora una enorme verruga poblada de largos pelos tiesos como cerdas de jabalí; su voz es tan fea como su visión y pone por fin en guardia al distraído joven, que se levanta como una exhalación.

—¡Tetuda! ¡Más que tetuda! —le grita escapando del alcance de su vara en un violento despertar.

Luces de mayo de vuelta a casa, entre nubes que dejan caer su cortina de suave lluvia en forma de aguanieve, y una franja de colores se dibuja otra vez en la distancia al atravesar los rayos del sol sus gotas de agua.

¿Y la vaca? Linda se llama la vaca.

Capítulo 2.

Del Valle Viejo

Tocan las campanas a Concejo en el campanil del pueblo del Valle Viejo… y de repente, éste parece salir de su rutinario letargo de una tarde de domingo, salpicándose sus calles de gentes que acuden a la llamada. Los primeros en llegar al lugar de reunión, algo impacientes, preguntan por el motivo del inesperado repique, sin encontrar a ningún responsable que les saque de dudas.

En el promontorio natural que se levanta como una terraza a un costado del barrio de abajo del pueblo conocido como el Prao Concejo, no parece ser esta una llamada como las demás, pues pasa el tiempo y todos continúan esperando una respuesta. Bajo la torreta de madera de dos columnas que sostiene el campanil, aguardan los hombres a saber el porqué de tanto misterio. Nadie de los responsables del Concejo aparece todavía por allí y todos se empiezan a preguntar quién habrá sido el gracioso que ha hecho sonar la campana. Todos en el pueblo, como en el resto de los pueblos de estas montañas cantábricas, saben que el tocar las campanas llamando a concejo abierto no es algo para tomárselo a broma, si alguien lo ha hecho, será sancionado sin contemplaciones como mandan las normas del Concejo. Es costumbre desde siempre presentarse a la llamada de la campana un hombre por cada casa, o una mujer, si por circunstancias de la vida es cabeza de familia.

—¡He sido yo! —Se escucha decir entre el grupo de hombres que se arremolinan alrededor de la persona que ha intervenido: es alguien por todos bien conocido, se trata de Serapio.

Serapio es el hermano menor de Honorio, el actual presidente del Concejo de Riángulo, ausente en la cita de esa tarde para todos los que han acudido a ella, excepto para su hermano. Sin escucharse más explicaciones, un silencio expectante se hace omnipresente entre toda la concurrencia en esta tarde serena de mediados de otoño. Serapio parece algo contenido, y con un tono de voz que pocas veces o ninguna nadie de los presentes recuerda haberle escuchado, tan preocupado dice en alto:

—¡Mi hermano hace días que falta de casa!

Capítulo 3.

Hombre cabal

El hombre de tranquilo semblante vestido con una chaqueta de pana color tierra se quita su boina y la dobla entre sus grandes y curtidas manos. Comienza así a contar lo sucedido a todos los que han acudido a esta inesperada y extraña reunión del Concejo. Les recuerda que su hermano andaba por esos días algo cabizbajo y las palabras no salían con facilidad de su boca. Él pensó entonces, como tantas otras veces, que serían los problemas de siempre relacionados con el gobierno del pueblo y, como solía suceder, todo se solucionaría.

—El último día por la tarde —comenta Serapio delante de todos— nos dijo que iría al día siguiente al monte de Las Biescas, cuando ese monte no entraba en nuestros planes para este año. «Voy a echar un vistazo para el año que viene», nos dijo.

A la mañana siguiente, de madrugada, Honorio se levantó, desayunó sigilosamente como siempre, unció la pareja de vacas al carro y salió de la portalada rumbo al monte aijada en mano, como lo había hecho tantas otras veces, con la diferencia de que esta vez desde su cuarto, preocupado, le observaba su hermano detrás del cristal empañado de una ventana. Éste miraba el paso del carro debajo de sus pies, circulando al ritmo que Honorio marcaba a las bestias uncidas por el yugo. Abrió la ventana sin poder reprimir el impulso de decirle algo y el aire frío de la madrugada golpeó en su cara, desnudándole del calor que aún traía guardado de su cama. Honorio le vio y, con un gesto de su mano con el brazo alzado, le indicó que volviera dentro. Serapio reprimió entonces su deseo de decirle algo, algo parecido… a que quería acompañarle… y cerró la ventana.

Honorio es hombre cabal y por todos bien conocido. Ejerce con responsabilidad las funciones propias de un presidente del Concejo, o del pueblo, como se ha ido en llamar en los últimos tiempos, y siempre que puede, que son la mayoría de las veces, echa una mano en lo que sea menester relacionado con los bienes y tareas comunales. Mantiene su autoridad en los asuntos que atañen al gobierno del pueblo, teniendo siempre por norma hacer respetar el bien común por encima de los intereses particulares, tal como mandan las normas del Concejo por estas montañas desde tiempos inmemoriales. Su cumplimiento no es cosa de broma, ya que, en la historia de estas gentes, el seguimiento fiel de la norma del Concejo es su modo de vida y, lo que es más importante, la garantía de su medio de supervivencia como pueblo. Sus estudios en el seminario de la vecina Villa de Loides lo posicionaron pronto ante sus vecinos para ser el responsable del Concejo, una vez que abandonó el camino del celibato. Ni qué decir tiene que la buena administración por parte de su presidente es condición indispensable para su buen funcionamiento: algo que requiere de un esfuerzo extraordinario e incluso a veces arriesgado por parte de quien ha de hacer cumplir las normas del pueblo por igual. No hace muchos días le ha sucedido esto mismo a Honorio en las cortas de leña realizadas en el valle de Sosa, un valle donde se escucha siempre el monte de cerca. Allí ha tenido que intervenir para impedir una corta abusiva de suertes de leña donde no estaba permitido hacerlas. Para resolver el asunto ha tenido que soportar de alguno de los vecinos y bien conocidos por él injustas palabras e incluso amenazas en los momentos más acalorados. En cualquier caso, Honorio siempre realiza su trabajo con un alto sentido de la responsabilidad y, como suele decir él mismo en esos momentos delicados a sus convecinos: «No lo haces contra mí, sino contra tu pueblo al que represento». Demuestra de esta manera honesta ante su pueblo que no es de los que se deja amedrentar ni llevar por sus debilidades personales o, dicho de otra forma, por sus intereses particulares y los de su propia familia: condición indispensable para ser elegido presidente del Concejo y por la que este hombre sigue siendo valorado entre sus vecinos con el paso de los años, y ya van para 20. Tanta ha sido su devoción desde muy joven por los deberes comunales de su pueblo que, al cumplir ahora los cuarenta años de edad, muchos dicen haber descuidado la formación de su propia familia. Honorio, al escuchar estos comentarios, asiente, reconociendo que no todas las habladurías que se escuchan por los distintos corrillos vecinales son siempre inciertas.

Capítulo 4.

Peñas Arriba

Honorio no volvió a casa ese día, ni tampoco el siguiente, ni el de más allá, como su hermano mismo comenta a todos. Se acercó hasta las Biescas en su busca al día siguiente de su salida sin encontrar nada. Tuvo que pasar otro día para que un vecino diera con la pareja uncida al carro y sujeta a un roble en el monte de Sosa, y a muchos metros de ellas encontraron la aijada de Honorio tirada en el suelo, lo que a su hermano le hizo pensar: «¿Si nunca se separa de ella cuando va con el carro, por qué no se la llevó, y por qué estaba tirada tan lejos del carro?», se pregunta una y otra vez Serapio sin encontrar una respuesta lógica. Caminó por la zona durante días rastreando el terreno, cada vez más preocupado por lo que le pudiera haber pasado a su hermano y sin conseguir encontrar más indicios que los que el hallazgo del carro abandonado y la aijada tirada en el suelo.

En medio de una situación de ansiedad e incertidumbre crecientes, Serapio se vio en la necesidad de buscar ayuda, haciendo esa llamada al pueblo a una reunión del Concejo. Una llamada inusual que no obedecía a ninguna tarea ni regla relacionadas con el trato común del pueblo, y que todos recibieron con sorpresa e incredulidad al escucharla.

—¡Mi hermano hace días que falta de casa! —dijo nada más empezar su intervención ante sus paisanos y vecinos—. Todos conocéis a Honorio y sabéis muy bien que no es un hombre de medias lindes. Marchó a leña a Las Biescas, según nos dijo en la mañana de hoy hace tres días y aún no ha vuelto a casa. Ha aparecido en el monte de Sosa la pareja uncida al carro y sujeta a un roble con la soga y su aijada tirada en el suelo a unos cuantos metros de las vacas.

Serapio guardó un pequeño silencio antes de decirles a todos lo que pensaba.

—Creo que a mi hermano le ha pasado algo —afirmó.

El silencio, acompañado de miradas de asombro, se hizo presente entre el grupo de hombres que habían acudido a la reunión. Y de entre todos ellos se oyó una voz.

—Todo esto es muy extraño… ¿Qué propones que hagamos?

Serapio contestó con voz enérgica, pero a la vez dejaba entrever su desesperación por lo que estaba viviendo.

—¡Quiero encontrarlo y os he llamado para que me ayudéis!

Propuso entonces rastrear la zona con todos los elementos posibles. Primero, el monte donde desapareció, y si no aparece, continuar durante días ampliando el radio de búsqueda hasta dar con él de alguna manera.

—Puede que esté herido por haber sufrido un accidente o algo similar y se encuentre impedido para pedir socorro en algún lugar de difícil acceso —añadió fríamente—, por lo que haremos los rastreos especialmente en zonas como la Canal Honda o el Cueto Cabrón, cerca del monte de Las Biescas…, y en Sosa, donde apareció el carro.

Comenzó la búsqueda en su primera batida a la mañana siguiente de madrugada. A la faena acudieron los que se habían comprometido a hacerlo en el Concejo: Serapio junto con el alguacil Vicente Prieto, además de otros vecinos del barrio y parientes; veteranos como Edelmiro, llamado por toda la parentela como el tío Yimi, también están Secundino y Tito Liébana, buenos conocedores de esos terrenos y vecinos todos del pequeño barrio de La Golosa. Organizaron los grupos y emprendieron la búsqueda por las diversas zonas acordadas. Serapio, junto a otros tres convecinos, Eliseo, Manuel y Suso, toman el camino que lleva al monte de Las Biescas, un bosque de hayas que forma una lengua verde en una amplia pendiente mirando al norte entre peñas calizas; a un lado, está el conocido como Cueto Cabrón, y al otro, las crestas calizas de las peñas de Vallarqué coronadas por el Pico Gilbo. Cruzando el río grande que serpentea el valle, sobre el Puente Nuevo, desde donde un amplio espacio del valle se contempla al borde del pueblo, señalan las rutas por las que cada uno de ellos realizará su búsqueda. Atraviesan en grupo las zonas llanas del valle entre prados cercados y huertas con árboles frutales, y al llegar al comienzo del bosque, tras superar las pandas de Oncevera, los hombres se despliegan para rastrear el monte abarcando el mayor espacio posible sin perderse de vista los unos de los otros. Suso, vecino y amigo desde siempre de los hermanos Balbuena, en especial de Honorio, con quien ha corrido mil aventuras de niñez y juventud, comentaba con Serapio lo extraño que le estaba resultando todo aquello, más tratándose de Honorio, un hombre a quien nunca nada en la vida le había resultado extraño o perturbador. Al igual que Serapio, Suso no dejaba de preguntarse con preocupación qué le habría podido pasar a su amigo. Con estas dudas en su cabeza, tumbado en el suelo y flexionando con sus brazos todo su cuerpo boca abajo, echa un trago de agua de la fuente que mana al lado del Cueto de la Verdad. Comienzan el ascenso de la pendiente internándose en la penumbra del bosque bajo las hojas teñidas de otoño, caminando sobre la uniforme y perpetua alfombra de hojarasca del hayedo. Acompasando su ritmo de ascenso con los demás ojeadores y sin perderse de vista unos a otros, caminan monte arriba abarcando casi la totalidad de la extensa garganta hacia la Collada de Bachende que señala el final del trayecto.

Suso sube cerca de la gran pared caliza que forma el Cueto Cabrón en su costado, así lo llaman los habitantes de estas montañas por algún motivo relacionado seguramente con la dificultad de su ascensión, más apta para las cabras. Sigue su ascenso oyendo no muy lejos de él la voz de Serapio intentando marcar el ritmo de la marcha. Él contesta cuando escucha su nombre con una voz seca y grave que le identifica. Recuerda entonces los momentos que ha vivido en semejantes circunstancias junto a su amigo Honorio ya hace años. Aquel día que estando al cuidado de la vecera la abandonaron para ir a perseguir a su majestad, de esa forma llamaba Honorio al oso pardo cantábrico (Ursus arctos cantabricus para los entendidos). La emoción de tener la posibilidad de ver al plantígrado les hizo olvidar su obligación de cuidar aquella tarde el ganado del pueblo durante horas. Desde los prados de las faldas del Pico Gilbo donde se encontraban, con el ganado, marcharon hasta la collada de Bachende a través de pasos entre peñas esperando encontrar su preciada recompensa. Solo encontraron rebecos y más rebecos que huyeron al divisar a dos jóvenes impetuosos brincando entre las rocas casi como ellos. Dos muchachos casi adolescentes que, olvidados de todo, cuando quisieron darse cuenta de lo que estaban haciendo ya era tarde para evitar el desastre de la desaparición del ganado. Cuando volvieron, las vacas ya les esperaban en el pueblo, al igual que un serio correctivo. Luego vino aquel otro inolvidable momento en el que el presidente del Concejo les reunió a los dos en la bolera y pegados uno junto al otro, con la cabeza hacia abajo mirando el suelo, contestaban a sus preguntas sin rechistar. El castigo fue tener que cuidar ambos de la vecera todas las salidas durante más de un mes hasta los últimos días.

—Así aprenderéis, par de gañanes —les advirtieron muy seriamente.

Suso camina ligero por la senda un poco más alta, llegando el primero a la collada. A pocos metros de él, observa la brecha que se abre subiendo por el canto del Cueto Cabrón hasta su cumbre. Esta collada, como tantas otras, tiene algo de lugar confortable y acogedor que invita a quedarse, y eso es lo que Suso inconscientemente hace caminando sobre su manto de hierba rodeado del bosque con la gran peña del cueto aflorando en un extremo. Desde aquí, se asoma al otro lado a una pronunciada hondonada que cae en un corto trecho hasta el río. Suso contempla el lugar mientras espera a sus acompañantes y tiene la impresión de que se retrasan más de la cuenta. Al venir aquí siempre le viene a la memoria la experiencia que vivió subiendo la primera vez por esa canal que parece tan vertical, en una tarde lluviosa de septiembre. Era entonces un chaval de veinte años y no se le ocurrió otra cosa para matar el aburrimiento que coger su hacha y su puñal de aventuras de guerra para subir a aquella mole blanca y redondeada que llevaba toda la vida viendo desde la misma puerta de casa. Así aprendió aquel día que la montaña, por redonda y accesible que parezca a simple vista, siempre te puede sorprender. No son para tomárselas a la ligera de ninguna de las maneras…, esa fue su conclusión y la lección de aquel día.

Aquella tarde, el impetuoso joven colocó su hacha y su cuchillo de monte a estrenar, en su cinturón de piel, y presto comenzó el ascenso por la canal sin mayores problemas hasta que a mitad del trayecto se hizo necesario apretar los dedos y pies contra la roca; con sus cuatro extremidades ascendía concentrado cada vez más en cada uno de sus movimientos, pues la situación se volvió exigente y sus pasos debían estar bien sincronizados. Unos pocos, pero interminables minutos y pudo coronar al fin el último peñón bajo sus pies, suspirando de alivio; solo fueron unos segundos los que tardó en recapacitar y pensar con angustia que por ahí debería bajar de nuevo. Olvidado del consuelo de haber coronado, miraba desde arriba la brecha por la que acababa de subir hundida entre dos grandes salientes puntiagudos de arriba abajo: una vista que desde lo alto de la peña resultaba aún más inquietante que desde la base, lo que llevó su mirada hacia el otro lado de la peña esperando encontrar otra posibilidad para bajar. Entre dos contrafuertes, intuye un atisbo de ruta desde la cumbre e inicia decidido el descenso con su hacha y su cuchillo en ristre. Frente a él, las imponentes laderas y hondos abismos de las montañas casi verticales pasan inadvertidos bajando con rapidez entre olagas espinosas y enebros rastreros agarrados a la blanca roca caliza. Pisa sobre ellas como sobre un surco evitando las aristas a veces cortantes de la roca, confía en que le lleven hasta el final, el cual intuye detrás de las hojas de los árboles del bosque que acarician la peña…, pero sin solución de continuidad para él. Por debajo, a varios metros de distancia del suelo detrás de las hojas hay una pared vertical que le impide terminar con éxito su gesta. Una primera intención de saltar hasta las ramas más fuertes del haya es desechada por la peligrosidad de realizar un salto al vacío al más puro estilo ardilla (esguilo por estos parajes). No sin pensarlo dos y tres veces, reanuda el ascenso desandando el camino. Sube agitado por la idea de tener que enfrentarse de nuevo a la brecha y el cielo comienza en ese momento a agitarse también con él en forma de rayos y truenos dejando sentir en su espalda caliente las primeras gotas de lluvia. Se acerca el oscurecer y la situación para el joven Suso ya no admite más alternativas que salir de este cueto llamado tan lindamente Cabrón. Llega a su cumbre con los rayos centelleando y los truenos explotando casi a la vez sobre sus orejas coloradas. El cielo enfurecido se le caía encima cuando lanza el hacha que ha llevado en la mano todo el tiempo por la canal abajo, sin darse tiempo para ver cómo el acero del hacha golpea contra las rocas saltando chispas, comienza el descenso con su mirada solo puesta en sus pies dando unos inseguros primeros pasos dentro de la canal. Unos segundos son suficientes para arrastrar su trasero por la peña, y en algún momento sin darse cuenta estira los brazos apoyando sus manos con fuerza en ambas paredes, consiguiendo así un equilibrio seguro, bien sujeto a la montaña. Sin mayores problemas supera así las partes más delicadas del descenso poniendo al fin sus pies sobre la suave hierba del collado. Se palpa todo el cuerpo para ver si está entero y se da cuenta de que no… le falta su venerado cuchillo de monte con sierra en filo superior y talí de camuflaje que tan orgulloso trajo de la mili para enseñar a sus amigos. Encuentra el hacha, calcinada por un rayo del que no dio ni cuenta.

Una palmada en el hombro le retrotrae a Suso de sus pensamientos de aventuras de juventud.

—¿Qué miras? ¿Has visto algo ahí arriba? —le pregunta Serapio observando su mirada aún medio lejana.

—No, solo estaba recordando viejos tiempos. ¿Habéis encontrado algo vosotros? —y después de mirar a Serapio, antes de que le conteste, le dice—: No, ¿verdad?

Aquella tarde terminó para Suso y todos los demás sin más novedad, esperando seguir al día siguiente con la angustiosa tarea de la búsqueda.

Capítulo 5.

Josefina

Serapio y Honorio son hermanos solteros y viven con su hermana Josefina en la casa familiar construida por sus padres y heredada por ella, como es costumbre no escrita en estas montañas. Ninguno de sus progenitores vive ya; su padre, el tío Ángel, como se le conocía en el pueblo, murió en la guerra, y su madre, Ceferina, lo hizo pocos años después a causa de una enfermedad que le impidió seguir cuidando de sus hijos con la devoción que lo hacía. Los hermanos eran aún casi unos niños cuando esto sucedió y encontraron la ayuda y protección que necesitaban para salir adelante gracias a Manuela, su vecina y tía paterna. Josefina, con el paso de los años, tomó el relevo de su madre y de su tía en el cuidado y administración de la casa con los buenos consejos y la experiencia adquirida de la escuela de su tía Manuela. Los lazos de unión entre las dos casas ya eran importantes antes de la desgracia vivida con la desaparición de Ángel y Ceferina, y ahora, quizá por la desgracia de su orfandad, son aún mayores viviendo cada día sin la necesidad ni la sensación de tener que hacer ningún esfuerzo para estrecharlos. Comparten con naturalidad las dos casas, bienes y quehaceres cotidianos: las lechugas del huerto cuando crecen, la patatera y sus cestos de patatas cuando menguan, la leche cuando falta o cuando sobra, las truchas del río cuando salen a pescar, la cocina en matanzas y reposterías varias, el horno de leña y su pan con el recentadero en la masera… y tantas cosas más.

Josefina está también soltera y su casa es la casa de sus hermanos como ella misma dice, aunque con una salvedad: «Si traéis mujer alguna para quedarse a pasar la noche, ya sabéis dónde está la puerta». Pacto y principio de convivencia entre hermanos no escrito pero respetado escrupulosamente por los hombres de la casa. Es Josefina mujer hacendosa, decente ante los ojos del pueblo y disciplinada en su trabajo. Atiende con dedicación las obligaciones domésticas de la casa y su administración y otras tareas añadidas como cuidar las vacas estabuladas en la cuadra propiedad de sus hermanos. Serapio y Honorio trabajan las tierras y se ocupan del ganado, realizando los trabajos y labranzas propias de su tiempo y circunstancias en un lugar como Riángulo, un pueblo de montaña con fértiles tierras de exuberantes primaveras, calurosos estíos, productivos otoños y fríos y duros inviernos en los que el grueso manto helado de nieve perdura durante meses hasta bien entrada la primavera. Además de los mencionados habitantes, se encuentra en la casa un tercer hermano, también soltero, Melecio, conocido como Mele. Hombre elegante, de traje a medida, corbata a rayas y camisa blanca de diario almidonada que dirige el único banco que, en su apertura, fue el primero en la comarca y buena parte de la provincia. Mele apuntaba maneras y su padre le procuró desde bien pequeño ir a estudiar a los curas de Carrión de los Condes. Allí, entre añoranzas y mucha soledad, con el paso del tiempo aprendió artes y oficios de oficina y economías, mientras sus hermanos hacían lo propio con las vacas, las tierras, su taller y la casa. Quizá por no haber vivido su infancia en compañía de la familia y el calor del hogar de una madre, era Mele hombre de pocas palabras y no gozaba de muchos momentos en compañía de amigos y conocidos, como lo hacían sus hermanos, aunque, eso sí, era hombre de ley y de su casa, de sus costumbres y devotas leyes. Se le podía ver todas las mañanas caminar por los mismos lugares, de manera que, observándole a él, todas las mañanas podían parecer las mismas: cruzando y surcando las calles del barrio camino al banco vestido con sus elegantes trajes a rayas traídos de Barcelona.

Así fue, como cualquier otro día, que Mele volvía a casa a la hora de la comida, donde como siempre le esperaban sus hermanos sentados en la mesa y Josefina de pie, preparándolo todo y meneando con arremango, utensilios y cacharros. Mele entró en la casa y se quitó el abrigo que cuelga de la misma percha que lo colgó ayer en la pared del portal, para acto seguido empujar la puerta entreabierta de la cocina. Josefina le ha visto andando por el corral desde la ventana y ya ha comenzado a servir los platos de un buen potaje de garbanzos de viernes. Sin decir nada, Mele se sienta con Serapio a la mesa en su sitio de siempre del escaño, junto a la lumbre. Hay un silencio que no es como el de otros días; entonces, él mismo siente la necesidad hablar.

—Hoy, me han comentado en el banco que los lobos han podido ser los que han hecho desaparecer a Honorio.

—¿Lobos? ¿Honorio? ¿Quién te ha dicho eso, hermano? —responde Serapio con aire de indiferencia.

—Me lo ha dicho Julio, mi compañero de oficina —continúa diciendo—. A él se lo ha dicho alguien en la ventanilla esta mañana, alguien que no ha querido dar su identidad, pero que asegura haber escuchado una conversación en la que se hablaba de Honorio en circunstancias fatales.

—¡¿Quién, hombre?! —exclamó Serapio con cierto escepticismo.

—El Tralla y sus hijos —dijo Mele—. La conversación fue en la Tasca de la Bolera, ya sabes que en el ambiente oscuro y oloroso entre barricas y cajas de vino le gusta hacerse notar. Según parece, estaba borracho y hablaba con unos tratantes de ganado lebaniegos de paso por el pueblo. El Tralla fanfarroneaba como siempre, riéndose y haciendo gestos de todo tipo que no pasan desapercibidos; conversaba y bebía trago tras trago como suele hacer, sin dar pie a los extraños a poder desembarazarse de él. Cosa que intentaron varias veces sin conseguirlo, teniendo que seguir soportando las fanfarrias y los continuos gestos amenazantes y desafiantes del Tralla. Ya le conoces. Pues, en una de esas, soltó algo sobre Honorio diciendo que habían enterrado en vida al presidente del pueblo, o algo así.

Serapio quedó en silencio.

Rufo el Tralla, un personaje de sobra conocido en toda la comarca por sus excesos etílicos y sus muchas exhibiciones verbales en público en sus momentos álgidos de excitación, suele dejar entonces su huella en la memoria de quienes lo ven allá por donde pasa. Cuando el tiempo se lo permite avanzada la primavera, abandona su oficio de panadero en un pueblo del llano ribera Eslonza abajo, dando rienda suelta a su otra faceta profesional recorriendo caminos con su carroza y su burro, mula o lo que toque, y parando en los pueblos durante días para vender antiguallas y hasta elixires, junto con todo tipo de objetos que encuentra en los desvanes de nadie sabe dónde. El interior de la carroza es el lecho que comparte con su mujer, y debajo de ella tienen la morada sus hijos. Durante tiempo, sus paradas en los pueblos de la comarca del Valle Viejo han sido esporádicas e imprevisibles, y así siguieron siéndolo hasta que sus hijos crecieron y se hicieron mayores. Riángulo ha sido entonces para ellos su parada principal desde pequeños y el refugio elegido para liberarse del yugo al que su padre les ha sometido durante toda su vida. Heredaron de él la fortaleza física, dejando la casa familiar para tener la suya propia al servicio de algunas familias de ganaderos del pueblo como criados, realizando un duro trabajo que, para ellos, lejos de serlo, ha supuesto la liberación del encadenamiento cruel al que estaban sometidos.

Josefina sirve con el cazo unos garbanzos en el plato a cada uno de los comensales y luego deposita sobre la mesa una fuente humeante repleta de carne y otros restos de la matanza que envuelve toda la cocina con su olor. Mele comenta entonces que la noticia correrá por el pueblo, suponiendo que no serán ahora los únicos en saberlo.

—¿Y por qué ha de ser así? —se pregunta Mele—, si allí no estaban más que los lebaniegos.

» Sí —se responde a sí mismo—, pero ¿no es lógico pensar que igual que a los lebaniegos, con cuatro vinos, se lo han podido contar a María Santísima?

—Igual sí, o igual no —acabó por decir Serapio.

Unos minutos de silencio en la mesa, en los que solo se oía el tintineo de los tenedores sobre los platos, Serapio comenta a sus hermanos que, si eso es verdad, de una forma u otra, más tarde o más temprano, tendrán que vérselas con el Tralla y sus hijos.

Josefina, nerviosa y apesadumbrada, dice casi entre sollozos que quizá solo sea una fanfarronada de ese desalmao, y que, según ella, así lleva toda la vida desde que lo conoce, gritando sus fanfarrias sin sentido por todas partes donde pasa.

—¡Y bebe más de cuatro vinos el tío cabrón! —acaba sentenciando la mujer apretando un puño levantado al frente para mostrar todo su enfado.

—Quizá solo sea una más… Y ojalá sea así, hermana —comenta Serapio—. De todas formas, tendremos que averiguarlo.

—¡Ay, Señor! —se lamenta Josefina.

Serapio echa un trago de agua fresca vaciando todo el vaso y dice:

—Mañana lo sabremos… Iré a visitar al Tralla temprano nada más ordeñar.

Capítulo 6.

Amanecer blanco

Cae la primera helada sobre los prados y sebes de las vegas del Valle Viejo, tiñendo la mañana toda de blanco. La escarcha cubre de cristal todo lo que alcanza la vista y a través de ella se divisa la silueta oscura de un hombre que camina vacilante. Lleva sobre su espalda un saco o algo similar, que parece pesado por su forma de andar. Cada pocos metros se detiene para coger aliento y continúa después con lo que parece un duro empeño. La silueta oscura desaparece al final entre la vegetación y a duras penas se puede distinguir sus movimientos dentro del bosque blanco teñido de algunas sombras.

Serapio se dirige entonces por una callejuela estrecha hacia la ventana de la casa donde sabe que está el Tralla con sus hijos. Lleva en su mano la vara de acebo sembrada de gruesos y duros nudos que desde hace muchos años deja siempre detrás de la puerta del cuarto de aperos y herramientas donde pasa las largas horas de invierno. Se aproxima por el profundo, aunque espacioso corral hacia la puerta de la casa donde el Tralla, tumbado de costado sobre el escaño, duerme la mona una mañana más tras otra noche de desvelos bañados en tragos de vino. El escaño está debajo de la ventana y no se le puede ver bien desde el exterior.

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9788411141130
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