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Capítulo 7.

Grita Serapio

Hombre fiel de sus devociones y discreto en sus relaciones desde que tiene uso de razón, Serapio creció junto a su hermano mayor en torno al trabajo diario de la casa, el ganado y las tierras de la familia. Con el tiempo, ambos han quedado al cuidado de todo lo que sus padres habían logrado construir con una vida de esfuerzo. Cada uno a su manera, de ellos aprendieron el oficio de labradores, el único que conocen y da sentido a su vida, igual que a la mayoría de sus vecinos. Lo que también incluye el oficio de artesanos de la madera para construir sus aperos. Manejan con destreza las herramientas dedicándolas tiempo en los largos y oscuros días del invierno dentro del taller frente a la casa. Cuando el manto de nieve todo lo cubre y la vida entre las casas lleva el ritmo que ésta marca, se escucha en el corral el golpeteo del hierro sobre la madera, igual que lo hace el pico del Pito Negro entre los árboles del bosque en primavera. Así, Serapio y Honorio marcan las horas a ritmo de hacha, cepillo y azuela, y así, llegan a aislarse casi por completo del mundo que les rodea. Es Honorio el que más virutas hace desprenderse de las piezas de madera de roble, haya, castaño o fresno, que recogen de los montes del Concejo durante las salidas otoñales, y también en busca del combustible para calentar sus hogares, pero eso en otros lugares. El acarreo de la leña es un trabajo para endurecer cuerpos y manos, y no menos la tarea de elaboración de los distintos aperos en la que Honorio demuestra siempre su maestría por el esmero con que maneja las herramientas, en especial cuando llega el momento de su acabado, y la viruta se desprende cada vez más fina dejando ver la creación final que, una vez terminada, se deja en un lado del taller para continuar con otra. Ahí quedarán hasta que sean llevadas como de costumbre el próximo otoño por San Miguel a su destino.

Desde que nació, Honorio se sintió especialmente atraído por este oficio de trabajar la madera y siempre que tenía ocasión observaba a su padre. Solo con el olor de la savia al desprenderse violentamente la viruta de los troncos ya se sentía a gusto; parecía ser su propio elemento, tanto que hasta su padre algunas veces le obligaba a irse con sus amigos de juegos. Para ese niño el tiempo no existía en ese lugar tan mágico, convirtiéndose las horas dentro del taller de aperos en meros números marcados sobre la esfera de un reloj que, por supuesto, allí no había. Sentado sobre alguno de los tocones de roble que rodaban siempre por el taller, escuchaba las historias que su padre algunos días le contaba. En ocasiones, hundidos bajo el silencioso y quieto mundo blanco de la nieve, le escuchaba contar las cosas que pasaron de entonces y de antes… y alguna que sus abuelos le contaron cuando era niño.

Así recuerda una de ellas, grabadas en su memoria las palabras de su padre, mientras con su hacha rebajaba grandes troncos extendidos en el suelo:

Viniendo con el carro de Tierras de Campos, tu tatarabuelo junto con otras carretas de familias del pueblo, todas ellas llenas de trigo, pellejos y cántaras de vino, además de herramientas y todo tipo de materiales para usos de la casa, fueron parados en la carretera recién pasado el pueblo de Cisterna, poco antes de penetrar en los valles entre montañas a orillas del río Eslonza. Eran lo que parecían, guardias de asalto de la época vigilando el paso de los carros para buscar algún fugitivo de la justicia escondido entre ellos. Al acercarse, el tío Justo, como así se llamaba tu tatarabuelo, percibió un olor familiar que le hizo sospechar de la autenticidad de los supuestos agentes de la ley…, el inconfundible aroma del abono de vaca que se impregna en la ropa como el más persistente de los perfumes y que él conocía tan bien. Un par de miradas escrutadoras de sus movimientos y comprendió entonces Justo que aquellos hombres no eran lo que decían ser. Esperó tranquilo el momento oportuno para hacérselo ver a los demás mientras que uno de los presuntos guardias examinaba el primero de los carros y el otro conversaba con el carretero. Solo este último llevaba fusil en ristre con el cañón apuntando hacia delante, intimidante. Iban cogiendo del carro lo que les parecía, las cosas más valiosas y con menor bulto, lo que le sirvió a Justo para estar seguro por completo de sus sospechas y transmitírselo a sus compañeros de viaje. Eran dos los impostores y Justo decidió interceptar al hombre del fusil, que, a pesar de llevar el arma, parecía el más temeroso y frágil del grupo. Algo le decía para su regocijo que la farsa iba más allá todavía, y que el fusil que sostenía ese amedrentado hombre apuntándoles no era tal. Convencido, les hizo una señal a sus colegas llegando a los pocos segundos su turno de registro. El falso agente le preguntó qué llevaba en el carro, a la vez que otro hombre de sucio uniforme se subía encima y rebuscaba el hallazgo de un posible botín. Justo se adelantó hacia la cabecera del carro hablando como solía a sus vacas uncidas.

—¡Sooo! ¡Palomera! ¡Mira que es zalamera la muy…!

Dio dos pasos acercándose al hombre del fusil haciendo un comentario, espontáneo sobre su vaca negra, la Barqueña:

—Será caprichosa…, dice que quiere ir a la cuadra… ¿Ve usted…?

El hombre del rostro rosio1 con el fusil no se movió y, mientras escuchaba los dichos de Justo, éste rápidamente sacó una gruesa barra de madera de su amplio tabardo de piel que le tapaba hasta las rodillas y sacudió con fuerza un golpe en el fusil de su oponente, que, desprevenido como estaba, se desprendió de sus manos cayendo al suelo medio destrozado. Justo, que era un hombre corpulento y de buena estatura, se lanzó acto seguido sobre el joven y atemorizado rosio que, sin apenas oponer resistencia, quedó atrapado entre los brazos de Justo y el peón del carro oprimiéndole su cuello. Acudieron entonces los compañeros de carretas con sus horcas en la mano y la situación fue controlada. El otro falso agente de la ley, al ser asediado por los carreteros con sus varas, saltó del carro y desapareció como un resorte entre el sotobosque del río. Eran dos maleantes que esperaban sacar un fácil partido del duro esfuerzo de los montañeses. El tío Justo y sus compañeros de fatigas continuaron su camino hasta llegar a casa sin más altercados.

Serapio aprieta el puño y golpea la puerta con fuerza varias veces sin obtener ninguna respuesta. Repite la operación y espera de nuevo sin resultado hasta que decide dejarlo para otro momento, pero con la firme convicción de conseguir del Tralla esa información. Necesita aclarar sus dudas de si lo que los lebaniegos le contaron a Julio era fruto de la verdad, o si se trataba de otra de las bravuconadas del Tralla. Solo eso, se decía.

No pasaron muchas horas y al día siguiente, temprano, Serapio se encontraba de nuevo ya en su busca caminando con su gruesa vara de acebo escarificada en su parte más ancha, esta vez en dirección del corral de la vieja cuadra destartalada que Rufo el Tralla tenía arrendada desde hace años a las afueras del pueblo, en el sitio conocido como Marmariñán. Rufo, alertado por la visita del día anterior, espera vigilante y le divisa acercándose desde lejos. Su instinto le dice que no es una visita de cortesía y se esconde entre unos arbustos a unos metros de distancia de la cuadra con su vieja escopeta colgando del hombro y sus dos perros lobos mestizos sujetos con la mano por una cadena. Pasan unos segundos interminables y en el aire de la mañana, bajo el sol templado, se escucha una voz rompiendo bruscamente el silencio:

—¡Rufo! ¿¡Estás ahí!? ¡Contesta! —grita Serapio, consciente del riesgo que puede correr, pero decidido a acabar rápidamente con todo el asunto.

—¡Sé que estás ahí! ¡Dime! ¡Dime dónde está Honorio!

El silencio se apodera de nuevo en un segundo de todo lo cercano, y solo se escucha lejano un avión cruzando el cielo con su estela blanca sobre el azul intenso. Una furia canina despiadada aparece en medio del camino a toda velocidad gruñendo amenazadora hacia él. Serapio se queda inmóvil esperando su ataque hasta el último instante. Aguanta un segundo más para asestarle al fiero animal un golpe certero con su gruesa vara de acebo en la cabeza, lo suficiente para arruinar sus intenciones dejándolo semiinconsciente. Esquiva la furia de un segundo perro y da varias zancadas súbitamente hacia la cuadra abriendo violentamente la puerta con un fuerte golpe de su costado; además de escapar del ataque de este segundo perro, quiere desaparecer de la vista de Rufo, que intuye acertadamente que estará escondido en alguna parte. En ese mismo instante, ha sonado una fuerte explosión seguida de un grito de dolor no muy lejos… Es Rufo, al que el tiro de su vieja escopeta guister (Winchester del 22) le ha salido literalmente por la culata. Serapio sustituye su vara por una horca de dos puntas para hacer frente a su agresivo oponente canino que sigue al acecho y, raudo, sale rápidamente de la cuadra deslizándose por una pequeña ventana de la pared trasera para hacerle frente. El furibundo animal ataca sin dudar casi sin darle tiempo a poner los pies en el suelo, pero lo suficiente para verle venir lanzado y evitarlo de un seco codazo, lo justo para esquivar sus fauces y poder liberarse de él. Sin mostrar sus verdaderas intenciones, esperó el siguiente ataque y con un rápido y duro golpe de la horca en la cabeza lo repelió, esta vez, escuchando un leve chagullido de dolor del animal; después, sin esperar su siguiente reacción, clavó con fuerza el hierro en su pecho.

Da la vuelta a la cuadra rápidamente y, sorprendido, hasta casi se echa a reír por la suerte del Tralla. Se lo encuentra dando quejidos de rodillas en el suelo y con las manos ensangrentadas tapándose los ojos…, miraba entre los dedos cómo se acercaba Serapio que, sin pensárselo, le dio una patada en el hombro derribándole sobre el suelo.

—¿¡Qué pretendías, maldita rata!? —le gritó de cerca.

Escucha entonces el gruñido de la perra más menuda a la que había dado el primer varazo. La pequeña fiera ataca de nuevo. Se da media vuelta y la espera para asestarle el golpe de gracia, pero esta vez no resulta tan certero y la perra se revuelve con furia sobre su cintura enganchando los dientes en sus ropas. Serapio se defiende golpeando al animal con sus puños hasta conseguir desprenderse de ella y darle una fuerte patada para alejarla, lo justo para coger la horca y golpearle con ella en la cabeza con todas sus fuerzas. El maltrecho animal no emitió ni un solo chagullido2 de pena, solo apaciguó sus gruñidos de rabia tumbada sobre la tierra con su cabeza ensangrentada.

Rufo continuaba quejándose tirado en el suelo bajo una escoba sin ser capaz de decir palabra. Serapio cogió la escopeta que había causado el accidente y comprobó el desastre del disparo al ver la boca del cañón negra y deteriorada.

—¿Te ha salido el tiro por la culata, ¿eh? —se mofó—. Y ahora ¿vas a decirme lo que quiero saber? ¿¡Dónde está mi hermano!? —gritó con rabia como si le hubieran contagiado los perros con los que acababa de pelear—. ¿Qué es lo que contaba tu padre el otro día en la taberna? —le vuelve a decir dos segundos después—. ¡Confiesa, maldito haragán, y te ayudaré a curarte esa cara!

En ese momento, a varios cientos de metros de donde se encuentran, en la curva del camino que sube a la cuadra, ve aparecer al hermano pequeño que sube a buen ritmo, seguro, alertado por la sonora explosión. Serapio se pone de rodillas sobre el cuerpo de Rufo y le apremia de nuevo a que confiese…, una voz se escucha gritando a distancia el nombre de Rufo.

—¿Qué habéis hecho con él? —Le forcejea apretándole con los puños en su cuello—. ¡Suéltalo o te mato aquí mismo, cabrón!

—La próxima vez, no vas a tener tanta suerte… angelito —le dice Rufo con su voz rota quitándose las manos de la cara.

—¡No habrá próxima vez si no me contestas ahora! —le amenazó Serapio con una navaja en la mano pegada al cuello de su oponente—. ¡Habla! ¡O te degüello aquí mismo como a un perro! —insiste con vehemencia.

Serapio levanta la cabeza en busca de los otros dos y escucha una voz a unos pocos metros de distancia.

—¡Rufo! ¡Rufo! —Es la llamada de Teófilo al otro lado de las escobas.

La navaja continúa apretando su hoja contra el cuello para evitar que le delate. Espera unos tensos segundos y decide salir a toda velocidad atravesando las cercanas y pobladas escobas como un jabalí en huida hacia la espesura del bosque. Escucha inmediatamente la voz de alerta de Rufo y su hermano que acude en unos segundos a socorrerle. Son los segundos que Serapio necesita para huir sin ser capturado, desapareciendo entre los árboles del bosque cercano. Rufo no deja de echar juramentos con su cara toda tiznada de negro, destacando como nunca el blanco de los ojos y el encarnado de sus labios. El hermano se fue en persecución de Serapio hasta llegar al bosque sin conseguirlo.

—¡La escopeta está atascada! —exclamó Rufo—. ¡Maldita sea mi estampa! ¡¿De quién es esta puta escopeta!?

Capítulo 8.

El hombre del saco

De madrugada, no a mucha distancia del cortijo destartalado de los Tralla, dejando sus huellas sobre una nueva helada, escondido su rostro bajo una capucha oscura, el hombre del saco camina de nuevo campo a través entre los prados y setos de un pequeño valle, desapareciendo del manto blanco al adentrarse en los primeros árboles del linde del bosque. Va monte arriba, descansa y vuelve a coger aliento tras caminar un trecho, una y otra vez, continúa directo hacia lo alto de la ladera. Una dura subida para lo que parece una carga demasiado pesada de llevar sobre los hombros en estos parajes. Ante él, entre las grandes hayas que pueblan el bosque, se extiende el manto de hojarasca aún teñido de una capa blanca de escarcha; sobre ellas anda el hombre que parece renegar por momentos de su duro cometido. Renqueante, paso tras paso, llega a lo que parece una collada alta, allí descansa de nuevo en su particular calvario antes de afrontar el último trecho, el más escarpado y difícil en apariencia. A partir de aquí, deja atrás los árboles del frondoso bosque para moverse entre rocas que se elevan como cantos verticales cortando el cielo que, cargado como va con el pesado saco a la espalda, apenas dejan pasar su cuerpo entre ellas. Cubierto con su capucha de piel de cabra que le cubre la espalda desde la cabeza hasta la cintura, el misterioso hombre se desprende de su carga dejándola caer al suelo y emitiendo a la vez un gemido de rabia y satisfacción; parece que ha llegado a su destino. Cansado, se sienta sobre una roca y se queda un momento mirando a lo lejos desde la magnífica atalaya donde se encuentra. Es un saliente casi en lo más alto de las Peñas Negras, desde donde puede observar las lejanas montañas en el horizonte con todo el valle y los montes que lo circundan… y el trecho que acaba de recorrer. Se quita su capucha, abre su zurrón y saca un bocado de pan y chorizo. Parece un buen lugar para comer el bocao3. Poco después, mete una mano en el saco y coge una manzana que come con avidez. Después de reponer fuerzas, vuelve a ponerse la capucha sobre su cabeza y a cargarse el saco a sus espaldas tomando rumbo de nuevo por pasillos aéreos entre rocas de aglomerado que parecen colgadas del cielo, hasta llegar al final de uno de ellos, sin al parecer solución de salida. Deja el saco en el suelo y acto seguido apoya su hombro sobre una roca ejerciendo presión con todo su cuerpo hasta desplazarla, dejando a la vista una abertura en la peña lo suficientemente grande como para poder colarse por ella en la oscuridad de su interior. Guardado allí mismo, en un recoveco de la roca a la altura de sus rodillas, además de una soga, hay un pequeño farol de hojalata con una vela y una caja de cerillas dentro. Enciende la vela con una cerilla y después un puro habano con la llama de la vela. Echando humo por la boca, agarra el saco con todo su contenido y lo ata a una soga, dejándolo caer poco a poco por el interior, cueva abajo.

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.

De visita al cuartelillo

En ese mismo instante, Serapio encamina sus pasos hacia el cuartel de la Guardia Civil con la esperanza de ser atendido por el responsable del puesto. No ha comentado con nadie el suceso que acaba de tener lugar en Marmariñán. Su intención es denunciar el hecho ante las autoridades para que quede constancia y se tomen cartas en el asunto. Quiere evitar otra confrontación con los Tralla y que el asunto se salga de madre, más de lo que ya está. Antes, ha pasado por la cuadra y dado de cebar a las vacas, dejando la barra de hierro en el mismo lugar donde la había cogido ese mediodía.

—¿Salirse de madre? —se pregunta en silencio—. ¿Más de lo que está? —se responde a sí mismo—. Mi hermano Honorio desaparecido y los Tralla metidos en algo que me da muy mala espina. Algo sucio se está cociendo en este pueblo y mi hermano está en medio. ¿Qué está pasando?

De camino hacia el cuartel, inmerso en sus pensamientos, Serapio anda a paso tranquilo, como suele ir siempre a atender sus cosas. Al cruzar el puente sobre la presa, antes de llegar a la esquina de la carretera donde se encuentra la Fuente del Angelico, le vienen a la mente al levantar la mirada las grandes hazañas de Pepón el de Llerenes, cuando de chaval vio por primera vez esguilar el mayo. Pepón era entonces un joven grande y fortachón con todo el desparpajo que pudiera caber en el pecho de un hombre como él, al que parecía no costarle trabajo trepar con su cuerpo pegado al tronco impulsando con sus pies y manos hasta lo más alto de aquel enorme mayo; lo hacía incluso con las madreñas puestas para mayor asombro de todos los profanos. Por las cosas de la vida, como él mismo dice, hoy Pepón es conocido como el cojo de Llerenes, pero a él y a su pata de palo poco les importa.

Se detiene al lado de las llatas de roble colocadas hace ya tres meses a modo de trípode, para sujetar el gran mástil pelado coronado por un ramo, conocido por todos como el mayo. Un nuevo y joven cura ha tomado los votos para su consagración religiosa y, para celebrarlo, el pueblo le ha homenajeado levantando los mozos este mayo al son de cantos de las mozas que a la vez les vitorean. Embadurnado en grasa queda el gran mástil de álamo, grueso en su base y fino en su cumbre, tan fino que parece una temeridad intentar esguilarlo4. Tieso como una vela, esperará a que algún osado mozo recoja las viandas que cuelgan en la copa, a muchos metros del suelo.

A la puerta del cuartelillo, saluda al vigilante preguntándole por el responsable del puesto, un tal sargento Barrena. Con su arma sobre el pecho colgada, el vigilante de guardia se dirige sin mediar palabra hacia el interior del amplio y oscuro zaguán haciendo rechinar las tablas del suelo con sus pesados pasos. Es hombre corpulento y orondo con un bigote profuso que tapa prácticamente su boca y sobre el que cae una enorme nariz que sobresale de una cara redonda con unos ojos diminutos tras unas gruesas gafas. Su nombre es Estanislao y da la impresión de tambalearse más que de caminar cuando se dirige a la puerta invisible donde debe de estar el responsable del puesto.

—¡Con permiso, mi zahento! —Escucha Serapio desde fuera.

Pasados unos segundos, sale hasta la puerta y le indica a Serapio con un gesto que entre.

—¡Paze! —le dice secamente.

Serapio hace lo propio y se interna en el espacio oscuro y más frío del zaguán del cuartel, hasta el cuarto con la puerta abierta donde le espera el sargento Barrena. Entra sin trancar la puerta.

—No tenemos novedades sobre la desaparición de su hermano, si es eso a lo que viene, señor Balbuena —le dice el sargento sin mediar más palabra—. Siéntese.

Hasta el momento, Serapio nada había puesto en manos de la autoridad relacionado con la inexplicable desaparición de su hermano. Su única iniciativa había sido convocar el Concejo del pueblo.

La respuesta dada por el sargento Barrena, sin ni tan siquiera haberle formulado pregunta o insinuación alguna, aunque se la esperaba, no deja de sorprenderle por lo expeditiva en sus formas, algo que le pareció no venir a cuento.

Quedaron en silencio y Serapio, sin mucha convicción y casi arrepentido de estar allí, mira fijamente a su interlocutor uniformado, que sentado frente a él chupa del cigarro echando nubes de humo, sin mostrar el más mínimo interés por su presencia.

—Ya lo siento, sargento. Perdone usted por las molestias y buenas tardes.

Serapio da media vuelta y sale dejando al sargento plantado tras su mesa con su cigarro ahumando.

De vuelta a casa, el hombre que camina con sus madreñas allá donde va recapacita sobre lo sucedido navegando entre un mar de dudas que le atormenta por momentos. Todo ha sucedido demasiado rápido, se dice un poco descontento e insatisfecho consigo mismo. Decide entonces acercarse sobre la marcha hasta la casa de su amigo Suso. Comienza a oscurecer y las casas del pueblo en medio del valle parecen mimetizarse aún más con el paisaje que las rodea en esta tarde de comienzos de otoño en la que comienzan a caer tímidamente algunas gotas de lluvia. Serapio apura un poco el paso y decide coger el atajo entre las huertas del barrio de arriba. Las atraviesa entre sus cercas y muradales hasta llegar al alto muradal que le separa de la bolera, donde entra por una portillera girando hacia el corral de lo que es casa y cuadra de su amigo. Pocos metros antes de la puerta, siente el movimiento y la voz de Suso haciendo sus labores de ordeño. Al atravesar el umbral de la oscura cuadra iluminada únicamente por la luz mortecina de una exigua bombilla amarilla, lo encuentra sentado en su taburete verde abono con su cuerna de hojalata en una mano y la teta de la vaca en otra. La vaca Flora ya le observa con su mirada fija antes de que por la puerta entrara.

—¿Qué hay, Suso? ¿Cómo va eso? —exclama Serapio adentrándose en la cuadra con su mente muy lejos, en verdad, de lo que dicen sus labios.

—¡Hombre, amigo Ser! —comenta Suso girando su cabeza apoyada sobre el vientre de la vaca. Se sorprende y alegra a la vez por la repentina visita de su viejo amigo—. ¿Qué te cuentas?

Suso continúa sacando la leche de las mamas de Flora. En su cuerna medio llena, se aprecia la espuma que aumenta al caer dentro el sonoro torrente de leche. Con sus ojos puestos en el chorro que cae a presión una y otra vez dentro de la cuerna, Serapio le dice el motivo de su inesperada visita.

—Vengo del cuartel de hablar con el sargento y me ha dado la impresión de que ocultan algo…, no me gusta.

Suso gira su cabeza otra vez sin dejar de asir sus manos en la ubre de Flora.

—¿Estás hablando de lo de tu hermano?

—¡Sí! ¿De quién va a ser? —contesta Serapio contundente—. Y eso no es todo, los Tralla han intentado limpiarme el forro esta tarde al ir a visitarles al tendejón que tienen en Marmariñán.

—¡Qué! —exclamó Suso sorprendido fijando su atención en la silueta que dejaba Serapio al trasluz de la puerta—. ¿Y estás ahí tan tranquilo? ¿Qué demonios te ha pasado?

Serapio le cuenta a su amigo todo lo sucedido ese día con Rufo el Tralla y la pequeña conversación mantenida con el sargento de la Guardia Civil. Antes de que acabara con su relato, Suso le interrumpe.

—Espérame en el portalón de los Toriles mientras voy a guardar la leche a casa, no tardo nada y hablamos —le dice acabando con su ordeño.

A los pocos minutos, sentado en el banco de piedra a la entrada de los Toriles, Serapio ve acercarse a Suso con sus andares en apariencia desgarbados y su boina negra en una mano, mientras con la otra se frota su cabellera gris despeinada.

—¡Ser! —le dice al llegar—. Alguien nos la está jugando, amigo, y tu hermano está en el meollo de todo esto… Llevo rato dándole vueltas al asunto. Desde que Honorio desapareció por arte de magia y después de contarme lo que te ha sucedido hoy, no me queda duda. Esto no es nada personal, puede tratarse de algo del Concejo-. ¿Quién está a la gresca constante con el Concejo aparte de los Tralla y alguno más que siempre anda a sacar más de lo que debe del común?

—El Ayuntamiento, ¿quién va a ser sino? —afirma Serapio levantando y aflojando de nuevo sus hombros—. Pero —continúa diciendo en un tono de duda— esas cosas mi hermano me las suele contar.

—Igual no le dio tiempo —contestó Suso.

Los dos hombres quedan en silencio unos instantes.

—¿Qué gana el Periquito con esto? —pregunta Serapio—. ¿¡Qué gana!? —reitera—. ¿Y con qué? Si no posee más que la herencia que le dejó su difunto padre, que no es gran cosa en tierras…, y una casa como cualquier otro.

—¡Por eso mismo que estás diciendo, querido amigo!, ¡por eso será!, o quizá por un buen retiro, sabe Dios. En la alcaldía se hacen «buenas amistades» y ya se sabe que a don Periquito nunca le ha gustado mucho eso de dar el callo5.

Serapio se queda en silencio con la mirada perdida, absorto una vez más en pensamientos que parecen atormentarle. Con sus codos apoyados en sus rodillas y las manos tapándole la cara, se sacude la cabeza.

—No es posible, no es posible —murmura—. Honorio nunca ha hecho mal a nadie. ¡Al contrario!, siempre ha intentado ser justo en todo lo que concierne a las decisiones del Concejo y respetar y hacer respetar sus normas a todos por igual.

Se hace el silencio de nuevo entre los dos y Suso lo vuelve a romper para decirle como la última vez, pero ahora con una sola palabra:

—Precisamente, hombre.

—Algo está sucediendo en el pueblo que nosotros, y la gran mayoría de todos nosotros, no sabemos.

—Puede que tu hermano sí —continúa diciéndole Suso—. Creo que igual deberías volver al cuartel y denunciar lo que te ha sucedido con los Tralla para no levantar posibles sospechas. Así podremos tener tiempo para intentar aclarar esto sin más contratiempos de los que ya tenemos.

Serapio mueve la cabeza arriba y abajo asintiendo.

—Mañana a primera hora iré a ver otra vez a esos.

Suso se levanta y, poniendo sus manos sobre los hombros de Serapio, le intenta transmitir todo su apoyo.

—¡Ser! Cada día vendrás hasta aquí, a la portalada de los Toriles, a la hora de cebar, y hablaremos de todo. Buscaremos a tu hermano hasta en el infierno si hace falta.

—Gracias, Suso, eres un amigo —le agradeció Serapio un poco afligido aún, imaginando lo que le podría estar pasando su hermano—. Dios quiera que no lo encontremos en el infierno como dices… —concluyó.

Capítulo 9.

¡Noche estrellada!

Dos años y medio antes, el sargento de cuartel era otro en el pueblo de Riángulo y con él sucedieron algunos casos que merecen ser relatados.

Fueron protagonistas, además del entonces sargento del puesto, Alfredo Ventura, el hijo mayor de Basilio, Kilian, amigo y pariente político de Serapio. Basilio pertenece a una familia de albañiles canteros de los Quigualdos, un grupo emparentado de aguerridos obreros dedicados al oficio desde hace varias generaciones. Se les puede ver cada mañana temprano salir en reata por las calles del pueblo montados en sus nuevas y flamantes motos camino del tajo, un tajo que podrá estar en cualquiera de los pueblos que salpican los valles de la comarca del Valle Viejo. Basilio es hijo de uno de los patriarcas de la familia, Balerio, conocido por todos como suele pasar por aquí, con el pseudónimo de tío Balerín, ya retirado del andamio y del duro trabajo de la obra, pero sin dejar de acudir a él ni un solo día a echar un vistazo, si puede. El padre de Balerio, Fermín Bragales, natural del pueblo de Valdeliegos, fue el fundador de la saga constructora que comenzó su andadura levantando recios muradales y mamposterías varias por cuadras y portaladas de los pueblos del valle de Valdebuén. Junto con Basilio, trabajan en la cuadrilla sus hermanos y primos. Igual que han pasado dos generaciones, ellos han pasado de la piedra y el mortero de cal y barro, al ladrillo y el cemento. Hombres duros y fornidos, como dejan sentir el roce de sus manos tratando con las gentes en sus amistosos saludos; amantes de las cosas bien hechas, pues, como ellos mismos dicen: «Lo bien hecho, bien parece»; también lo son del buen ambiente y de las buenas ocurrencias improvisadas que hagan un poco más liviano el paso de las duras horas de trabajo… aunque solo sea un poco. Kilian es el mayor de los cuatro hijos de Basilio y Nita, su esposa, vecina del barrio de La Golosa y una trabajadora infatigable, dueña de sus hijos y de su casa.

Con sus veintidós años recién cumplidos, Kilian es el primogénito de la familia. Su nombre fue en su día muy controvertido al no dejar Nita a su padre llamar a la criatura Kilidiano. Al final, tras conseguir salvar esta vez la dura oposición del cura fue bautizado al fin como Kilian en la antigua pila bautismal de la iglesia del pueblo con todos los honores. Aquello fue una pequeña libertad que se tomó su padre recordando experiencias de juventud vividas en el servicio militar.

Kilian es un joven divertido y espabilado, siempre con nuevas y sorprendentes iniciativas y con gran éxito entre las muchachas del pueblo. En los últimos meses, después de haber vuelto de la mili con nuevas energías por haberse licenciado al fin, ha formado con sus amigos una banda de música moderna inspirada en los ritmos de rock de los nuevos ídolos musicales que se escuchan cada vez más en las emisoras de radio. Esto le ha traído aún más popularidad entre la juventud del pueblo y su lista de admiradoras crece cada día. Una de ellas, Purita, la hija del sargento, es una joven muy bella de ojos claros y largos cabellos rubios y lisos que le caen por toda su espalda hasta la cintura. Kilian, joven perspicaz como pocos, no ha pasado por alto la presencia de la chica junto con otras amigas en La Pandera, el lugar donde se reúnen a tocar casi todos los días. Antes había sido una granja de conejos y ahora, después de algunas remodelaciones del grupo, se ha convertido en su local de ensayo con unas letras muy grandes en la pared que dicen «Los Esguilos», pintadas sobre infinidad de cartones de huevos que hacen las veces de aislante acústico cubriendo las paredes y techos de todo el local: único recordatorio de las numerosas gallinas que también vivieron aquí junto a los conejos, poniendo cada día sus huevos. Sin vacilar, Purita se ha acercado varias veces con sus amigas en los pequeños descansos del grupo para hablar y reír con ellos de cerca, especialmente con Kilian, con el que ha cruzado sus primeras miradas. El tercer día, al terminar de tocar una tarde de primavera aún bajo una luz intensa, Kilian y Purita salen juntos a solas de La Pandera internándose por un sendero entre la vegetación del soto que rodea esa zona cercana al pueblo. Al llegar a una pradera jalonada por grandes ejemplares de chopo al borde de un riachuelo, Kilian se gira súbitamente y apoya sus brazos extendidos sobre la corteza de uno de ellos, con la cabeza de Purita en medio, rodeándola; la joven agacha la cabeza y se escabulle rápidamente por debajo de sus brazos…, así una y otra vez corriendo con su abrigo largo marrón ondeando sus faldones de chopo en chopo; otra vez más, esta vez sin dejarla escapar, en menos de un segundo, la atrapa con sus fuertes brazos contra la rugosa corteza del árbol, levantando ella los brazos esta vez como una rendición y entrelazando ambos los dedos de sus manos… con sus pechos pegados respirando con fuerza, casi jadeando, sus bocas se unieron por primera vez apasionadamente. Solo un segundo de duda en sus labios para que sus bocas se unieran del todo, con fuerza; apretados, sienten palpitar unidos sus corazones y sus lenguas navegaron juntas al son de la lujuriosa tempestad de la juventud. Purita intentaba en vano no dejar cabalgar libres a sus instintos, pero el deseo irrefrenable le hacía sentirse a cada segundo más y más atraída hacia su joven recién amante, si es que lo hubiera… y lo hubo. Hicieron el amor en la fina alfombra de hierba que se forma bajo los altos chopos, sobre el abrigo marrón de paño, extendido en el suelo.

956,63 ₽
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598 стр. 14 иллюстраций
ISBN:
9788411141130
Издатель:
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