Читать книгу: «Tocan las campanas a concejo», страница 7

Шрифт:

Yuri se sienta en el viejo escaño esquinero frente al hogar y contempla cómo la anciana mujer remueve las ascuas haciendo revivir de nuevo las llamas de la lumbre. Desde una viga del techo, sobre la hoguera, cuelga de unas gruesas cadenas (las pregancias) una caldera de cobre, solo apreciable su metal por el brillo de sus cantos desgastados por el uso. En una esquina de la estancia se ve el horno de amasar el pan, y en un lateral, pegados a la pared, dos camastros cubiertos con gruesas y vistosas colchas rojas adornadas por una banda negra. En otro lado, la leña apilada y picada que cubre media pared espera lista para ser quemada.

En un pequeño puchero, Genara vierte agua hasta casi llenarlo y lo acerca a las brasas candentes con la tapa puesta. Se levanta y se aproxima hasta la puerta para cerrarla, dejando el interior casi en la completa oscuridad solo atenuada por las llamas de la lumbre.

—No te preocupes, hombre, enseguida verás mejor cuando te hagas —le dice la anciana echando unas hierbas en el puchero hirviendo.

Yuri se siente un poco desconcertado. Aún los jugos gástricos impregnan su garganta, pero entiende que nada ha de temer de la anciana, al contrario, piensa, viéndola preparar una infusión de hierbas que, intuye, es para él y su traumatizado estómago. Al extranjero venido no se sabe cómo, de tan lejos, la tía Genara le parece además de una especie de ángel benefactor vestido de negro, una bruja buena aislada en su oscura y cálida gruta acompañada de animales.

Genara le acerca una taza caliente de té para reconfortarle y él acepta complacido haciendo un gesto de agradecimiento.

—Spasiba —le dice tímidamente.

—¡Es té de las peñas! ¡Muy bueno pa’ la tripa, hijo mío! —le indica Genara meneándose el burdiello12 con gestos enérgicos.

Yuri da los primeros sorbos y lo termina todo en pocos segundos sin dejar de mirar en silencio la lumbre. Genara mete entonces varias murciadas13 de berza picada y una morcilla en otro puchero más grande con agua, que deja al fuego; comienza después a preparar sus sopas de ajo para cenar, que hoy serán para desayunar. Corta en su regazo rebanadas finas de una hogaza de pan que deposita en un tazón de barro, acto seguido, vierte primero agua hirviendo dentro y termina echando el contenido de un mortero con ajo y perejil machacado.

—¡Bien de ajo y perejil! ¡Pa’ acabar de limpiar bien esas tripas, niño! —exclamó Genara dejándole la taza a su lado.

Yuri, cariacontecido, sin entender nada de lo que la vieja le decía, recogió la taza caliente y vaporosa del escaño. Su olor lo reconfortó y le animó a coger la cuchara de madera para probarlas. Por un momento, se olvida de todo y se concentra en saborear lo que esa abuela tan amablemente le ha preparado. Sentada sobre un taburete entre un cesto y un caldero de cinc, Genara pasa a su siguiente faena, la clasificación de patatas para el caldero el gocho tal y como se lo participa a su huésped.

—Las más pequeñas para el caldero —le explica la anciana con dedicación, contándole sobre la marcha más detalles de la gran gocha que tiene este año en el cubil.

Yuri saborea cucharada tras cucharada las primeras sopas de ajo de su vida, escuchando lo que la mujer le cuenta sin entender una sola palabra.

—¡Toc!, ¡toc! —Se sintió de repente tocar a la puerta. Acto seguido, escuchan lo que parecía la voz de un niño.

Yuri sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, apuró las sopas y, asustado, se levantó buscando un lugar donde esconderse. Genara viró sorprendida comprobando cómo las sopas que quedaban caían por los suelos y, al ver al hombre como un perro asustado, su mirada se volvió más compasiva.

Volvió a sonar la puerta esta vez más fuerte y con más voces que gritaban a coro:

—¡Tía Genara!, ¡tía Genara!

—¡Ya va!, ¡ya va! —contestó la abuela de negro—. Son los niños que todos los domingos antes de misa vienen a que les cuente a la luz de la lumbre el cuento de María Jurmiento, como digo yo. ¡Ya es domingo otra vez, Jesús mío del alma! —exclamó la abuela echándose las manos a la cabeza mientras avanza hacia la puerta.

Para poder ver y no ser visto por nadie, Yuri se apartó a un lado del hogar en la reinante oscuridad. Sabía que estaba en peligro y que, seguro, le estarían buscando.

Un grupo de niños entró ligero en la casa acomodándose uno tras otro alrededor de la lumbre sin apenas decir palabra. Uno de ellos fue directo hacia el gigante chocando contra sus piernas, le miró quieto y en silencio… y se dio media vuelta corriendo con los demás niños. Permanecieron en silenciosa actitud de espera sin que ni un susurro saliera de sus labios. Escondido en la oscuridad, Yuri, aun siendo un completo extraño, parecía entender a los niños que escuchaban a la abuela de negro sentados en el escaño. Sintió de repente en sus entrañas de hombre vil y despiadado la pureza inocente de la infancia y, por un instante, tuvo deseos de evocar aquellos momentos felices que él también tuvo, aunque fueran tan escasos.

—¡Arreando! —dijo Genara dando una palmada, y todos los niños salieron de la casa igual que entraron ahora en dirección a la iglesia.

Un momento que había pasado tan fugaz como tantos otros, pero que, por una vez en mucho tiempo, le hizo sentirse bien de nuevo. Yuri salió de entre las sombras.

Capítulo 14.

«In nomine Patris»

Esta mañana de domingo de octubre reina un sol sereno y cautivador que encandila los ánimos de los montañeses. Muchos de ellos caminan hoy, como de costumbre, entre las calles hacia la liturgia religiosa semanal de misa de una, que se celebra en el templo de la iglesia parroquial, el edificio más grande y suntuoso del pueblo que fue construido con su propio esfuerzo hace más de 200 años. Como sucede en cada uno de los pueblos de este país, la iglesia es el templo en el que se celebran todos y cada uno de los grandes acontecimientos que se suceden durante el transcurso de la vida de cada miembro de su rebaño cristiano, desde su nacimiento, hasta su muerte.

Aquí acuden cumplidamente a limpiar y purificar sus almas, desde los más acomodados hasta los más pobres y desvalidos; lo hacen cada domingo y algunos casi a diario. Una vez dentro, todo el rebaño está junto pero no revuelto. Desde lo más alto de las bancadas del gallinero, al fondo de la nave central frente al altar, se puede apreciar en las primeras filas de bancos cerca del púlpito el ordenado paisanaje, trajes y vestidos de negro riguroso, alguna toquilla de encaje colgando de una peineta que sobresale sobre las cabezas descubiertas, blancas, negras, rubias, morenas, calvas, y algún uniforme verde con llamativos galones que se destacan entre humildes paños. Todos fieles devotos a la cita con la Iglesia y su piadoso discurso.

Los bancos llenos de gente se suceden desde el altar hacia atrás, dando sitio al pueblo en riguroso descenso desde lo alto hasta el llano. Completan el aforo los asientos de la gran balconada superior, zona muy popular conocida como el gallinero, un lugar que, aunque se encuentre más alejado del santísimo sacramento del altar, también tiene sus asientos y zonas reservadas… y, como dicen algunos de sus asiduos, está más cerca del cielo. La jerarquía de la iglesia y distribución de asientos parece ser una muestra no escrita del orden social del pueblo. Por supuesto, no todos están alineados; hay quienes no aparecen por aquí, pero ocupan igualmente también un lugar en ese orden no oficial pero respetado por todos.

Suso, ajeno a esas consideraciones, de pie en el centro de la primera fila del palco, observa la entrada de los últimos fieles antes de empezar la misa. Juana la Coja, mencionada así por sus vecinos en sus conversaciones cotidianas cuando ella no está presente, hace acto de presencia en solitario, acercándose a la pila de agua bendita para mojar las yemas de sus dedos una vez más, se dirige al centro del templo e inclinándose hace la señal de la cruz con su mano derecha mirando hacia el altar. Fiel servidora y devota vestidora de santos, camina por el pasillo basculando todo su cuerpo a cada paso, hasta llegar a su asiento en los primeros bancos, a un lado, y cerca del altar.

Edelmiro Diez hace ahora su aparición también en solitario, traspasada la pesada puerta que cruje tras él al cerrarse sola; recoge de su cabeza la boina negra, concentrado, realiza el mismo ritual que su predecesora persignándose de rodillas en el centro del templo con sus dedos humedecidos por el agua bendita. Acto seguido, se coloca en su asiento muy cerca, en la zona media de la hilera de bancos.

Edelmiro es un hombre muy devoto de la Iglesia, y así lo parece a los ojos de todos, pero es también uno de los pescadores furtivos con más experiencia y pericia del pueblo y la comarca. No ha habido aún noche que Edelmiro no haya salido de pesca y vuelto con la cesta bien llena, dicen sus admiradores. Y siempre va solo, añaden.

Este señor Edelmiro, comentan los convecinos sin pudor, casó bien con la hija heredera de familia labradora y ganadera, donde no falta casa, cuadra, portalada, ganado y tierras de buena hacienda. Convive en la casa de su brava mujer Ignacia, con sus dos hijas y el hermano de Ignacia, su cuñado tito Liébana, gran amigo de la familia de Serapio Balbuena y su maestro en las artes del cuidado y trato con el ganado desde que eran bien niños. Hombre soltero, menudo y de pocas palabras y aún menos alternes, pero férreo, cercano y dicharachero cuando llega el momento. Trabaja incansable la tierra que en sus muchos quehaceres obliga, y siempre con dedicación y esmero lo realiza. Pocos son los que consiguen bajar las trechas14 que él baja desde lo más alto del monte con la facilidad con la que Tito lo hace, dicen quienes le admiran y conocen. Hay quien, por el contrario, se escandaliza por su forma de relacionarse con sus bestias de tiro, pues lo hace a su manera tan particular; es esta quizá la causa de conseguir con ellos lo que otros con más fuerza no son capaces nunca. Habla con naturalidad por su nombre a sus animales de tiro cada mañana, al uncir, al caminar junto a ellas con el carro cargado de vuelta a casa, al acabar el día…

El trato con las bestias requiere rudeza, más aún en momentos difíciles en los que el transporte de una carga se complica y donde forzar al animal al máximo es casi el único recurso para salir del atolladero. En estos casos el uso de la aijada con ahínco castigando a los animales es el método habitual. A Tito Liébana nadie lo ha visto nunca actuar así, lo más cercano ha sido marcar con firmeza la aijada sobre los bruscos15 de las vacas, y solo lo necesario.

Hoy, la casa de Dios, como así se les enseña a decir a los que la visitan desde muy niños, está a rebosar y engalanada con los mayores honores para el excelentísimo señor gobernador provincial que, honorablemente, va a recibir los sacramentos de manos, nada menos, que de su ilustrísima el señor obispo. Hasta Riángulo ha traído su ilustrísima para la ocasión un trozo de la cruz de Cristo para ser adorada por todos. Un día importantísimo para las autoridades de toda la comarca, especialmente para las de Riángulo, agolpadas en los primeros bancos de la iglesia con sus mejores galas.

Todo el pueblo sabe que, además de lo divino, el gobernador provincial ha venido a estas montañas para comunicar algo importante relacionado con el futuro de toda la comarca. Según se comenta desde hace semanas, habrá una gran obra de transformación que traerá progreso y nuevas posibilidades para cada uno de los habitantes de los pueblos, sin excepción.

Suso siente la preocupación y que algo se le revuelve en su interior porque no acaba de entender que ese señor tan importante, al que no conoce de nada, y todo su séquito hayan venido desde tan lejos a anunciar nuevos tiempos de bonanza para unas gentes como ellos, simples trabajadores, que viven de sus tierras y ganados. Sin saber tampoco por qué, en medio de todo ese escenario, le viene a la mente Honorio y el destino que habrá podido tener. En ese instante le corre por sus venas todo un flujo de indignación, consciente de que no tardarán mucho en cerciorarse de lo que está pasando en realidad. Su corazón palpita más rápido y su sangre se calienta, intuyendo lo peor sin saber a ciencia cierta el por qué.

Regresa de su estado ausente y mira hacia abajo al escuchar de nuevo el rugido de la puerta, Serapio acaba de entrar en el templo, solo unos minutos después de haber empezado la misa. Echa un vistazo a la balconada donde se encuentra Suso y sus miradas se cruzan. Serapio hace el gesto de devoción inclinando levemente la rodilla, persignándose rápidamente frente al altar, y camina pasillo arriba hacia las escaleras que dan acceso al gallinero por debajo de la balconada. Suso se pregunta qué habrá sucedido para que su amigo haya vuelto tan pronto, y mientras espera su inminente llegada, otra vez la pesada puerta de la iglesia vuelve a hacerse notar. Por ella entra ahora, como siempre taciturno, Leoncio, el tío Canal, una persona que no suele aparecer por la iglesia y que a todos los que le avistan desde sus bancos, por un motivo u otro, les sorprende su presencia. Algo desarrapado, menos de lo normal, con sus blancas melenas saliendo por debajo de su boina como olas en el mar y sus no menos barbas blancas cayéndole hasta el pecho, camina directamente pasillo arriba hasta los últimos escaños hacia las sombras bajo la balconada, solo iluminada por un pequeño ojo de buey que atraviesa la pared en el fondo oeste de la nave; allí, en el último banco, encuentra el tío Canal su asiento vacío.

El personaje del tío Canal tiene tras de sí y de su aparente pobreza una historia sorprendente que no muchos conocen bien. Suso tiene conocimiento de ella no hace mucho tiempo por su pariente Isidro, presidente del Concejo del vecino pueblo de Pedrosa de la Ponte y amigo de juventud. Isidro, el del puente, así es como se le conoce, es hombre de ideas fijas y fiel a la verdad de las cosas como él mismo suele apuntar si tiene ocasión. Así que le contó a Suso en una tarde serena cómo ese desaliñado y ahora señalado hombre de grandes barbas blancas provenía de una familia con su capital para vivir y trabajar más que dignamente. Pero el tío Canal tenía un problema, era un romántico soñador al que, además de soñar despierto, le gustaba un poco más de la cuenta el vino. Total, que en poco tiempo pasó a tener pequeñas deudas que, aun siendo pequeñas, tenía que pagar, convirtiéndose para algunos interesados oportunistas en moneda de cambio para obtener al final primero un carro, luego un prado, un par de vacas, y así en poco tiempo su debilidad le llevó paso a paso hasta que le dejaron sin nada. En su casa solariega dormía en su cama de hierro de uno veinte con molduras de bronce, ahora duerme en un arca masera dentro de una oscura hornera. Y los que se lo fueron quitando todo, comentaba indignado su tío Isidro, eran la gente que mandaba en el pueblo, miembros de los camisas azules, fascistas y algún candidato con ansias de ser diputado provincial. En fin, comentaba Isidro a su amigo, malos bichos, de esos de misa y comunión diaria… y que son ahora algunos los ricos y potentados de la montaña con muchos prados, tierras y su poder político. «Total, que el pobre del tío Canal está como lo ves, lleno de piojos, y estos cabrones, yendo a visitar casi a diario a su amigo el cura don Clemente, otro buen elemento. Todos estos nuevos pudientes personajes tienen buena parte de culpa y ejercieron su influencia en la rápida consecución y sumisa aceptación de ese gran proyecto que se nos viene encima», pensaba para sí Suso al escucharle.

Ya ha empezado el sermón del señor cura, que hoy, sin saber ni tan siquiera los más avezados feligreses a qué santo obedece tanta distinción, ha venido vestido con sus nuevos y mejores atuendos: una casulla dorada con bordados púrpura cubre todo su cuerpo; los más fieles admiradores del arte sacro asiduos a la cita eclesial se quedan prendados con el nuevo y tan lujoso atuendo del señor cura. Don Clemente, sacerdote de la parroquia de Riángulo, encaramado desde su púlpito como un guardián en lo alto de la almena de su castillo, echa el cumplido sermón a sus feligreses. De manera poco usual por no ser asunto evangélico, con los brazos en alto en todo momento, hoy don Clemente emplaza al pueblo a asistir después de misa a una cita más terrenal en el salón de actos del ayuntamiento con el mismísimo excelentísimo señor gobernador provincial don Fausto Hernández, allí presente en la primera hilera de bancos. Suso y Serapio se miran incrédulos, sorprendidos por la escena y lo precipitado de tal acontecimiento. En la iglesia, no sin cierta extrañeza por el anuncio, incluidos los mencionados, todos comienzan a escuchar ya el sermón terrenal con algunas de las buenas nuevas que se avecinan para la comarca. Pero desde ahí arriba, en el púlpito, las palabras de un don Clemente hoy más ceremonioso que nunca, parecen ser ensalzadas a la categoría de divinas.

—Esto no lo he visto yo nunca —comenta Suso—. El cura anunciando en su iglesia citas con el gobernador en el ayuntamiento.

—Esta noche iré a echar unos tiros con el hijo de Basilio a la zona de Los Llanos. —Oye decir a Serapio mirando hacia el altar.

Capítulo 15.

Silencio en la sala

Samuel Sierra vuelve a ojear la carta con una cartulina rosa pegada al dorso y unas letras negras impresas en su título que rezan: «CONFEDERACIÓN HIDROGRÁFICA DEL DUBRO». Fue traída hasta su puerta por uno de esos fatídicos hombres cubierto por un abrigo verde de paño con un pliegue en la espalda de arriba abajo. Con visible nerviosismo, Samuel parece querer convencerse, otra vez, de que lo que dice esa carta es cierto, no por cierto en sí mismo, sino porque lo pone. Todos y cada uno de los habitantes del Valle Viejo han recibido hace días la misma correspondencia anunciando la expropiación de todos sus bienes y el tiempo que les queda para poder seguir viviendo en su casa. Muchos se preocupan sobremanera después de leerla por haber firmado la certificación de su recibo al hombre del abrigo verde, ignorantes de lo que eso pueda acarrearles. Samuel también.

Conocido en el pueblo de Riángulo como Samuel Lincon, es oriundo del vecino valle de Valdeón y en estos pueblos tan aferrados a la tierra haber nacido en uno de ellos es algo que te marca por cercano que esté. Se ha levantado hoy taciturno del catre donde pasa sus horas solitarias al más puro estilo montisco, como a él le va. No se afeita desde hace semanas, pero hoy ha decidido coger su navaja pellejera y apurar su cara para sentirse algo renovado. Dentro del portal de su grande y solitaria casa, Felisuca, la mujer que atiende las tareas domésticas de la casa, le ha dejado bien doblada sus ropas limpias sobre una silla en el zaguán. Samuel las recoge y se las pone para estar más presentable en este domingo que no parece ser un domingo cualquiera. Samuel Sierra es su nombre cristiano, del que muy pocos saben los pormenores de su existencia, y Lincon es el sobrenombre por el que todos de una u otra manera lo conocen. Un apelativo ganado a pulso por no haber descolgado de su zaguán en estos tiempos de regímenes totalitarios aparentemente apaciguados por el paso de los años, un retrato del presidente norteamericano con las palabras: «EL GOBIERNO DEL PUEBLO, POR EL PUEBLO Y PARA EL PUEBLO».

Antes de dirigirse a la iglesia, se pone las madreñas y se acerca hasta la huerta para abrir paso al agua de riego que viene de la cercana presa.

—¡Qué vas a ahogar al vecino! —le dice otro vecino que por allí pasa.

—¡De eso se trata! —contesta secamente Lincon con su voz grave de garganta profunda.

Esta mañana ha llegado un convoy de esos con coches negros y elegantes señores dentro que tanto impresionan a los niños y jóvenes del pueblo al pasar por la carretera que atraviesa el centro del pueblo, la travesía de Ojedo. No es tan grande como el de la última vez cuando vino el mismísimo jefe del Estado con motivo de la inauguración del Parador Nacional de Turismo, todo un acontecimiento para la comarca entera. «Hoy ha venido el gobernador», se escucha hablar por todos los rincones. Junto a su séquito y acompañado por el alcalde, el sargento y toda la corporación municipal, se encuentran ya en el concurrido salón de plenos con el regidor, don Perico Ponce de Torío, que toma la iniciativa para comenzar el acto con todos los honores merecidos.

—¡Silencio en la sala! —pide el secretario del Ayuntamiento a todos los presentes, de pie sobre el escalón de la tribuna.

—El excelentísimo señor gobernador provincial de Legio, don Fausto Hernández —comienza el alcalde— ha tenido la amabilidad de venir hasta nuestro risueño pueblo para honrarnos con sus palabras, además de con su presencia. Yo, como alcalde de Riángulo, me siento doblemente honrado y le doy la más sincera bienvenida en nombre de todos los presentes. Muchas gracias. —Así comenzó el acto la autoridad local, añadiendo una reverencia.

Una reunión especial a la que acudió la mayoría, sin otra certeza que los rumores que se venían escuchando en todas partes desde hace días.

En las primeras filas, como sucede en la iglesia, se sientan las personas más influyentes de la comarca. Entre ellas está el señor don Tomás Llendelagua de Buradone con sus regidores. Algunos comerciantes e industriales, Onésimo el médico y Jonás el boticario de Riángulo, entre otros, y buena parte de los alcaldes y concejales de los municipios de la comarca. Detrás, de pie, se encuentran los curiosos que se han acercado hasta allí para enterarse en persona de lo que está pasando y algunos otros que no desaprovechan la ocasión de poder escuchar a toda una personalidad como es un gobernador.

El gobernador, que está sentado conversando con don Tomás, se levanta con movimientos lentos manteniendo un rictus autoritario y se sitúa en el centro de la tribuna, frente a la primera hilera de sillas, para comenzar su discurso al lado del alcalde.

—Gracias, don Pedro, por tan cálida acogida —le agradece el gobernador al tiempo que Perico se sienta en su sillón central detrás de la mesa sobre la tribuna.

El bigote recortado como una tirilla se estira aún más por el esfuerzo de una forzada sonrisa. El gobernador pronunció sin más preámbulos una frase a la concurrencia:

—¡Una decisión justa! —exclamó ceremonioso— Y yo he venido hasta aquí para deciros que la patria os lo agradecerá generosamente. ¡Palabras del mismísimo jefe del Estado y gran general de todos los ejércitos de la gloriosa patria que estamos construyendo juntos!

En la parte delantera del salón de plenos, brazos en alto, sonoros aplausos se escucharon vitoreando: «¡Viva La Virgen!».

—El país se sentirá orgulloso de todos ustedes, y eso es algo que no todos los pueblos de nuestra grandiosa patria pueden decir. —Continuó el gobernador—. Una vida nueva se presenta ante vosotros llena de oportunidades, a las que podrán hacer frente con todos los honores. Y lo que es también importante, no nos engañemos, el Gobierno no va a escatimar en procurar posibles. En las conversaciones con las autoridades encargadas del buen gobierno de la comarca, ya se les ha informado de cómo se irán haciendo las cosas, y todos estamos de acuerdo en el inicio; más adelante, iremos concretando con cada uno lo que se necesite saber para avanzar en los asuntos administrativos del proyecto, pueblo a pueblo y persona a persona.

Los allí presentes no saben qué pensar después de aquellas grandilocuentes palabras, para algunos, gran disonantes por preocupantes.

Dando una vuelta alrededor de la mesa donde se encuentra sentado, Perico recoge una carpeta roja levantándola con su brazo derecho y dice:

—Aquí están las actas ya redactadas para el comienzo de las expropiaciones y los trámites legales a realizar, que serán firmados ahora por los señores representantes de la autoridad, aquí presentes.

—¡Papel mojao! ¡Esas actas nunca las firmará Honorio! —Se escuchó de repente en voz alta desde la entrepuerta de acceso a la sala.

Todos volvieron la mirada hacia atrás ante semejante osadía, en busca de su autor, sin alcanzar nadie a ver nada que les sacara de dudas. La sorpresa es mayúscula y un murmullo nervioso recorre la sala en la que nadie parece estar ya seguro de lo que está sucediendo. Reina por unos segundos el desconcierto también entre Serapio y Suso, que no pudiendo identificar la voz sí entienden en medio del barullo que no hay nadie a quien encontrar para culparle de nada, pues ese grito también debería ser el suyo y el de muchos más. Una sensación de indignación casi insoportable le recorre todo el cuerpo en un segundo.

—¡No se preocupen! —Se hizo escuchar en ese momento el alcalde poniéndose de pie de un salto al lado del gobernador, con el brazo en alto para calmar los ánimos.

—Más vale que solucione esto rápido, mi querido Perico —le susurró don Tomás de cerca.

—¡El señor Teótimo Domínguez ha sustituido en sus funciones al desaparecido Honorio Balbuena! —continuó diciendo el alcalde—. Dada la importancia del asunto, para agilizar los trámites administrativos, nos hemos visto obligados a realizar este nombramiento que el mismísimo gobernador aquí presente ha ratificado con su firma y ya consta también en las actas públicas para que todos puedan verlo.

Serapio el primero, junto a todos los demás allí presentes, se da cuenta de inmediato de que ese nombramiento debiera hacerse únicamente por acuerdo en concejo abierto convocado por su presidente. Un silencio aderezado con algún cuchicheo inunda la sala envuelta en un ambiente de indignación y desconcierto colectivo que nadie se atreve a romper. Solo la anónima voz se ha escuchado en contra, pero ese grito ha retumbado con fuerza en el ánimo de todos. Anónima pero también valiente, esa breve frase ha entrado como un torrente en el cerebro de Serapio y, sin esperarlo, cae en la cuenta de que eso lo llevará corriente abajo. Él, como primer vocal, es ahora el responsable directo del Concejo al no estar su hermano presente y, sin remedio, ha de dar la cara ante sus vecinos. En su interior, aflora el miedo al verse en una situación tan comprometida y en tan inesperada escena. Aturdido, mira para atrás en busca de no sabe qué, como si no fuera capaz en ese instante de conocerse ni a sí mismo; en un segundo recobra la compostura, libera la ansiedad y, súbitamente, todo parece de nuevo ordenarse en su mente. Siente que ya no valen tibiezas por su parte y rompe su silencio levantando su voz con fuerza delante de todos:

—¡No ha habido ningún concejo para tomar tal decisión! ¡Al Concejo y a nadie más que al Concejo le corresponde decidir quién debe ser el responsable de su buen gobierno!

Serapio es consciente de que su intervención le sitúa en el centro de todas las miradas y puede que no tarde en comprobar las consecuencias de su acción. Pero su indignación por lo que considera un atropello a la más antigua institución del pueblo, junto con la casi certeza de que su hermano está siendo víctima de una trama urdida por aquellos mismos hombres, le da el valor y la determinación para revelarse con todas las consecuencias. Serapio se muestra firme y tranquilo ante las afiladas miradas de todos, aunque su corazón late con fuerza.

En la sala, casi todos a su alrededor le miran con sorpresa y asombro por tal atrevimiento, pero son incapaces de hacer ni un solo gesto de apoyo a su paisano en tal circunstancia. Eso es algo que muy pocos osarían hacer en un país como este, sometido al opaco velo del poder más castrense y de doctrina eclesiástica.

El alcalde cuchichea con el sargento unas palabras al oído y, dirigiendo la mirada hacia Serapio, se le escucha decir:

—Señor Balbuena, según tengo entendido, usted mismo ha visto con sus propios ojos los restos del triste destino de su hermano… Nos hacemos cargo del mal momento por el que usted y su familia están pasando… —Le indicó el alcalde con cierto tono condescendiente—. Las leyes provinciales —continuó— disponen, y aquí está el señor gobernador para demostrarlo, que ante decisiones urgentes sobre algo tan importante como es el interés general del Estado las autoridades provinciales pueden ¡y deben! tomar cartas en el asunto si fuese necesario, como así ha sido en este caso.

Las palabras del alcalde parecen pesar en el ambiente y el silencio se apodera en ese instante de la sala. Serapio recibe el empuje necesario rodeado de sus más estrechos colaboradores y varias personas cercanas a él, que en los últimos años han guiado de manera responsable, junto con su hermano, el gobierno del Concejo. Se trata de Basilio, Suso, Tito, Silverio y algunos más.

El hombre sin más reino que su tierra intenta recuperar en dos segundos el aliento y el temple del que siempre su hermano mayor hizo gala, e imagina cuál sería su reacción en ese instante tan comprometido. Nunca creyó, y mucho menos imaginó en su vida de labriego siempre ocupado en atender sus quehaceres y sus bestias, que la vida le pusiera ante semejante trance y que ahora el único argumento en su defensa fuera el amor incondicional hacia su tierra y todo lo que había vivido en su persona junto a ella, sellado como surcos en cada pliegue de sus manos y su rostro.

El amor hacia su tierra cimentado sobre el sufrimiento de padecerla en las frías madrugadas de helada, de sufrirla bajo un sol sin clemencia, de trabajarla cada día con la dureza que exigía; algo contradictorio pero real, tan real como la indignación que sentía ahora al verse allí junto a sus paisanos, repudiado, desahuciado por aquellos hombres tan importantes todos trajeados y con aquellos zapatos súperbrillantes. ¿Cómo amar a esta tierra tortuosa?, se ha preguntado mil veces él mismo en silencio sin atreverse nunca a confesárselo ni siquiera a los más cercanos. Semejantes consideraciones son, quizá, en este entorno que les ha tocado vivir, demasiado blandas como para tenerlas tan en cuenta, pero… es tan fácil amarla como fácil odiar a aquel que tan injustamente te la arrebata. Así busca el hombre entre sus pensamientos las palabras adecuadas en ese preciso momento: «Agradezco enormemente a las autoridades su preocupación por mí y los míos. También, si me lo permiten, aprovecho para comunicarles, puesto que se trata de mi hermano Honorio de quien hablamos, lo que él les diría si estuviese aquí en este momento». Un breve absoluto silencio expectante y continuó diciendo: «Todos lo conocéis y sabéis lo importante que es para él el buen cumplimiento de las normas concejiles para que todos nos beneficiemos por igual de los bienes comunales. No en vano, el pueblo le ha elegido sucesivamente en concejo durante los últimos 20 años de forma holgada. Nada era… es, me atrevo a afirmar aquí, más importante para Honorio Balbuena que la responsabilidad derivada de su cargo como presidente del Concejo. Al señor gobernador y a todas las autoridades aquí presentes, les recuerdo que este es un aspecto que no deberían dejar pasar por alto en este importante asunto. Honorio no está ahora aquí, pero sí estoy yo, y todos los que formamos este Concejo, para decirles en nombre y en el de todas las personas de buena voluntad de este pueblo que su sentido de la responsabilidad nunca le dejaría aceptar lo que ustedes acaban de proponer. ¿Qué es tan urgente para ustedes de esta tierra que no pueda esperar, después de llevar en ella nosotros más de mil años sembrando arvejos?».

Бесплатный фрагмент закончился.

956,63 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
598 стр. 14 иллюстраций
ISBN:
9788411141130
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
176