Читать книгу: «Tocan las campanas a concejo», страница 5

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—Si no me hubiera hecho esto el pastor —comenta Pedro mostrando orgulloso la cicatriz en su mano derecha—, igual me hubieran cortado la mano. Así me lo dijo después mi tío el practicante al bajar al pueblo esa misma tarde.

Ese pastor se llama Ángel Garro, y también guarda de él un valioso recuerdo de aquel día, su navaja.

—¡Oye! ¡Qué se nos va a hacer de noche! Hay que marchar… Tu tío nos va a matar —dice Pedro de repente—. Y no te preocupes, hombre, que conozco bien el camino de vuelta —añade.

Las palabras de Pedro no tranquilizan demasiado a Betín, conociendo su natural despreocupación por ese tipo de asuntos. Betín piensa que será por su experiencia de motril con los pastores en las montañas, día tras día y noche tras noche allí arriba entre nubes… y solo.

En ese momento… a unos metros sobre sus cabezas, se escuchan voces humanas entre la vegetación que esconde el sendero. Los dos jóvenes adolescentes se quedan inmóviles y en silencio.

—Parecen cabreaos —susurra Betín.

—Han dicho: «Me cago en Dios» —comenta sorprendido por la escena y por la frase que le resulta tan mala.

En silencio, esperan a que los hombres pasen de largo en dirección opuesta a la de su regreso, y ya de noche… poder volver al pueblo desandando el camino por los senderos. Imposible regresar por el soto de noche, las aguas bravas de mayo todo lo cubren en el llano del Soto Arriba. Gracias a la generosa luna, consiguen volver al pueblo venciendo el miedo a su paso por la curva del sendero sobre el tumultuoso río en medio de la noche, y Betín, pletórico, llega a casa sin mayores problemas y, lo que es mejor, sin tener que dar explicaciones a nadie.

.


.

De hojas y palos

Nada de extraño hubiera tenido el suceso de las voces en el sendero ese atardecer si en los sucesivos días los dos amigos no le hubieran cogido el gusto a caminar de noche por esas veredas y, a la misma hora, no hubiera aparecido la extraña y misteriosa pareja caminando por el sendero hacia el pueblo. Pedro quiso cerciorarse de que los caminantes del anochecer eran quienes él sospechaba y se apostó al lado del sendero, cubierto por un buen montón de hojarasca y palos como si de un zamarranco9 se tratara. Inmóvil, esperaría a quien pasara y, seguro, lo vería aparecer prácticamente a su lado; solo sus ojos quedarían al descubierto. Pendientes como estaban de unos desconocidos con muy mal genio, Betín no podía evitar mostrarse un tanto asustado.

Si pillaban a Pedro escondido en el sendero, tan cerca, no quería ni pensar en lo que le podría pasar por hacer de espía en medio del monte. El miedo bloqueaba su ánimo por momentos. Entonces se sacudía la cabeza intentando espantar de su mente esos pensamientos. «Seguro que no va a pasar nada…», se decía. «Pedro sabe lo que se hace…», pensaba de nuevo convencido. Un rato después, esperaba agazapado en la caseta arborícola a que llegara la noche mientras que su amigo con los ojos y oídos bien abiertos y todo su cuerpo cubierto de hojas aguardaba ya medio tumbado sobre el ribón al lado del sendero. No tardó mucho en escuchar no muy a lo lejos el chasquido de unas ramas al romperse bruscamente y unos segundos después, delante de sus ojos, apareció la causa: un hombre golpeaba con una vara la vegetación que le rodeaba a su paso. Iba solo, parecía, y Pedro no pudo dejar de pensar en qué haría si se le ocurría darle a él con el palo. Enseguida quitó ese pensamiento de su cabeza y se concentró en el individuo que se aproximaba hacía él dando pasos erráticos. Por su forma de dar palos a diestro y siniestro parecía estar luchando contra su peor enemigo, estaba loco o quizá, simplemente, borracho como una cuba. La situación se ponía delicada para Pedro, pues el hombre avanzaba algunos pasos hacia delante y se paraba, sin poder predecir sus movimientos. Más cerca por fin, pudo fijarse bien en el desconocido, comprobando que no le había visto en su vida. Era un hombre de facciones extrañas, rudo, de estatura enorme, con barbas de varias semanas y ropas raídas. La noche estaba cayendo cuando el extraño gigante pasó a su altura caminando en dirección al pueblo. Aguantando sus impulsos de salir corriendo de allí, Pedro esperó un poco más escondido bajo las hojas, y pasados unos segundos, o quizá minutos, escuchó en la oscuridad la voz de alguien que se acercaba por el sendero… conversando. Pasaron al lado del lecho de hojas que cubría el cuerpo de Pedro que, inmóvil, escuchaba sus palabras en la casi total oscuridad; eran otros dos hombres.

—No queda nadie esta noche ahí arriba… ¡Maldita sea! Hay que traer a ese maricón cosaco antes de que amanezca…, no se vaya a enfadar el señor general.

—¡Ja, ja, ja! —ríen.

Abajo, en la caseta arborícola, Betín espera ansioso a que vuelva su amigo escudriñando los sonidos de la noche. Hoy no sabe por qué no se ve la luna igual sobre la tabla del río, ahí bajo sus pies, bailando entre los chopos. Es verdad que tampoco se ha fijado en ella como otros días: será por el miedo, que hasta la luna se ha vuelto esta noche desconfiada a sus ojos. Unos pocos e interminables minutos más y… Pedro por fin aparece. Lo siente entre las sombras dando pasos sobre un extremo del chopo caído.

—¿Qué tal? ¿Los has visto? —le pregunta impaciente Betín con un susurro.

Pedro se quita las últimas hojas de su cabeza con el olor a la humedad del monte impregnado en su cerebro. Absorto aún por todo lo que acababa de suceder, le contesta:

—Sí, los he conocido, son ellos, los Tralla, y alguien más que no he visto en mi vida que iba delante de ellos como huyendo. No sé…, esto es muy raro…

—¡Volvamos a casa! Se lo contaremos a tu tío —dijo al fin.

Los dos avanzan hacia el pueblo a buen paso por las roderas del camino carretero casi en completa oscuridad, sino fuera por las estrellas. Pedro marca el paso y Betín detrás le sigue sin perder ritmo. Escudriña la noche mientras camina con sus ojos bien abiertos, imaginando el espacio que les rodea en medio del soto, entre las grandes y tupidas salgueras rodeadas de pedregales y camperas. Entre esta densa vegetación hay algunos parajes donde se esconden profundas charcas que el río ha socavado en sus grandes crecidas, algunas de ellas considerables. Betín las recuerda ahora con miedo mientras anda en la noche tras su amigo, pero también le vienen a su mente los divertidos días que pasa en invierno patinando sobre ellas en el hielo con sus amigos. En silencio llegan al paso de La Tablona, donde han de cruzar la caudalosa presa proveniente del Villar de Sarlia, allí se desvía el agua del río grande hacia las vegas de regadío y las dos fábricas de harinas del pueblo. El agua no cubre aún las piedras que sobresalen, y sobre ellas los dos chavales, pisando con destreza, cruzan al otro lado gracias también a la piadosa luz de la luna. Ya más cerca de su destino, continúan caminando tranquilos por el Soto La Pisa rodeados de largos muros de piedra y choperas; atraviesan después la campera de Resejo para llegar al puente que lleva su nombre al lado ya de las primeras casas del pueblo. Allí se separan como tantas otras veces han hecho, cada uno hacia su casa, despidiéndose hasta el día siguiente y acordando no decir nada de lo sucedido. Betín llega a casa sigiloso, empuja un poco el cuarterón de la vieja puerta de roble, mete la mano en el interior, hacia abajo, y tira del cerrojo; empuja entonces la puerta hacia dentro ejerciendo a la vez fuerza hacia arriba para evitar el ronquido habitual que suelta tan vetusto y pesado portón. Apenas se oye el roce sobre el suelo. Se introduce en el portal en dirección a las escaleras sin ni tan siquiera atreverse a mirar el pequeño haz de luz que se divisa bajo la rendija de la puerta de la cocina, desde donde se escucha en ese momento una voz grave que le deja petrificado.

—¿Qué horas son estas, Betín? —Un pequeño silencio y…—. Si se entera tu padre me va a quitar tu custodia. —Son palabras que suenan duras, aunque con cierta ironía.

Descubierto pese a tanto sigilo, abre la puerta y entra en la cocina con la mirada baja puesta en los dibujos geométricos que forman las baldosas recién colocadas, sobre el que fue hasta entonces un crudo suelo de tierra. Al fondo de la cocina está su tío Suso sentado en el extremo del escaño, junto a la lumbre.

—¿No pensarás ir a la cama sin dar las buenas noches, verdad, danzante? —le dice de nuevo.

Suso intuye que al chico le ha debido ocurrir algo, pues no le parece nada normal en el chaval ese comportamiento.

—¿Quieres ir a la cama, o prefieres contarme lo que te ha pasado para llegar tan tarde?

—Tengo hambre —contestó un Betín lacónico… y hambriento.

Suso se acordó entonces de sus obligaciones como adulto y le preparó rápidamente un par de huevos fritos con chorizo. Betín se acercó a la lumbre ocupando el sitio que acababa de dejar libre su tío, para quitarse el frío de la noche y, al olor del chorizo a la brasa, sentirse a gusto de nuevo en casa.

Su tío le sirvió un plato con comida sobre la trébede, un rebojo de pan y un par de huevos fritos con algo de chorizo; sentado de costado en el escaño se dispuso a devorar su cena.

—Dijiste que irías esta tarde a ver a tu amigo Juan Víctor a su casa. Me ha dicho su padre que te ha estado esperando. Está muy malito… ¿Dónde has estado? —pregunta Suso contundente.

—Con Pedro, pero me pidió que no dijera nada si no estábamos los dos juntos. Es un secreto, tío… —dijo Betín con voz algo compungida, pero engullendo sin parar la comida.

—Pero come despacio, hombre, no te vayas a atragantar… Parece que has hecho hambre, ¿eh? Últimamente no se te ve el pelo a las tardes… y ya van unas cuantas. Quiero que me lo cuentes… Ya hablaré yo con Pedro… Tú no te preocupes por eso —le explicó su tío tranquilizándole.

Betín le desveló al fin el secreto de la caseta con Pedro, haciéndole prometer a su tío que no se lo diría a nadie y prometiendo él también que por la mañana iría sin falta a ver a su amigo enfermo. Luego, le dio algunos detalles de lo sucedido con las personas que pasaron por el sendero y que, según Pedro, se trataba de los Tralla y otro hombre desconocido. También le contó lo que Pedro le dijo sobre lo que había escuchado decir a esos hombres en el sendero. Un par de preguntas más y llegó la frase típica de Suso…

—A la cama, que mañana es día de escuela.

—¡Pero si mañana es domingo! —contestó un contrariado Betín.

—Como si lo fuera nin10. Hala, ¡venga!, buenas noches.

—Pareces enfurruñado de verdad. Bueno…, te contaré la anécdota del día que mi madre me mandó a casa del tío Zamarrancas a por la romana para pesar el gocho. «Vete a casa del tío Zamarrancas y pídele la romana», me dijo mi madre. Yo obedecí y al llegar a su casa le llamé: «¡Tío Zamarrancas, me ha dicho mi madre que me deje la romana para pesar al gocho!», grité. El tío Zamarrancas salió con un palo en la mano con intención de atizarme. Salí como una bala corriendo Varga abajo hasta llegar a casa sin mirar atrás. No se me olvidará nunca el susto que me dio.

—¿Y por qué?, si no habías hecho nada malo —pregunta Betín.

—El tío Zamarrancas tenía nombre –contesta Suso—. De acuerdo —acabó por decir Suso ante la mirada de súplica de su sobrino—. Te contaré otra historia del tío Zamarrancas: el día que fue sin burro a La Villa en busca del panadero. Paulino, así se llamaba, no tenía horno ni hacía pan, y como no es cuestión el quedarse sin sus hogazas para una semana que debería haberle traído el panadero, echándose un saco vacío al hombro, arrancó en busca del preciado alimento. Aproximadamente a una milla del pueblo, se encontró con la compañía de un animal que caminaba al borde de la carretera siguiendo sus pasos y que se acercaba a él cada vez que ralentizaba un poco su marcha. Cuando esto sucedía, el tío Zamarrancas caminaba haciendo sonar sus madreñas contra el suelo moviendo a la vez sus brazos con brío, en un intento de aparentar fortaleza y así amedrentar algo los ímpetus de ataque del enorme y peludo animal. ¡Era un lobo! —enfatiza Suso—. ¡Parecía que estuviera en un desfile militar! «¿Cómo no me habré quedado en casa?», se decía el protagonista de esa historia arrepentido por haber tomado la decisión de ir a pata hasta el pueblo vecino, en una tarde como esa. Ni siquiera una triste vara llevó, se lamentaba. Comenzaban a caer copos de nieve como pintas blancas en movimiento dibujadas sobre una pizarra que anunciaba una noche cada vez más negra. El lobo aparecía y desaparecía igual que un fantasma, como si quisiera desconcertar a aquel solitario paseante que, concentrado, miraba a la bestia por el rabillo del ojo dando pasos largos, decidido a no perder el ritmo, hasta que por fin llegó al pueblo vecino. Y colorín colorado… —Y esas fueron las últimas palabras que escuchó Betín esa noche antes de acostarse.

En ascuas

Poco después de dejar a Betín en la cama, Suso se acercaba hasta la casa de Pedro. La familia de Pedro Villarroel no lleva mucho tiempo en Riángulo, su padre procede de un pueblo del valle vecino del Alto Cea, ubicado bajo la rocosa y accidentada cresta de una montaña llamada desde aquí Peñas Negras: pueblo de pastores de merinas trashumantes, desde hace mucho tiempo, generación tras generación. «Esta gente se acuesta temprano», pensó, a la vez que le daba vueltas en su cabeza a todo lo que había contado su sobrino, sobre todo, lo de los individuos que aparecieron por el sendero en plena noche.

—Por los senderos, arriba y abajo todos los días… —se decía Suso caminando él sobre sus madreñas—. ¿Qué estará pasando?

Inevitablemente, se acordó de su amigo Serapio y su reciente altercado con el Tralla. ¿Otra casualidad más? Se volvió a preguntar. Cuando llegó a la casa de Pedro, todo estaba en silencio y decidió continuar hasta la de Serapio, que precisamente al día siguiente tenía planeado denunciar lo que le sucedió con el hijo del Tralla.

Serapio se encontraba aún despierto frente a las ascuas de la lumbre, cuando Suso le tocó en el cristal de la ventana. Nada más contarle lo sucedido, Serapio comenzó a soltar toda sarta de juramentos y apremió a Suso para ir a casa de Pedro.

—¡Vamos ahora mismo! ¡Estas cosas en caliente! ¡Y no te preocupes, son casi parientes míos! —Prestos, salen de nuevo en busca de Pedro.

¡Zas!

Debajo del puente Bachende, situado a dos kilómetros del pueblo río abajo, donde el ancho valle se convierte en un escobio, hay un pozo profundo de aguas cristalinas adornado de rocas que se elevan sobre la superficie. Es una noche incipiente y la luna comienza a reflejarse bailando tímidamente en su oscuro espejo.

Su tío Pedro agitó la ligera caña de bambú como blandiendo su espada y una silueta de gusarapa voló sobre nuestras cabezas para terminar acariciando la superficie, apenas iluminada por la luz tenue.

—¡Zas! ¡Ha picado! ¡Ha picado! Nin, acércame el cedazo —le dice su tío susurrando.

Era enorme, calculaba sobre los 3 kilos. Fue una gran pelea que duró unos cinco interminables minutos. Recoger, estirar, recoger, estirar… Nada, no se entregaba. En uno de tantos lances, al final, un tirón seco… y el silencio. Desencanto. Se fue, marchó. Volvimos en silencio, cabizbajos, y paramos ya cerca de casa en la Fuente del Salido. Mi tío sacó su vaso de aluminio plegable, y en un ritual de años acumulados dio un trago de agua fría.

—¿Sabes qué, nin? —le dijo—. Me alegro.

Así terminó también esa inolvidable noche de aventuras pescando al sereno para el pequeño y espigado Míchel Cordero, otro de los amigos de correrías de la panda de Betín y Pedro.

A galeras

Pedro el motril cuenta a Serapio y Suso los detalles de lo que había vivido esa tarde en los senderos de Quintanilla. Y no muy lejos de allí, en las caballerizas del palacio de don Tomás Llendelagua, en Buradone, los hijos del Tralla, arrimados a los pesebres, escuchan a un hombre uniformado soltar amenazas que caen sobre ellos por haber dejado sin vigilancia una gruta desconocida en los altos de los montes de Sarlia.

—¡Si no encontráis ya a ese cabrón de ruso y lo hacéis desaparecer, sois vosotros los que desapareceréis en galeras para el resto de vuestra puta vida! Vosotros dos, a buscar al puto ruso; y vuestro padre…a la peña; se acabaron los privilegios. ¡So inútiles!

A esas horas el pueblo dormita tranquilo entre las sombras, tras anchos muros de piedra, ya solo los perros perturban el silencio de la noche desde sus escondrijos, entre carros y viejos aperos guardados en las portaladas y corrales. En una de ellas, construida a modo de portalón, por ser algo más robusto que una portalada, se ha refugiado Yuri, un inmigrante exiliado venido de lejanas tierras en busca de una vida mejor, pero que al llegar aquí no había encontrado más que problemas hasta acabar con sus huesos en la cárcel de Legio. Un perfecto desconocido con historial delictivo al que un día dos hombres de paisano le propusieron ir de «vacaciones» una temporada a las montañas. Y ahí estaba ahora, tumbado sobre un colchón de coloños de centeno, tapado con una manta apolillada de sayal, intentando encontrar el sueño después de haber estado durante semanas viviendo en una caverna.

¡Plas!

Al día siguiente del ¡zas! llega el ¡plas! Míchel visita hoy con la familia a unos amigos en Pedrosa. Es tarde y con suerte el tío Pedro estará ya a punto de salir de la oficina del registro de la propiedad. Pide permiso para que le dejen ir e increíblemente se lo dan. Enfila la carretera corriendo hacia Riángulo entre los altísimos chopos, le vigilan a uno y a otro lado de la carretera. Llegó justo, pero llegó.

—Pero, nin, ¿dónde te habías metido?, menuda sudada que traes —escuchó decir a su tío—. Pareces el espíritu de la golosina.

Preguntándose qué habrá querido decir su tío con lo de la golosina, enfilan camino. Pasado el cementerio, la fuente. Coge el vaso plegable de aluminio y lo pone bajo el caño.

—¡Escancia bien el agua, nin! —dice el tío Pedro.

Se transmite el frío del agua a la mano. El sonido sobre metal. Un trago y el resto al suelo. Vuelta a llenar. El segundo trago para Míchel. Reinician el camino. Cruzan el puente. Llenan la boya dejando una burbuja.

¡Plas!

Veamos el mosquito. Lupa en mano…, cuerpo gris y trinca roja. Hay varios. No hace falta hacer más. Se colocan en el sedal. Lanza río arriba y sigue el curso de la boya. De cuando en cuando un tironcito. Pasa por la orilla contraria. Una lanzada, otra… El sonido inconfundible de la picada. El rumor del agua cristalina. Los latigazos de defensa. «¡Viene!, ¡es grande!». La inexplicable y repetida emoción. «Ya está, te tengo». Los dedos en las agallas. Un movimiento brusco hacia detrás… Ya no sufre. Al reposo de la cesta. Cama de helechos. Olor inconfundible. Un enjuague de manos en el río. Siguen el curso. La luna empieza a vigilarles. El cierzo pone corona al Yordas. Los olores inundan el valle al son de la suave brisa de la tarde. Paz, quietud. Hora de pensar en volver a casa. Para Míchel, felicidad absoluta, aunque no haya sido un día brillante de pesca.

De oro y papel

Esta tarde Míchel Cordero vuelve a casa más contento que de costumbre después de jugar durante horas en el patio de las escuelas con los amigos de La Redonda. No deja de lanzar un avión de papel para poder contemplar alucinado una y otra vez cómo vuela por los aires lanzado desde su mano. Ya mira de otra manera a los que dejan su estela en el cielo allá a lo lejos; «No estoy tan lejos de ellos», piensa. Ha conseguido el preciado objeto volador gracias a su anillo de oro de la primera comunión con sus elegantes iniciales grabado. Satisfecho con el trueque, sobre las alas de papel ha dibujado un águila con esmero, y así conservará su avión en el cajón de sus secretos más preciados. Pasado un tiempo, cuando su madre le pregunte por el santificado anillo de su dedo, Míchel contestará que ha volado por los cielos.

Capítulo 12.

La chaqueta de pana

Llega el amanecer en un apacible día de octubre y el plácido sol de otoño pronto acaricia la mirada de cada uno de los moradores que viven y trabajan por estas tierras. En días como este, da la impresión de que estos parajes son los mejores del mundo para vivir en una sonora paz. Así parece ser esta mañana cuando entre las casas, calles, callejas y corrales se sienten los primeros movimientos del quehacer diario de sus gentes y animales. Hoy es víspera de domingo y se apresuran a realizar las tareas necesarias para poder mañana ir a misa tranquilos.

¡Acotaya!

Hoy Betín se ha despertado antes de lo normal y ha salido a la calle dando pasos indecisos hasta llegar a un lugar cotidiano de juegos al otro lado de la calle. Sorprendido, mira a varios extraños allí tumbados, todos están cubiertos con gruesas mantas. Plantado en medio de la amplia entrada a una antigua portalada, convertida en garaje para un autobús, observa al grupo de personas que dormitan sobre un montón de hierba que hace de cama bajo sus cuerpos; ve también a una mujer acurrucada y envuelta en humo que parecía estar cocinando algo. ¿Pero quiénes son?, se pregunta Betín sin moverse, hasta que lo hace de forma violenta al recibir un susto venido del interior de la portalada.

—¡¡Acotaya!! —pronuncia una voz en su oído derecho, tan cerca que siente su aliento. Es un niño de su edad que se ha abalanzado hacia él con entusiasmo desde detrás de una pared—. ¡Acotaya! ¡Acotaya! —repite una y otra vez sonriente frente a él.

Betín retrocede asustado varios pasos sin saber muy bien cómo interpretar lo que está pasando; siente una mezcla de sorpresa y miedo con ese niño tan extraño mirándole con sus grandes y brillantes ojos… y eso que dice tan raro, y siempre sonriendo. La mujer aparece de repente haciendo salir por su boca palabras incomprensibles y se lleva al chico para adentro. Betín observa entonces que el niño apenas lleva ropa y su aspecto parece sucio y desaliñado, mucho más que lo que él suele llevar a casa al final de un día movido jugando entre caserones llenos de ortigas. Cubierto tan solo por un pijama, el frío de la mañana se hace sentir sobre su cuerpo desprotegido. Regresa a casa a paso ligero y en la cocina encuentra a Suso avivando la lumbre.

—¡Tío! ¿Quiénes son esos que están en el garaje de Kiko? —le pregunta Betín nada más entrar—. No entiendo lo que dicen.

—No tengo ni idea…, es la primera noticia que tengo —contesta Suso sin darle importancia.

La indiferencia de su tío deja a Betín pensativo, no comprende cómo puede estar tan tranquilo ante tan trascendente acontecimiento en el barrio. Los grandes ojos de Acotaya han quedado grabados en su memoria, sin saber a ciencia cierta si era pena o alegría lo que le transmitían.

—Hay un niño muy pobre que no deja de decir: «¡Acotaya! ¡Acotaya!».

—Seguro que son una familia de gitanos haciendo noche en el portalón. Vienen de vez en cuando, no te preocupes. ¿Por qué no te pones las madreñas y vas al huerto a por una buena berza? —le dice Suso.

—¿¡Berza!? —contesta Betín contrariado—. ¡Otra vez noooo!

Su tío le mira fijamente y le hace un gesto con la cabeza. El sobrino se levanta con desgana del escaño a cumplir con el encargo. Sin ponerse las madreñas, cruza el corral hasta la portillera del huerto y se encuentra varias gallinas dentro.

—Os vais a enterar… —les dice cerrando la portillera desde dentro.

Prudentes, los pequeños alados animales se refugian en la esquina donde crece frondoso un sauco. Otras desaparecen entre la maraña de finas ramas y frondosas hojas que dan vida a las Lágrimas de San José, que crece tupido a lo largo de todo el muro de piedra desde el interior del huerto. Echa a correr detrás de las gallinas dando vueltas por el interior del huerto con un palo largo en la mano, con el que golpea el suelo al lado de las asustadas aves.

—¡Os!, ¡os! ¡Os, gallinas! ¡Os! —grita una y otra vez corriendo tras ellas para expulsarlas del huerto y obligarlas a saltar el muro cubierto con ramas de andrino llenas de grandes y afiladas espinas. Tras varias vueltas al huerto montándose un sonoro alboroto gallináceo, una gallina aparece tiesa entre las berzas…, la estampida provocada ha sido demasiado para ella.

—¡Hospilumi! ¡La dao un patatús! —dice Betín todo preocupado llevándose la mano libre sobre su cabeza.

Sin perder un segundo, en el mismo hueco dejado al arrancar una berza, escarba con el palo un agujero en la tierra y mete la gallina dentro. «Por lo menos es un entierro», piensa mientras la cubre de tierra y la apisona con sus pies para no dejar rastro. Su primera intención es poner una cruz para recordar la pérdida…, pero eso le delataría.

—Padre nuestro, que estás en los cielos… Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén —reza agachando la cabeza, y rápidamente se santigua a su manera.

Una vez terminado su particular sepelio gallináceo, vuelve a casa con la berza bajo el brazo dedicando una mirada aprensiva hacia la casa de su parienta y vecina Anuncia, la buena mujer dueña de las gallinas.

Apesadumbrado, entrega la berza a su tío. Éste lo mira a él y a la berza.

—Menuda berza la tuya —le dice Suso con ironía.

Betín se sienta de nuevo en el escaño sin decir ni pío. Nunca hasta aquel día había hecho semejante locura con las gallinas y se siente culpable por haber provocado la muerte de una, y, además, una de sus preferidas, las pintas llamadas pedresas. Desde muy pequeño son sus compañeras de corral inseparables. Recuerda algo nostálgico para tener nueve años, cuantas veces de chiquitín se metía en un cesto con alguna de las aves pintas sujeta en su regazo después de haberla atrapado. Se pregunta después de haberse convertido en su verdugo, si le dejarán ahora que las coja quedándose acucladas11 repentinamente a sus pies al perseguirlas.

Una palangana azul

Sobre una palangana azul que sujeta a duras penas con sus pequeñas y debilitadas manos, Juan Víctor deposita sus hilos de vómito cada vez que le atacan las duras arcadas desde sus entrañas. Mientras tanto, Betín le observa desconcertado porque no entiende muy bien lo que está pasando. Su único ánimo esta mañana era volver a estar con su amigo. «¿Por qué no deja de sufrir así, si ya ha venido el médico?», se pregunta. Los ojos de Juan Víctor están tristes y no se muestra amable y divertido como siempre. Algo malo le está pasando. Sentado sobre los blancos azulejos de la trébede de la cocina, acompañado en todo momento de sus padres y hermanos, vive una dolorosa agonía día tras día. Según pasan los segundos a su lado, Betín siente el sufrimiento dentro de sí observando la desconcertante mirada de dolor de su amigo: experiencia que nunca había vivido con un sentir tan duro como inocente es su mirada, incapaz de interpretarlo en su interior sino es cayendo en una honda tristeza. Esa será la última vez que lo vea con vida. En su mente quedará grabada para siempre la imagen de su amigo en medio de una sala pocos días después, dentro de un ataúd, rodeado de gentes vestidas de negro, pero más fuerte aún permanecerá en su interior el infinito sentimiento de su amistad.

De vuelta al cuartelillo

Serapio ya ha uncido la pareja, cogido la cadena, la soga, el hacha y un bocao que echarse al diente para el camino. Circula con el carro por la calle de La Redonda arriba con la intención de aprovechar la mañana para preparar alguna trecha de leña en los montes por cima Valdecolina, si se tercia. Al pasar por delante del cuartel, para el carro en un recodo del camino que lleva a las tierras de La Vega y apacigua a las vacas con un par de caricias y algunas escuetas palabras.

—Aquí quietas, no os mováis —les dice dejando la aijada detrás del yugo sobre el cuello de los animales: un gesto que la Cachorra y la Bonita conocen bien.

Presto, vuelve la esquina y se para a la entrada del zaguán del cuartel, igual que lo hizo la última vez tan solo hace tres días.

—¡¿Quién va?! —grita alguien invisible desde dentro.

—¡Serapio Balbuena, mi sargento! ¡Hijo de Valentín y Victorina! —contesta Serapio diligente y a buena voz al más puro estilo castrense.

Las pupilas de Serapio comenzaban a dilatarse en el oscuro interior del vestíbulo.

—Pase al despacho, el sargento bajará enseguida —le indicó el guardia saliendo de las sombras. Serapio le mira un segundo, fijando su atención para comprobar que no era el mismo individuo de la última vez.

Como siempre que entraba en el pequeño cuarto del sargento, la espera en ese lugar le incomodaba. Para distraerse, observa de pie con atención lo que le rodea. Frente a él, colgado de la pared, el omnipresente cuadro del jefe supremo con sus mejores atributos preside el cuarto detrás de los haces de luz que entran desde la pequeña ventana. Dos sillas, una a cada lado de la gruesa mesa y un armario cerrado a cal y canto, era todo el decorado de tan austero cuarto.

—¡Hombre, Serapio! ¿Qué le trae por aquí de nuevo? —escuchó de repente decir a su espalda, y girándose estrechó la mano que el sargento le ofrecía cortésmente.

—Siéntese —le indicó.

Serapio rehusó la invitación con un gesto y un escueto gracias.

—Veo que ha venido con la pareja… ¿Es que no descansa usted ni los domingos? —le preguntó mirando por la ventana—. No es esa una costumbre cristiana…; si se entera don Clemente… —añadió con cierta ironía.

Serapio cerró los ojos y movió la cabeza en gesto de resignación sin decir nada al respecto. «Para este todos los días deben ser domingo», pensó.

—Solo he venido a comunicar los hechos de la disputa de ayer del Barrenero —comentó.

Brevemente, relató al sargento el altercado con Rufo el día anterior, transmitiéndole también de seguido su intención de no denunciarlo si no volvía a haber más abusos por parte de Rufo Cifuentes, conocido como el Barrenero, hijo del Tralla con oficio de barrenero, por los meses que estuvo trabajando en la mina.

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9788411141130
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