Читать книгу: «Si la adelfa sobrevive al invierno», страница 5

Шрифт:

—No sabéis de lo que habláis —les dijo Costa agitando las manos como si espantara un enjambre de mosquitos.

—¿Te vienes a jugar con nosotros?

Costa ya no jugaba. Entró en el pueblo y encontró a su madre a la sombra del plátano. Estaba sentada en el tablero de madera que los mayores habían clavado un día alrededor del árbol. Por un instante se volvió a sentir como un niño.

—¡Mamá! —gritó.

Todas las demás palabras se le estancaban en la garganta. Ella le ofreció a su hijo sus mejillas mojadas.

—Te he echado de menos —susurró.

—¿Y padre?

—A él también lo echo de menos —dijo ella, y empezó de nuevo a llorar.

Costa retrocedió un paso y miró los ojos grises de su madre. Entonces lloró con ella. La madre había recuperado a su hijo, el hijo había perdido a su padre.

*

—¿Cómo te atreves a preguntar algo así?

En casa de Pitu volvió a romperse otro plato. A los griegos, eso les traía suerte, pero él vivía en la parte desafortunada de la región de Macedonia.

—Es una pregunta muy normal —respondió él.

—¡Tú eres incapaz de hacer preguntas normales! —le gritó Samarina.

Quería irse a su cuarto, pero se detuvo en la puerta que separaba la cocina de la sala de estar.

—Pues yo creo que siempre hago buenas preguntas.

—¿Ves? Realmente estás mal de la cabeza.

Pitu tomó un sorbo de agua. El agua es sana, pensó. El agua se encarga de que estés alerta, el agua elimina las toxinas, el agua ayuda contra el cansancio, el agua mantiene el cuerpo, el agua te hace pensar. Él solo quería ayudar. Lo único que le importaba era la felicidad de su hija. No le prohibía nada. Ni siquiera le negaba la desdicha.

—Solo digo que Gjoko me parece un chico muy majo, pero…

—¿Entonces Gjoko no te parece un buen chico? —A Samarina le temblaba el párpado, igual que le sucedía a su madre cuando intentaba frenar su cólera. Eso ablandaba a Pitu—. ¿Solo porque es distinto de nosotros?

—Él no es distinto, nosotros somos distintos.

Samarina señaló a su padre. La uña de su dedo índice era una pequeña obra de arte, lisa e irisada, y al mismo tiempo peligrosamente afilada.

—Tú eres distinto, papá.

Tsintsi

Su padre estaba con el Padre. La madre de Costa se lo había contado todo a su hijo. Su hermana pequeña solo podía quedarse sentada y negar con la cabeza. Durante la guerra, Samarina había quedado aún más dividida. La situación estaba fuera de control. La escuela rumana había cerrado por un tiempo porque el director había sido despedido, por así decirlo, por un grupo de progriegos que consideraban que la enseñanza en griego era la única que debía haber en su pueblo. Por supuesto, eso era una reacción a unos cuantos prorrumanos que habían instado al alcalde a cerrar todas las escuelas griegas de la región y salir en defensa de su verdadera identidad. Además, habían bañado con pintura roja al sacerdote, que había protestado en nombre del Dios único y verdadero, para demostrar que solo era un demonio disfrazado de cura. El alcalde llegó a casa y se encontró la puerta bloqueada con tablones de madera clavados a ella y una bandera de Grecia. Su madre y su suegra aporreaban la puerta desde el interior. Esto no era por la guerra, sino por quienes eran. Y por tanto a favor de quiénes estaban. Incluso los ancianos del pueblo, a los que siempre les gustaba sentarse juntos para hablar de la vida de otros, tomaban asiento en bancos enfrentados. Despotricaban a voz en grito contra los que tenían delante. En las casas señoriales se celebraban reuniones casi todas las noches con la menor luz posible. La situación se recrudeció cuando a las afueras del pueblo encontraron a un campesino que tenía cosas mejores que hacer que elegir un bando. Muerto, con el cráneo roto. Sus hijos iban a la escuela rumana, pero él asistía a la iglesia de los progriegos. ¿Quién lo había hecho? Solo existía una respuesta posible: ¡el otro! Alguien del bando griego afirmó que poco antes había visto cómo el padre de Costa se iba caminando hacia allí, y todo el mundo en Samarina sabía de qué lado estaba aquel judas, ¿no?

La tierra aún estaba revuelta cuando Costa se inclinó sobre la tumba de su padre. No había ninguna lápida. Él se apoyó en los flexibles hombros de su madre, que le había indicado el lugar. Le dijo que había esperado al regreso de su hijo para llorar. Si no lo volvió loco la tristeza que sentía, lo hizo la que salía de los pulmones de su madre en oleadas histéricas. Ella le dijo que era una mujer abandonada, y luego tragó. Costa arañó la tierra, hundió las manos en ella y dijo que no creía que su padre estuviera enterrado allí. Era imposible que yaciera allí. No era más que un pastor. Era Costa el que había retado a la muerte como soldado.

—Créeme —le suplicó su madre, que cerraba pateando con los pies todos los orificios en los que su hijo enterraba su dolor, como si tuviera miedo de que fuera a desenterrar a su marido. El sol quemaba sobre el luto que la viuda nunca quiso llevar—. Lo vi, no me quedó más remedio. Incluso su hermoso rostro estaba roto. Mi marido yace aquí, tu padre ha muerto. No me obligues a jurar.

Costa se limpió las rodillas, pero no así las uñas. Lo que debía ser blanco, era negro. Eso le quedaba bien como hijo de pastor y soldado retirado.

Lo que afirmaban los progriegos era cierto. Su padre había dado varias veces pan, queso y dinero a los prorrumanos. No porque se sintiera rumano, sino porque no era de ningún modo griego y porque todavía recordaba cómo, a principios de siglo, una banda de hombres de Creta había incendiado varias viviendas para difundir la idea griega.

Costa apretó a su madre contra sí y decidió acabar el trabajo de su padre.

—¿Cómo están nuestras ovejas? —preguntó.

—Ya no tenemos ovejas.

—Entonces no tenemos nada —dijo Costa en voz baja.

Volvió la vista, porque creía haber oído a alguien. Sin embargo, el cementerio estaba vacío. Más allá descansaba Gherasim, al que habían matado por accidente, porque los puños de los progriegos eran más duros de lo que pudo soportar el director de la escuela rumana.

Los mismos hombres habían atado al padre de Costa con la cara pegada a un árbol y habían vaciado tres rifles sobre él. Su delito era comparable al del maestro: prefería ser arrumano a griego y en tiempos de guerra, la identidad era un arma peligrosa.

Pero ¿un asesino? Impensable.

—Todavía tenemos un hogar —dijo la madre de Costa.

—Lo dudo —replicó Costa.

Más tarde declaró que no se avergonzaba de ninguno de sus actos, salvo de cómo había dejado aquel día a su madre, encorvada bajo el peso de su viudedad prematura.

Empujado por el deseo de venganza, saltó por encima de la valla que separaba el cementerio de la carretera. Con cada paso disminuía el gimoteo de su madre.

Cuando se acercó a la plaza, empezó a caminar más despacio sin proponérselo. Vio que el árbol también sangraba. Costa arrancó trozos de corteza sueltos. A su alrededor había niños. Cantaban. Algunos de ellos se le encaramaron a la espalda. Uno recibió entonces un golpe de otro, que le gritó en griego que debía perderse o que de lo contrario se lo diría a su padre. Otro niño lo insultó. La plaza se fue llenando cada vez más. Estaban unos frente a otros gritándose y acusándose, igual que se gritaban y se acusaban sus padres y abuelos.

Costa solo tuvo que dar media vuelta y todos los niños salieron corriendo. Luego volvió a girarse hacia el árbol. Acarició los hoyos con los dedos. En uno de ellos se escondía el sol. Cogió su cuchillo y sonsacó el resplandor del hoyo. Una bala achatada cayó en la palma de su mano. Apretó el metal en el puño.

Cuando abandonó la plaza, los dedos que se ceñían a la empuñadura estaban rojos de la tensión. La tumba de su padre no necesitaba ninguna lápida ni ninguna cruz, decidió Costa. Se merecía una corona.

El perro lamía la sangre de la mano de Costa. Con cada lametazo, enroscaba la lengua alrededor del pulgar, mientras las ovejas huían colina arriba, temerosas de la furia asesina. Sus pezuñas aplastaban la hierba que poco antes habían comido pacíficamente. Costa le dio unas palmaditas al perro. Antes del asesinato de su padre, el animal había cuidado de sus ovejas. Ahora, el perro cuidaba de las mismas ovejas, que ya no pertenecían a la familia porque la madre de Costa las había vendido al primero que le enseñó una bolsa de dinero, y obedecía a una voz desconocida que acompañaba a un olor corporal desconocido. Era robo pagado con dinero, ni más ni menos.

Costa secó el cuchillo con la lana. Se vio reflejado en el acero.

—Ahora vete—dijo.

El perro obedeció. Olisqueó un poco su fracaso: la oveja que yacía inmóvil a los pies de Costa. La lana estaba empapada de rojo. Donde debía estar la cabeza, solo había un charco de sangre. El perro volvió a mirar atrás cuando oyó el crujido. Su lealtad venció a su curiosidad, y se fue a tumbar unos metros más allá debajo de un nogal, con el hocico hundido entre las patas delanteras.

Costa maldijo el sonido mientras separaba los cuernos del cráneo. Pateó la cabeza del animal y se odió al pensar en el amor por su familia, pues el rebaño era en cierto modo su familia. Pero debía seguir adelante. Había elegido a la oveja con los cuernos en espiral más grandes. Eran las favoritas de su padre. Las que no tenían sesos, tenían cuernos que apuntaban al cielo.

Costa regresó al cementerio bajo un cielo púrpura. Su madre lo estaría esperando en casa. Él no quería pensar en ella.

El cementerio parecía abandonado, como era habitual a una hora en que podía haber fantasmas. Sin embargo, Costa solo parecía estar a solas, ya que aún no se había percatado de la presencia del otro.

Los cuernos que se había atado al cinturón le golpeaban la cadera a cada paso. Allí estaba la tumba anónima que consumía a su padre. Volvió a arrodillarse. Golpeó la tierra, como si quisiera reanimar el corazón enterrado allá abajo, y se preguntó cuántas personas habrían llorado por su padre, y durante cuánto tiempo y con qué intensidad, y esperaba que fueran muchas porque a él se le habían acabado las lágrimas.

Costa enroscó un cuerno tras otro en la cabecera de la tumba. Después se levantó.

—Solo era un pastor —dijo, a modo de oración.

—Jesús también era un pastor.

Costa agarró el cuchillo y se volvió. No se veía a nadie. Por un instante pensó en los fantasmas. Escrutó la oscuridad. Era como si la voz viniera de arriba.

—Los pastores pueden convertirse en dioses. O al revés. —De detrás de un árbol salió un hombre que parecía más alto que él. Costa lo reconoció enseguida—. Jesús era un pastor, eso lo sabe todo el mundo. Ser profeta era para él un pasatiempo.

Costa no sabía si le estaba permitido reírse.

—Creía que ya no podías dejarte ver por aquí.

El fantasma se llamaba Alcibiades y en aquella época todavía no se hacía llamar príncipe. Aquel hombre y su familia se encontraban entre los notables de Samarina, y él era amado y odiado por partes iguales por los vecinos. Se encogió de hombros.

—Aquí en casa tengo tantos amigos importantes como enemigos peligrosos. Tu padre era un amigo, y por ello ha muerto. Quería honrarlo por todo lo que hizo por nosotros.

—¿Por nosotros?

—Por nuestro pueblo al que nuestros prójimos no dejan ser pueblo.

Costa miró la tumba cornuda de su padre y dijo:

—No quiero quedarme aquí.

—Entonces ven conmigo.

—¿Puedo despedirme de mi madre y de mi hermana?

Cuando Costa alzó la vista, Alcibiades ya había desaparecido. Costa lo siguió rápidamente hacia las sombras.

*

Aretia nunca olvidaba nada, y eso era una maldición, su memoria como azote.

—Querría olvidar tantas cosas.

Pero recordar era importante. Pitu era el último que recordaba cómo recordaba su madre Aretia. Recordar mientras se pudiera, hasta el final, hasta que el propio Pitu fuera un recuerdo.

—Costa quería olvidar —le dijo Aretia una vez mientras miraba a su nieta saltar a la comba en el jardín.

Acababan de plantar el peral, y todavía no había tomateras. Samarina había aprendido a hacer la voltereta, a gatear, caminar, ir a la pata coja y saltar a la comba. Aretia le dio un golpecito a Pitu y dijo:

—Esa es tu hija.

Como si le contara un secreto.

Entonces, el peral era pequeño y su mujer vivía. Pitu debería haber sido más feliz. Samarina tropezó. Llevaba briznas de hierba pegadas a su cola de caballo.

—Tuya y de tu novia —le dijo Aretia a Melina.

Se echó a reír e intentó tocar a su nuera con el paño de cocina, su látigo. En toda su vida no había llamado a Melina ni una sola vez por su nombre de pila. Su nombre era simplemente nveastã, novia. Era la costumbre. Así se hacía cuando una mujer se iba a vivir a casa de los suegros.

Aretia dijo:

—Sí, creo que quería olvidar muchas cosas. Costa y yo yacíamos debajo de una bóveda de telarañas y cadáveres de arañas. Yo siempre dormía sobre su pecho y amanecía con la espalda apretada contra la suya. Casi siempre nos despertábamos a la vez. La sexta mañana no, aquella mañana no era mañana, todavía era madrugada. Costa gritaba. Estaba de pie junto a la paja, golpeando dormido una cuerda como si fuera una culebra. «¡Has muerto!» gritaba cada vez. «¡Has muerto!». Yo dije: «La cuerda está muerta, ven conmigo».

—¿Y entonces? —preguntó Melina.

—Entonces, puede que concibiéramos a tu marido —respondió Aretia, haciéndole cosquillas a Pitu en la nuca.

Él le apartó la mano con el hombro izquierdo.

Samarina dejó de saltar a la comba y se tumbó en la hierba. Acarició las briznas, apartó una mariquita de un soplido y volvió a mirar bien. Durante todo ese rato, la cuerda permanecía inactiva a su lado. Murmuró, justo igual que hacía su padre cuando estaba delante de su colección de música y buscaba una determinada cinta o CD, entonces cogió algo de entre la hierba y se acercó dando brincos a los adultos; también sabía hacer eso: brincar. Se detuvo delante de Aretia. Lentamente abrió el puño, como una flor de dedos infantiles que se despierta.

—He encontrado una lombriz, omã —dijo Samarina.

Era una lombriz larga. Se caía por los dos bordes de su mano. Buscaba la tierra con la cabeza y el ano.

—Si no te la comes, debes dejarla ir —le dijo Aretia.

Melina se levantó y recogió la cuerda tirada en la hierba.

—A ver si mamá todavía puede hacerlo —dijo.

—Tú lo puedes todo, mamá, y si no, te enseño —dijo Samarina.

Pitu y Aretia las miraban. Samarina no se comió la lombriz. Melina no llegó ni a dar veinte saltos seguidos. Le guiñó a Pitu.

Él no olvidaba.

*

Pitu soñaba con los ojos abiertos e intentaba no seguir ordenando sus ideas. Apenas se había movido. El sol había desaparecido y con él también el calor que era tan inusual en Crushuva. Se le había secado la espalda. La hoja de la tomatera se preparaba para la noche y empezaba a enderezarse. El mirlo había vuelto a cantar para Pitu, y cuando llegó la oscuridad, el mirlo guardó silencio para él. Pero Pitu no dormiría. Removía con el dedo el tabaco seco que llenaba la caja de metal. Escuchaba el crepitar de su tabaco, lo que no lo tranquilizaba, aunque tampoco lo ponía nervioso.

Samarina había salido. Otra vez. Además, se había ido sin reconciliarse con su padre. Eso no estaba bien. ¿Y qué pasaría si su cuerpo se anticipaba a la muerte?

Sin embargo, él la vio. No en el jardín que sería el de ella. La vio en la cuarta ciudad del país, en realidad un pueblo grande, pero con todos los peligros de la ciudad. Su hija estaba en medio del bazar de Pãrleap, su cabeza descansaba contra el viejo campanario. O no, en la mezquita que quince años antes se había convertido en ruina cuando amenazaba con declararse una nueva guerra civil debido a las tensiones entre cristianos y musulmanes. Yacía allí, Pitu estaba casi seguro. Escondida detrás de las filas de contenedores donde unos gitanos y otros que parecían gitanos separaban la basura. ¡Oh, Samarina! ¿Estaba seguro de verla? Solo los gatos callejeros lloran por ella. Su pelo como la paja, el rímel que llueve sobre sus mejillas. Desgarrones en el pantalón donde no debería haber desgarrones. La veía de verdad. Y ella a él. Lo mira con el odio que ha mantenido oculto para él, que ha conservado para él hasta este momento. Él le pide perdón, pero ella no reacciona, su barbilla se desliza hacia su pecho y se queda allí.

Con un movimiento brusco, Pitu apartó el ron barato. La boquilla de la botella regó el jardín con alcohol. La botella cayó en la tierra sin romperse y con un sonido sordo. Ya había demasiadas cosas hechas añicos durante el día. Él llenó su pipa con unas hebras de tabaco. Con el dedo corazón amoratado fue añadiendo más y más para poder espantar fumando sus pesadillas nocturnas durante los siguientes tres cuartos de hora. Si apretaba el mostacho contra los orificios de la nariz, podía oler las anteriores pipas. Pero eso no era suficiente, nunca lo había sido. No habría tenido que dejarlo nunca, puede que entonces el cáncer hubiese llegado antes. En sus pulmones en lugar de en su cerebro. Entonces se habría ahorrado todo esto. Dejó la cajita de metal sobre las baldosas y se metió la pipa entre los labios. Puesto que su encendedor estaba vacío y no tenía ganas de rellenarlo, encendió una cerilla. El tabaco parecía suspirar por la llama. Lo que era marrón, se iluminó de rojo. Pitu soltó el humo azul por la comisura de la boca. Había heredado la pipa de su padre, pero este había olvidado dejarle también un pisón en el cobertizo. Por ello, Pitu compactaba el tabaco con la punta del dedo. Apenas notaba ya que se quemaba. Volvió a encender una cerilla y repitió el ritual hasta que su cabeza desapareció en el humo azul y con ella también su hija. Fumó y fumó, bebió y bebió, fumó y bebió, y…

—Papá, despiértate.

Pitu apartó las mantas y se incorporó. Su camisa colgaba de la silla. Las cortinas estaban ya abiertas o todavía abiertas, no tenía ni idea. Por cierto, ¿cortinas? ¿Cómo había llegado hasta la cama? Se chupó el dolor de la punta del dedo corazón. Samarina estaba sentada al pie de la cama. Dejó la pipa de su padre sobre la mesilla de noche y le dijo que no quería haber dicho lo que dijo.

—Oi-lele, ¡Dios mío!, cuánto me pesa la cabeza —contestó Pitu sin contestar.

—Tienes resaca.

—Ni siquiera me gusta el ron.

—A lo largo de toda la historia del hombre moderno, eso no ha sido nunca impedimento para ningún bebedor.

Pitu quería decirle que apenas había bebido, de verdad, no más de un sorbito, pero la resaca afectaba a su lenguaje y decidió que prefería que la cabeza le pesara por la bebida que por otra cosa.

—¿Has pasado al menos una noche divertida? —le preguntó por fin a su hija.

Su voz sonaba ronca de tanto fumar. Un tenor con toda una vida a sus espaldas, en realidad, la idea le gustaba. Reprimió el deseo de ponerse a canturrear una canción italoamericana.

—Creo que no tanto como la tuya. — Samarina lo besó en la sien—. Ha venido alguien a verte.

—¿El médico? —se le escapó a Pitu.

—No, ¿a qué iba a venir aquí? ¿A curar la cabeza resacosa de mi padre? —Se echó a reír y entonces dijo—: Es Emanuil. Un tipo encantador. En persona es más grande que en la tele. No sabía que os conocierais.

¿Qué demonios hacía allí ese corrupto de Emanuil? Mientras iniciaba la cuenta atrás para levantarse, se enrolló un mechón de pelo del pecho alrededor del dedo. Samarina volvió con el inesperado invitado. Pitu se desperezó. Oyó crujir algo. Pensó que le molestaba más la resaca que el tumor y se levantó. Se fue hacia el vestíbulo arrastrando los pies lo más rápido que podía.

—Simplemente hazlo, una persona como tú puede hacer todo lo que se proponga —oyó que le decía Emanuil a Samarina.

—¿Qué tiene que hacer? —preguntó Pitu.

La resaca lo molestaba menos que este hombre.

—Nada —dijo Samarina.

Besó a su padre en la mejilla y salió del pasillo saltando sobre sus pies descalzos.

—Vengo a despedirme —dijo Emanuil.

Cuando hablaba solo se le veían los dientes inferiores. Grises, amarillos y superpuestos. Las palabras que pasaban de largo olían a café negro.

—¿De mí? —Pitu tragó saliva.

¿Lo sabía Emanuil? No, eso quedaba descartado, ¿verdad que sí?

—Me voy a una isla y no es Chipre. No te digo más. Sé que ya no te caigo bien. A veces, ni yo mismo me caigo bien. Tu madre siempre me trató con respeto y de vez en cuando me daba galletas. Me gustan las galletas. —Se golpeó en la barriga—. Y me gusta el respeto. Me acordé de ello cuando me topé contigo. Te pareces a tu madre, aunque tienes los pechos más grandes que ella. —Emanuil se rio—. Solo quería decirte que, si necesitas algo, puedes llamarme.

—Tengo la sensación de que eres tú el que necesita algo —dijo Pitu, ya más cómodo.

—Solo quiero desahogar mi nostalgia. Por una vez, quiero volver a sentirme bien en este pueblo, que también es mi pueblo.

En un momento de debilidad, Pitu lo invitó a entrar y a beber un vaso de leche de oveja. Emanuil le dijo que no le gustaba mucho la leche. La leche era para los niños.

—Me vuelvo infantil —respondió Pitu, sin ofrecerle otra cosa al hombre, salvo su mano, que Emanuil estrechó con fuerza, y con el entusiasmo de un niño.

Pitu se dirigió a la cocina. A él sí le gustaba la leche de oveja.

—Siéntate —le dijo Samarina a su padre, señalando la mesa de la cocina con una espátula—. He aprendido muchas cosas durante mis años de estudiante, y la principal es que ahora sé cómo quitarse de encima una resaca.

—Sin ti no soy nada —le dijo Pitu agradecido.

Samarina se volvió rápido. Los huevos no debían quemarse, salvo que eso acelerara la eliminación del alcohol, por supuesto.

*

Costa creía que había visto mucho mundo, pero cuando llegó a Roma en el invierno de 1918, se dio cuenta de que su mundo no era más grande que el corazón de los Balcanes. Tuvo que apretar los dientes para no quedarse boquiabierto al ver pasar a la gente de la ciudad. El idioma cantaba a su alrededor. Se maravilló de poder entender a aquellas personas que eran igual de bajas que las de su pueblo, aunque algo menos anchas de hombros. Se avergonzó de su robusta nariz y de la capa negra de pelo de cabra que se había puesto. Una dama le dio un codazo a otra. Se rieron cuando Costa pasó de largo. Él quería decirles algo, pero que entendiera la lengua de los romanos no significaba que también la hablara. Cuando las abordó en arrumano, no reaccionaron. Así que les deseó buenos días, como le había enseñado Alcibiades en el barco: buongiorno. Ellas le devolvieron un beso en el aire. De lo más insólito. Se apresuró a seguir su camino. En la escuela le habían dicho que los arrumanos eran un pueblo de Roma, pero ahora que estaba en su supuesto suelo natal, dudaba que aquello fuera cierto.

Alcibiades le rodeó los hombros con el brazo:

—Mi padre solo concibió hijos que morían. Salvo uno. Estoy vivo. Seguro que es por alguna razón.

Había estado otras veces en Roma, eso era evidente, incluso sus manos hablaban italiano. Costa olía a cabra, Alcibiades a flores.

En aquella época, Costa lo aprendió todo del Señor de los Arrumanos, tal como llegaría a ser conocido más tarde Alcibiades. Su espalda se enderezó, sus ropas se refinaron y, al final, también él olía a flores.

—Su sudor también olía a flores —le dijo más tarde Aretia a Pitu hablándole de su padre—, y créeme: tu padre y yo sudamos mucho en aquel cobertizo.

Pitu volvió a apretarse las manos contra las orejas. Demasiado tarde. Le pareció ver la paja empapada:

—Mamá, solo quiero que me des los detalles justos.

Él quería ver a su padre con ropa, la más hermosa que podía ofrecer Roma.

Aretia no lo narraba bien. Fragmentaba el pasado y lo presentaba como una viajera en el tiempo. Se movía en zigzag por su historia. Ahora iba demasiado rápido, pese a lo importante que era aquel verano para Costa, y también para ella, pues sin Roma, Costa nunca le habría dado a Pitu para que lo criara. Sin Roma, él mismo no habría llegado nunca a Crushuva.

Pitu le pidió que se concentrara. Como casi todos los viejos del pueblo, Aretia apenas sabía leer ni escribir, lo que suponía un triunfo para su memoria y capacidad narrativa. Su voz fue durante mucho tiempo tan popular, que incluso era bienvenida en el bar, donde normalmente los ancianos solo reconocían la utilidad corporal de la mujer. Sí, Aretia sabía contar historias…

Pitu le volvió a pedir que le hablara de su padre. Vale, otra vez, quizá la última. Él sabía muy poco y quería saberlo todo.

¿Todo?

En los viejos ojos de Aretia apareció un destello. No hizo falta que Pitu se corrigiera, pues su madre dejó de lado las consabidas insinuaciones y observó que su hijo, por muy leído que fuera, comprendía bien poco de la vida:

—Ninguna historia tiene un principio y un final. No existe ningún ahora sin un entonces y no habrá un después que solo sea después.

—Debes de tener razón en eso —suspiró Pitu.

—A tu edad, tienes que saber ya que tu madrecita siempre tiene razón.

Pitu alisó las arrugas del dorso de la mano de su madre y besó la piel. Su madre era en todo una diosa griega que se alimentaba de sacrificios, besos en la mano como corderos. Salvo que no era griega.

—Durante las guerras hay poco de bueno —dijo.

Pitu vio cómo su madre espantaba primero un recuerdo propio, antes de poder seguir con el recuerdo de su amante.

—Pero 1917 podría ser un principio para la historia de tu padre —dijo.

Cuando empezó el principio, Costa no estaba en Roma, el centro del mundo italiano, sino que los italianos estaban en el centro del mundo de Costa. Quedaba poco del mes de agosto cuando los soldados italianos entraron cantando en Samarina.

En aquella época, allí solo había un hombre que supiera cómo se decía «bienvenido» en italiano.

Costa jugaba al yoyo con una araña cuando Alcibiades llamó jadeando a su puerta. Su hermana se había apretado contra una pared. La araña separaba las patas mientras parecía flotar en el aire.

—Ve a ver quién es —le dijo su madre, que amasaba la harina con las manos.

Costa dejó que la araña aterrizara sobre el suelo de madera y se preparó para recibir al recién llegado. Oyó cómo su hermana golpeaba el suelo con el pie envuelto en cuero de cerdo. Delante de su casa había un hombre que todavía iba por la vida sin apodos. Nadie lo llamaba aún el Señor o el Príncipe. Ni el Idiota o el Fascista.

—¿Está tu padre en casa? —preguntó Alcibiades.

—Llegará enseguida —contestó Costa.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé, pero sé que ya no tardará mucho en volver.

Alcibiades lo besó en la frente y dijo:

—Por eso quiero tanto a los pastores como vosotros. Tenéis un sexto sentido, que Dios me lleve si no es cierto.

—A Él no lo mezcle en esto, señor Diamandi —dijo la madre de Costa.

Después de secarse las manos, dejó sobre la mesa un plato de queso, el último trozo de pan que les quedaba y aguardiente casero. Su hermano, que estaba allí de visita, salió de la casa sin decir una palabra. No quería tener nada que ver con los Diamandi. Ni ahora ni nunca. Siempre había dicho que no le traería nada de bueno.

Costa hizo caso omiso a su tío e intentó acabar con aquella situación incómoda haciéndole una pregunta a Alcibiades:

—¿En qué trabaja usted?

Alcibiades sonrió por la curiosidad del muchacho y meditó su respuesta largo rato.

—También yo soy una especie de pastor —dijo por fin.

Costa no respondió y se tomó su tiempo para observar bien al hombre. Para la ocasión se había puesto una capa de pastor, pero la había acortado tanto que poco podría hacer contra el frío. La capa negra apenas olía ya a oveja o cabra. Ambos lados estaban unidos por una cadena de eslabones dorados. En el bolsillo del chaleco llevaba colgado de un mismo collar un reloj que fue abriendo a cada minuto hasta que su padre entró. Él sí olía a oveja.

Los hombres se dieron la mano y dos besos en la mejilla, uno de ellos tocó unos pelos más largos que milímetros, el otro un rostro liso como el de una mujer. Más tarde, sus saludos se convirtieron en abrazos.

—Quiero hablar —susurró Alcibiades, y luego miró a la mujer, al hijo y a la hija.

—¡Fuera hace buen tiempo! —gritó el padre de Costa hacia atrás.

—Entonces salid a pasear —propuso la madre de Costa.

Cuando su esposo alzó las cejas, cedió y se llevó a sus hijos al jardín, donde su suegra pelaba patatas.

—Busco hombres con un buen corazón —le oyó decir Costa a Alcibiades cuando cerró la puerta—. He oído que los italianos están de camino y que de nosotros depende que sean ocupantes o liberadores.

—¿Vienes? —preguntó su madre, porque Costa se quedaba junto a la puerta.

Costa siguió la mano de su madre.

—Mi hermano tiene razón, ese señor Diamandi solo trae problemas —le dijo ella—. Es como una araña.

—Sé lo que hay que hacer con las arañas —dijo la hermana de Costa.

Para no tener que contestar, Costa contó los puntos blancos en los prados de las montañas circundantes. A la sazón, Samarina tenía todavía decenas de miles de ovejas. Las rayas negras entre ellas eran los pastores.

Pastores de verdad.

*

Tito llevaba un botón de oro en el hocico, la flor de Pitu. El frescor del verano había vuelto por fin a Crushuva, por lo que el animal se había desprendido de su letargia y conseguía escapar de las garras de Pitu.

—En el rincón contra la valla todavía quedan algunos botones de oro —le dijo a Tito, después de abandonar la persecución.

Los ojos saltones de Tito parecían seguir realmente el dedo. La cosa no fue a más. El animal se agachó hacia la hierba, que todavía tenía que cortarse.

Desde la mano tendida de Emanuil, los días de Pitu se llenaban de reflexiones mientras fumaba en pipa. Pero con mayor frecuencia no pensaba en nada. Entonces intentaba mirar todas las cosas que habían perdido su importancia a través de la niebla que él mismo había levantado.

Бесплатный фрагмент закончился.

1 148,15 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
404 стр. 7 иллюстраций
ISBN:
9788418994296
Переводчик:
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают