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Trei

Torna, torna, fratre, vuelve, vuelve, hermano. Así aparecieron nuestras primeras palabras en la historia del mundo, escritas por Teofilacto. A la sazón provocaron un gran alboroto.

El ejército bizantino cruzaba un estrecho puerto de montaña cuando un burro perdió un gran bulto. Ya no se sabe lo que cargaba el burro, quizá tiendas de campaña, quizá armas, quizá víveres, pero el caso es que arrastraba la carga por el suelo detrás de él. En aquel momento decisivo, esas palabras se fueron transmitiendo hacia delante, como en una carrera de relevos, hasta llegar al arriero y más allá: «Torna, torna, fratre!». Las palabras avanzaban como un ejército, boca en boca sin que las correspondientes orejas las entendieran. ¿Retornar? ¡Regresar, el enemigo se acerca! Todos gritaban las palabras, que ya no se decían para ser entendidas. Cundió el pánico y el ejército se dispersó.

Corría el año 587, entonces ya nos entendían mal.

El único que debía regresar para calmar al animal y trincar la carga era el arriero. Solo él, el hermano.

¿Que quién demonios somos? Simplemente somos, estamos aquí: existimos. Lo que sabemos lo sabemos de nuestros padres, de nuestros abuelos, de nuestros bisabuelos. Lo que somos es nuestra lengua, que hemos aprendido sobre las rodillas de nuestras madres.

Los demás nos llaman valacos. Vlachoi en un idioma, Vlasi en otro, traducido: extranjeros. Muy extraño, puesto que somos de aquí. Se nos puede encontrar en todos los países de los Balcanes. Estábamos antes que los eslavos, ellos que tienen nada menos que siete naciones propias. En definitiva: somos los Balcanes. No tenemos ningún Estado, pero sí una patria histórica: el corazón del sureste de Europa. Surgimos en los Balcanes, en el espíritu de los Balcanes, y somos el punto de partida de una Europa cosmopolita. Fundamos muchos de sus pueblos. No al revés, no a menudo, y cuando sí, fuimos nosotros los que convertimos sus pueblos en ciudades. Allí apenas se nos encuentra ya, pero sí quienes éramos. En Budapest admiran nuestros palacios, en Belgrado nuestras casas señoriales. Construidas por familias con un nombre, nombres que pueden olvidarse porque de todas formas ya se han olvidado.

Nuestra naturaleza es, y en eso estamos todos de acuerdo, que estamos en desacuerdo, salvo sobre dos asuntos: pertenecemos a la Iglesia ortodoxa oriental y nuestra lengua desciende de los romanos. Somos dos grandes imperios en uno.

Para saber quiénes somos es fundamental saber quiénes no somos: no somos rumanos, no somos griegos, no somos macedonios ni búlgaros, no somos albaneses y no somos serbios. Pero queremos a los que no somos. Nos sentimos a gusto en sus naciones. Llamadnos patriotas, porque hemos muerto por su independencia. Somos combatientes, aunque luchemos por otros. Y por ellos nos extinguimos. Sin prisas. Dicen que hablamos lentamente, que somos lentos, y si les damos la razón, nos extinguiremos también de forma lenta y mansa.

A la larga, el fuego siempre nos alcanza. El fuego del demonio, de Ali Pãshelu, el déspota albano-otomano que reinaba sobre nuestros pueblos, fue el principio del fin. En el siglo xviii quemó nuestra Moscopole, centro y cima de nuestra cultura. El fuego nos disgregó y nos dispersó por la región, por lo que no nos convertimos en el Luxemburgo de los Balcanes, sino en la Atlántida del sudeste de Europa. El fuego regresó, una y otra vez, igual que regresó en Clisura, en Samarina, y en todos los demás pueblos que amamos.

Hemos logrado sobrevivir tanto tiempo gracias a la ubicación de nuestras comunidades. En lo alto de las montañas del Pindo, en la sierra de Gramos, en el Pelister. Allí, nadie se entrometía con nosotros. Los griegos dicen que la locura se va a las montañas y por ello, las montañas pertenecen a los arrumanos. Vivíamos en las alturas, como los dioses. Por eso tenemos un idioma y una cultura propios. Todavía. Ahora estamos en América, Australia, Alemania, Francia, en las capitales donde los quesos se venden preenvasados y las personas no saben quiénes son, por no hablar de saber quién es el otro. Lugares demasiado lejanos para regresar de ahí. Necesitamos dinero, dinero y Netflix. Ni siquiera queremos volver. Un hogar lejos de casa también es un hogar. Además, no cambiaría nada. La asimilación viaja más rápido ahora que han asfaltado nuestras montañas. Sobrevivimos a las invasiones de los eslavos, godos, bizantinos, hunos, ávaros, turcos, nazis y comunistas, pero la modernidad es la invasión que acabará con nosotros.

Ayudamos a todo el mundo, desde los romanos hasta los griegos antiguos y nuevos, a todos los Estados de los Balcanes que aún no eran Estados. Pero ¿quién nos ayuda a nosotros? Ni siquiera nos ayudamos a nosotros mismos. No queremos que nos presten atención. La atención atrae al fuego. La atención es oxígeno y preferimos contener la respiración. Así desapareceremos, pues es lo que hacemos. Pero con orgullo: hablemos mientras podamos, que nos oigan. Nos negamos a ser extranjeros en traducción. No somos valacos, sino armãn, eso somos.

Somos arrumanos.

Ved nuestro legado.

Torna, torna, fratre. Nadie osará decirnos esto, porque la muerte impide cualquier regreso.

Extrañadnos.

*

El miedo a la burla hizo que el niño se olvidara de enfadarse y le entregara su móvil a Pitu. Era ya el segundo que se incautaba este.

—No puede hacerlo —le dijo el niño después de haber apagado el videojuego. Los sonidos de tanques y balas enmudecieron—. Ni siquiera es un maestro normal.

—Soy tu madre —respondió Pitu—, porque os enseño la lengua de vuestras madres.

Señaló a los niños, que lo miraban fijamente. Se reían.

—En esta clase podéis llamarme maestro, señor o mamá.

—Mi madre es una puta —murmuró alguien lo suficientemente alto. Pitu no vio quién era, aunque oyó que la voz pertenecía a uno de los chicos que estaban al fondo del aula. Sabía que no debía reírse, pero no pudo contenerse y le hizo ese cumplido.

—¿Puedes decir eso en nuestra lengua? —preguntó mirando a la última fila.

Los niños se rieron. Alguno de ellos preguntó si Pitu, su mamá, podía ser el primero en recitarlo, tal como mucho tiempo antes habían aprendido a recitar el alfabeto y a contar hasta diez. Unu, uno, doi, dos, trei, tres, patru, cuatro, tsintsi, cinco, shasi, shapti, optu, noauã, dzatsi. Diez. Cómo sumar y restar los números, lo aprendían en macedonio, en un aula no lejos de allí.

—Va, venga, que así aprenderemos —insistió una niña de la primera fila.

Era de esas que lo decían en serio. Su madre le había enseñado la vieja lengua y seguramente la palabra puta era de las pocas que no conocía.

Pitu negó con la cabeza. Les daba a los niños no solo su lengua en custodia.

—Más importante que nuestro idioma es nuestra actitud. Nosotros éramos alguien y por ello debemos intentar ser siempre alguien, por difícil que resulte en estos tiempos. Nuestras madres no son putas. Porque cuidan de nosotros, nosotros cuidamos de ellas. Las queremos, como queremos a nuestra limbã di dadã, nuestra lengua materna.

—También la queremos a usted, mamá —dijo uno de los chicos de detrás.

Dios, cuánto se había encariñado Pitu con esas clases. Su propia madre solo hablaba arrumano. Ahora había niños que solo sabían hablar eslavo-macedonio. Él no pedía nada a cambio de impartir clase, contento de poder hacer algo por la comunidad enseñándoles a sus descendientes la lengua que habían mamado del pecho materno. A veces, Pitu permitía que los padres le hicieran algún regalo, como a un sacerdote o como al alcalde que ya no era. Un pan, una tarta de calabaza, una botella de rakia. Aquella mañana había considerado durante un minuto entero llamar al director para decirle que no iría. Tenía motivos de sobra. Los niños ya se las apañarían solos. De todas formas, faltaba poco para las vacaciones de verano y así podrían ir acostumbrándose a las lánguidas mañanas que estaban por venir. Pitu ya no tenía ninguna obligación, nunca más. Su cuñado sí, Samarina sí, y también a los niños de su clase les esperaba una vida entera de obligaciones, pero él solo debía morir. En aquel minuto de duda, le pidió otro café a Anna y volvió a llenar la pipa. Cuando Anna le hubo dejado el café delante y se trabó la lengua con un tsi fats, un simple «qué tal», Pitu decidió que iría. Vació deprisa la taza y se levantó para dejarles el sitio a dos turistas pesados. La pareja se abalanzó sobre las sillas como si hubiesen trepado desde el valle hasta Crushuva, no, como si hubiesen llegado a rastras desde occidente. La mujer pidió agua a gritos. Anna ni siquiera estaba por ahí. Si no le hubiese costado demasiado correr, Pitu habría hecho un esprint hasta la vieja escuela.

No todos los niños veían la utilidad de aquellas horas de clase. Ni siquiera cuando él les contó que así aprenderían más fácilmente el italiano o el español. Y puesto que también hablaban el eslavo-macedonio, ¡tendrían acceso a dos familias lingüísticas! Casi nadie tenía ese lujo en este país, ni siquiera los albaneses, que tenían una familia para ellos solos. En cualquier caso, Pitu no tenía que venirles con nostalgia. Eran demasiado jóvenes para eso. Vivían para el futuro. Solo después de la pubertad empezarían a añorar los tiempos que nunca más revivirían. Algunos de estos alumnos se maldecirían algún día por haber preferido capitanear un ejército virtual que aprender a conjugar un verbo cantando.

—Cã-cã-cã! Cãntã cucotlu, cã-cã-cã! —el gallo cantarín de Pitu causó impresión, pero no tanta como la campana que liberó a los niños de sus pupitres y, quizás lo más importante, a los dos móviles del cajón del maestro.

El chico se pasó la mano por la camisa y dijo hábilmente:

—Haristo multu.

Apenas había pronunciado su agradecimiento cuando su móvil empezó a emitir sonidos. Su ejército lo había echado de menos.

Pitu hizo el saludo militar. Ya no era una madre.

Volvía a ser el moribundo.

Decidió ir a casa dando un rodeo. El pueblo florecía. Salvo durante su luna de miel, Pitu no había pasado una sola noche fuera de Crushuva. Melina, su flamante esposa, dijo que quería ir al mar, pues de lo contrario no se casaría con él. Pitu no pudo convencerla de que se quedaran en el pueblo y sellaran su matrimonio en el hotel de montaña un poco más lejos. Con el dinero que se ahorrarían en el viaje podrían haber arreglado su casa. ¿Acaso no quería pintar las paredes de amarillo claro? ¿Y no quería una bañera, y una cocina con un horno moderno? Melina se mantuvo inflexible: no quería ver ningún amarillo claro, sino azul marino. Así que partieron hacia la costa de Yugoslavia, la federación que les había impuesto a todos arresto domiciliario. Pitu quería seguir hasta Istria, en la actual Croacia, porque sabía que allí vivía gente que hablaba un dialecto de su idioma, tan lejos de todos los demás valacos. La etnia más pequeña de Europa, dicen. Pero nunca llegaría a hablar con ellos, y no porque fueran difíciles de encontrar. Después de pasar por Kotor y la marmórea Dubrovnik, Melina decidió que el matrimonio ya era de por sí un viaje. El mar le dolía. Tenía miedo. Al otro lado de aquel azul profundo estaba la libertad. El agua, que parecía tranquila, la retaba a robar una barca y navegar hasta Italia, donde todas las mañanas practicarían el deporte de maldecir a los comunistas. Tenía que alejarse de la costa, antes de zambullirse en el mar y ahogarse sedienta de libertad absoluta. Todo eso le había susurrado a Pitu en el oído, antes de preguntarle si no le parecía mal volver a casa.

—Si tú lo quieres, tesoro.

Desde entonces, él dormía cada noche en su propia cama en su propia casa y en su propio pueblo. Había rechazado cualquier otro lugar. Bien era cierto que su pueblo era un pueblo de pastores, comerciantes y guías —personas que pasaban los veranos y los inviernos en otro lugar— pero Pitu permanecía en Crushuva porque el pueblo lo necesitaba. Igual que sus antepasados habían conducido a extranjeros, ejércitos y viajeros por las montañas, así guiaba él a los pueblerinos que tanto quería.

¿Por qué iba a dejar de hacerlo? Mi muerte no puede ser una excusa para abandonar nuestro Crushuva, pensó.

Volvía a estar delante de la casa con el tejado desmoronado. Uno de los gatitos se le acercó maullando. Era una gatita atigrada con legañas en la comisura de los ojos. La cabeza parecía demasiado ancha para su cuerpo enflaquecido por el hambre. Las costillas eran rayas adicionales en su pelaje. Pitu había olvidado meterse una rodaja de embutido en el bolsillo. Lo único que podía ofrecerle era tabaco. Mientras el animalito se deslizaba por sus tobillos repartiendo de vez en cuando algún cabezazo, Pitu buscaba a la madre. Le dio una patada a una piedra. El animal la siguió corriendo y volvió porque la piedra se hacía la muerta. Después de un cuarto de hora, Pitu cogió a la gatita y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Cabía justo.

—Cariño, ya nos preguntábamos cuándo volverías a casa —dijo Ecaterina cuando Pitu cerró la puerta tras de sí.

¿Es que no le había dicho que habían acabado? Samarina estaba sentada a la mesa con su ex. Ecaterina había traído bizcocho. Bebían café de tazas que su mujer se había traído de su casa paterna después de la boda. Pitu colgó la chaqueta en el respaldo de la silla mientras miraba a las mujeres con extrañeza. El bolsillo de su chaqueta se movió violentamente. Su ex incluso se olvidó de decirle que había un perchero en el pasillo. A Pitu, la escena le recordaba demasiado a una emboscada. ¿Se habrá ido de la lengua el médico?, se preguntó. Ecaterina tiró los posos del café de la taza. Había buscado el futuro, vio Pitu. Bobadas, pensó, aunque no las tenía todas consigo.

—Siéntate ya, papá —dijo Samarina.

Pitu echó la silla hacia atrás y se dejó caer en ella. Como de costumbre, no le podía negar nada a su hija. Ni siquiera logró rechazarle el café. Ella le dio la taza que llevaba pintada una delicada flor rosa. Su mujer le había dicho cien veces qué tipo de flor era y, sin embargo, él lo había olvidado, igual que habían quedado olvidados muchos recuerdos que en otro tiempo parecían menudencias. ¿Empezó a caminar Samarina al año o a los dos años? ¿A la carne picada se le echa solo tomillo o también romero? ¿Hay que meter dentro la adelfa antes de que llegue el invierno, o no?

Pitu se sobresaltó por los chillidos de las dos mujeres. La gata había salido del bolsillo de su chaqueta y con sus patas inestables había saltado sobre la mesa. La nariz la guiaba hacia el bizcocho. Del susto, Ecaterina había derramado los posos del café. Los ánimos se calmaron apenas cuando vieron que no era un ratón.

—Pero ¿qué tenemos aquí? —exclamó Samarina dando una palmada. Cogió a la gatita por la barriga y se la puso en el regazo. La gatita maulló. Ella le dio unas migajas de bizcocho. El animalito parecía guiñarle de agradecimiento.

—¡Qué monada!

—Es para ti —dijo Pitu.

Se había metido al animal en el bolsillo sin pensárselo y solo ahora comprendía lo importante que iba ser esa bola de pelo. La gatita no solo había sido salvada, era la salvación de su hija. Cuando él estuviera muerto, la gata la consolaría. Ronronearía sobre su certificado de defunción y amasaría el aire hasta que Samarina pudiera volver a sonreír. Pitu tomó un sorbo de café para reabrir su tráquea. Prosiguió:

—Su madre se perdió y ya he dicho otras veces que va siendo hora de que tú hagas de madre, así que aquí tienes. Así seré un poco abuelo.

Samarina lo oía solo a medias mientras besaba las orejas prácticamente peladas de la gata.

—Como eres una mierdecilla, te llamaré Cãcat.

Sin duda es una caca, pensó Pitu, mientras contemplaba a su hija, que se dejaba lamer la nariz por Cãcat. Si no hubiese sido mayor de edad, él le habría dicho algo al respecto. Samarina se reía. Ecaterina parecía incluso más feliz que su hija. Dado que la cabeza de la gata estaba ocupada, ella le hacía cosquillas en la espalda y dejaba que la cola se deslizara entre sus puños.

—Vamos a cuidar bien de ti —dijo Ecaterina. Mirando primero a Pitu y luego a la gata.

Pitu removía su café, que no llevaba azúcar porque Ecaterina lo consideraba poco saludable, y deseó allí mismo poder desaparecer en el remolino. Un volcán en negativo. He tenido suerte de no conocer nunca a mi padre, pensó de repente. No se puede perder a un padre que no se tiene.

Cãcat saltó al suelo. Se estiró brevemente, se lamió el hocico y se fue a explorar la casa que debía convertirse en la suya por el resto de su vida. Las borlas de la alfombra turca no le gustaron nada. Les bufó, les dio un zarpazo y luego se fue a la cesta de periódicos como si no hubiese pasado nada. Allí se tumbó, volvió a mirar la mesa donde los tres humanos vigilaban el bizcocho y cerró los ojos.

*

La madre de Pitu volvió a hablarle una vez más del principio y del final, que para él tal vez era más importante porque ese final había significado su principio.

Costa ya no reconocía el camino que atravesaba este lado de las montañas. Todo era distinto desde que Europa volvía a estar dividida. Incluso los postes de dirección habían sufrido debido a la guerra. Algunos apuntaban adrede hacia el lado equivocado. Los ordenados alemanes no estaban acostumbrados a eso. Gasear a judíos, perfecto, pero la señalización era sagrada.

Cuando los otomanos todavía recaudaban impuestos, el padre de Costa se lo había llevado en más de una ocasión a Manastır, como llamaban los turcos a la ciudad, por Monastíri, el nombre que los griegos le habían dado. Su padre llamaba a la misma ciudad Bituli, y Costa seguía su ejemplo. En aquella época viajaban en burro. Es decir: el burro transportaba el queso y las alfombras de lana en grandes sacos, que se balanceaban sobre su tupido pelaje. Recorrieron todo el trayecto a pie, por muy vergonzoso que fuera, pues caminar era para burros y mujeres. Costa no estaba de acuerdo con eso. A él le gustaba la cadencia de la marcha. Además, les habían robado el caballo y antes de poder comprar otro, tenían que vender el queso y las alfombras. El año anterior, Costa aún había podido viajar a lomos del burro. «Pero tu madre te dio demasiado de comer».

Costa llevaba en la sangre aquel tipo de viajes. Y seguía disfrutando de ellos.

Ascendía y ascendía, y cuando no notaba la altitud en las piernas, la notaba en los pulmones. Reconocía el aire que era igual de puro en su pueblo natal. Un hombre achaparrado se quitó el fez ante él y le deseó las buenas tardes en dos idiomas. Costa respondió al saludo en arrumano y supo que aquí le darían pan, suave y sabroso como podía serlo el sudor de la mujer adecuada. Y queso, por supuesto, cãshcãval como no tenían en ningún otro lugar.

Había un pequeño mercado. Cinco valacos hacen un mercado, pensó Costa recordando un refrán griego. El mercado que justo después de la guerra empezó a llenarse cada vez más y después, por precepto socialista, se fue tornando cada vez más magro. Le compró dos pares de calcetines usados a un hombre que había perdido las piernas por culpa de una banda de malhechores. Podía llevarse un tercer par por la mitad del precio.

—Pero tiene un agujero en el dedo pequeño —observó Costa.

Al principio, el hombre se rio, luego lo miró con gesto grave.

—Dentro de un tiempo, nadie podrá permitirse llevar calcetines. ¡Te lo juro! —Entonces dejó de lado la seriedad y volvió a reírse más que antes—: Afortunadamente, yo no lo notaré.

Se golpeó con fuerza en los muñones que dejaba al aire. Costa miró las rodillas zurcidas y creyó oler la carne cauterizada. Pagó y se llevó también el tercer par.

Se dirigió hacia un muro contra el cual se apoyó cuando se descalzó. Se quitó los calcetines viejos, movió los dedos de los pies y se enfundó los calcetines nuevos. Una pizca de felicidad. Siguió paseando por el mercado y pasó delante de ristras de ajos y cestas llenas de pimientos verdes. Cuando se disponía a comprar un trozo de queso de oveja a una mujer que había expuesto sus quesos sobre una puerta tumbada, vio a Aretia. Ella también lo había visto, pero él aún no lo sabía. Aretia no le quitó el ojo de encima desde el momento en que la vieja Dina empezó a reírse del extranjero que se había parado delante de su puesto. La joven no bajaba los ojos, ¿por qué iba a hacerlo?

Costa había cambiado su hambre de alimentos por una de otro tipo, y se alejó de la mujer que vendía los quesos de su marido. Ni siquiera saludó a la joven antes de acercársele. Se plantó de pronto delante de ella. Aretia se apartó un mechón de los ojos; en aquella época, su cabello todavía no era gris, sino de un castaño que casi parecía caoba. Más tarde, en la paja, ella se daría cuenta de que, en las patillas, él ya tenía algunas canas. No era raro después de todo lo que había vivido.

Puesto que Costa hablaba mal el macedonio —que él aún llamaba búlgaro—, la abordó en arrumano.

—Tú no estás en venta —le dijo—. Pero yo quiero tenerte.

Le besó la mano, como consideraba que debía hacerlo, y le pidió que le perdonara su franqueza. Tenía prisa, le explicó sin explicarse.

—Me llamo Costa. ¿Y tú?

—Me llamo Aretia.

—Aretia, tengo hambre —dijo.

—¿Qué te apetece?

Después se llevó a Costa de la mano. No a su casa, por supuesto que no. Allí no llegaría a ir nunca. Sus padres no sabían nada. Al menos, su padre estaba fuera y dejaba la familia a su mujer, que se alegraba de que su hija hubiese perdido por un instante su malhumor. Tampoco le importó que de repente desapareciera medio pan y un pedazo de queso. Ni siquiera la ausencia de su hija parecía preocuparla. Se contentaba con que pasara de vez en cuando por la casa para demostrar que no la habían secuestrado. Había presenciado cosas peores. Aretia gozaba de la confianza de su madre.

Injustificadamente.

Siete días más tarde, apenas unas horas después de que Costa emprendiera el camino al sur y abandonara para siempre Crushuva seguido por su propia nube de polvo, Aretia vomitó ensuciando la pared exterior del cobertizo. El ácido siguió las grietas de la madera y penetró en la tierra. Ella jadeó en busca de aire. Qué pronto siento la ausencia, pensó. Le venía de su madre. El amor las enfermaba. Siempre que su marido abandonaba el pueblo para vender sus cuchillos y cucharas en Bituli, Pãrleap, o incluso más lejos, su madre parecía pegada a la cama el primer día. Entonces, Aretia tenía que llevarle pan seco y dos cubos. Al día siguiente, la madre vaciaba los cubos detrás de la casa y retomaba su vida cotidiana.

Ahora era su madre la que le llevaba cubos y pan. No se dijeron nada. Los días siguientes, Aretia apenas se sentía mejor. Comía cada vez menos, y sin embargo se llenaba cada vez más. Un día, su madre la miró fijamente y le apretó los pechos. Con fuerza. Aretia chilló. Apartó de un golpe los brazos de su madre.

—¿Cómo se te ocurre? —gritó.

Su madre no le contestó. Sin decir nada, se fue a la habitación trasera y regresó con una cuna de madera en cinco piezas. Cantando, armó la cunita de fabricación casera.

—Y aquí está lo que no estaba —dijo después de deslizar el fondo en la cuna y dar un paso atrás para observar el resultado. La cuna estaba en medio de la habitación, para que Aretia no pudiera pasarla por alto.

—Si le pones al niño el nombre del padre, te lo quitaré y lo entregaré al convento —le advirtió su madre—. El niño es solo tuyo, tuyo y de Dios.

—Le pondré el nombre de Pitu Guli —respondió Aretia sin pensar.

Su madre la abrazó. No estaba claro cuál de las dos empezó a llorar.

—¿Y si es una niña?

—No lo será —le prometió Aretia.

—¿No querías una niña? —preguntó Pitu cuando su madre hubo acabado de contar.

—Te quería a ti —le contestó ella, después de haberle acariciado la suave mano de niño.

—¿Qué opinaba el abuelo?

—Ya sabes que las mujeres como nosotras no permitimos que nadie nos dé órdenes. Él no dijo nada. Mi barriga que iba creciendo era para él la prueba de lo divino —dijo—. No es que fuera un idiota. Tú has heredado su cerebro.

El abuelo de Pitu dio vida a dos hijas y cuatro hijos, dos de los cuales volvieron del campo de batalla con los pies por delante. Perdió a uno por los alemanes y a otro por los búlgaros, y no estaba dispuesto a perder a su hija menor por un arrumano griego que no le sembró una bala, sino una pequeña alegría.

—Recuerdo que te cogió en brazos y dijo: «Este no conocerá la guerra». Después se fue a su taller y me hizo este colgante.

Aretia acarició el sol de metal que su padre llamaba plata, pero no porque no supiera que no era plata, sino porque su hija se merecía más que un pedazo de hierro.

Aretia no sabía qué había sido de Costa, no quería saberlo. Una semana más tarde, cuando volvió al cobertizo abandonado para oler su encuentro amoroso, vio un saco cerrado tirado en un rincón. Hasta entonces no le había llamado la atención. Su interior contenía algunas monedas y la pipa tallada a mano que habían compartido después de correrse.

Aretia fue a sentarse en una paca de paja y machacó carbón con una piedra, metió el polvo en un cuenco y le añadió un poco de rakia. Con la brizna de paja más inflexible que pudo encontrar empezó a mezclar el brebaje. No podía convertirlo en oro, pero se parecía mucho al aceite. Apretó el cuenco entre las rodillas y se arremangó. Puesto que no tenía a ninguna amiga aquí, lo hizo ella misma: se apretó la punta de la paja en el brazo y se dibujó muy lentamente un sol en la piel. Dejó el cuenco en el suelo y se quitó el pendiente. Si pincho fuerte, podré hacerlo con esto, pensó. Empezó con el primer rayo de sol. Lágrimas sobre las mejillas, sangre en el antebrazo.

Tras la muerte de Aretia, Samarina heredó el sol de falsa plata. En realidad, era demasiado joven para llevar la joya, pero Aretia opinaba que podía hacerlo. La nieta lo perdió en la escuela. Por supuesto, nadie volvió a encontrarlo jamás.

El sol tatuado en el antebrazo de Aretia nunca se perdió.

*

Cãcat ya no cabía en la palma de Pitu. Los gatitos crecían rápido. Come demasiado, pensó Pitu, y con las uñas arrancó un trozo de queso y se lo lanzó a la gata, que lo cogió al vuelo haciendo una pirueta. El animal emitió un agudo maullido antes de empezar a saborearlo. Ecaterina, que seguía pasando por allí todos los días, pero ya no lo besaba en la boca, siempre le daba a la gata un montón de pienso en el que mezclaba restos de su propia comida. Cuando Cãcat se sentaba en el alféizar de la ventana, Pitu sabía que su exnovia estaba cerca.

Ahora, Cãcat se fue a tumbar en la franja de sol que partía la habitación en dos. Aprendía a lavarse. Su cola la distraía constantemente de su labor.

Pitu volvía a tener una cita con el médico. Decidió no acudir. ¿Por qué iba a hacerlo? Le quedaba demasiado poco tiempo para dejar que le escucharan el corazón. Su corazón todavía funcionaba, pues de lo contrario no estaría aquí, de lo contrario, no seguiría enterneciéndolo ver a Cãcat intentando en vano cazar a una mosca.

—¿Has visto mi chaqueta?

Samarina estaba delante de él con las mejillas pálidas.

—Blanca con flores lilas —añadió—. No la encuentro por ningún lado.

Aquello conmovió a Pitu. La joven mujer se convertía a veces en una niña.

—Sé a qué chaqueta te refieres —le contestó—, te queda divina con ese viejo vaquero mío.

Samarina negó con la cabeza.

—Eres imposible…

Quería marcharse.

Pitu se levantó rápido y la retuvo agarrándola con cuidado por la muñeca.

—Tengo que decirte algo —dijo sin querer decirlo.

—¿Sabes dónde he dejado mi chaqueta?

—No, me refiero a que tengo que preguntarte algo, más bien eso. ¿Quieres pasear conmigo por las montañas? Solos tú y yo. Como antes. Solo que ahora tendrás que esperarme más a menudo, y no al revés, y yo ya no podré llevarte en hombros cuando estés cansada.

Samarina titubeó, Pitu lo vio, ya le había soltado la muñeca. La niña volvía a ser mujer.

—Estás muy ajetreada, lo entiendo. ¿Otra vez, quizá?

—He quedado para ir a ver una película en la ciudad —dijo.

A una hija mía no se le ha perdido nada en la ciudad, pensó Pitu, una hija tiene que estar en las montañas. Asintió con la cabeza para darle a entender que le parecía bien.

Samarina se fue corriendo descalza a la otra habitación. Cãcat inició la persecución y fue a cazar los dedos de sus pies. A juzgar por las risas, la había pillado.

Ella sí.

Después de que su hija se hubiese marchado y de que él hubiese saludado a Gjoko desde el umbral, encendió rápidamente su pipa.

—¿Pitu?

El médico llamó a la puerta. Su voz traspasó el fino vidrio. Que si todo iba bien. El tono delataba el pánico profesional. Pitu se fue al vestíbulo para dejar entrar al griego. Delante de él no solo estaba el médico, sino también el sacerdote Constantine. Uno vestido de blanco, el otro de negro. Esto era una partida de ajedrez. Pitu no tenía ni idea de cuál sería la siguiente jugada. Solo sabía esto: cuando un médico y un sacerdote se presentan juntos en tu casa, algo sucede.

—Estás vivo —suspiró el médico.

—Gracias a Dios —dijo el sacerdote Constantine, santiguándose.

—Me diste seis meses, no seis días. ¿O es que en Grecia se desdicen sobre ese tipo de cosas?

—Es el mismo de siempre —le dijo el griego al sacerdote, que se reía, pero parecía algo incómodo.

Pitu volvió a la cocina y preparó café en su cezve, la cafetera de cobre que le había comprado a un mercader turco.

—Cerrad rápido la puerta, de lo contrario se escapará la gata. Mi ex dice que todavía tiene que crecer.

El médico, el sacerdote y el exalcalde tomaron asiento detrás de la casa. En la sombra de la parra, las molestias del calor eran soportables, aunque las molestias de la visita sorpresa no se dejaban aplacar. Pitu preguntó a sus invitados cómo estaban. Respondieron que estaban bien.

—Es que vosotros no os vais a morir —dijo.

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9788418994296
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