Читать книгу: «Si la adelfa sobrevive al invierno», страница 4

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—Voy a ser padre —dijo el sacerdote.

—Eso viene a ser más o menos lo mismo —dijo el médico.

—Dicen que serán gemelos.

—En tal caso es exactamente lo mismo —dijo el médico, que con sus cinco hijos se encargaba él solito de aumentar la población griega de Crushuva. El sacerdote se levantó y se paseó por las tomateras hacia el peral.

—Tu árbol tiene roya —observó—. Eso es porque el mes pasado llovió tanto. —Constantine cogió una hoja, masculló algo y se santiguó—. Es mejor podar y quemar todo lo que tenga roya —dijo después.

—Por desgracia, en toda mi carrera solo he tenido que amputar algo una vez —dijo el médico, quien después de probar su café le puso una cucharada más de azúcar—. Aunque apenas cuenta porque era un dedo de pie congelado. Se caía de solo mirarlo. —Acto seguido encendió un cigarrillo y volvió a preguntar cómo estaba Pitu, pero ahora en serio. Antes de que este pudiera responder, el médico prosiguió—: Tú nunca te olvidas de una cita. Nunca. Por muy innecesaria que parezca. En ese sentido no encajas aquí en el sur.

Eso pensaba también Pitu a veces. ¿No debería estar viajando, como habían hecho sus antepasados, como su padre que había visitado media Europa —la mejor mitad por supuesto—, como sus dos abuelos que, cada cual por su lado, habían ofrecido sus productos en casi las mismas ciudades, que quizá se habían visto, incluso hablado, y que siempre habían vuelto a su pueblo en lo alto de las montañas, a Samarina y a Crushuva?

El sacerdote se sentó, se sentó a escucharlo.

—Anoche no podía dormir, pese a que no deseaba otra cosa —dijo Pitu—. No lo conseguía. ¿Qué pasa si no me despierto? No estoy listo para eso. Aún no he terminado aquí.

—¿Cómo está tu hija con la situación?

Pitu miró al sacerdote y dijo:

—Se alegró de que el médico no encontrara nada grave.

Los tres señores, pues eso eran, callaron y se tomaron al mismo tiempo el último sorbo de café, para que llegara antes la hora de tomar algo más fuerte. Puesto que estaban juntos, Pitu preguntó si podía coger la baraja.

Una partida de cartas no podía hacerles ningún daño.

Desde el otro lado de la ventana, Cãcat observaba al trío.

Patru

Aún estoy vivo, pensó Pitu. Se despertó de la siesta porque su tumbona crujía, o su tumbona crujía porque Pitu fue arrojado tan repentinamente de vuelta a la vida. Delante de sus pies saltaba un mirlo. No una corneja, que podía esperarse aquí, ni siquiera una grajilla. De todos los pájaros oscuros, le habían enviado al más amable. Su cabeza se movía mecánicamente. Por un breve instante, el pájaro miró a Pitu, gorjeó, como si deseara buenos días al humano. Después giró el ojo hacia la hierba pajiza y hundió el pico en la tierra que había debajo. Se volvió a erguir y se acercó saltando al peral que, cuando el sol se hallaba en la posición correcta, se convertía en una sombrilla. Una lombriz se contorneaba en su pico. Pitu se alegraba por el mirlo y se preguntó por qué no se entristecía por la lombriz. Las lombrices no eran importantes.

Se levantó de la tumbona, se quedó de pie unos instantes, sacudió la cabeza para espabilarse y se dirigió al cuarto de baño. Antes, hacía su aseo en el cagadero que había detrás de la casa, que llamaban así porque olía y tenía el aspecto de uno. Una palabra mejor era impensable. En aquella época, todavía no tenían cuarto de baño. Recordó las veces en que tuvo que ir a por agua porque su madre quería lavarse en una tina de madera. Una vez que ella había acabado, le tocaba el turno a Pitu. Entonces, con su cuerpo, él teñía de negro el agua gris. A Pitu le gustaba cagar y mear dentro de casa, pero a veces añoraba el agua que sabía a su madre.

Tenía la piel caliente por fuera. Se humedeció la cara con una manopla mojada y se blanqueó las mejillas con jabón y brocha de afeitar. Cuando era alcalde, se afeitaba mañana y tarde. Exactamente a la una, todos sabían que los aseos de caballeros eran suyos. A Pitu le gustaba tomarse su tiempo. Incluso ahora. Con prisas solo se conseguía un cuello ensangrentado. Con hombres que se cortaban al afeitarse le gustaba aún menos hacer negocios que con hombres con barba.

Ahora ya llevaba tres días sin afeitarse. Se tensó la piel y se rasuró los pelillos de la cara. Con cada pasada, se sentía más fuerte. Era como si cortara el tumor con sus propias manos. La operación que no podía hacerse. La hacía él. En el remolino de agua encima del desagüe flotaban los pelos oscuros. Primero tensó el hoyuelo de la barbilla, para que la cuchilla pillara los pelos que se escondían en la hendidura. Se miró en el espejo. Con el dedo se acarició los pelos debajo de la nariz. Si miraba bien, no se parecía a sí mismo, sino al hombre al que él llamaba padre con los ojos cerrados, a falta de una imagen mejor.

El bigote se quedaba.

Pitu cogió la manopla y se quitó los restos de jabón de afeitar de las mejillas. Se puso loción para después del afeitado en la cara. Lavanda, cedro, pino, quizá también musgo. No picaba, así debía ser. En la encimera cortó una rebanada de pan que se llevó fuera, donde volvió a sentarse en la tumbona. Tomó un bocado. El mirlo seguía allí. Volvió a mirar a Pitu, después al suelo sobre el que saltaba. Bajó la cabeza y su pico desapareció entre las briznas de hierba. Nada. Con las uñas, Pitu sacó un poco de pan de la rebanada y formó una bolita entre los dedos. La lanzó a la hierba. El mirlo se abalanzó sobre el pan, como si jugara a atraparlo. Pero no se lo devolvió. El ojo enmarcado en amarillo miró de nuevo a Pitu. Se oyó un gorjeo. Era casi una amenaza. Pitu obedeció gustoso.

Pensó en soñar y volvió a quedarse dormido.

Las maldiciones del mirlo lo despertaron. Ahora que Cãcat ya daba sus primeros pasos precavidos por el jardín, el pájaro se había encaramado a los arbustos. Samarina también salió con un frasco de esmalte de uñas y una hoja de papel de cocina, y acarició la cabeza de Pitu, la cabeza que poco a poco le costaba a él la vida.

—Es como si Cãcat nunca hubiese visto la hierba —le dijo.

El mirlo no parecía dispuesto a callarse o a salir volando, y advirtió a otros pájaros que había un depredador en el suelo. El propio depredador masticaba una mariquita. Después se concentró en las briznas de hierba que se le habían metido entre las almohadillas. Las olió y las probó. No estaban hechas para eso. Cãcat se tumbó y rodó unas cuantas veces hacia uno y otro lado.

El mirlo, decepcionado por la furia de su nuevo enemigo mortal, emprendió el vuelo.

Samarina ya no pudo aguantarse más y cambió la cabeza de su padre por la barriga de su mascota. Pitu solo quería mirar a su hija. Estaba agachada sobre la gatita: si intentaba huir, ella atacaría. Respondió a las miradas de su padre. Sus mejillas se llenaron, por enésima vez, con una sonrisa contenida.

—¿Qué? —preguntó Pitu.

Se inclinó hacia delante e intentó atraer a Cãcat con una ramita seca de adelfa que hacía bailar entre sus dedos.

—Es ese bigote —respondió su hija. Se echó a reír y arrancó unas briznas de hierba, que sostuvo bajo la nariz—. Ni siquiera te pareces a mi padre.

Pitu guardó en su memoria la risa de su hija. Durante los siguientes segundos, este momento fue aquel momento. Un tierno recuerdo. ¿Para él? ¿Para ella?

—Me parezco a mi padre —dijo Pitu.

*

En realidad, Costa era demasiado joven para la Primera Guerra Mundial. Aunque eso no le importó en absoluto a la Primera Guerra Mundial. El gobierno griego consideraba que Costa era lo bastante mayor para matar. Casi cuatro años después del asesinato del archiduque Francisco Fernando, Grecia movilizó sus tropas. Austria-Hungría, Alemania, los otomanos y Bulgaria contra Serbia, Francia, el Reino Unido, y ahora también Grecia. Una pequeña guerra que debido a los tratados se fue haciendo grande. Gracias a la leche y el queso de su infancia, Costa había crecido un metro ochenta, una estatura que los griegos reclamaron para su lucha contra los búlgaros, que a su vez vinieron para exigir su porción de Macedonia en nombre de las potencias centrales. Era la lucha de los griegos. Costa no quería saber nada de ella. El partido griego del pueblo lo había marcado como militar en potencia. Solo entonces se enteró de que las madres también podían maldecir. Cortaron de un tajo su juventud. El que podía matar, también podía morir.

—Dumnidzã easti Sãmãrnjatu —le dijo Costa al búlgaro que le apuntaba ni más ni menos que con el cañón de su propio fusil. Ya no recordaba cómo había perdido su arma. Tenía el ojo derecho cerrado, y el izquierdo se llenaba de sangre que le goteaba de la ceja. Las detonaciones y los silbidos alrededor de Costa y del búlgaro parecían haber disminuido. Lo único que importaba era ese último disparo.

—¡Cierra el pico, niño! —gritó el soldado en su propia lengua, que Costa entendía.

Entre la anterior y la actual guerra contra los búlgaros, su padre había hecho muchos negocios con el antiguo enemigo, que poco antes había sido un aliado: esas cosas pasaban en los Balcanes.

¿Por qué iba a callarse? Ya tendría todo el tiempo del mundo para hacerlo después del último tiro.

—Significa «Dios es samarino» —le explicó.

Cerró los ojos y supo que se había acabado. Nunca follaría. Había sido demasiado joven para eso.

Ojalá se hubiese negado, pensó en sus últimos minutos. No, ojalá hubiese huido, puesto que negarse era imposible si quería seguir vivo. Lo habrían ejecutado allí mismo si hubiese dicho que tenía algo mejor que hacer y que se lo volvieran a preguntar en cuanto amenazara la siguiente guerra. Así que fue a por un uniforme, que encima le quedaba corto de piernas y brazos. Con eso solo había conseguido un mes más. El búlgaro lo obligó a arrodillarse.

—¿Y qué? —preguntó el soldado.

Cuanto más esperaba, más pensaba Costa que era también la primera guerra del búlgaro. Tenía las patillas de pelusilla.

—Que yo también soy de Samarina. Dios es mi vecino.

—Si eso es cierto, vete rápido a casa —respondió el búlgaro.

Apuntó. La punta de la nariz de Costa desapareció en el cañón del fusil.

¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo! Costa oía el eterno eco. Ahora le tocaba a él decirlo.

—Hazlo…

Habría podido ser un bonito día de mayo.

El disparo. Costa cayó de bruces.

¿Estaba en casa?

Ojalá estuviera en casa. Abrió los ojos y no probó la tierra de Samarina. Entre sus dientes crujía el sabor del hierro, de la sangre. La tierra mancillada del campo de batalla de Liumnitsa. Costa contempló los ojos sin vida del soldado búlgaro. Ambos estaban tendidos nariz contra nariz. La sangre del otro salía del cráter que tenía encima de su oreja. La tierra reseca la chupaba, ansiosa de convertirse en barro.

Aquel país seguiría siendo griego, se ratificaba con la muerte.

—¡Levántate, muchacho! —le gritó el comandante. Costa, que sabía tantos idiomas, parecía haber olvidado el griego que se impartía de mala gana en la escuela rumana de Samarina. El comandante izó al joven agarrándolo por los dos brazos—. Aquí ya hemos acabado.

Costa apenas se tenía en pie. A lo lejos, los soldados franceses —que habían venido desde Salónica para prestar ayuda— arrastraban una pieza de artillería móvil y blindada que habían arrebatado a los búlgaros. Uno de ellos se había encaramado a ella, se había sentado a horcajadas con el cañón saliéndole de la entrepierna, y gritaba como un niño subido a las espaldas de su padre.

Los muertos no tardaron en arder. O tal vez, los que lo merecían fueran enterrados. Aparte de los franceses, todos eran ortodoxos, tanto las víctimas como los asesinos victimizados. Costa no sabía muy bien cómo funcionaban esas cosas. Era su primer campo de batalla. Y esperaba que fuera el último, pero se equivocaba.

Dejó tras de sí las trincheras. El comandante lo envió al pueblo cercano, cuyos habitantes hablaban una lengua que Costa entendía sin hablarla. Al menos, los que no habían huido por el olor de los muertos. Los lingüistas y los historiadores los llamaban meglenorrumanos, por la zona en la que vivían, pero ellos se llamaban a sí mismos valacos, como los griegos y los eslavos llamaban valaco a Costa. El que se llamaba a sí mismo extranjero, era también un extraño. Costa se negaba a dirigirse de esa manera a ellos, ese otro pueblo, ese pueblo hermano. A los extranjeros los engendra el desinterés del otro.

Dumitru y su familia cultivaban verduras y frutas. Para consumo propio, pero sobre todo para los turcos, que los explotaban. Los nuestros no aprecian mucho a la gente de campo, pensó Costa. Se quedó tres noches con ellos en aquel mísero pueblo y aprendió que algunos horticultores sí eran de fiar. El hijo mayor tenía su misma edad. El muchacho no tenía que luchar. Había tomado demasiada poca leche y queso y demasiado pimiento y melón. Era todavía un niño, él sí.

No, Costa no quería darle patadas a una pelota.

El primer día se limitó a escuchar, el segundo día dijo «sí» y «no» y «gracias», y el tercer día habló en su dialecto y ellos en el suyo, hablaron en una lengua sobre la lengua, y él se reía de Dumitru que imitaba el agrío sonido de los turcos. Y había música. O algo parecido. Cuando Dumitru tocaba la gaita que él mismo había fabricado, una cabra vaciada con cabeza y cuernos, Costa casi deseaba volver al campo de batalla.

Costa se dejó caer en la hierba del valle coronado por las montañas. A su alrededor se alzaban ondulantes las colinas e imponían la paz a las personas que las habitaban. Las nubes, ¡ah, las nubes!, esas flotaban en dirección este y pasaban rápido delante del sol que no parecía admitir obstáculos, no aquel día. Dumitru se sentó a su lado. Puso una cesta con cerezas entre ellos.

—Así que somos griegos —dijo.

—Por lo pronto sí —le contestó Costa.

—Cuando mis cerezos florecen y yo inhalo profundamente, siempre pienso: qué lástima que estas flores se conviertan en cerezas. —Dumitru cogió una cereza por el tallo y la arrancó con los dientes. La masticó con los ojos cerrados y escupió el hueso lo más lejos que pudo—. Ahora que han madurado las primeras frutas, he olvidado mi tristeza, hasta que llegue la siguiente primavera con el olor de mis árboles en flor y todo vuelva a empezar de nuevo. Todos somos flores, frutos, huesos, y nada más.

Probó un trozo de cereza aplastada y la tiró.

—¿Necesitamos historias? —preguntó.

—No lo sé, ¿las necesitamos?

—Somos historias —dijo Dumitru.

Costa respondió:

—Este parece un sitio tranquilo.

El hombre esbozó una sonrisa triste. Volvió a escupir un hueso de cereza hacia el valle.

—Puede ser un sitio muy tranquilo. Llega un momento en que todas las guerras acaban. Quizá no ahora, quizá mis árboles me den aún cerezas durante años, antes de que se haga la paz eterna, pero en cuanto se fijen las fronteras, mi pueblo de valacos perderá su lengua. Somos demasiado pequeños, así que somos griegos, ¿no es cierto?

Yo no, pensó Costa, yo nunca.

—Soy arrumano.

—Tú sí.

Dumitru le retó a escupir un hueso más allá de un joven arce. Costa evitó el reto. Con su pulgar hundió el hueso de cereza en la tierra. Él sembraría. Un hueso no es el final, un hueso es el principio. Algún día volvería aquí y reconocería el lugar por los cerezos en flor. Le dio una palmadita en la espalda a su anfitrión y volvió a darle las gracias.

—Que te vaya bien —dijo Dumitru en griego.

Le guiñó el ojo a Costa y le escupió el hueso que le dio en un lado de la nariz.

La bala se había convertido en un hueso de cereza.

Costa partió en dirección contraria a las nubes de vuelta a Samarina. Tardó exactamente diez días, en los que el sol le quemaba la coronilla y la lluvia cargaba su capa de pastor.

Durante el mes de su ausencia, su pueblo había cambiado hasta resultar irreconocible. Y con el pueblo, la vida de Costa.

*

Pitu buscó en vano un árbol detrás del cual esconderse. Precisamente había sido él quien ordenó talar los tilos de esta avenida durante su último año en el cargo. Los arbolitos que se plantaron en su lugar eran todavía tan delgados como piernas infantiles. Pitu enderezó la espalda. Era inútil esconderse. No había forma de escapar a Emanuil. Vaya, vaya, ¿cuánto tiempo hacía que no se veían? No lo suficiente, pensó Pitu. El hombre ni siquiera se tomó la molestia de quitarse el auricular inalámbrico. Cualquier conversación podía ser más importante que esta.

Emanuil amenazaba con joder también su cuarto matrimonio, literalmente. No era un hombre que se divorciara de su esposa, era un hombre que se separaba de la mitad de su patrimonio.

—Pero no me quejo, aunque solo sea porque ella afirma que siempre me estoy quejando.

Como comunista se había nutrido desde las sombras, como capitalista había regresado a la luz y aprovechó sus contactos del reino de las sombras para cebarse hasta convertirse en un arrumano de ciento cincuenta kilos. El populacho que lo había odiado en secreto empezó a idolatrarlo. Su Bentley también podía ser de ellos. En una ocasión, había llevado a Pitu en su coche. Entonces, él ya era el alcalde. Sin duda alguna, le seguiría una propuesta, un hipotético supón que… Pitu intentó adelantársele: opinaba que Crushuva no estaba hecha para coches de lujo, le dijo. Así que Emanuil se fue a Skopie, se metió en la política nacional, para poco después desaparecer en la cárcel. Por un asuntillo sobre un trozo de tierra y un promotor, nada especial, contó. Se divorció de su tercera y se casó con la cuarta, una rusa, eso le pareció más fácil.

Pero no:

—Si ella puede tener todos los zapatos del mundo, ¿no puedo tener yo algunas chicas más?

—Así que has vuelto —le dijo Pitu sin preguntarlo.

La bolsa de la compra crujía al rozarle el muslo.

La risa de Emanuil resonó al salir de su papada.

—Este pueblo tuyo es demasiado pequeño para mí. Las mujeres tienen los tobillos gruesos, las pocas excepciones podrían ser familia mía, y de lo contrario insisten en que son mi prima lejana o mi hermana bastarda en cuanto ven mi reloj —dijo dando unos golpecitos al oro suizo que llevaba en la muñeca.

Pitu pensó en Samarina. Mi hija tiene unos tobillos preciosos. Se estremeció cuando vio la lengua roja de vino de Emanuil deslizarse sobre su labio superior.

—Tengo que irme —dijo Pitu.

Señaló hacia delante, hacia la nada que representaba su cita inexistente con el médico.

—Quédate, bebe algo conmigo, viejo amigo.

—Procuro pensar en mi salud.

—En tal caso te doy la mano —dijo Emanuil, extendiendo los cinco dedos de una mano rechoncha.

Pitu estrechó la mano y prosiguió su camino. No hacia el griego, que era una mentira. No tenía ningún destino. Nada lo empujaba. Él se limitaba a seguir. Seguía porque vivía.

—¡Deshazte de ese bigote —le gritó Emanuil mientras se alejaba—, pareces un político corrupto!

Los amigos de juventud tienen que seguir siendo amigos de juventud, pensó Pitu. Amistades perdidas que se recuperan treinta o cuarenta años más tarde para que los dos vuelvan a sentirse jóvenes en medio de su inminente vejez. Él ya no iría en busca de la juventud. Volvió a ver a su madre. De ella no lograba deshacerse ni queriendo. Los hombres moribundos desean volver con su madre, pensó.

—Créeme, ese Emanuil llegará lejos —le dijo ella en una ocasión.

Su madre estaba lavando sobre un gran cubo lleno de espuma. En aquella época todavía no tenían lavadora. Cada pompa que reventaba desprendía olor a limón. Así hacía la colada, algo que aborrecía, pero odiaba aún más intensamente el olor a sudor seco.

—Haz lo que hace él y serás feliz.

Seguro que su madre confundía la felicidad con el dinero, como era habitual en los Balcanes. Por cada persona a la que le va bien, tienen que sufrir dos, pensó Pitu.

Él lo había hecho todo justo al revés y conducía un viejo Mercedes que cabía mejor en las calles torcidas de Crushuva que el Bentley de Emanuil. Si olvidara por un instante que iba a morir pronto, incluso sería feliz. Pero ¿cómo podía olvidar una persona su muerte anunciada? No, nunca. Aunque, cuanto más grande se hiciera el tumor, mayor sería la probabilidad de tener problemas de memoria. Lo dijo el griego. Así que aún había esperanzas de que Pitu incluso se olvidara de su inminente muerte.

Pitu se detuvo en el lugar donde su padre se había acercado a su madre. Los tenderetes los tuvo que poner de su imaginación, pues el mercado había desaparecido y no volvería nunca más, como tampoco sus padres, pero el recuerdo se había conservado. Antes, este lugar lo alegraba. Aquí estaba su origen. El inicio más puro. Un muerto en periodo de pruebas no necesita un origen, solo un final abierto.

Pitu alzó la vista al cielo. Donde esperaba ver a un pájaro, volaba una persona. Incluso dos, en un parapente. Igor, el instructor, y una turista. Oyó a la turista gritar. Agitaba los brazos que no eran alas. El parapente multicolor la mantenía en lo alto. Sobre su espalda llevaba a Igor como si fuera una mochila. Él realizaba el enésimo vuelo del día, de la semana, de la temporada. Pitu solo lo oía gritar cuando su club de fútbol, el fk Pelister, marcaba un tanto. Igor guiaba la enorme cometa desatada. La gravedad los hacía bajar en círculos.

Parapente, Crushuva tenía una nueva atracción turística en las alturas.

Pitu se preguntó cuándo caería el primer muerto. O, mejor dicho: cuando se estrellaría el primero contra las rocas. Con Igor encima. Él sobreviviría, él sí, gracias al airbag británico o alemán de carne y hueso que llevaba delante.

Pobre desgraciado, pensó Pitu. El padre de Igor se había reventado el hígado justo antes de Pascua. El médico había certificado su muerte dos veces, la segunda a petición de Igor, que quería cerciorarse de que el muy cabrón no volvería a levantarse nunca más. Lo habían izado sobre la mesa, las patas crujían. Puesto que desvestirlo era demasiado trabajo, le cortaron la camiseta. El ombligo era una raya en una barriga por lo demás perfectamente redonda. Demasiado redonda, demasiado perfecta. No era la primera vez que veía eso, dijo la nueva viuda. Sacó el cuchillo del pan del cajón de la cocina, lo clavó en el hígado y lo sacó. El líquido mojó la barriga, la mesa, el suelo y los zapatos.

—Si lo hubiésemos bebido, estaríamos borrachos perdidos —le dijo el médico más tarde a Pitu.

La viuda invitó al médico para celebrar la Pascua. Iba a organizar un gran banquete y señaló la mesa donde se estaba vaciando su marido. El griego le prometió que se lo pensaría.

Los padres solían ser dominantes, pensó Pitu mientras distribuía las compras sobre la encimera, así debía ser. Él no lo era, pero algunos padres lo llevaban en las manos, las tenían largas, otros detrás de la nuez de Adán, allí donde tronaban las cuerdas vocales. Las madres regalan la vida a sus hijos, los padres la marcan.

El padre de Pitu dominaba por su ausencia. Al hijo no le quedó más remedio que convertirse en un hombre. Un hombre importante, además. Siendo padre de sus conciudadanos, Pitu había dado las órdenes a gritos cuando era necesario. Así funcionaban las cosas en este país, este maldito país degradado por sus vecinos a la categoría de región, este país minusválido al que él tanto quería. Tras una buena sesión en el edificio del parlamento en Skopie, los representantes del pueblo como Emanuil se iban a casa con mechones de pelo de otros diputados, después de debatir como luchadores en una jaula. Al día siguiente tenían los ojos morados y los labios hinchados, y las controversias estaban resueltas. O no. Entonces, los eslavos, o el pueblo albanés, que se alimentaba de adrenalina, asaltaban el parlamento y, como buenos padres, les recordaban a sus señorías trajeadas que la democracia era joven, pero sagrada.

El caos es nuestro abono, pensó Pitu, mientras metía la mano en el bolsillo de la chaqueta y buscaba a tientas su pipa. Acarició la boquilla sin sacarla del bolsillo. Gjoko y Samarina estaban cuchicheando en la cocina. Parecían estar en desacuerdo sobre algo. Eso le gustó a Pitu.

—Come algo —le dijo al chico.

Gjoko se tamborileó la barriga y rehusó cortésmente.

—He comido shawarma en el bazar.

Pitu insistió. No, Gjoko no quería nada, de verdad. Un joven arrumano nunca rechaza un trozo de pitã, pensó Pitu. Quería decir algo al respecto, pero cuando vio que Samarina acercaba la mano a la parrilla, decidió que era mejor callar.

Gjoko y Samarina se iluminaron por sus respectivas pantallas de teléfono. Movían rápido los pulgares. Cuando ambos sonreían, Pitu sabía que se habían enviado un mensaje. Cuando Gjoko se reía a carcajadas, los burros del vecino de enfrente rebuznaban.

Pitu soltó la pipa y se cruzó de brazos. No podía prohibirle nada a su hija. Hacía de padre a su manera y antes que nada le preguntaba a Samarina qué opinaba ella, en lugar de decirle lo que debía pensar. Así era él y así se convirtió ella en la persona que debía ser. En cuanto el joven se marchara por fin a la ciudad, Pitu se lo preguntaría: «¿Qué hace feliz a una persona?».

*

Todo giraba siempre en torno a una featã mushatã, una chica guapa. Así era la vida.

—Las chicas guapas como tú hacen que el mundo sea soportable —le dijo Costa a Aretia.

Ella le preguntó por qué no se había casado nunca. ¿Había estado enamorado alguna vez?

Él suspiró y empezó a contarle su historia. Tanto Costa como aquel año eran jóvenes cuando su familia y su ganado se retiraron hacia Samarina desde las tierras bajas cerca de Sãrunã. Como siempre, todos esperaban con ilusión regresar a casa después de pasar el invierno en las zonas bajas, pero nadie tanto como Costa. Él se había pasado todo el invierno pensando en la misma chica. Se llamaba Stavrula y durante ese tiempo permanecía con su familia en Aminciu, donde alquilaban una vivienda. Durante el viaje de vuelta a casa, Costa alzaba la vista cada vez que oía hablar su idioma. Escuchaba lo que decían en todas las tiendas de campaña. Su padre saludaba a los hombres como si el invierno hubiese durado siete años, y su madre se unía a sus amigas que comentaban la moda de las mujeres griegas. Las montañas se abrían para el pueblo que volvía a casa. Cientos de tiendas de campaña rompían el espacio del campo donde se congregaban. Ovejas y burros probaban la mejor hierba de los Balcanes. Las cuerdas colgaban sueltas de las patas de los caballos. Porque no eran humanos, sabían cuánto debían apreciar el paraíso. El campo estaba dividido tal como el macizo de Pindo había separado los pueblos: Macrinu abajo a la izquierda, Bãieasa en el centro, Turia apartado en un rincón, Breaza en la parte superior, y por encima de todo y de todos, Samarina. Allí debía de estar Stavrula.

Pero Stavrula no estaba allí.

A la madre de Pitu no le importó que Costa le hablara de aquella chica. Eso solo demostraba lo grande que era el corazón de su amado.

La familia de Stavrula no había regresado antes a su pueblo para comprobar los daños del invierno, ni volverían más tarde. Tal vez se salten una primavera, pensó Costa. Tal vez se salten el verano, pensó los meses siguientes. Cada día, pasaba por delante de la casa con la esperanza de que se abrieran las cortinas y ella captara la mirada de él antes de apartar la suya. Se casaría con ella. No porque la familia de ella produjera más lana que todas las demás, sino porque su sonrisa era más hermosa que la casa en la que vivía. Un día, vio entrar en la casa al primo de ella, que acababa de casarse, llevando sobre el hombro una alfombra. Su mujer de piernas largas sacaba fuera toda la arena.

—Se han ido a Estados Unidos —le dijo a Costa, que volvía a estar de guardia.

—¿Cuándo vuelven?

El joven soltó una risa tan contagiosa que su mujer asomó la cabeza por la ventana y se unió a él sin saber por qué.

—América no es una casa de verano —dijo, y con la mano libre quitó el polvo del pelo de Costa.

Fue la primera vez que Costa maldijo. Nunca más volvería a ver a Stavrula.

El primo miró brevemente a su mujer y asintió, como si lo comprendiera todo, como si sintiera lo pesado que era el corazón con el que Costa cargaba contra su voluntad todos los días. El hombre se metió en la casa y poco después volvió a salir. Entre sus dedos agitaba una foto. Stavrula tenía la mirada seria, casi asustada, como si el fotógrafo no la apuntara con una cámara sino con una pistola. Aunque la foto no revelaba los colores de su chaleco, Costa vio el rojo con hilado de oro, el verde de la hierba que hostigaba su corazón de pastor, el azul de su Macedonia. Se concentró en su rostro, en las comisuras de sus labios que, si las miraba suficiente rato, parecían curvarse un poco hacia arriba. Cuando él parpadeaba, la mirada de ella se tensaba y él tenía que empezar desde el principio.

—Que mi prima cuide de ti —le dijo el joven—. Y ayúdame a mover un armario.

Como muestra de agradecimiento, Costa le ayudó todo el día a cargar los trastos de una casa a la otra. En los años siguientes, llevaba la foto siempre encima. La joven se había convertido en su ángel de la guarda. Era un icono, una santa viviente. Se la llevó consigo a la guerra, y ella lo había protegido. Era la única razón por la que él había sobrevivido a la batalla de Liumnitsa. La besó, y por un instante ella no parecía tener miedo del fotógrafo, igual que él no parecía tener miedo de los soldados con el uniforme equivocado.

Costa se imaginaba que sus padres deseaban que volviese del campo de batalla tanto como él había deseado en otro tiempo el regreso de Stavrula. Los niños, entre los cuales ya no se encontraba, lo vieron llegar de lejos. Lo llamaron por su nombre, se le acercaron corriendo, le tiraron de la manga y le quitaron la mochila. Los alumnos de las escuelas griega y rumana jamás habían estado tan unidos.

—¿Cuántos búlgaros has matado? —preguntó uno.

—Olvídate de los búlgaros —dijo otro—, ¿a cuántos turcos les has atravesado sus negros corazones?

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