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Pero se lo diría más tarde, después de la comida, pues los puerros lo llamaban. El grifo estaba abierto, el agua limpiaba. Ecaterina se esmeraba.

Doi

Cuando Costa por fin sintió tronar la Segunda Guerra Mundial en sus pelotas, supo que era la hora de volver a intentar dar a los arrumanos un Estado propio. No era su primera guerra. No es que eso importara en absoluto. No se trataba de la guerra en sí. Se trataba de sobrevivir.

Se lo contó diez años más tarde a la muchacha en la paja que le parecía demasiado guapa, demasiado joven y moderna. Se llamaba Aretia, y escuchaba sin obedecer. Ella era el fuego. Por eso la amó de inmediato. Sería la última a la que querría. Así que él debía contárselo todo.

—Maté a mi primer turco cuando tenía nueve años. Era el típico turco, un hombre apuesto, con un enorme mostacho. Un gendarme otomano. Esos siempre pedían una modesta contribución para dejarte pasar con seguridad. Unas cuantas monedas y uno de nuestros mejores quesos de oveja.

Pero aquel turco les había exigido más a Costa y a su padre.

—En lugar de protegernos contra las bandas, nos sacaba todos los cuartos. El dinero que habíamos ganado en Florina vendiendo nuestros quesos y nuestras alfombras de lana.

Aquello había sido una señal. Los otomanos perdían el control de la región, así que el turco agarraba lo que podía. Y la daga, cualquier daga, ofrecía resistencia. El gendarme la emprendió a patadas contra los sacos que cargaba el burro. Solo les quedaban algunas alfombras y una vasija de cobre que le habían comprado a un gitano para su madre.

—¡Conozco a los de vuestra calaña! —resopló el turco—. ¿Dónde habéis escondido las armas?

—¿Armas, para qué? —preguntó el padre de Costa en turco.

Hablaba todas las lenguas que aportaban dinero. El arrumano era la lengua de la libertad.

El soldado se agachó delante de Costa. Se miraron a los ojos.

—Para vuestra nueva rebelión. Hace casi diez años que no duermo. Este no es vuestro reino, sino el nuestro. Tendríamos que haber acabado con todos vosotros, búlgaros o no. Cuando un perro ha probado la sangre, debe ser sacrificado, pues de lo contrario, te hundirá los dientes en la garganta mientras duermes. —El turco pateó los sacos. El burro rebuznó—. ¿Dónde están las armas para matar turcos, perros?

Costa se dio cuenta entonces de que el turco era un hombre apuesto. Su bigote brillaba del aceite para barba. Era el turco quien debía morir.

—Mi padre sujetó al gendarme por los brazos. El turco no se resistió y rezó a su Dios como yo rezo al mío. «¡Hazlo!», gritaba mi padre una y otra vez. «¡Hazlo!». Le clavé al turco su propia bayoneta en el pecho. La primera vez, el filo rebotó contra una costilla. «¡Hazlo!» gritó entonces el turco. Lo hice. Sangre y hueso salieron del cuerpo, que no tardó en convertirse en cadáver. Seguí haciéndolo una y otra vez hasta que mi padre me dijo que ya bastaba y que el turco ya no volvería a decir nada nunca más. Le dejé intacta la cara. Era demasiado guapo para rajársela.

Hasta entonces, ni Costa ni el propio mundo habían oído hablar nunca de guerras mundiales. Entonces aún no.

Aretia le pidió que volviera a tumbarse con ella en la paja. Sin embargo, él se mantuvo impasible, mirando fuera a través de las rendijas del cobertizo.

—¿Y luego? —preguntó ella finalmente.

—Mi padre comprobó si el muerto llevaba algo de valor encima. Pistola, dinero, rakia. «Seguro que no somos las primeras víctimas», dijo mi padre. Yo me acerqué a nuestro burro y le acaricié el hocico.

Un escalofrío recorrió el torso desnudo de Costa. Aretia salió de entre la paja y se colocó de pie, a su lado. Lo besó en el hombro. De debajo de sus labios salió una profunda cicatriz, del tamaño de la punta de un pulgar.

—¿Eso es también de los turcos?

—Otra guerra, otra historia.

Tantas historias, tan poco tiempo. Aretia no estaba dispuesta a dejarlo. Quería saberlo todo de aquel forastero. Sin embargo, «todo» no era más que una palabra. Una palabra que no debería existir. Nada era nunca todo.

—¿Acaso no entran todas las guerras en la misma historia? —preguntó Aretia después de reflexionar largo rato. Se acordó del cabrero al que habían matado los búlgaros por no querer entregar su rebaño al invasor. Aquel cobertizo había sido suyo.

Costa se volvió hacia ella. Primero cerró la boca y finalmente esbozó una sonrisa.

—Tienes razón —dijo.

Aretia se sintió orgullosa.

Guardaron silencio hasta que el silencio empezó a pesarle demasiado a Aretia. Miró el diente de gitano que tenía en la palma de la mano, su talismán, y cerró el puño.

—¿Me quieres? —le preguntó ella de improviso.

—¿Por qué?

Aretia no tenía respuesta a esa pregunta, así que se guardó el diente y dijo:

—Eres mi primer hombre.

—Tú mi última mujer.

Entonces, él le hizo el amor como si eso fuera verdad.

*

El poco todo que Pitu sabía sobre su padre, se lo había contado su madre, Aretia, que había fallecido tres años antes. Ese mismo todo se lo había contado a ella el propio Costa a su vez. O, mejor dicho: después de su vez. Los padres de Pitu estuvieron apenas una semana juntos en el cobertizo abandonado, un montón de horas en las que copularon como animales y en las que solo hablaban cuando querían asegurarse de que hacían algo más que procrear lo que no debía perderse.

Su madre no era partidaria de los secretos. Era una persona sencilla, pero buena. La propia Aretia lo formulaba de una forma algo distinta: «Soy buena porque soy sencilla».

Pitu nunca conocería a su padre. No podía verificar en ninguna parte de quién había heredado la nariz, en cualquier caso, no tenía la nariz de botón de su madre. Ni siquiera le fue dado tener una foto suya. En aquella época, nadie tenía una cámara ante la cual posar. En aquel hermoso mes de marzo de 1949 cuando sus padres se conocieron, la guerra aún no se había asimilado como un recuerdo. Los comunistas habían prohibido todas las posesiones.

—Por eso nos embebimos todo lo posible el uno del otro. Él de mí y yo de él.

—¡Por favor, mamá! ¿Después no volviste a saber nada más de padre? —preguntó Pitu.

Siempre le había parecido extraño llamar padre a su progenitor. Extraño, pero no incorrecto. Aunque conocía la respuesta, tenía que formular la pregunta, incansablemente, como un niño capaz de oír el mismo cuento una y otra vez, esperando siempre otro final.

—Nunca —le dijo Aretia, y luego se encogió de hombros, unos hombros que se volvieron más y más huesudos hasta que Pitu no pudo volver a hacerle la misma pregunta—. La última mañana que pasamos juntos, mientras repicaban las campanas, regresó a su pueblo natal en Grecia.

Ese pueblo era Samarina, sabía Pitu, quien, en el momento mismo en que su madre se lo contó por primera vez, decidió que le pondría el nombre de ese pueblo a su hija, si algún día tenía una.

*

Con su violín en las manos, Samarina se había metamorfoseado en Leoš Janáček, el checo cuya composición estaba tocando. Detrás de ella se encontraba la puerta hacia el cuarto de invierno en el que no estaba permitido entrar. Al son de la música de su hija, Pitu se escapaba hacia tiempos perdidos. Ella mantenía los ojos cerrados y se balanceaba con los tonos que sacaba del violín. El arco descansó brevemente sobre las cuatro cuerdas, antes de que Samarina se lo llevara a la cadera. Lentamente fue volviendo a casa. Hizo una breve y juguetona reverencia.

—¿Qué te ha parecido?

—¿Qué puede parecerle a un padre? —preguntó Pitu—. Quisiera oírte tocar siempre.

Samarina estaba radiante de alegría. Sin embargo, no tenía intención de hacer un bis, por mucho que Pitu aplaudiera. Guardó su violín en la funda y se fue a la cocina. Las ollas estaban apiladas en el fregadero. Entre ellas, había también un plato partido en dos. Al menos, ya no haría falta fregarlo. Su hija no le preguntó nada al respecto.

¿Qué podía decirle Pitu? Había disfrutado de los puerros. Y él mismo había servido el postre.

—Hemos acabado —eso fue lo que le dijo a Ecaterina.

Era menos apetitoso que el plato principal, pero tenía que servirlo. Le contó que había ido al cementerio, lo cual era cierto, y que allí había llegado a la conclusión de que su amor, si es que podía llamarse así, se basaba puramente en la comodidad de tener pareja en la vejez. Cuanto más se trataban, mayor era la traición frente a sus difuntos cónyuges. ¿Cómo podrían mirarlos a los ojos cuando les llegara la hora?

Al mentir se sentía morir un poco.

—En la capital, el tiempo ha cambiado —se limitó a observar Ecaterina.

Primero se llevó las ollas al fregadero, luego lanzó su plato encima y se marchó. Sin llorar. Tal vez no fuera justo, pero Pitu había esperado más tristeza. Era un milagro que el romanticismo de las novelas que tanto le gustaba leer germinara de la seca realidad de la existencia cotidiana. Con el pomo de la puerta en la mano, Ecaterina prometió pasar al día siguiente. La puerta se cerró algo más fuerte de lo normal. Eso sí.

Mientras ella abría y después cerraba la verja, Pitu se había palpado la piel debajo de los ojos para ver si había una lágrima que secar. Tenía las mejillas tan secas como ese verano.

—¿Te friego las ollas? —preguntó Samarina.

—Ya lo haré más tarde —le contestó Pitu.

Sabía que podía quedarse sentado porque su hija ya se estaba poniendo el delantal. Chupó su pipa. Desde que el médico le había recordado su mortalidad, ya no le servía de nada fumar de mentira, como tampoco podía hacerle daño fumar de verdad. No realmente. Miró a su hija que cantaba algo sobre una triste novia, una canción de Toše Proeski a quien Pitu seguía llamando Todor, tal como lo habían bautizado sus padres. Nacido en Pãrleap, pero criado en Crushuva, su verdadero hogar. Era un chico listo. Cantaba sus canciones en todos los idiomas de la antigua Yugoslavia, salvo en el suyo propio. Cada vez que veía caminar a Todor, Pitu le preguntaba cuándo grabaría todo un disco en arrumano. Y luego añadía que, hasta entonces, su colección de música no estaría completa. «Cuando lo entiendan más personas», le contestaba Todor guiñándole el ojo. Lo llamaban el Elvis Presley de los Balcanes. Pitu siempre pensó que aquel disco acabaría llegando. El muchacho había empezado su carrera con una canción infantil en su lengua y así la acabaría. A la gente le gustan los círculos. Todo tiene que ser redondo o redondearse.

Samarina guardó silencio y colgó el delantal del gancho. Miró su móvil. La voz de Todor quedó sofocada en una autopista croata cuando tenía tan solo veintiséis años.

El timbre sonó y Samarina se plantó en el pasillo en un segundo. La buena gente entraba sin llamar, así que Pitu enderezó la espalda en la silla. Oyó a su hija hablar en tono más agudo. ¿Oyó un beso? Uno o dos, eso era una gran diferencia. Dejó la pipa en la mesita junto a su silla y se levantó a medias. Samarina entró, seguida de un joven de su misma edad. El pelo rapado por los costados, como todos los chicos de hoy en día. Arrastraba los pies algo encorvado, como si intentara esquivar las tallas del techo. Era la primera vez que Pitu veía a aquel muchacho. No es que fuera importante, pues a él le gustaba conocer a gente nueva. Acabó de ponerse en pie, esta vez con decisión, y antes de que el joven pudiera decir algo, preguntó:

—¿Quién es tu padre?

El chico alzó una ceja de la que la rasuradora se había llevado un trocito.

—Pregunta que quién es tu padre —dijo Samarina en macedonio.

Ella jugueteaba con los dedos y no miraba a su amigo, sino a su padre.

—De todas formas, no lo conoces —dijo el chico—, pero según mi madre era un borracho.

Como Pitu no sabía qué replicar a eso, dijo en macedonio:

—Soy Pitu, hijo de Costa y Aretia, y lo que es mucho más importante: padre de Samarina. Somos arrumanos.

—Gjoko —dijo Gjoko. Primero tuvo que sacarse la mano del bolsillo antes de que Pitu pudiera estrechársela—. Soy tu nuevo hijo macedonio.

Pitu intentó permanecer de pie, de verdad.

El chico no quería causarles molestias, de todas formas, no se quedarían mucho rato. Así que metió la lengua debajo del grifo. Como si hubiese escasez de vajilla. Antes de que Pitu fuera alcalde de Crushuva, lo más habitual era que no saliera agua del grifo. Durante su gobierno, la cosa mejoró, pero incluso entonces se interrumpía a veces el suministro. Gjoko no podía creerlo, él era de ciudad. Peor aún: de La Ciudad, Skopie. Pitu había estado allí pocas veces. En una ocasión vio a un hombre que llevaba tatuado un cráneo en el cráneo. Lo vio cuando el hombre se agachó para atarse los cordones de sus deportivas. ¿Les habría dado también su propio tatuaje a otras partes de su cuerpo? Pitu se alegró cuando se subió al coche y dejó atrás Skopie. Sí, se podían decir muchas cosas de la capital, así que se saltaron ese tema. Desde hacía poco, el chico vivía en Bituli, que él llamaba Bitola, a poco más de cincuenta kilómetros debajo de Crushuva, cerca de la frontera con Grecia. A Pitu le gustaba ir a Bituli. En la animada calle principal, comió por primera vez un taco. Con pollo y mucho cilantro. Había visitado el museo en honor a Atatürk, que había cursado sus estudios allí. En su época de estudiante, el «padre de los turcos» se enamoró de la encantadora Eleni Karinte, una muchacha arrumana de buena familia que no quería saber nada del joven turco. Su padre la desterró a Florina. Como se vio más tarde, Atatürk se las apañaría sin ella. Romeo y Julieta en los Balcanes. Pitu esperaba un guion parecido para su hija.

«Haz eso que sabes hacer tan bien, Bituli», rezó Pitu…

Samarina le explicó que se iban a tomar algo.

—Ha sido un placer conocerlo —dijo Gjoko.

—S-nã videm sãnãtosh —contestó Pitu.

Dejó que su hija se encargara de la traducción: que nos volvamos a ver sanos. Notó que Gjoko no sabía si debía besarlo en la mejilla. Quizá la próxima vez. Samarina sí le dio un beso. Uno grande, en plena mejilla. Hasta los quince años, los besos habían sido un medio de pago. Por un beso se podía quedar levantada media hora más.

Hacía calor y para los jóvenes la noche permanecía más tiempo joven. Se iban a picar y a beber algo en la terraza. Pitu quiso darle algo de dinero a su hija, para una cerveza o dos, pero Gjoko separó las manos, como si quisiera detener un penalti.

—Señor, a partir de ahora, yo cuido de su hija —dijo.

Samarina lo empujó hacia el pasillo.

A Pitu le gustaba ir a Bituli sobre todo porque sabía que, si no se detenía en la carretera, podía llegar a casa en una hora.

Samarina volvió y se inclinó hacia su padre.

—¿Qué te parece? —le susurró al oído.

Él sonrió y se encogió de hombros.

—Que os divirtáis —dijo—, y no vuelvas tarde.

Los jóvenes salían de marcha, él se iba a su dormitorio. Mientras se ponía el pantalón corto del pijama y elegía uno de los libros que había en el borde de la cama, pensó: ¿qué le puede parecer a un padre?

Ella es el futuro.

*

Costa tenía las uñas como las de un guitarrista, largas y limpias, los extremos blancos como sus dientes, no como los del pueblo que siempre llevaban consigo la tierra de Crushuva debajo de los bordes de las uñas. A Aretia le gustaba ser su instrumento. Había estado tan enamorada de aquel hombre, le decía siempre a todo el que dudara de su corazón. «Sigo alimentándome del amor que me dio».

Él le llevaba al menos veinte años. Ella no se había atrevido a preguntarle por su edad. Qué más daba. Lo vio y enseguida se quedó prendada. Y no, no fue un simple enamoramiento de jovencita. Había nacido en lo que ahora llamaban Grecia, le explicó él, y ahora iba camino a las montañas del Pindo, donde hablaban el mismo idioma que aquí en Crushuva.

—¿Eres de allí? —preguntó ella.

—Soy un exiliado y un pastor que ha renunciado al pastoreo —le contestó él apartando la vista.

Ahora regresaba del mar, pero su lugar no estaba en la costa, sino en lo alto de las montañas.

Tu lugar está junto a mí, pensó ella entonces. Enseguida amó al forastero. Y él a ella, de eso estaba segura. No como ella a él, por supuesto. Él era su primer amante. Y un primer amor llegaba más profundo. En cambio, él había tenido varias mujeres, ella lo había presentido y se alegraba de ello. Tantas mujeres, pero acababa en su cobertizo.

Allí le dijo que había viajado de Custantsa en el mar Negro hacia Crushuva. Antes de este retorno al sur de los Balcanes había vivido demasiados años en Rumanía. Un mes en Bucarest, la capital, el resto del tiempo en la costa. En ninguna de las ciudades se sentía en casa. Estaba allí cuando, después de 1945, los comunistas empezaron a quitarle el color a Bucarest. Costa se paseaba por los bares y las cafeterías, donde los taberneros defendían la libertad abriendo lo menos posible las ventanas y las puertas, y, en los rincones más oscuros, buscaba arrumanos que al igual que él hubiesen cruzado el Danubio durante la Segunda Guerra Mundial para eludir una bala griega como venganza por no haber optado por Grecia, la madre de todas las culturas, sino por los Otros, algunos dirían que por sí mismos.

—¿Volver allí, dices? —El hombre de la cafetería, que aún llevaba el mostacho rizado de periodo de entreguerras, se golpeó la frente—. Jamás voy a volver, y si eres listo, te quedarás conmigo, Costa. ¡Larga vida al socialismo! —gritó en voz alta y acto seguido se tomó un trago de cerveza amarga.

Apenas un año más tarde, aquel hombre había muerto. La bala lo había alcanzado, aunque no fueron los griegos, sino los rumanos rojos los que se la hundieron en la frente, encima de la ceja derecha. Había escrito una serie de artículos sobre los arrumanos que no encajaban con la posición nacional de los comunistas, que se apartaban de los Balcanes y de los supuestos hermanos que vivían allí, al fin y al cabo, habían encontrado un gran hermano en la Unión Soviética.

—Una muerte inútil —dijo Costa, mientras apartaba un mechón de pelo de los ojos profundamente marrones de Aretia. Ella se pegó a su pecho—. Aquel hombre habría podido morir en Grecia para exigir nuestra tierra, pero en lugar de ello escribía artículos sobre nuestra génesis. ¿Qué me importa a mí de dónde seamos? ¡Lo que me importa es que existimos!

—No te alteres tanto —le dijo Aretia, que acababa de encontrar un lugar cómodo entre la clavícula y el pezón de Costa. Había tardado siete días en descubrirlo.

—¿Y qué hice yo? Miré cómo pasaban los inviernos sobre el mar Negro. El frío apagó mi fuego.

—Así que no había para tanto —le contó Aretia a su hijo años más tarde—. Le agarré la…

—Créeme, madre, no quiero saberlo —dijo Pitu.

Ella volvió a encogerse de hombros.

—Él me acarició el vientre y parecía atravesarme el ombligo con la mirada.

Costa se incorporó apoyándose sobre los codos. Con su gran mano, levantó la cabeza de Aretia del suelo lleno de paja y apretó la nariz contra la de ella:

—Tú eres el futuro.

Al día siguiente, Costa se había ido. Aquello no fue lo último que se dijeron, pero Aretia había olvidado todo lo que vino después.

Ella era el futuro. Eso sí lo recordaba.

*

Pitu ya no soñaba. Echaba de menos los enredos que le presentaba por las noches su cerebro. El tumor bloqueaba su sueño rem. No necesitaba al griego para estar seguro de eso. También tenía sus ventajas. Con los sueños habían desaparecido también sus pesadillas. Solo le quedaba una, en su cabeza. De tres centímetros de diámetro.

Sin embargo, aceptaría las pesadillas con tal de recuperar sus sueños. Su cerebro siempre había demostrado ser un portentoso director de cine. Le gustaba el permanente asombro que le provocaban como espectador, a veces como figurante. Los sueños hacen comprensible la vida presentando a tu mayor enemigo como una hamburguesa voladora.

El gallo cantó.

El gallo nunca resultaba ser un sueño.

Pitu se dio media vuelta y volvió a sumergirse en la negrura.

Finalmente, el día se impuso. El sol había calentado de tal forma el cuarto, que Pitu no pudo hacer otra cosa más que ponerse las zapatillas e ir a la cocina arrastrando los pies.

Apoyó las nalgas contra el borde de la encimera. Una rebanada de pan chisporroteaba en la sartén. Pitu aún podía soñar despierto. A Samarina le daban un anillo, a Gjoko le daban un anillo. Constantine, el joven sacerdote, sostenía tres veces el cáliz con vino delante de ellos. De pronto su barba parecía más poblada. Declaraba que la pareja estaba oficialmente casada. En macedonio. Samarina estaba radiante de blanco, Gjoko de negro. ¿Qué es el matrimonio salvo una larga partida de ajedrez?

Pitu se estremeció. El dolor le llegó a la boca antes que la rebanada de pan duro. ¡Qué más le daba! Apartó el plato y abrió todos los cajones y armarios de la casa. Volvió a la cocina con las manos vacías. Se apoyó en el estrecho armario donde guardaba las especias. ¡Entonces se acordó! Se abrió paso con la mano entre los potes de albahaca, escaramujo, orégano, salvia, bayas de enebro, romero, tomillo y el gran tarro de perejil, que desde la muerte de su mujer había dejado de usarse y ahora olía a té demasiado fuerte. Por fin encontró el viejo pote que buscaba. En la etiqueta ponía que era pimienta en grano. Pitu lo sacudió.

—Ha llegado la hora, amigo mío.

Se fue a la terraza y se sentó en la silla sin cojín. Miró brevemente los tomates en su jardín. Durante días parecían no madurar, hasta que un día de agosto estaban rojos suplicando que los cosechara y se los comiera. Mis últimos tomates, pensó Pitu, que no tenía apetito pero quería tenerlo.

Humo blanco que se volvía azul. Pitu tosió al dar su primera calada. El humo le salió por la nariz y la boca, y él sintió que también se escabullía por sus globos oculares. Era el ataque de tos más delicioso que había tenido en años. Primero tomó una bocanada de aire matutino y luego otra calada. El humo azul revoloteó delante de sus ojos.

—¿Este pan es para mí? —preguntó Samarina desde la cocina. Tenía la voz ronca de la noche.

Pitu vació rápidamente su pipa y se atusó el pelo, como si así pudiera eliminar el olor a tabaco. Le dijo que podía comérselo.

—También queda queso en la nevera.

Puesto que un moribundo necesitaba algo que hacer, Pitu siguió el sendero entre las tomateras y se fue sin decir nada a la terraza del bar para sentarse ante un café turco, donde sin duda se encontraría con su cuñado, que empezaba invariablemente el día allí. Samarina no lo miró mientras se alejaba, Tito, el carnero doméstico, sí. Incluso dejó de masticar brevemente para saludar a Pitu con un balido.

*

Las guerras de los Balcanes no acababan nunca. De la primera surgió la segunda y de la segunda la tercera que pronto fue bautizada como Primera Guerra Mundial porque el resto también quería participar; de ahí salió la Segunda, y luego la Fría, que en los Balcanes era mucho más fría porque los comunistas cerraron el grifo del gas, y después de la caída de todos los muros y telones, los dioses de la guerra observaron satisfechos cómo los Balcanes seguían asesinando y violando. La paz provisional solo llegó con el nuevo milenio.

—Y luego, los occidentales se preguntan por qué en esta parte de Europa sigue habiendo coches de caballos…

Pitu le dio una palmada en el hombro a su cuñado.

—Piensa en tu corazón, pobre Aurel.

Después de que Anna sirviera el desayuno a dos turistas, se acercó a su mesita y él pidió otro café.

—Con porción adicional de azúcar, por favor.

—El azúcar te matará —le advirtió Anna.

—Yo le echo la culpa al Imperio otomano —dijo Pitu.

Los hombres vieron desfilar a medio pueblo. Todo el que quisiera subir o bajar la escalera tenía que pasar delante de ellos. Casi todos saludaban a Pitu. Esa era la ventaja que tenía un exalcalde frente a un excontratista. Pitu le había pedido excusas por ello, pero a Aurel le traía sin cuidado. La mayoría lo saludaban también a él con un gesto de la cabeza, que él les devolvía. A Pitu le estrechaban a menudo la mano, y a veces le daban un beso. Al menos, él no tenía que preocuparse de las bacterias, dijo Aurel. Todos le preguntaban a Pitu cómo se encontraba.

—Fantástico se queda corto —decía él cada vez, tamborileando con los dedos sobre la mesa.

Cuando Ljuben pasó delante de ellos con una pala sobre el hombro, y le formuló la pregunta, Aurel se adelantó a su cuñado:

—Creo que fantástico se queda corto.

Pitu asintió y se encargó del tamborileo.

—Me toca cavar otra vez —respondió Ljuben—. La tía Tola se asfixió ayer con un trozo de solomillo de cerdo. —Señaló hacia arriba. Un homenaje a la mujer que había tricotado la ropita de bebé para muchos vecinos del pueblo—. Con este sol debo andarme con cuidado de no acabar en su tumba yo mismo —murmuró antes de seguir subiendo la escalera.

—Así es el ser humano hoy día —dijo Aurel—. Hemos tocado techo. A partir de ahora iremos a menos. Aún menos, quiero decir.

—Tu corazón, Aurel, tu corazón.

—No le pasa nada malo, te lo aseguro.

Después de que Anna le hubiera servido a Pitu el café turco con porción adicional de azúcar, Aurel le quitó la bandeja de las manos, se la colocó detrás de la espalda, le cogió la mano y le puso encima los labios. De repente parecía tener menos miedo de las bacterias.

—Eres el motivo por el que me levanto cada día —dijo.

—Tú eres el motivo por el que quiero quedarme en la cama cada día —le contestó Anna guiñándole el ojo a Pitu.

Después de recuperar su bandeja, se marchó. Justo antes de entrar en el bar, volvió la vista a los dos hombres de los cuales uno se sentía más viejo de lo que era y el otro mucho más joven.

Aurel se golpeteó el corazón con los dedos:

—Sigue funcionando.

—Anna me recuerda a tu hermana —dijo Pitu—. Mi Melina.

—Para este tema necesito algo más potente —dijo Aurel suspirando.

Acto seguido tomó un sorbo del café que no era el suyo. Pitu no dijo nada al respecto. En cambio, dijo:

—Todas las mujeres guapas me recuerdan a ella.

—Y con razón, tuviste suerte. En realidad, no deberías haberte casado nunca con ella.

Tiene razón, pensó Pitu avergonzado. Tanta suerte había tenido que había agotado la de ella. De no haber estado nunca juntos, ella todavía estaría viva, pensaba a veces, aunque sabía que eso era absurdo, pues no toda la culpa era de él.

Pitu no habría podido tener otra vida, una vida con otra. Aunque casi estuvo a punto de suceder. A los dieciséis años se había quedado prendado de otra mujer. Marija, con sus pómulos y sus ojos de hielo. Era una macedonia de pura cepa. Su padre era un alto mando del ejército. Eso traía sin cuidado a Pitu, él quería estar con ella. Ir con ella a la iglesia y luego al llegar a casa quitarle el velo, y después el resto de la ropa. Dios, estaba enfermo de amor. Cuando el padre se llevó a su familia por una semana a Ohrid, él lloró hasta quedarse dormido. Cuando no le apasionaban las clases, escribía «Marija» en un papel y miraba lo bien que encajaba su apellido con el nombre de ella. Marija Vreta. Ningún otro apellido le quedaba mejor que el suyo. Su madre encontró una de esas hojas, lo besó en la coronilla y le dijo que debía sentarse. Aquella tarde después de la escuela le habló de su padre, que también había sido una especie de soldado.

Ahora, Marija vivía en Alemania y se llamaba Marija Ristovski. Tres años más tarde, Pitu dio su apellido a una arrumana de igual belleza.

Inmerecidamente, según el hermano de ella:

—No eras más que un pobre diablo —recordó Aurel—. Y de tu madre, una mujer encantadora, por cierto, decían que era una vieja solterona y que le faltaban un tornillo o dos.

—Fue la primera feminista del pueblo, porque no tenía ningún marido que pudiera degradarla a mujer —respondió Pitu.

Miró por encima de las gafas a su cuñado y se notó la papada apretada como una roulade contra la nuez de Adán.

—Dicho sea de paso, no es que a mi padre le importaran mis objeciones —observó Aurel—. Aquel hombre era demasiado bueno para este mundo. Solo hablaba del verdadero amor. En ese sentido, mi padre y tu madre habrían hecho buena pareja. Así al menos habríamos sido hermanos de verdad. —Volvió a tomar un sorbo del café de Pitu—. Aún recuerdo que estrellé un jarrón contra la pared porque mi hermana no quería escucharme.

—Me lo contó, sí.

—Si hubiese sido albanés, seguramente te habría matado.

Pitu se rio.

—Si hubieseis sido albaneses, seguramente no me habría casado nunca con tu hermana.

—Y aquí nos tienes.

—Y aquí nos tienes —repitió Pitu, que tampoco podría haberse imaginado esto. Hasta la muerte de su mujer, Aurel solo había sido su cuñado de nombre. Cuando se encontraban, siempre lo miraba como si en cualquier momento pudiera volver a lanzar jarrones. Para todos era mejor que se evitaran. Si eso fallaba y tenían que estrecharse la mano, entonces la ruda mano de su cuñado siempre estrujaba la pequeña mano de alcalde de Pitu. Así fue durante años, hasta que el invierno se hizo primavera y la mujer y hermana se negó a despertarse. Sin motivo, sin cáncer, sin solomillo de cerdo. Entonces, Pitu y Aurel se abrazaron llorando y no volvieron a soltarse.

—Tengo que pensar en mi corazón —dijo Aurel dando con el puño en la mesa.

Entretanto, había vaciado la taza y encendió una colilla. Pitu hizo una seña a Anna para que les trajera algo más fuerte. Entre un parpadeo y otro vio brevemente a su mujer sonriéndole. Sin embargo, esta desapareció en la pregunta de Anna de si también querían un poco de agua. Pitu recordó la gorra naranja que le había tricotado la tía Tola a Samarina para protegerle la cabecita calva en invierno. En realidad, era más bien marrón, pero lo llamaban naranja. El marrón y el gris cemento formaban parte de la herencia de los comunistas. Una herencia sin herederos.

Pitu dio unas caladas a su pipa y probó el tabaco de aquí y ahora.

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