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22 Aunque Ruiz-Tagle destaca principalmente los aspectos del Estado legislativo y del Estado ejecutivo que se desarrollan al amparo de la Constitución del 25 y de lo que denomina la Cuarta República, los lineamientos de un Estado administrativo quedan también a la vista en su interior. Escribe Ruiz-Tagle: «El trabajo parlamentario consagra, de acuerdo con el ejecutivo, una robusta legislación económica social. En consonancia con las políticas que se inspiran en el New DeaI, se enfatizan esquemas redistributivos y la intervención del Estado en la economía» (Ruiz-Tagle, 2008: 130). Es posible visualizar mejor el Estado administrativo de esa Cuarta República cuando logra hegemonizarse el neoliberalismo en Chile. Cuando la revolución neoliberal se alza en contra del keynesianismo y el Estado redistributivo, lo que queda a la vista es el derrumbe de las instituciones prodemocráticas que florecen bajo el Estado administrativo (ver Cristi & Ruiz-Tagle, 2008: 386).

23 El hecho de anotar coincidencias puntuales entre Guzmán y Schmitt, no puede ser motivo para intentar elevar a Guzmán a la altura de la extraordinaria producción teórica de Schmitt. En el caso de Schmitt, su antisemitismo (ver Schmitt, 1938: pp. 106-110), y también su ocasionalismo conceptual y personal, son graves falencias morales (Schupmann, 2017: 25-28). En relación a su obra intelectual, sin embargo, no es posible, como indica Kervégan, una reductio ad Hitlerum (Kervégan, 2011: 13). En el caso de Guzmán cabe decir que su participación en la preparación del sedicioso pronunciamiento militar del 73, y luego su justificación, en Chacarillas, de las violaciones de derechos humanos por parte del régimen de Pinochet, merecen una condena política y moral. Con respecto a su obra intelectual que significó la destrucción de la Constitución del 25 y la creación de una nueva, carente de legitimidad democrática, sí se podría hablar de una reductio ad Pinochetum. Guardadas las distancias y el peso cultural comparativo de Alemania y Chile, hay que reconocer que la efectividad histórica de Guzmán fue inmensamente superior a la de Schmitt.

24 Schmitt describe a Donoso-Cortés como «el teórico de la dictadura y del decisionismo» (Schmitt, 1952: 124)

25 En 1928, luego de renunciar a su cátedra en la Universidad de Bonn, Schmitt se traslada a Berlín para hacerse cargo de la cátedra de Derecho Público en una prestigiosa escuela de negocios, la Handel Hochschule. Muy luego entra en contacto con Johannes Popitz, de quien adopta su liberalismo económico radical, en particular la idea de un Estado autoritario como condición de posibilidad de una economía de mercado libre. El liberalismo económico de Schmitt aparece en escena el 23 de noviembre de 1932, en una conferencia de la Langnamverein, una asociación de industriales del Ruhr a la que Schmitt es invitado a participar. Su discurso, ante 1500 empresarios, se titula «Gesunde Wirtschaft im starken Staat» (Economia sana y Estado fuerte) y en que apoya el programa neoliberal del Canciller von Papen, de mínima intervención estatal y máxima dependencia de la iniciativa privada.

26 Para una exposición acerca de los orígenes de la filosofía pública chilena, ver la magistral investigación de Vasco Castillo (Castillo, 2009). Ver también los trabajos de Hugo Herrera acerca del republicanismo popular y el espacio público en Chile (Herrera, 2019 & 2020) y el de Alfredo Joignant y Mauro Basaure acerca de papel que juegan en tiempos de crisis, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, los intelectuales públicos (Joignant y Basaure, 2020).

27 Coincido con Taylor cuando hace suya la idea de Hegel de que «la filosofía y la historia de la filosofía son una misma cosa… La filosofía es intrínsecamente histórica» (Taylor, 1984b: 17). Coincido también con Carlos Peña cuando afirma: «Cada mundo, en otras palabras, cada cultura fáctica, cada concepción del mundo en cuyo interior nos movemos, permite proferir enunciados con pretensiones de validez universal. Es lo que había dicho una vez Hegel: la universalidad se vive siempre desde la particularidad» (Peña, 2018: 80-81).

28 Se podría decir, como hace Kathya Araujo desde una perspectiva sociológica derivada de Norbert Lechner, que «el orden liberal se impone [en Chile] desde la facticidad del mundo y no a través de las conciencias» (Araujo, 2017: 9). El neoliberalismo sería así un sistema «tentacular» que aplasta y se impone sobre las conciencias. Desde una perspectiva filosófica no es posible separar esa facticidad de una normatividad que es precisamente, como se verá, lo característico de la Sittlichkeit. En general, la sociología chilena retiene el esquema weberiano de un mundo desencantando en que prima la facticidad y por ello no puede dar cabida a una noción como la eticidad.

29 Samuel Tschorne tiene razón al señalar que el «modelo soberanista o revolucionario» del Poder constituyente no resulta adecuado «para procesos de cambio constitucional en los que ninguna fuerza política tiene una posición hegemónica o la suficiente legitimidad como para imponer unilateralmente una nueva constitución, por lo que necesariamente se llegará a una constitución negociada» (Tschorne, 2020: 104). Esto es precisamente lo que me lleva a pensar que el actual momento constitucional no es revolucionario, sino reformista. Pero el argumento que desarrolla Tschorne asume que el único sujeto del Poder constituyente es el pueblo. Con Schmitt pienso que también un monarca o un dictador puede ser su sujeto o titular. Es precisamente esto lo que ocurre en el caso chileno en 1973, en que somos testigos de una destrucción constitucional en la que lo que se destruye es el Poder constituyente del pueblo, y lo que se genera es un nuevo titular suyo. Solo una concepción soberanista puede dar cuenta de la magnitud de trastorno constitucional que lleva a cabo Guzmán.

30 Foucault le atribuye al Estado administrativo una capacidad intrínseca de expansión cuyo objetivo principal es invadir a la sociedad civil. En sus lecciones acerca de El nacimiento de la biopolítica, considera que hay «una especie de continuidad genética o implicación evolucionaria entre el Estado administrativo, el Estado de bienestar, el Estado burocrático, el Estado fascista y el Estado totalitario» (Foucault, 2008: 187). Sin nombrarlo, Foucault está repitiendo a Schmitt, para quien la democracia tiene afinidad con el totalitarismo.

31 Taylor está consciente de que apelar a la noción hegeliana de eticidad implica una superación del liberalismo. Cuando Dworkin postula que una sociedad liberal exige que las decisiones políticas «sean lo más independiente posible de una concepción particular de la vida buena» (Dworkin citado en Taylor, 1991ª: 66), ello coincide con el énfasis que la moralidad kantiana pone en principios universales como la libertad y la igualdad. Junto con Hegel, Taylor busca superar la moralidad liberal kantiana. Reconoce así que lo ético toma en cuenta «la fuerte lealtad moral que los ciudadanos mantienen respecto de sus vínculos particulares… hacia sus instituciones, su historia, su tradición… Hegel describe las obligaciones éticas mediante formulaciones paradójicas, como cuando dice que estamos obligados a crear lo que ya existe» (ibid..: 71). Lo que podría parecer como una celebración conservadora de la tradición histórica y de la pura positividad debe ser confrontado con la crítica de Hegel a la Escuela Histórica de Karl von Savigny y Gustav Hugo y con su rechazo a la «sabiduría de los ancestros (Weisheit der Vorfahren)» en su ensayo acerca de la Reform Bill en Inglaterra (Hegel, 1964: 298; ver Losurdo, 2004: 6, 235).

Ensayo I ¿Reforma o revolución?32

La clave del sistema no es ya la soberanía del pueblo, sino la soberanía del individuo, definida, en último término, como la posibilidad de derrotar a la autoridad colectiva. Marcel Gauchet, 2015: 177

Personalmente, creo que el constitucionalismo no es algo fijo, muerto, sino que va progresando con nuevas ideas por la vía del ensayo y el error. Pablo Ruiz-Tagle (Entrevista con Patricia Marchetti, 16 de mayo de 2021)

I

Lo sucedido en Chile a partir del 18 de octubre de 2019, ha sido interpretado como la emergencia del Poder constituyente del pueblo en el escenario político. De por sí, esta noción tiene una notoria estirpe revolucionaria. Hay que pensar solo en Locke, Rousseau y Sieyès, y en el vecindario histórico en que sitúan estos autores. Esa interpretación es consistente con la lectura revolucionaria que se ha hecho de los tiempos vividos a partir de octubre, y con la descripción del Poder constituyente como un poder fundante, totalmente autónomo e ilimitado, como un poder inicial absoluto. En tanto que poder fundante, autónomo e inicial, el Poder constituyente exhibe una potencialidad creadora análoga a la natura naturans de Spinoza.

Considerar lo sucedido a partir de octubre como una revolución tiene su origen en la obra insigne de Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia. Me referiré a un breve tratado suyo, a la vez historiográfico y jurídico, titulado: «En el nombre del Poder Popular Constituyente» (Salazar, 2011). De partida, Salazar ofrece una definición de lo que entiende por Poder constituyente: es el poder «que puede y debe ejercer el pueblo por sí mismo... para construir, según su voluntad deliberada y libremente expresada, el Estado... que le parezca necesario y conveniente para su desarrollo y bienestar» (ibid: 27). En seguida, comprueba que este Poder popular constituyente no ha logrado jamás manifestarse en el curso de la historia de Chile. Por una parte, la clase dirigente «lo ha reprimido brutalmente»; por otra parte, la izquierda parlamentaria, asumiendo el papel de vanguardia, «lo devaluó y sepultó en el olvido» (ibid: 28). Su fuerte crítica de la oligarquía no es ninguna novedad. Lo que sí llama la atención es su implacable condena de la izquierda parlamentaria. La acusa de aceptar y acomodarse a Estados constituidos «sin la participación» del Poder popular constituyente, y que corresponde «al [Estado] de 1925 y el de 1980» (ibid: 29)». Notable me parece la equiparación que hace de esas dos Constituciones. La Constitución que fuera de Eduardo Frei y de Salvador Allende no se diferenciaría sustancialmente de la pinochetista. La izquierda, continúa Salazar, «no se ha jugado nunca por abolir [esos Estados] para luego abrir las puertas al Poder popular constituyente» (ibid: 29). De ese modo, ha preferido «con más oportunismo que lealtad... la compañía de golpistas, formando parte de una misma, conflictiva y gobernante clase política civil» (ibid: 29).

En vista de esto, Salazar recomienda que la Asamblea constituyente, en la que el pueblo podrá ejercer su Poder constituyente, quede formada conforme a un determinado criterio de pureza política. Piensa que es un error delegar la tarea constituyente en alguna «autoridad del sistema vigente... o en los partidos políticos, o en el Parlamento mismo» (ibid: 78). Y la razón es muy simple: «todos ellos, según muestra la historia, no realizarán el cambio revolucionario del Estado que se necesita, sino una reforma limitada que les permita mantener el sistema antiguo pese a su crisis, a fin de seguir flotando en él como una hegemónica ‘clase política’» (ibid: 78).

No está en disputa que el argumento de Salazar se apoya en un detallado y bien informado trabajo historiográfico. Lo que me concierne es lo que percibo como incoherencias en su ideario político, y vacíos teóricos en su incursión por la filosofía jurídica.

La concepción revolucionaria que tiene Salazar del momento constituyente, y que da cuenta de la necesidad que ve de «construir un Estado nuevo», tiene como agente lo que denomina «movimiento social-ciudadano» (ibid: 76). Este movimiento debe convertirse en alternativa al sistema político vigente. Para ello debe tener presente «la continuidad necesaria entre pasado y presente, entre su memoria acumulada y la realidad que quiere construir socialmente, entre su poder real y la tarea por realizar, sin tener que dar ese peligroso salto al vacío que va desde el mero descontento a la vaguedad de la utopía» (ibid: 76). Pero si ese movimiento alternativo se presenta como agente del Poder constituyente, eso da lugar precisamente a un salto al vacío, a un escribir en una página en blanco. Corresponde, en verdad, a una ruptura revolucionaria con el pasado. Pero Salazar habla de «continuidad». Hablar de continuidad, un término que aparece siempre en el arsenal de ideas del conservatismo, es hablar de reforma, y no de revolución. Resulta, por tanto, incoherente afirmar, sin mayor explicación, que «la revolución es un proceso histórico que contiene una cierta continuidad» (ibid: 76). En todo caso, es interesante observar que Salazar muestra que su oficio y su ideario historiográfico ha sido su indispensable vigía revolucionario. Ese oficio y ese ideario han estado al servicio de la creación del momento constitucional que hemos vivido.

Salazar hace uso de la noción de Poder constituyente, pero en ningún caso intenta una elucidación teórica de esa noción. Solo una aproximación más teórica puede permitir responder sin ambigüedades a la pregunta: ¿es el momento constitucional que vive Chile reformista o revolucionario? Me interesa avanzar aquí la idea de que se vive un momento constitucional reformista, que no es necesario partir revolucionariamente de cero y que se debería proceder a reformar la Constitución del 25, y no la Constitución del 80 (ver Fontaine et al., 2018). Dicho de otro modo, si en 1973 Guzmán destruye la Constitución del 25, es preciso ahora destruir la obra destructora de Guzmán.

II

La idea de «momento constitucional» se origina con Bruce Ackerman y se refiere a la deliberación intensa, por parte del pueblo, acerca de la normatividad fundamental de un país. Ackerman distingue tres momentos constitucionales en el devenir político de los Estados Unidos (Ackerman, 1991). El primer momento constitucional tiene lugar durante la Independencia americana y culmina con la Convención de Filadelfia en 1787. Hay otros dos momentos constitucionales. El primero corresponde a la reforma que remata con la promulgación de la Enmienda Catorce en 1868, y el segundo coincide con las reformas de Roosevelt, el New Deal, entre 1933 y 1936, y que significan un fuerte giro en la jurisprudencia de la Corte Suprema americana (ver Sandel, 2005: 17-18).

Carl Schmitt emplea la noción de Poder constituyente para marcar la diferencia entre revolución y reforma. Si se activa el Poder constituyente originario, ya sea del pueblo (Constitución americana de 1787, Constitución soviética de 1918, Constitución de Weimar de 1919), ya sea de un monarca, dictador o caudillo (la Charte de Luis XVIII en 1814; el Decreto de Apoderamiento en favor de Hitler del 24 de marzo de 1933; el Decreto de Unificación de Franco del 19 de abril de 1937), estaríamos frente a una revolución, o una contrarrevolución. Si lo que se activa es el Poder constituyente derivado, y no hay apelación al originario, se trataría de un momento constitucional reformista. Si trasladamos la taxonomía de Ackerman y Schmitt a Chile habría que consignar dos momentos constitucionales revolucionarios. El primero tiene lugar durante nuestra Independencia (1810-1818); el segundo, propiamente contrarrevolucionario, se inicia en 1973 y culmina con el otorgamiento de una nueva Constitución en 1980. El primero destruye el Poder constituyente del monarca español y afirma el del pueblo. El segundo despoja al pueblo de su Poder constituyente, y lo otorga a la dictadura de Pinochet y la junta militar.

Ha habido momentos constitucionales reformistas en Chile. Ellos tienen lugar en 1833 y 1925. Esos momentos generan constituciones que explícitamente se definen a sí mismas como reformas de las constituciones que las anteceden. Son puramente reformistas porque operan bajo el alero del Poder constituyente del pueblo y no buscan derogarlo o destruirlo. Se generan constituciones que se presentan como reformas de las constituciones que las anteceden y no se parte de cero.33 El Poder constituyente originario del pueblo se manifiesta por primera vez en nuestra Independencia y permanece vigente hasta septiembre de 1973. Por ello no es necesario un nuevo inicio, un partir desde cero. Hay un nuevo inicio, real y revolucionario, en el desarrollo constitucional cuando Chile se independiza de España. El 31 de agosto de 1822, Camilo Henríquez escribe en su periódico El Mercurio de Chile: «Supongamos aceptado y consolidado el pacto representativo: ¿qué parte le queda a la nación de su soberanía radical y primitiva? No otra cosa que la facultad de revisar y modificar aquel pacto... Fuera de este caso, no conocemos bajo el sistema representativo otro ninguno en que el pueblo deba ejercer la soberanía primordial o constituyente» (citado en Castillo, 2009: 122). Reconoce así Henríquez que nuestra Independencia activó la soberanía primordial o constituyente, es decir, el Poder constituyente del pueblo. Una vez establecida la constitución positiva generada revolucionariamente por el pacto social, cesa en sus funciones el Poder constituyente o soberanía original. No es así necesario pensar en un nuevo inicio.

El trastorno constitucional de 1973 produce también un nuevo inicio, esta vez, un inicio contrarrevolucionario. Se destruye el Poder constituyente del pueblo y se genera el de Pinochet. Pero a partir del 1988, el pueblo reconquista su Poder constituyente, y con ello se restaura la continuidad de nuestra Constitución histórica, que es inicialmente republicana y que se va democratizando con el paso del tiempo. Este nuevo inicio no parte de un cero existencial; parte de la Constitución de 1980 que ahora ya no es la Constitución de Pinochet, sino que ha pasado a ser la Constitución del pueblo de Chile. Ciertamente se trata de una Constitución que requiere ser reformada para eliminar algunas trampas contramayoritarias identificadas con gran acierto por Fernando Atria. Pero para ello no es necesaria una asamblea ‘constituyente’ revolucionaria, porque, en realidad y en consonancia con Camilo Henríquez, no hay nada que constituir, original o revolucionariamente hablando.

Una de las consecuencias lógicas de la destrucción del Poder constituyente de Pinochet en 1988-89 es dejar sin efecto su destrucción de la Constitución democrática de 1925 en 1973. Tener en cuenta su texto y sus principios no debe significar que hoy sea necesario retroceder a 1973, porque eso sería negar el progreso (parcial, pero progreso al fin) que contiene la Constitución del 80 con todas las reformas que se le han hecho a partir de 1989. Lo que sí me parece importante, por su contenido simbólico, es que la Convención Constitucional restablezca contacto con el desarrollo de nuestra Constitución histórica, para restaurar y consolidar la continuidad republicana y democrática de Chile (ver Fontaine et al., 2018).34

El caso de Chile hoy en día no es asimilable al de Francia en 1813, luego de la derrota de Napoleón en Leipzig. En esa ocasión se extingue el régimen revolucionario y se restaura la monarquía de los Borbones. La situación inversa ocurre en Rusia y Alemania. En 1917, el asalto al Palacio de Invierno, y la ejecución del zar Nicolás II y su familia, significa el derrocamiento de la monarquía. El Poder constituyente del pueblo puede entonces generar la Constitución soviética en 1918. Paralelamente en Alemania, luego de su derrota en la Primera Guerra Mundial, el káiser Guillermo II se exilia en los Países Bajos, con lo que se destruye la Constitución de 1871. Una Asamblea constituyente se reúne en Weimar para acordar una nueva Constitución en 1919. En el 2019, Chile no sufrió una derrota militar; el Palacio de La Moneda no fue ni asaltado ni bombardeado. Me parece que esto no hace posible pensar que un momento constitucional revolucionario convocó a una Convención constitucional originaria, sino a una derivada. Si esto es así, si estamos viviendo un momento constitucional reformista, me parece que lo que corresponde es retomar el curso de nuestra historia constitucional, restaurar simbólicamente la Constitución del 25, y luego proceder a reformarla íntegramente.

En este sentido hay que considerar lo que sostienen los autores de El Otro Modelo (Atria et al., 2019), quienes plantean la necesidad de una nueva constitución, pero afirman que no es necesario partir de cero, de una hoja en blanco. Se puede partir del texto de la Constitución del 80 y modificar solo su procedimiento de reforma. Y ello porque no hay rastros materiales de neoliberalismo en el texto mismo de esa Constitución. Bastaría por ello un mero cambio formal, una reforma y no una revolución. Atria et al. se preguntan: «¿No hay en el contenido de la Constitución un programa político neoliberal? ¿Es que quienes la escribieron no querían constitucionalizar su proyecto político? ¿No es el catálogo de derechos fundamentales uno esencialmente neoliberal?» (ibid.: 110). Los autores responden:

A nuestro juicio, el problema con la Constitución de 1980 no está en el programa contenido en su artículo 19, sino en la óptica con la que ese artículo se lee. Si los procedimientos de discusión y decisión política cambiaran, entonces interpretaciones ideológicamente distintas del mismo texto constitucional se harían posibles (ibid.: 110)

Una nueva Constitución puede ser una que reproduzca en buena parte el mismo texto de la Constitución de 1980 tal como la de 1980 reprodujo una cantidad considerable de disposiciones de la de 1925. El problema no es el texto, es cómo la Constitución estructura el proceso político (ibid.: 117)

Me parece que esta aproximación es insuficiente. Se les escapa que el contenido material de la Constitución del 80 es neoliberal en tanto que ha institucionalizado la nueva interpretación que Guzmán hace del Orden Público Económico (OPE), como se verá más abajo. Lo reconoce recientemente Ricardo Lagos cuando escribe en El Mercurio: «Nunca afirmé que esa Constitución nos permitía llegar a una sociedad con equidad y justicia social. Y eso porque estaba y estoy convencido de que su texto está impregnado de una ideología neoliberal donde el mercado es referente prioritario» (Lagos, 2020). Ahora bien, mucho del texto de la Constitución del 80 (segunda vuelta, autonomía del Banco Central, recurso de protección) se podría conservar en una Constitución del 25 restaurada.35 Esa restauración sería un buen símbolo de continuidad e identidad, un símbolo que valdría la pena preservar (ver Herrera, 2019: 96).

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