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I

El neoliberalismo es una corriente de pensamiento económico que, a partir de 1973, se instala en Chile y permite consolidar una economía de mercado libre. Esta corriente ha impregnado lo esencial de la institucionalidad económica y política chilena. Más allá de esta manifestación objetiva, podría decirse que el neoliberalismo describe la estructura profunda de nuestra mentalidad y que ha tomado posesión de nuestra autoconciencia, de nuestra manera de entender nuestras relaciones con otros, con las instituciones, y con el entorno natural. Por ello habría que decir que, más que una doctrina económica, el neoliberalismo es un pensamiento político y moral que desarrolla ideas acerca de la democracia, la constitución, el Estado y la individualización (ver Biebricher, 2015: 255). En tanto que filosofía moral y política se podría decir que combina, sincrética pero no consistentemente, varios puntos de vista epistemológicos y morales: nominalismo, empirismo y teoría de los juegos; hedonismo, utilitarismo, convencionalismo y contractualismo. Entre estos puntos de vistas fijo la atención en el contractualismo radical de Hobbes, tal como lo desarrolla David Gauthier, pues me parece ser lo que permite describir con mayor profundidad los aspectos epistemológicos y morales del neoliberalismo.1 Es también el punto de vista que me parece ser el más problemático para el neoliberalismo porque dejaría en evidencia su incoherencia teórica y también práctica (Gauthier, 1977: 155-6).

En este libro adopto una aproximación que privilegia lo histórico por sobre lo analítico. Sigo en esto a Thomas Biebricher, quien ha escrito acerca de la crisis del liberalismo en Europa, particularmente en Alemania durante el periodo de Weimar, y ha estudiado cómo el Colloque Walter Lippmann que se reúne en París a fines de agosto de 1938 busca responder a esa crisis. En ese coloquio se sientan las bases ideológicas del neoliberalismo (ver Biebricher, 2015: 255; Biebricher, 2018: 11-28). En el caso de Chile, hace especial sentido examinar el contexto histórico, entre otras razones por lo excepcional que resulta ser su implementación en nuestro país. Parece excepcional, en primer lugar, que lo que permita su aplicación sea una dictadura (ver Crouch et al., 2016: 504). Esto me lleva a examinar el documento llamado El Ladrillo, que vino a ser el programa económico neoliberal de Pinochet y la junta militar. En su formulación colaboran economistas formados en Chicago, economistas de la Democracia Cristiana posiblemente influidos por el ordoliberalismo y Jaime Guzmán, quien contribuye con puntos de vista que emanan de la Doctrina Social de la Iglesia interpretada a partir del carlismo. Segundo, ese contexto histórico puede explicar también por qué la imposición del neoliberalismo conduce a la destrucción de la Constitución de 1925 y la creación de una nueva. La nueva Constitución es promulgada en marzo de 1981. La visita de Hayek a Chile un mes más tarde, junto con otros connotados intelectuales neoliberales, permite integrar la experiencia constitucional chilena al registro histórico que sella la definición del neoliberalismo (ver Cristi & Ruiz, 1981; Cristi & Ruiz, 2016). Tercero, parece ser también excepcional que la Doctrina Social de la Iglesia se tome en cuenta en el diseño de las políticas públicas neoliberales. En este sentido cabe considerar la aplicación del principio de subsidiariedad como principio constitucional rector. Importante también es que en el edificio constitucional que se construye para Chile se tome en cuenta la ontología social que elaboran los documentos pontificios y la interpretación idiosincrática que hace Jaime Guzmán de ella. He fijado mi atención en el contractualismo como manera de desentrañar esa ontología social pontificia y su posible coincidencia con los supuestos ontológicos propios del neoliberalismo.

Un primer elemento teórico esencial del contractualismo es que todas nuestras interacciones con otros seres humanos son mediadas por contratos. Ello tiene que ser así porque los seres humanos somos fundamentalmente libres. Solo libremente podemos enajenar nuestra libertad. ¿Por qué enajenar nuestra libertad? ¿Por qué abandonar nuestra feliz anarquía original? Debemos hacerlo si queremos vivir en sociedad y aprovechar equitativamente los beneficios de la cooperación. Los contratos son relaciones por las que dos o más individuos acuerdan libremente obligarse con el fin de lograr beneficios mutuos. Autonomía y reciprocidad constituyen así las bases de la obligación contractual. El espacio dentro del cual tienen lugar estas interacciones contractuales es lo que llamamos «mercado», que podría definirse como una constelación de contratos. Las partes contratantes deben ser entendidas como personas autónomas que tienen prioridad ontológica por sobre las ataduras contractuales que las entrelazan. No se trata de una prioridad temporal, sino de una prioridad conceptual que apunta a individuos autónomos y exentos de sociabilidad. La sociedad misma tiene que ser el resultado de un acuerdo entre individuos, lo que corresponde a la doctrina del contrato social. Gauthier señala que, para esta filosofía, «el ser humano es social porque es humano, y no humano porque es social» (ibid: 138). Queda establecida así la existencia atómica de individuos como entidades independientes y autónomas.

Un segundo elemento esencial de contractualismo es la idea de apropiación sin límites. Hay que tener en cuenta que lo que motiva la acción de estos individuos atómicos es perseverar en su existencia (in suo esse perserverare, dice Spinoza), es decir, sobrevivir físicamente. Para ello deben encontrar bienes naturales que aseguren esa sobrevivencia. Las cosas de este mundo, que buscamos usar o poseer individualmente, se encuentran a nuestra disposición. El problema reside en que esos bienes están también disponibles para otros individuos. De ahí la necesidad de apropiarse de esos bienes en forma exclusiva. Esto significa que no es posible asegurar su plenitud, su supply, como dirían los economistas, y que lo seguro es la escasez. Los problemas de distribución que se generan implican que nuestro deseo de apropiar no puede tener límites.2

La razón instrumental es un tercer elemento esencial del contractualismo. Según Hobbes, filósofo contractualista por antonomasia, la razón solo nos permite encontrar los medios para satisfacer nuestros deseos y lograr una máxima utilidad. Debe entenderse nuestra racionalidad, por tanto, como subordinada a nuestros deseos y servir para maximizar nuestras utilidades. Hume dirá que la razón es esclava de las pasiones. No hay un orden natural antecedente que guíe a la razón. No es posible pensar, como reconoce Gauthier, en la Cosmópolis estoica, en la ley eterna del Dios cristiano o en el reino de los fines de Kant (ver ibid: 151). Presos de su subjetividad, los apropiadores infinitos enfrentan una condición de mutua hostilidad. Ello es así porque para individuos que buscan maximizar su acceso a bienes necesariamente escasos, no es posible acordar esquemas de cooperación. Están forzados a desertar porque no pueden resolver el Dilema del Prisionero, ni en primera instancia, ni reiterativamente. Caemos así en un estado de naturaleza hobbesiano donde reina la tiranía de las preferencias, o lo que Streek llama «la dictadura de las siempre fluctuantes ‘señales de mercado’» (Streek, 2017: 76). Esta es la miseria del contrato porque, como afirma Hegel en su Filosofía del Derecho, «en el contrato los participantes aún conservan su voluntad particular; el contrato no ha, por tanto, abandonado todavía el estadio de la libertad arbitraria (Willkür), y por ello está entregado a la injusticia» (FdD §81, Agregado; ver §258, Obs.).

El miedo a la muerte violenta aconseja evitar la inevitable guerra del estado de naturaleza. A falta de un orden natural y objetivo que estipule las condiciones de la paz, la única salida posible es crear un orden convencional. Por medio de un contrato social se puede generar una agencia colectiva, lo que denominamos Estado, que proteja nuestros derechos posesivos. En este contrato todos transfieren libremente la totalidad de sus derechos propietarios al soberano. El resultado es un Estado absoluto y todopoderoso, un leviatán de autoridad ilimitada que sirve para asegurar la paz. A un costo muy alto, sin embargo. Si insistimos en que la propiedad privada es un derecho absoluto, y no limitado por el soberano, se debilita sin vuelta su autoridad. Si pensamos que el contrato social es, en verdad, un contrato todavía anclado «en el estadio de la libertad arbitraria», tenemos un nuevo Dilema del Prisionero en nuestras manos.

Nos topamos aquí con la incoherencia teórica que Gauthier detecta en el contractualismo. Si, como señala Hegel, la figura del contrato se funda en la arbitrariedad que abre las puertas a la injusticia, es necesario un aparato legal que asegure el cumplimiento de los contratos. Pero si ese orden legal se funda también en un contrato, no hemos dejado atrás, según Gauthier, el ámbito del mercado (ibid: 155). La lógica del argumento contractualista podría fortalecerse si se concibe un Estado absoluto, como el hobbesiano, que escape a la reciprocidad exigida por la relación contractual. Pero ello no es aceptable, ni hoy ni antes. Ya Locke objetaba que podemos defendernos de hurones y zorros injustos, pero no del león, que termina por devorarnos.

La incoherencia práctica del contractualismo consiste en no reconocer las disposiciones y sentimientos que desde un comienzo aseguran la autoridad estatal. Locke, a diferencia de Hobbes, piensa en un estado de naturaleza en que existen familias constituidas y las relaciones entre sus miembros son anteriores al contrato social y no pueden concebirse como contractuales. Hegel da un paso más allá: enmarca los contratos en la sociedad civil, y niega la naturaleza contractual, no solo de la familia, sino también del Estado.3 Para el contractualismo radical, el amor familiar y el patriotismo son mitos que deben ser exorcizados. Le está vedado, por tanto, acudir a esos sentimientos y disposiciones que tradicionalmente han sostenido el orden coercitivo que impone el Estado. Lo que el contractualismo consigue con ello es minar los fundamentos que sostienen a la autoridad estatal. Gauthier puede así augurar que «el triunfo del contractualismo radical conduce a la destrucción, y no a la racionalización, de nuestra sociedad» (ibid: 163).4

Llegado a este punto, Gauthier apela a Hegel y su rechazo de la idea de que el amor y el patriotismo puedan ser entendidos contractualmente. Gauthier reconoce que la discusión de Hegel acerca de la propiedad y el contrato es la «fuente fundamental para cualquier articulación de la ideología contractualista a pesar de que Hegel rechaza la idea de que todas las relaciones sociales son contractuales» (ibid: 164, nota 26). Ciertamente Hegel defiende la idea de un Estado fundado en nuestra disposición patriótica republicana, por la cual subordinamos nuestros intereses individuales al bien común. Cree así posible escapar del abismo anómico y nihilista que se abre al interior de la sociedad civil de mercado, y retoma el republicanismo greco-romano donde cree encontrar los sentimientos y disposiciones que pueden proyectarse hacia un ámbito situado más allá de la sociedad, y que trascienden su característica disposición anímica. Se trata de un Estado republicano transido del espíritu de la familia trocado ahora en patriotismo. La manera de superar la lógica contractualista exige la adopción de una concepción cívica del bien común (ver Sandel, 2020: 208-9).

¿Es posible afirmar que la crítica anticontractualista de Hegel nos sitúa en la senda que conduce a la superación del neoliberalismo? ¿Tiene sentido hoy en día revitalizar el patriotismo republicano para detener la progresiva erosión de los vínculos sociales? ¿Es viable pensar que una crítica al contractualismo, como la que elabora Hegel, puede engendrar una política del bien común?5 Hegel es crítico de Rousseau y de la idea de un contrato social; el régimen político que favorece no es la democracia, sino la monarquía. ¿Es posible una democracia republicana que tome en cuenta la crítica anticontractualista, pero también antidemocrática de Hegel? ¿Es posible una política del bien común que sea a la vez democrática?

II

Para desentrañar el sentido de la crítica anticontractualista de Hegel apelo a la noción de eticidad o Sittlichkeit. Esta noción aparece en Hegel como superación de la moralidad (Moralität) kantiana (FdD §33; §142-157). Mientras que la moralidad se refiere al ámbito interno del individuo, a las intenciones, a la conciencia y los deberes del individuo aislado, la eticidad es comunitaria en tanto que toma en cuenta el contexto social que sostiene a los individuos. Si la moralidad es abstracta en tanto que considera al individuo como independiente y autónomo, la eticidad es concreta, pues lo concibe como parte de un todo social, como atado involuntariamente a la comunidad de que forma parte. «Respecto de lo ético (Sittlichen) solo hay, por lo tanto, dos puntos de vista posibles: o se parte de la sustancialidad, o se procede de modo atomístico, procediendo sobre la base de individuos aislados. Este último punto de vista carece de espíritu, porque solo establece una yuxtaposición, mientras que el espíritu no es algo aislado, sino la unidad de lo individual aislado y lo universal» (FdD, §156, Agregado).

Hegel critica a Kant por reducir toda comunidad, aún el matrimonio, a acuerdos voluntarios entre las partes contratantes. Los contratos forman la red de acuerdos que configuran la arquitectura de la sociedad que, por esta razón, debe entenderse esencialmente como un mercado. En esto consiste precisamente lo que Hegel denomina sociedad civil o burguesa, en la que las relaciones de mercado ocupan un lugar primario. Hegel rechaza la universalización de la sociedad civil (bürgerliche Gesellschaft), pues sostiene que las relaciones de mercado no tienen lugar ni en la familia, ni el Estado, pues en la constitución de estas instituciones no tiene cabida el contrato.

El servicio que presta la noción de eticidad es fijarle límites al contractualismo que impera al interior de la sociedad civil, y que, desde allí, busca invadir las relaciones de familia y la formación del Estado. Hegel le teme al ánimo libertario que impera en ese momento dialéctico de la sociedad civil que denomina «Sistema de Necesidades», por la inminente posibilidad de que conduzca a «la libertad del vacío»6, y el consiguiente «fanatismo de la destrucción». Es la voluntad negativa que «solo alcanza un sentimiento de su propia existencia al destruir algo» (FdD §5). La eticidad aparece como la salvación frente al abismo nihilista que se abre al interior de la sociedad civil, y que no puede resolver internamente, a pesar de las mediaciones proto-estatistas, tanto judiciales como administrativas, que Hegel toma en cuenta. Apela a la eticidad para retornar a la familia en busca de los sentimientos y disposiciones que puedan proyectarse hacia un ámbito omnicomprensivo situado más allá de la sociedad civil y que trasciendan su característica disposición anímica. Concibe, en principio, un Estado republicano en que se anida el patriotismo. El contractualismo rechaza la disposición patriótica como un mito peligroso. Según Hegel, no se toma en cuenta que la ideología contractualista erosiona sin vuelta el tejido comunitario que sostiene la posibilidad misma del contrato. De ahí la incoherencia ideológica de contractualismo que detecta Gauthier.

En sus lecciones de filosofía de la historia Hegel define la eticidad del siguiente modo:

La realidad viviente del Estado en sus miembros individuales es lo que he llamado eticidad (Sittlichkeit). El Estado, sus leyes e instituciones, pertenece a esos individuos; gozan de sus derechos en su interior y sus posesiones externas se sitúan en su naturaleza, su territorio, sus montañas, su aire y sus aguas, porque esa es su tierra, su patria (Hegel, 1980: 102).

En su Filosofía del Derecho, Hegel insiste en la naturalidad y objetividad de la Sittlichkeit, y al mismo tiempo en su interioridad y subjetividad. El territorio, las montañas y los ríos que sentimos frente a nosotros como realidades inamovibles sin admitir duda alguna, ilustran la autoridad de los imperativos éticos. Pero esta normatividad ética no es puramente externa, sino que opera internamente en cada sujeto.7

La sustancia ética, sus leyes y fuerzas, tiene para el sujeto, por una parte, en cuanto objeto, la propiedad de ser, en el más elevado sentido de independencia. Constituyen, por lo tanto, como el ser de la naturaleza, una autoridad absoluta, infinitamente fija… El sol, la luna, las montañas, los ríos, los objetos naturales que nos rodean, son… Por otra parte, estas leyes éticas no son para el sujeto algo extraño, sino que en ellas aparece como en su propia esencia, el testimonio del espíritu (Hegel, FdD §146-§147).

La eticidad, por tanto, incluye los derechos de los individuos. En ella se reconcilian la comunidad y el individuo, y se sintetizan los derechos de la subjetividad y los derechos de la objetividad. Las leyes éticas son autónomas e independientes de la voluntad de los individuos a las que estos deben someterse. Pero a la vez Hegel las concibe como internas al individuo, «no son para el sujeto algo extraño, sino que en ellas aparece como en su propia esencia, el testimonio del espíritu» (FdD §147; ver Cordua, 1989).

Cabe preguntarse si el equilibrio que busca establecer Hegel entre los derechos de la subjetividad y los derechos de la objetividad, es decir, entre individuo y comunidad, entre Moralität y Sittlichkeit, es estable. Este es el punto central del debate en torno a la filosofía moral y política de Hegel. Para algunos, como Ernst Tugendhat, el hecho de que Hegel indique que el punto de vista de la Moralität es superado (aufgehoben) por la Sittlichkeit, significa la extinción de la conciencia individual. La eticidad no permite una relación crítica con la comunidad y el Estado, y les reconoce una autoridad absoluta a las leyes (Tugendhat, 1979: 349). Por el contrario, Joachim Ritter observa que lo superado (das Aufgehobenes) es al mismo tiempo conservado (Aufbewahrtes) (ver Taylor, 1975: 119). Por ello el Estado ético no invade el ámbito de la autodeterminación moral de los individuos. Escribe Hegel: «No se puede invadir esta convicción del ser humano; no se le puede ejercer ninguna violencia, y eso hace que la voluntad moral sea inaccesible» (FdD §106; ver Ritter, 1977: 284).8

La defensa de Ritter parece confirmarse al rechazar Hegel la eticidad propia de la república platónica. Hegel menciona a Platón en el parágrafo §185 de la Filosofía del Derecho. La sociedad civil aparece ahí como «un espectáculo de extravagancia y miseria, con la corrupción física y ética (sittlich) que es común a ambas» (FdD §185). La describe como una sociedad radicalmente desigual, una sociedad de extrema riqueza y extrema pobreza, donde se atrofian la eticidad y sus disposiciones. El espectáculo de una sociedad desigual y dividida es el que Hegel observa cuando dirige su mirada a Platón. Los Estados de la Antigüedad se fundaban originalmente en una eticidad simple y substancial. Cuando Platón aparece en escena, esa eticidad patriarcal y religiosa está ya en vías de extinguirse, debilitada por el surgimiento y expansión incontenible de la libertad subjetiva. En esta disolución del Estado ético Hegel percibe «el comienzo de la corrupción de las costumbres y la razón última de su decadencia» (ibid). El diagnóstico de Platón es adecuado, pero le parece que yerra en el remedio que propone, y que significa reprimir las manifestaciones del principio de particularidad por medio de un Estado puramente substantivo, sin espacio para la subjetividad propia de la familia y la propiedad privada. Le reconoce mérito a Platón por haber aprehendido en su pensamiento el principio que obsesiona a la Grecia de su época y que, en su opinión, Platón busca herir mortalmente.

Pero Tugendhat no deja de tener razón, pues, en la eticidad, los individuos aparecen como accidentes adheridos a la sustancia ética (FdD §145 & §163). Según Hegel, las leyes éticas tienen «una autoridad absoluta, infinitamente fija…» (FdD §146). La eticidad le parece ser un motor inmóvil dotado de la autoridad para exigir la obediencia de sus sujetos, a la vez que ella misma carece de obligaciones (FdD §152). Aunque la intención de Hegel es establecer que esas leyes e instituciones éticas «no son para el sujeto algo extraño» (FdD §147), y que los individuos «tienen derechos en tanto que tienen deberes, y deberes en tanto que tienen derechos» (FdD §155), no cabe duda de que esto ocurre en un contexto conservador que le otorga primacía al deber y la autoridad. Hay un autoritarismo implícito en Hegel que favorece el derecho de la objetividad por sobre el derecho de la subjetividad. Después de todo, Hegel reconoce que «en una comunidad ética es fácil señalar qué debe hacer el ser humano, cuáles son los deberes que debe cumplir para ser virtuoso. No tiene que hacer otra cosa que lo que es conocido, señalado y prescrito por las circunstancias» (FdD §155).

Este autoritarismo aparece en forma explícita cuando Hegel invoca los oficios de un monarca hobbesiano para asegurar la autonomía e independencia del Estado frente a las fuerzas de la particularidad desatadas al interior de la sociedad civil. En la sección que trata del Estado, Hegel entrega la decisión política última a la persona del monarca quien reúne «los diferentes poderes en una unidad individual, que es por lo tanto la culminación y el comienzo del todo» (FdD §273; ver Cristi, 2005). Esto garantiza, en última instancia, la real posibilidad de impedir, o por lo menos moderar, el bellum omnium contra omnes que bulle y hierve al interior de la sociedad civil.

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9789560014672
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