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III

El contractualismo es clave para entender los supuestos de la filosofía económica y política de Hayek y Friedman, y es por ello que mantienen una distancia crítica frente al anticontractualismo de Hegel que, según Popper, conduce al autoritarismo. Los neoliberales adoptan así una postura radicalmente antiestatal, y esto me parece, como indiqué más arriba, que abre un espacio para desarrollar una crítica de su pensamiento a partir de la noción de eticidad.9 Pero en vistas del autoritarismo implícito y explícito involucrado en la eticidad hegeliana, no parece posible afirmar que el anticontractualismo nos sitúe en la senda que conduzca a la superación del neoliberalismo. No parece viable pensar que una crítica al contractualismo, tal como la que elabora Hegel, pueda engendrar una política del bien común.10

El instrumental que ofrece Hegel para la construcción de un aparato crítico capaz de interpretar y superar la moral neoliberal se encuentra en la estructura tripartita de la eticidad. Esa estructura la componen tres figuras éticas: familia, sociedad civil y Estado. La esencia de la familia, la primera figura en el desarrollo dialéctico del sistema de la eticidad, reside en las relaciones de amor, abnegación y fidelidad que atan a sus miembros. En la familia, tal como la entiende Hegel, no hay lugar para las relaciones contractuales propias del mercado. «El matrimonio no se puede subsumir bajo el concepto del contrato; esta subsunción, que solo puede ser descrita como vergonzosa, es propuesta por Kant en sus Principios metafísicos de la teoría del derecho» (FdD §75).

En la figura de la familia se encuentra la raíz de la comunidad (Gemeinschaft) y el espíritu comunitario. Hegel comprueba su natural disolución, y la de los sentimientos que la constituyen, y observa la emergencia de individuos libres que se definen como propietarios relacionados por intereses mercantiles. Es en el ámbito propio de la sociedad civil donde esos intereses pasan a ser la figura primera y primordial. Es el reino de la libertad preferencial que conduce a la anomia, es decir, a la extinción de la eticidad. Hegel deja entrever que, en el Sistema de Necesidades, correspondiente al primer momento en el desarrollo dialéctico de la sociedad civil, aparece un residuo o resto (Rest) del estado de naturaleza (FdD §200). Cuando escribe «la sociedad civil es el campo de batalla del interés privado individual de todos contra todos» (FdD §289), es difícil no ver en esto una referencia al estado de naturaleza hobbesiano, donde mejor se puede apreciar la tiranía de las preferencias.11 Este punto marca una división de las aguas. Para algunos comentaristas, al introducir una tajante separación entre Estado y sociedad civil, el argumento político de Hegel reproduce el argumento de Hobbes y se adelanta al que más tarde propondrá Schmitt. La sociedad civil misma es incapaz de controlar y moderar las corrientes centrífugas que se desatan en su interior. Hegel determina que solo un Estado ejecutivo fuerte, definido por el ‘principio monárquico’ (Ilting, 1984: 98, nota 19), puede detener el desorden espontáneo que genera el contractualismo de la sociedad civil. Otros autores, Jean-François Kervégan entre ellos (Kervégan, 1992), enfatizan al Hegel dialéctico, al Hegel que busca mediar entre Estado y sociedad civil de modo que su articulación orgánica pueda contener las fuerzas centrífugas de la sociedad civil. Esto se logra confiando en los recursos jurídicos y administrativos internos a ella, lo que hace innecesario exacerbar el momento ejecutivo del Estado monárquico que presenta Hegel, y que sería genuinamente liberal y constitucionalista.12

En su extenso y muy bien documentado estudio crítico de mi libro acerca de Hegel (Cristi, 2005), Andrés Jiménez Colodrero (Jiménez, 2009) adopta el segundo punto de vista. Comparte el argumento que expone Jean-François Kervégan acerca de la relación entre la sociedad civil y el Estado en Hegel (Kervégan, 1992) y se propone así identificar limitaciones y distorsiones en mi propio argumento. Mi lectura de Hegel, en cambio se inspira en la interpretación de Karl-Heinz Ilting, y así opto por el primer punto de vista.13 Hegel observa cómo al interior de la sociedad civil se genera un Estado instrumental, con funciones tanto judiciales como administrativas (Polizei), y que busca paliar los efectos de la degradación ética y la fractura del tejido social que produce ineludiblemente el mercado posesivo. Extrema pobreza y extrema riqueza son la manifestación más evidente de la disolución comunitaria. Hegel reconoce que la sociedad civil presenta «un espectáculo de exceso y miseria, y de la corrupción física y ética que es común a esos dos extremos» (FdD §185). También advierte que cuando la sociedad burguesa funciona sin impedimentos ello genera gran progreso industrial y gran acumulación de riqueza, al mismo tiempo que aumenta la dependencia y miseria de los trabajadores (FdD §243). «El hundimiento de una gran masa bajo la medida de una subsistencia mínima… y el consiguiente detrimento del sentimiento del derecho, la integridad y el honor que genera vivir de su propia actividad y trabajo, conduce a la formación de un proletariado (Pöbel)» (FdD §244). Están dadas las condiciones para una revolución, para esa «íntima rebelión en contra de los ricos, la sociedad y el gobierno» (FdD §244).

La debilidad e insuficiencia de las figuras estatales que operan al interior de la sociedad burguesa anuncian la aparición del Estado ético, como momento final del proceso dialéctico. Aunque en apariencia encontramos aquí el punto de remate y la culminación del desarrollo de la eticidad, en realidad se trata de su principio o primer paso. El Estado, reconoce Hegel, junto con Aristóteles, es «lo primero (das Erste)» (FdD §256), clara señal de su anticontractualismo. Queda en evidencia la intención republicana clásica que lo anima y que lo lleva a exaltar la disposición patriótica de ciudadanos en favor del bien común como manera de restaurar la solidaridad que no puede emprender vuelo y se extingue al interior de la sociedad civil (Ilting, 1971: 101). Lo define como «la disposición que, en las circunstancias ordinarias de la vida, considera habitualmente a la comunidad o república (Gemeinwesen) como el fin y fundamento substancial» (FdD §268). Al igual que el amor familiar, la virtud patriótica exige sacrificar el bien individual en aras del bien común.

Pero no hay que olvidar el autoritarismo implícito y explícito de la eticidad hegeliana que anotamos más arriba. Hegel defiende enérgicamente, en su Filosofía del Derecho de 1820, tanto una concepción absolutista de la propiedad privada, como una concepción absolutista de la autoridad pública. Enfatiza la consolidación del derecho privado romano durante el ancien régime. El derecho privado romano defendió la noción quiritaria de la propiedad14 que la cual definió como absoluta e incondicional. Esto hizo posible el nacimiento de la sociedad civil en la modernidad. Tanto Locke como los republicanos romanos están de acuerdo con respecto «a la inviolabilidad de la propiedad privada» (Nelson, 2004: 198). No puede sorprender que las monarquías absolutas modernas introdujeran el derecho público romano para consagrar una soberanía real incondicional.15 El hecho de que Hegel luego traicione su republicanismo de juventud al introducir un monarca absoluto como «culminación y principio (die Spitze und der Anfang)» del todo estatal (FdD §273; Ilting, 1971: 107), no altera la intención original de su argumento dialéctico.

¿Es viable, por tanto, tomar en cuenta la eticidad hegeliana para evaluar críticamente al neoliberalismo? La respuesta tiene que ver con las figuras del derecho abstracto, propiedad y contrato, pilares que sostienen el contractualismo de la sociedad civil. Como indiqué más arriba, concuerdo en este sentido con Gauthier, para quien «la discusión acerca de la propiedad y el contrato en la primera parte de la Filosofía del Derecho [de Hegel] es una fuente fundamental para cualquier articulación de la ideología contractualista» (Gauthier, 1977: 164; ver Rawls, 1971: 521). El contrato aparece en la sociedad civil desde el momento en que salimos de nuestro ensimismamiento propietario. Comenzamos a reconocer a otros, a regirnos por otros, e iniciamos también la producción «de medios para la satisfacción de otros» (FdD §192). El contrato sirve para sellar esa relación. Pero es una relación arbitraria e intrínsecamente disoluble de tal modo que en cualquier momento podemos retornar a nuestro ensimismamiento. No es posible, en esta esfera, un desarrollo de sentimientos personales más íntimos como el amor familiar o de virtudes cívicas como el patriotismo. La propiedad exclusiva de cada uno permite solo aspirar al bien individual y no a un bien común.

Gauthier, como se vio más arriba, augura que «el triunfo del contractualismo radical conduce a la destrucción de nuestra sociedad» (ibid: p. 163).16 Cree también que esto es inevitable porque piensa que un monarca hobbesiano no está disponible para protegernos de la guerra de todos contra todos que desencadena el contractualismo al interior de la sociedad civil. Gauthier no toma en cuenta que Hegel presenta dos posibles soluciones para ese fracaso: una hobbesiana y la otra republicana. Desecha la segunda porque involucra una democratización del Estado, lo que puede allanar una solución revolucionaria. Acepta la primera solución pues está disponible la figura de Federico Guillermo III, rey de Prusia, quien no titubea en afirmar el «principio monárquico» y la facultad de decidir fuera de los márgenes constitucionales (ver Cristi, 2008). Me parece que, hoy en día, la solución republicana está disponible, lo que hace viable la aplicación de la Sittlichkeit para una crítica del contractualismo.17

Una política republicana orientada hacia el bien común y la justicia social me parece ser una clara alternativa frente al neoliberalismo que aún determina a la institucionalidad chilena. Para la política económica neoliberal solo existen las preferencias individuales y la justicia conmutativa, y por ello desestima medidas redistributivas para reducir la desigualdad social. Hay que recordar las declaraciones de Hayek durante una de sus visitas a Chile. A una pregunta acerca de la manera de resolver el problema de la pobreza, la respuesta de Hayek es clarísima: «Eso no se soluciona con redistribución. Como he sostenido otras veces, si la redistribución fuera igualitaria habría menos que redistribuir, ya que es precisamente la desigualdad de ingresos la que permite el actual nivel de producción» (Hayek, 1981: 28). Este diagnóstico coincide, en sus líneas gruesas, con el de Michael Sandel, un pensador de orientación republicana. Sandel observa: «si aumenta la brecha entre ricos y pobres, se erosiona la solidaridad requerida por la democracia: a medida que crece la desigualdad, ricos y pobres viven vidas que no se cruzan» (Sandel, 2009: 266). Sandel advierte que las «instituciones que anteriormente reunían a la gente y servían como escuelas informales de virtud cívica se han hecho escasas. La evacuación del ámbito público hace difícil el cultivo de la solidaridad y el sentido de comunidad del que depende una ciudadanía democrática [...] La desigualdad puede corroer la virtud cívica» (ibid.: 267).

Un republicanismo democrático, como el de Sandel, debería oponerse, en aras de la igualdad cívica, no solo a la privatización de la educación, sino también a la privatización de los sistemas de salud y seguridad social. En el caso de la salud, exigir a los de mayores ingresos el pago por servicios médicos, abre la puerta para la expansión de establecimientos privados. Cuando esto sucede, el sistema público inevitablemente empeora. Los programas que se dirigen al servicio de los pobres se convierten en programas deficientes. Por el contrario, cuando todos tienen acceso por igual a un sistema público de salud, los ricos tienen que usar su poder político para asegurar que el financiamiento del sistema público satisfaga sus necesidades. Es por ello que la perspectiva republicana, orientada hacia el bien común y la justicia social, serviría para paliar la fractura social en Chile y los efectos desestabilizadores que ello ha significado.18

En suma, una vez que dejamos de lado los compromisos políticos que Hegel tuvo que forjar con su entorno histórico, y que han servido para justificar a quienes lo acusan de idolatrar el Estado prusiano y de ser un precursor del fascismo, creo posible reconocer el valor que tiene la noción de eticidad en sí misma. En esto sigo a Charles Taylor, quien identifica esa idea con la disposición republicana de los habitantes de las antiguas ciudades griegas. Según Taylor, los valores fundamentales que perseguían esos ciudadanos «se encarnaban en la vida pública. Y por ello su mayor deber y virtud era contribuir a esa vida pública. En otras palabras, vivían en plenitud su Sittlichkeit» (Taylor, 1975: 385). Por mi parte, he defendido la idea de una democracia republicana como alternativa frente al neoliberalismo. Esta posición se nutre en una tradición de pensamiento que encuentra sus raíces últimas en el comunitarismo de Aristóteles, Santo Tomás y Hegel, y sus raíces próximas en el republicanismo democrático de Brough Macpherson, Taylor y Sandel.

IV

Si Hegel nos permite acceder al criterio desde donde juzgar la filosofía moral del neoliberalismo, la teoría constitucional de Schmitt, y su influencia en la labor constituyente de Jaime Guzmán, permite entender por qué y cómo se genera el proceso constituyente que constitucionaliza el neoliberalismo en Chile. De Schmitt tomo su interpretación de la noción del poder constituyente. Schmitt piensa que no solo el pueblo puede ser su sujeto o titular, sino que también pueden serlo monarcas y dictadores (Schmitt, 1934: 95-99).19 Esta interpretación hace posible entender cómo fue destruida la Constitución del 25, interrumpiéndose la tradición republicana y la legitimidad democrática de que gozaban todas las constituciones de Chile desde su independencia.20 Schmitt presta particular atención a lo sucedido en la Revolución Alemana de 1918/19, cuando el pueblo alemán asume el poder constituyente, que hasta ese momento estaba en manos del káiser Guillermo II, y crea una nueva constitución, la Constitución de Weimar. El proceso inverso ocurre en 1933, cuando Hitler despoja al pueblo de su poder constituyente y se lo arroga a sí mismo. Esto último es el resultado de la interpretación que avanza Schmitt de la Ley de apoderamiento (Ermächtigungsgesetz) promulgada por el Reichstag el 24 de marzo de 1933 (Cristi, 1998: 38-45). Interpreta esta ley como transfiriendo el poder constituyente originario del pueblo a la persona de Hitler. En esta decisión se encuentra el origen de la dictadura nazi, una dictadura que más que comisaria fue absoluta, como más tarde lo serían las de Franco y Pinochet (ver Schmitt, 1985: 178-181). Aunque Schmitt, durante los días postreros de la república de Weimar, se manifiesta en contra de las tácticas políticas del Partido nazi,21 está de acuerdo, en general, con su estrategia que consiste en una crítica del Estado administrativo y en el proyecto de instaurar un Estado ejecutivo en Alemania. Podría afirmarse que Schmitt concuerda con el autoritarismo nazi, pero no con su totalitarismo cuantitativo. Algo similar podría decirse de Guzmán, quien se manifiesta en contra del Estado administrativo instaurado, bajo el alero de la Constitución del 25, durante la presidencia de Pedro Aguirre Cerda, y profundizado durante los gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende. El Estado ejecutivo que Guzmán tiene en mente busca desmontar la maquinaria del Estado administrativo en Chile, de lo que Pablo Ruiz-Tagle denomina nuestra Cuarta República (Ruiz-Tagle, 2008 & 2016).22

Si Schmitt nos ayuda a entender el cómo de ese proceso constituyente, también nos ayuda a entender su por qué. La clave se encuentra en la aspiración de Guzmán, coincidente con la de Schmitt, de instaurar un Estado ejecutivo como única posibilidad de desarticular y sobrepasar al Estado administrativo (ver Schmitt, 1932: 19).23 En esto Schmitt coincide con el ordoliberalismo, la versión alemana del neoliberalismo. Guzmán capta que se trata de un vuelco verdaderamente revolucionario en Chile, que exige la destrucción de la Constitución del 25 y la creación de una nueva. El ideario del joven Guzmán es el gremialismo carlista, que explica su acendrado antiestatismo. Durante la campaña presidencial de Jorge Alessandri, en cuyo comando electoral Guzmán es una figura central, y luego como líder de la oposición gremialista al gobierno de Allende, traba contacto con jóvenes economistas de la Universidad Católica, conocidos más tarde como los Chicago Boys (ver Appelbaum, 2019: 254-284). Su antiestatismo carlista encaja perfectamente con el antiestatismo neoliberal. No es de extrañar entonces que sea Guzmán quien, en 1978, durante las discusiones al interior de la Comisión Constituyente, reformule el OPE (Orden Público Económico), para compatibilizarlo con el neoliberalismo de Chicago. No es de extrañar tampoco que Hayek haya declarado su afinidad con el conservatismo de Juan Donoso Cortés, importante filósofo carlista, y haya sido también asiduo lector de Schmitt, quien fue admirador del conservatismo de Donoso Cortés.24

La coincidencia de Schmitt con el neoliberalismo alemán tiene su origen en la aguda tensión que se manifiesta durante el periodo de Weimar entre capitalismo y democracia. El capitalismo requiere un régimen político estable y un sistema jurídico reconocido para funcionar adecuadamente. Colin Crouch reconoce que solo un régimen democrático puede cumplir esa función, aunque ciertamente «no la democracia conflictiva de los comienzos del siglo XX, en que la oposición a la propiedad privada era generalizada, sino una democracia ‘domesticada’ en la que las fuerzas opositoras rara vez tienen oportunidad de acceder al poder» (Crouch et al., 2016: 504). La tarea de domesticar la democracia para someterla a los dictados del capitalismo es lo que buscan conjuntamente Schmitt y neoliberales como Alexander Rüstow durante Weimar. Su programa se puede caracterizar como liberal autoritario en tanto que recomienda una economía libre y un Estado fuerte.25 Mientras Schmitt cruza el Rubicón en 1933 para embarcarse en la aventura totalitaria nazi, Rüstow y otros neoliberales como Walter Eucken y Wilhelm Roepke se distancian de Schmitt y del nazismo. El quiebre se produce luego por el rechazo que experimentan frente a la Kristallnacht el 9 de noviembre de 1938 (ver Manow, 2001: 185). En el periodo de la posguerra los neoliberales alemanes se agrupan en torno a la revista Ordo en Friburgo, se autodenominan «ordoliberales» y aceptan la invitación de Ludwig Erhard para instaurar una economía capitalista en Alemania que funcione bajo la tutela de una democracia ‘domesticada’ constitucionalmente. El papel que le cabe jugar a Guzmán en Chile coincide con esta domesticación de la democracia. En 1973, Guzmán prepara el camino para el pronunciamiento militar que destruye la democracia chilena que, en su opinión, se había desbocado. Instaura la dictadura de Pinochet para proceder a domesticar la democracia, es decir, para convertirla en un instrumento dócil y funcional al desarrollo de una economía capitalista.

Cabe preguntarse si en la nueva Constitución, que surgirá de las deliberaciones de la Convención Constitucional elegida el 15 y 16 de mayo del 2021, será preciso constitucionalizar el derecho de propiedad como ha sido el caso del constitucionalismo chileno desde sus inicios. Por su parte, Arturo Fermandois afirma que «el derecho de propiedad ha sido siempre un eje de los sistemas constitucionales del mundo» (Fermandois, 2010: II 211). Esta afirmación contrasta con el sistema político canadiense, que ha resistido la constitucionalización del derecho de propiedad. La Carta de derechos y libertades (Charter of Rights and Freedoms) de Canadá no contiene una cláusula que proteja la propiedad, su uso y goce. En un trabajo que examina las razones históricas de por qué ello ha sido así, Alexander Alvaro observa una tensión entre propiedad y democracia. Hay sistemas políticos que privilegian la propiedad y otros que privilegian la democracia. «En un sistema democrático, la propiedad privada no desaparece, pero está subordinada a la voluntad democrática». Canadá corresponde al sistema que otorga prioridad a lo democrático (Alvaro, 1991: 310). Jennifer Nedelsky, comentando esta situación, considera que la propiedad, en las modernas economías de mercado, es «fuente primaria de desigualdad» (Nedelsky, 2011: 255). Esto significa generar una tensión entre el poder que otorga la posesión de propiedad y la demanda por la igualdad de derechos. Pero el derecho a la igualdad, la vida, la libertad y la seguridad son valores de primer orden, en tanto que la propiedad tiene solo un valor instrumental con respecto a esos valores primarios. «Si el derecho de propiedad es constitucionalizado, las leyes que busquen promover la igualdad pueden ser anuladas por violar el derecho de propiedad» (ibid: 255). Esto no significa dejar desprotegida la propiedad otorgando una licencia indiscriminada para decretar confiscaciones punitivas o expropiaciones no compensadas. Estas acciones podrían considerarse como violaciones de un derecho fundamental, a saber, la seguridad de los individuos (ibid: 256).

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9789560014672
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