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En definitiva, la construcción de los primeros santuarios fenicios en los enclaves coloniales del sur peninsular, cuya finalidad era dar seguridad y ofrecer un lugar de intercambio comercial para los indígenas, abrió paso a la adaptación de estas construcciones al modelo tartésico, momento en el que el santuario ganará una importancia y un protagonismo muy relevante como integrador de ambas sociedades, así como intermediario en las relaciones entre fenicios e indígenas dentro de las transacciones comerciales, una importancia que paulatinamente se irá extendiendo hasta conseguir un papel preponderante y estratégico en el control del territorio colonizado. Así, el santuario se convierte en un elemento fundamental para conocer la formación y el sincretismo de Tarteso, al erigirse como objeto integrador de culturas.

La crisis del siglo VI a.C. y la configuración de una nueva realidad territorial para Tarteso

El esplendor de la cultura tartésica llega a su fin hacia finales del siglo VI a.C. Son varias las causas que se atribuyen a este proceso de transformación que dará como resultado el surgimiento de la cultura turdetana en el conocido como núcleo de Tarteso, al coincidir este episodio con acontecimientos de carácter internacional que condicionarían principalmente la economía de Tarteso y, con ello, su evolución cultural. Su final se ha establecido tradicionalmente en el año 535 a.C., coincidiendo con el final de la batalla de Alalia, momento en el que Tarteso desaparece de las fuentes escritas, apareciendo sólo de forma indirecta en algunos textos latinos. Otras de las causas aducidas para justificar su crisis es la que se refiere al cambio de estrategia económica y al exceso de mano de obra que se debió producir en todos los sectores económicos, principalmente en la agricultura y la minería, lo que explicaría el inicio y desarrollo de este proceso que culminaría con el traslado de la población de Tarteso hacia las regiones del interior, principalmente al valle medio del Guadiana, en busca de un lugar más estable y con ricos recursos para explotar. Así, se pasaría de una etapa de esplendor cultural en el núcleo de Tarteso a una fase de decadencia que es perceptible en el registro arqueológico, lo que recuerda al vacío de información que caracteriza al Bronce Final del sudoeste peninsular; no obstante, y aunque es evidente la crisis aguda del sistema que sufrió la zona a partir del siglo VI, tampoco podemos olvidar que en este territorio ocupado en su momento por el núcleo de Tarteso surgió la cultura turdetana, de la que se ocupan en otro capítulo de este volumen.

Tarteso parece ser una civilización truncada, pues su desarrollo no resulta equiparable a otras regiones del Mediterráneo que despuntan en estos momentos; el dominio cartaginés, la inestabilidad política de la cuenca mediterránea y el cambio de estrategia geopolítica, así como la posibilidad de que se produjese una catástrofe natural, frustraron su definitivo desarrollo. Por todo ello, podemos decir que la cultura tartésica se estancó en su periodo Arcaico, a punto de alcanzar su periodo clásico, un momento de gran desarrollo cultural que, sin embargo, sí está presente en otras culturas del Mediterráneo como la griega o la etrusca.

Pero la crisis de Tarteso no sólo trajo aparejado el inicio de una etapa de decadencia en su territorio nuclear, sino que al mismo tiempo asistimos al surgimiento de una nueva realidad territorial, independiente de Tarteso, caracterizada por la construcción de grandes edificios que posteriormente quedan ocultos bajo un túmulo de tierra artificial desde los que se ejercería un importante control de las amplias zonas agrícolas que los rodeaban. Este nuevo modelo territorial supondrá la etapa de mayor desarrollo socioeconómico del valle medio del Guadiana, considerado una «periferia» de Tarteso, heredero de las manifestaciones culturales de este, pero de marcada personalidad, pues nos enfrentamos al estudio de un mismo fenómeno dentro de dos regiones completamente distintas, con un sustrato y unas raíces indígenas que plantean amplias diferencias.

La absorción del excedente de población tartésica incidió positivamente en la extensión de las áreas de explotación agrícola, lo que a su vez quedará reflejado en la aparición de nuevos enclaves tanto en el valle del Tajo como en del Guadiana, donde el nuevo modelo de ocupación territorial nos es mejor conocido. Así, el Guadiana actuará de puente o nexo de unión con los yacimientos localizados en la cuenca del Tajo, aunque la orientación económica de ambos territorios será muy distinta, pues mientras el Guadiana centra sus intereses en las explotaciones agrícolas, el Tajo mantuvo una economía basada en la ganadería y la minería con poblados en altura desde los que ejercer un excelente control territorial. Así mismo, estas regiones del interior debieron mantener la estructura social de épocas anteriores a pesar de los avances económicos, como así ha quedado evidenciado en algunas zonas del valle del Guadiana, donde el sistema de ocupación del Bronce Final se vuelve a reproducir sin que se detecten grandes variaciones en la transición entre ambos periodos. Ello nos lleva a plantear la existencia de un modelo social lo suficientemente consolidado como para mantener los mecanismos de control e intercambio con el núcleo de Tarteso sin alterar la esencia cultural, deudora del Bronce Final atlántico.

De ese modo, a partir del siglo VI a.C. comienza a detectarse en las tierras del interior un cambio radical de estrategia que se inicia con la ocupación de las áreas agrícolas próximas a los valles fluviales en detrimento de las regiones de pastos anteriormente ocupadas. En este marco, se asiste a la fundación de nuevos enclaves localizados en altura, caso del Cerro del Tamborrio (Villanueva de la Serena, Badajoz), recientemente excavado, cuya localización geográfica en la confluencia entre los ríos Guadiana y Zújar le confiere una ubicación inmejorable desde la que controlar tanto el paso de ambos cursos fluviales como las extensas tierras de vega que lo rodean. Se trata de un poblado amurallado, de unas 5 hectáreas de extensión aproximadamente, dotado de una acrópolis que certifica su importancia territorial y cuya fundación se fecha entre finales del siglo VII e inicios del VI a.C. Su estratigrafía ha dejado entrever la existencia de un primer momento de abandono marcado por un nivel de incendio a finales del siglo V o principios del siglo IV a.C. que viene a coincidir con el ocultamiento de los conocidos como edificios tartésicos ocultos bajo túmulo. Tras su abandono y destrucción se detecta un momento de ocupación durante la Segunda Edad del Hierro (o Hierro II) hasta su paulatino abandono, sin niveles traumáticos, a finales del siglo III a.C.

Tradicionalmente, ha sido Medellín la que ha encabezado el modelo de ocupación de todo este territorio, convirtiéndose así en un referente para el estudio de la colonización tartésica del Guadiana a partir del siglo VII a.C. Este modelo contempla la existencia de un proceso de colonización que, iniciado en el valle del Guadalquivir, culminaría con el control del valle medio del Guadiana y la costa atlántica de Portugal por parte de la población tartésica, una hipótesis que se vería refrendada por la aparición de topónimos acabados en -ipo o por la distribución de las urnas tipo Cruz del Negro en las necrópolis de sendos territorios. Sin embargo, hoy en día resulta muy complicado sostener la existencia de dicho proceso colonial, del mismo modo que muy difícil considerar a Medellín como el centro o capital de este territorio, equiparándolo a los grandes núcleos que existieron en el foco de Tarteso, y menos aún identificarla con la Conisturgis de las fuentes clásicas, seguramente ubicada en el sur de Portugal. A día de hoy, no disponemos de evidencias constructivas en el denominado cerro del Castillo de Medellín, donde tradicionalmente se ha querido ubicar un oppidum de la Primera Edad del Hierro que, a pesar de las intensas excavaciones realizadas en el cerro incluso en la actualidad, no ha sido posible documentar; por lo tanto, la elección de Medellín como lugar central de Tarteso en el interior deriva más bien de su asociación con la famosa necrópolis junto al Guadiana, así como por tratarse de una pequeña elevación situada junto a un vado del río.

A este mismo grupo de enclaves tartésicos del interior junto al Guadiana se han sumado otros sitios como la Alcazaba de Badajoz, Dipo (Guadajira, Badajoz) o Lacimurgi (Navalvillar de Pela, Badajoz), considerados todos ellos puntos estratégicos de primer orden al estar localizados en una elevación junto a uno de los vados del Guadiana, ubicación desde la que podrían ejercer un efectivo control de un extenso territorio en el que se han localizado diversos asentamientos agrícolas, caso del Palomar (Olivar de Mérida, Badajoz) o Cerro Manzanillo (Villar de Rena, Badajoz), este último de menor entidad. Pero lamentablemente, las evidencias de trazado urbano en estos presuntos asentamientos en alto son escasas e incluso inexistentes, lo que impide caracterizarlos como modelos de poblamiento en época tartésica. Por lo tanto, tan solo contamos con el yacimiento de Tamborrío como ejemplo de asentamiento en alto, muy cerca de la necrópolis de Medellín, y con potentes murallas, la más antigua fechada en el siglo VII a.C.

Pero si por algo destaca este nuevo modelo de ocupación territorial es por la aparición de una serie de edificios que jalonan el paso del río Guadiana y algunos de sus principales afluentes. Se trata de grandes construcciones, normalmente aisladas en el paisaje, encargadas de controlar las tierras agrícolamente más ricas, rodeadas de pequeñas aldeas o granjas que se encargarían de la explotación de las mismas. Esta nueva etapa debió estar protagonizada por gentes procedentes del núcleo de Tarteso a partir, sobre todo, de la crisis que afectó a su núcleo geográfico; es decir, a partir del siglo VI a.C. Pero aunque el modelo importado está claramente inspirado en la cultura tartésica, también es cierto que presenta una serie de particularismos propios de las regiones del interior que prevalecerá hasta los inicios del siglo IV a.C., momento en el que se fecha su decadencia y la inauguración de una nueva etapa liderada por los castros localizados en altura que predominarán en este territorio hasta la conquista romana.

Los «túmulos tartésicos del Guadiana» son grandes edificios aislados en el paisaje y ocultados intencionadamente bajo tierra tras su destrucción, por lo que hoy se nos presentan como pequeñas elevaciones que despuntan en un paisaje completamente llano como resultado de la adaptación de este territorio a las actividades de regadío en los años cincuenta del pasado siglo. Los diferentes trabajos de prospección desarrollados a lo largo del cauce medio del Guadiana han permitido clasificar casi una veintena de estos túmulos, aunque sólo dos de ellos, Cancho Roano y la Mata, han sido excavados en su totalidad y de forma sistemática, lo que permite contar con dos excepcionales ejemplos para el estudio y caracterización de este fenómeno (fig. 32). A ellos se suman las excavaciones que desde el año 2008 se desarrollan en el Cerro Borreguero (Zalamea de la Serena, Badajoz), donde se ha localizado una gran cabaña de forma circular fechada en el siglo X a.C. sobre la que se organizaron dos edificios sucesivos de planta cuadrangular de los inicios de la Edad del Hierro. Cerro Borreguero fue abandonado hacia principios del siglo VI, considerándose así como el antecedente de Cancho Roano, a tan sólo 3 kilómetros de distancia y cuyo primer santuario fue construido precisamente en esas fechas, lo que lo convierte en un ejemplo excepcional para conocer el proceso evolutivo de las construcciones del Bronce Final hasta la adopción del patrón cuadrangular desarrollado en Tarteso. Por último, actualmente se están llevando a cabo trabajos arqueológicos en otro de estos túmulos, «Casas del Turuñuelo» (Guareña, Badajoz), cuyo tamaño y estado de conservación supera con creces al resto de los ejemplos hasta ahora conocidos y tiene perspectivas de convertirse en un yacimiento fundamental para entender la funcionalidad de estos edificios.


Fig. 32. Localización de los poblamientos tartésicos del valle medio del Guadiana.

El carácter hermético de estos edificios, el haber quedado protegidos de las inclemencias del tiempo y del saqueo de épocas posteriores gracias a su cobertura de tierra, ha permitido que lleguen hasta nosotros en un excelente estado de conservación, lo que los convierte en un excepcional ejemplo para el estudio de la arquitectura y la sociedad tartésica. Se trata de grandes construcciones de marcada influencia oriental, como así nos transmiten sus plantas cuadrangulares y su orientación hacía la salida del sol naciente. A medida que vamos alcanzando un mayor conocimiento de estas grandes construcciones de adobe, nos vamos dando cuenta de la diversidad de su funcionalidad, así como de su contemporaneidad.

Estos edificios han sido también definidos como «complejos monumentales», definición que puede distorsionar su verdadera función y estructura, pues un complejo hace alusión a la existencia de un conjunto de edificios o instalaciones destinadas a la realización de una actividad común; sin embargo, las construcciones conocidas hasta la fecha muestran la existencia de un único edificio, conformado por distintos ambientes, pero dentro de una estructura arquitectónica única, perfectamente delimitada y homogénea; hasta el punto de que en las inmediaciones de estas construcciones no se han detectado la existencia de otros edificios auxiliares que nos permitan hablar de complejos constructivos. También se los ha definido últimamente como «palacios-fortines», una definición de marcado carácter funcional que no refleja la realidad que estos edificios representan, pues ni todos hacen gala de un marcado carácter político como residencia de un personaje aristócrata, ni su estructura es la propia de un edificio eminentemente defensivo; tan sólo se conoce la muralla de Cancho Roano, donde no olvidemos que únicamente se construyó su lienzo oriental flanqueado por bastiones de claro carácter simbólico, nunca defensivo. Así, para la caracterización social de este nuevo territorio de Tarteso, y en función de la información que disponemos actualmente, podemos considerar estos edificios como residencias de personajes encargados del control de un espacio agrícola concreto, desde donde se comercializarían una serie de productos de forma directa. Esta novedosa estrategia de poblamiento no impide la existencia de un gran centro que actuaría como garante y protector de estos edificios, en caso de necesidad, pero parece que la base sobre la que se cimentaría este nuevo sistema radicaría en un orden comunitario que velaría por el buen funcionamiento de las transacciones comerciales a través de una red de intercambios protagonizada por estos grandes edificios.

La fuerte tradición cultural que presentan las regiones del interior muy vinculadas al comercio y los intercambios con el Atlántico es la que le aporta a esta región una fuerte personalidad, siendo también la responsable del sistema socioeconómico que impera en este territorio tras la crisis de Tarteso, donde los grandes edificios bajo túmulo representan su principal peculiaridad. No obstante, todavía queda mucho por conocer de estas grandes construcciones que dominan las fértiles tierras de cultivo de la vega del Guadiana, cimentadas, en buena medida, sobre un sustrato indígena cuyas raíces deben hundirse en las jefaturas de aquellos guerreros representados en las estelas, que cambiaron el modelo de explotación del territorio de la ganadería a la agricultura extensiva.

En definitiva, entre los siglos VI y V a.C. se creará en el entorno del Guadiana Medio un auténtico paisaje cultural caracterizado por la explotación de la tierra y el control de las vías de comunicación que daban paso al Tajo y a la Meseta. Ese paisaje estará definido por un sustrato cultural de raíz genuinamente tartésica que, sin embargo, gozará de una fuerte personalidad que hace que el Guadiana deba ser estudiado de manera independiente a pesar de los fuertes lazos que le unen a Tarteso.

Conclusión

En conclusión, hoy en día podemos estudiar Tarteso desde un punto de vista geográfico, filológico o arqueológico, ambivalencia que, en ocasiones, ha llevado a la construcción de una imagen difusa de esta cultura. Así, desde el punto de vista geográfico, Tarteso se ha considerado una región rica en metales conocida a través de las fuentes griegas; mientras que desde el punto de vista filológico nos resulta desconocido el origen del término, aunque es posible que ya sus habitantes se autodenominaran con un vocablo semejante con anterioridad a la llegada de la colonización.

Sin embargo, es desde el punto de vista arqueológico desde el que podemos abordar mejor su definición. Se podría considerar Tarteso como el resultado de la hibridación entre la población indígena y las gentes llegadas del Mediterráneo insertas en el marco de la colonización, donde destaca el sustrato fenicio. Aunque parezca una formación cultural cerrada, la dificultad que entraña conocer qué es realmente Tarteso deriva de la variedad cultural indígena. El sustrato cultural de las sociedades locales del Bronce Final difiere en cada una de las regiones geográficas que conforman el sudoeste peninsular, territorio donde se produce el desarrollo de Tarteso; y de ahí derivan precisamente las marcadas diferencias que existen entre los principales valles fluviales por donde se asienta su cultura –el Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo–, por lo que debemos abordar su estudio atendiendo a la personalidad de cada región.

A la dificultad para comprender Tarteso se suman las diferentes definiciones que ha recibido a lo largo de décadas de investigación. Si en origen Tarteso fue imaginada sólo como una ciudad, a partir de mediados del siglo XX se consideraba como una cultura indígena dominante en el sudoeste peninsular cuando llegaron los colonizadores fenicios, cultura a la que se la dotó de un repertorio material que pudiera representarla, cerámicas, metales y yacimientos que, durante décadas hemos malinterpretado culturalmente. Los últimos avances en la arqueología de campo, ya sea la relectura del yacimiento de El Carambolo, punto de partida de aquel Tarteso indígena, o, especialmente, los nuevos estudios del territorio, han permitido avanzar sensiblemente en el conocimiento sobre la formación y desarrollo de esta cultura que, obviamente, ya no podemos comprender sin atender tanto a los factores indígenas como a los que enraizaron en el sur peninsular como consecuencia de las colonizaciones mediterráneas.

LAS COMUNIDADES PÚNICAS DE IBERIA

Eduardo Ferrer Albelda

Introducción: un acercamiento historiográfico al tema

Durante mucho tiempo, y prácticamente hasta los años ochenta del siglo XX, la historia de las comunidades púnicas de Iberia ha sido escrita, paradójicamente, con el bagaje histórico de otra ciudad de origen fenicio aunque ubicada en el norte de África: Cartago. Las razones no por obvias merecen ser señaladas: durante siglos las fuentes de información han sido únicamente los testimonios escritos griegos y latinos, que vinculaban estas poblaciones, directa o indirectamente, con Cartago, como seguidamente veremos; y tan sólo en los últimos cien años, el registro arqueológico se ha integrado en el discurso histórico, aunque habitualmente con un papel subsidiario.

A su vez, la historia de Cartago se ha ido construyendo sobre los relatos supervivientes del naufragio de la literatura grecolatina durante la Antigüedad Tardía y la Edad Media. Era una imagen creada desde una óptica no vernácula, de testigos ajenos étnica y culturalmente a la civilización fenicia, lo cual no significa que el estereotipo creado fuera necesariamente negativo y que el tono fuera siempre tendencioso, pues disponemos de testimonios de una valoración positiva, precisamente de algunos contemporáneos a la existencia de Cartago, como Aristóteles (Pol. II 11, 1272b-1273a), admirador de la constitución cartaginesa como ejemplo de equilibrio, comparable a la espartana y a la cretense.

Sin embargo, una vez destruida la ciudad (146 a.C.), ciertos autores griegos y latinos como Polibio, Diodoro de Sicilia, Tito Livio o Apiano, contribuyeron a ofrecer una imagen muy negativa de Cartago como estado bárbaro, enemigo de la civilización, enfrentado en diversas ocasiones a Grecia, sobre todo en Sicilia, donde la propaganda siracusana había ejercido un papel decisivo, y contra Roma, autoproclamada defensora de la civilización, heredera de la cultura griega y enemiga la barbarie. Ya en el siglo V a.C. se había establecido como no casual la coincidencia en el tiempo entre la batalla de Hímera, en Sicilia, y las guerras médicas (480 a.C.), un eslabón más de este enfrentamiento entre el orden y el caos, en una secuencia que se remontaría a la legendaria Guerra de Troya. Desde el siglo III a.C. este secular combate incumbiría a Roma, enfrentada a celtas, itálicos y cartagineses, forjándose una cadena artificial de episodios en esta sempiterna pugna entre civilización y barbarie.

La cosecha de esta literatura antipúnica dio como frutos la creación de una serie de tópicos culturales, étnicos e incluso raciales, que han perdurado hasta nuestros días: raza de comerciantes oportunistas, dedicados a la rapiña y a la piratería, impíos, crueles, sanguinarios. En la Antigüedad Tardía, como se aprecia en la obra de Paulo Orosio, se canonizó esta visión, posteriormente heredada por los autores medievales y modernos. No obstante, esta percepción general está llena de matices, y no todos compartieron la misma visión, ni todos los cartagineses gozaron de tan mala reputación, pues el genio militar de los generales de la familia Barca los exoneró de una consideración tan nefasta.

La figura de Aníbal ocupa un lugar singular y ambivalente en esta galería ya que siempre ha sido considerado uno de los grandes personajes de la historia universal. Por ejemplo, si nos remontamos a la Edad Media, Dante Alighieri (1265-1321) mencionó a Aníbal en los cantos del Infierno y el Paraíso, como antagonista de Roma, y en ninguno de los dos brilló el general cartaginés por sus virtudes. En la Divina Comedia, Dante curiosamente identifica a los cartagineses con los árabes, en alusión directa al enfrentamiento contemporáneo entre cristianos y musulmanes. Por su parte, Petrarca (1304-1374) legó una imagen distante, pasiva, de un Aníbal engañado y abandonado por la fortuna, frente a la existencia virtuosa de Escipión. El enfrentamiento entre la virtud de Escipión y la incapacidad de Aníbal será un tema recurrente, como modelo de príncipes y escuela de comportamiento, sobre todo en el Renacimiento. Maquiavelo (1469-1527), sin embargo, alabó a Aníbal como el mejor ejemplo del equilibrio entre temor, respeto y fidelidad; de él admiraba especialmente su capacidad de mantener un enorme y heterogéneo ejército unido fuera de su tierra durante un largo tiempo. Casi coetáneamente, el emperador Carlos V, conquistador de Túnez, asumiría el papel de Escipión, y se proclamaría Carolus Africanus, en clara alusión al general romano.

La España cartaginesa

La historiografía medieval española no fue ajena a esta tendencia, y aunque no prestó excesiva atención al tema cartaginés por no ser adecuado a las aspiraciones políticas y a las tendencias ideológicas de las monarquías hispánicas, sí generó un modelo secuencial que ha perdurado con pocas matizaciones hasta el siglo XX. Concretamente Alfonso X, en la Primera Crónica General, redactó una «Estoria del sennorio que los de Affrica quieron con Espanna», que comenzaba con la ayuda prestada por Cartago a Cádiz, acosada por la envidia de sus vecinos, según constaba en el epítome de Justino a la obra de Pompeyo Trogo (XLIV 5, 1-4). Las pautas y argumentos propuestos en esta obra prosperaron en la literatura histórica española posterior, y se pueden sintetizar en la adopción del modelo cronístico como estructura del relato, en la percepción negativa de la actuación cartaginesa y en el carácter apologético de las virtudes de los «españoles».

A grandes rasgos, la historiografía española de los siglos XVI y XVII, con autores como Francisco de Ocampo, Ambrosio de Morales, Esteban de Garibay o Juan de Mariana, valoró la dominación cartaginesa de forma muy negativa, como antes lo había sido la fenicia. El papel de potencia conquistadora y explotadora de los recursos hispanos, la crueldad de los sacrificios infantiles o la impiedad fueron los rasgos destacados frente a la bondad y simplicidad de los naturales. Ello no impidió que en ocasiones fueran elogiadas las expediciones oceánicas y la actuación de los militares cartagineses. La relación españoles-cartagineses fue a menudo ambigua, entre el desprecio por la dominación y explotación de un pueblo cruel y feroz, y la admiración por las hazañas militares de sus generales, la potencia de sus ejércitos y las aplaudidas alianzas con los naturales. Incluso se españolizó a la familia Barca, haciéndola descendiente de una noble española y de Saruco, originario de la ciudad norteafricana de Barce, y atribuyeron a Aníbal un origen español por su supuesto nacimiento en Tricada, isla del archipiélago balear (Conejera).

Una constante en estos relatos es que fenicios y púnicos, a pesar de colonizar parte de la península Ibérica desde la fundación de Cádiz a fines del II milenio a.C., eran considerados ajenos al componente racial español, representado por íberos y celtas, por lo que su contribución a la configuración de la cultura española fue mínima. Por otro lado, la necesidad de rellenar los vacíos de tiempo originados por la labilidad de los testimonios literarios, y la adaptación al género cronístico, obligaron a recurrir a fuentes apócrifas para estructurar el pasado de España. El ingenio y la imaginación de los falsarios, como Annio de Viterbo (1432-1502), pusieron en el gobierno de Andalucía y Baleares a personajes reales, aunque protagonistas de las guerras de Sicilia (Hanón, Magón, Aníbal), y a otros ficticios, como Boodes o Baucio Capeto.

En esta visión negativa y ambivalente de los cartagineses, hay un paréntesis muy interesante en la producción historiográfica hispana del siglo XVIII que supone una transformación radical del juicio histórico sobre la aportación cartaginesa a la cultura española. Las obras de los RR. PP. Rodríguez Mohedano y del jesuita Masdeu, con precedentes a fines del siglo XVII en Bernardo de Alderete, Nicolás Antonio o Gaspar Ibáñez de Segovia, consiguieron limpiar la historia de España de fábulas e historias falsas, y también eliminaron los prejuicios que lastraban la civilización púnica, juzgando tendencioso el retrato que hicieron de esta los historiadores romanos. Los ilustrados españoles alabaron las altas cotas de desarrollo científico y cultural de los púnicos, una valoración positiva que hizo reconocer a los hermanos Rodríguez Mohedano que la cultura cartaginesa fue origen de la española.

Los hechos históricos que destacaban fueron los reclutamientos de tropas españolas para las guerras de Sicilia y el establecimiento de colonias cartaginesas en Iberia, ambos determinantes de la prosperidad de Cartago. En las historias deciochescas se abogó por la relación de reciprocidad en las relaciones hispano-cartaginesas: España integraba a los púnicos y los hacía españoles, participando de una cultura superior a cambio de riquezas y soldados, que son los que originaron a su vez el engrandecimiento de Cartago. Hubo una recepción consentida de ideas foráneas y un enriquecimiento cultural y material recíproco: si los Barca enseñaron el arte militar a los españoles, los cartagineses aprendieron de los gaditanos la pesca del atún. De todas formas, la elección del ingrediente fenicio-púnico como germen de la cultura española no era en absoluto una elucubración desinteresada, pues con ello se pretendía establecer rasgos diferenciadores entre España y otras naciones europeas que no habían experimentado la colonización fenicio-púnica, en concreto con Francia, virada hacia el helenismo en la búsqueda de su origen cultural por la fundación de Massalia, la hodierna Marsella, en su solar patrio.

Pero la versión ilustrada no fue aceptada, ni siquiera minoritariamente, por sus contemporáneos ni por la historiografía romántica. De los esfuerzos del criticismo y de la erudición dieciochesca sólo se preservó la eliminación definitiva de los falsos cronicones y los pasajes míticos, pero se dejó la puerta abierta nuevamente a la valoración negativa de los cartagineses, invasores ávidos de explotar las riquezas naturales de España, sin aportación digna de mención a la cultura española e implantadores de un régimen tiránico. Tan sólo la figura de Aníbal admitía, como antaño, comentarios positivos por su genio militar.

La tendencia al presentismo y el gusto por los paralelismos históricos originó que Cartago fuese comparada con Gran Bretaña por el dominio de los mares y por concentrar en torno a sí un imperio marítimo. Es un momento en el que la arqueología no clásica daba sus primeros pasos y comenzaba a generar información para la reconstrucción histórica, aunque durante mucho tiempo los documentos arqueológicos no gozaron de autonomía como fuente potencial de conocimiento y se adaptaron al guion dictado por los testimonios literarios grecolatinos, siguiendo los postulados de la arqueología filológica. A fines del siglo XIX y principios del XX, las excavaciones en las necrópolis de Cádiz, Villaricos y Puig des Molins, a pesar de los miles de tumbas excavadas y de su potencialidad como fuentes de información, no modificaron esta sinopsis, todo lo más se convirtieron en un complemento etnográfico para ilustrar este discurso histórico sempiterno.

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9788446049562
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