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Fig. 28. 1. Tumba 9 de la Joya, Huelva (según Garrido, 1970); 2. Tumba 17 de la Joya (según Garrido y Orta, 1978).

Sin embargo, y a pesar de la riqueza de estas tumbas, seguimos sin poder resolver la cuestión del control de la sociedad por parte de estas jefaturas. En efecto –y sigue siendo uno de los puntos aún sin aclarar de la arqueología tartésica–, apenas se han podido recuperar algunas armas en las tumbas más destacadas de Huelva, mientras que son prácticamente inexistentes en el resto de necrópolis tartésicas, así como en poblados o santuarios. Esta circunstancia choca con la representación de los guerreros de las estelas del Bronce Final que, sin embargo, a medida que se adentran en época tartésica, abandonan paulatinamente las armas que los acompañan en favor de los objetos de prestigio llegados del Mediterráneo. Por lo tanto, parece que el control de la sociedad debió estar bien asegurado a través de un potente poder político y económico que dejaría el control militar en manos de grupos relacionados con el parentesco de estas jefaturas y cuyas tumbas no se han encontrado por el momento.

El ritual tartésico terminó por extenderse por toda su periferia geográfica, dejándonos ejemplos muy significativos en los valles del Guadiana y del Tajo. Entre las necrópolis destaca especialmente la de Medellín (Badajoz), que comienza a funcionar, como mucho, a principios del siglo VII a.C., y donde sólo se han documentado cremaciones acompañados por rituales muy similares a los del núcleo de Tarteso, si bien, y como es lógico, la influencia indígena aporta algunas novedades reseñables como las estructuras de guijarros que cubren algunas de sus tumbas. Una tumba de especial importancia por la riqueza de su material y por hallarse en la zona más septentrional hasta ahora localizada es la de Belvís de la Jara (Toledo), con materiales que conectan directamente con el área nuclear de Tarteso.

A partir del siglo VII a.C., los ajuares de las tumbas comienzan a incorporar de forma generalizada objetos ya realizados en la península, aunque de fuerte influencia orientalizante; se trataría de talleres, bien abiertos por los fenicios en las colonias y en los que participarían activamente los indígenas, o bien de talleres indígenas, duchos en la elaboración de algunos productos de orfebrería y metalistería desde el Bronce Final, que incorporarían las nuevas técnicas de elaboración mediterránea. Es a partir de este momento, sino antes, cuando podemos hablar con propiedad de necrópolis tartésicas, donde las tumbas contrastan con la austeridad del ritual fenicio y donde se acentúa la jerarquización de los espacios, una derivación de la estructura social indígena que se debió respetar en Tarteso hasta la desaparición de su cultura. Además, vemos cómo a partir de ese momento hay una profusión de elementos indígenas como los vasos à chardon, las cerámicas a mano bruñidas, las urnas bicónicas, las fíbulas de doble resorte o los típicos broches de cinturón; pero también se siguen depositando elementos de clara filiación fenicia como los platos y cuencos de barniz rojo, las lucernas de pico, las cáscaras decoradas de huevos de avestruz, los escarabeos, los marfiles decorados, etc.; mientras que ya están ausentes otros elementos típicos de las necrópolis fenicias más antiguas como los jarros de boca de seta o trilobulada.

VIII. Religión fenicia y santuarios tartésicos

Quizá la religión sea una de las principales características culturales de una sociedad, por lo que su adaptación o transformación a nuevas creencias y a los ritos que la representan tienen un desarrollo lento y complejo, máxime cuando no existe un escenario propicio que imponga dicha transformación. Así, lejos aún de conocer la organización social de Tarteso, la información aportada por las fuentes clásicas, la composición de sus necrópolis y la existencia de un buen número de edificios singulares que destacan en el paisaje o aparecen insertos en la estructura urbana, podemos esbozar algunos retazos de su compleja estructura, donde la religión juega un papel muy destacado.

Lamentablemente, partimos de un conocimiento muy parcial de la religiosidad fenicia, a lo que se suma el total desconocimiento acerca del culto indígena antes de la formación de la cultura tartésica, probablemente relacionado con un culto a la naturaleza con expresiones anicónicas. A ello se suman las escasas evidencias que poseemos para caracterizar los espacios de culto indígenas. Ciertamente, con el paso del tiempo se fue imponiendo, paulatinamente, el estilo oriental, representado en la erección de grandes edificios de marcada personalidad con respecto a otros santuarios conocidos en el resto del Mediterráneo, quizá como consecuencia de la hibridación religiosa entre los rituales y tradiciones fenicias e indígenas. Así, de las evidencias existentes únicamente podemos discernir acerca de la construcción de edificios de gran tamaño y de planta ovalada destinados al culto, aprovechados primero por los fenicios y, posteriormente, por los tartesios, para levantar santuarios cuadrangulares, como se documenta en ejemplos como Montemolín.

Debemos tener en cuenta que cuando hablamos de religión tartésica estamos haciendo referencia a los cultos y creencias de origen mediterráneo introducidos por los fenicios a su llegada en la península Ibérica tras la colonización, pero que se fueron transformando debido a las aportaciones indígenas existentes. Esta circunstancia es el resultado de un proceso de sincretismo religioso original que diferenciaría a la religión de Tarteso de otras desarrolladas por otras culturas de su entorno.

La sólida organización social y política de los fenicios peninsulares, avalada por el excelente funcionamiento de su sistema comercial, debió favorecer la rápida asimilación de sus creencias religiosas por parte de los indígenas, pues no debemos olvidar que eran los dioses los encargados de velar por la buena práctica de las transacciones comerciales, razón por la cual sabemos que en las fundaciones comerciales los fenicios erigían un templo o santuario dedicado a la divinidad de la ciudad de origen, actividad que no sólo pretendía convertirse en una muestra de la identidad ciudadana de los primeros comerciantes, sino también en un mecanismo de control de esas nuevas fundaciones por parte del poder estatal fenicio.

A pesar de que la religión, del mismo modo que ocurre con los ritos funerarios, constituye uno de los rasgos más representativos de las sociedades, parece lógico pensar que fueran las propias jefaturas quienes propiciaron esta asimilación, quizá como método para su integración en la nueva cultura que se estaba gestando. Así, parece que los indígenas asumieron y adaptaron los símbolos mediterráneos en aras de favorecer su integración y no minar su identidad. Es por ello que las manifestaciones artísticas documentadas en Tarteso, aunque de fuerte raíz orientalizante, muestran una originalidad formal y estilística que deriva de la adopción de la iconografía indígena que perdurará en los territorios limítrofes hasta el siglo V a.C. No obstante, como ocurre en el mundo indígena del Bronce Final, los fenicios tampoco eran muy proclives a representar a sus dioses, lo que justificaría la escasa presencia de representaciones de deidades en época tartésica, mientras que sí abundan los exvotos dedicados a las divinidades principales, Baal y Astarté.

La amplia variedad documentada en el panteón fenicio, donde un mismo dios responde a varias atribuciones y advocaciones, debió facilitar su identificación y acogida por parte de las comunidades indígenas. La divinidad principal de este panteón era el dios Baal, hijo de EL y esposo de Astarté, dios del trueno y de la regeneración de la vida, protector de los navegantes y, por lo tanto, de los colonizadores procedentes de las ciudades de fenicia. Dicha deidad siempre se ha puesto en relación con la figura del toro, un animal que seguramente tendría un fuerte peso alegórico en la península con anterioridad a la llegada de los fenicios, lo que justificaría la perduración de símbolos como los altares de piel de toro extendida en el sudoeste peninsular, lo que produciría su rápida asimilación por parte de las comunidades indígenas a partir de su asimilación como dios protector de la ciudad. Entre sus atributos se le designa también como dios de la fertilidad, razón por la cual contó con un fuerte arraigo entre los agricultores y ganaderos indígenas.

La advocación de Baal como dios de la guerra, representado en algunas estelas de piedra aparecidas en el área sirio-palestina, tocado con un yelmo rematado por cuernos, lo ha puesto en relación con los guerreros aparecidos en las estelas del sudoeste de la península Ibérica ataviados con un casco de cuernos, un fenómeno que se desarrolla en plena época tartésica y que sería una buena prueba tanto de la asimilación de la iconografía oriental por parte de los indígenas como de la divinización de sus jefaturas. A ello se suma la localización de los santuarios destinados al culto a Baal, aparecidos en ambos extremos del Mediterráneo en los denominados como «lugares altos», circunstancias que nos permiten detectar una ágil asimilación de los rasgos mediterráneos por parte de las sociedades indígenas y su rápida aceptación una vez introducido en Tarteso.

Las representaciones que actualmente conocemos de la divinidad masculina en la península Ibérica se han hallado en Cádiz y Huelva. Se trata de una serie de pequeñas estatuas de bronce identificadas con Reshef, versión egipcia de Baal, muy venerado durante el Imperio Nuevo como dios de la guerra. En el caso de Cádiz, las estatuillas fueron halladas en Sancti Petri, un enclave muy significativo donde tradicionalmente se ha ubicado el templo gaditano dedicado a Melkart, el dios de Tiro asimilado a Baal; mientras que las halladas en Huelva probablemente procedan de un templo de similares características pero de localización desconocida. No obstante, la identificación de Baal en los santuarios tartésicos ha tenido una gran proyección en los últimos años al haberse asimilado la aparición de los mencionados altares de piel de toro extendida, tanto en Tarteso como en las tierras del interior, a la presencia de esta divinidad.

Mayor conocimiento poseemos del culto a Astarté, diosa femenina relacionada con la esfera celeste, concretamente con las estrellas y el creciente lunar, pero que también se significa como diosa protectora de los navegantes, por lo que su vinculación a las navegaciones fenicias y a las transacciones comerciales de los fenicios en la península Ibérica parece ineludible. Así mismo, la diosa se vincula con los ciclos de la vida y la muerte, así como con la fertilidad, hecho por el cual aparece representada muchas veces a partir de motivos vegetales. Su identificación a partir del hallazgo de betilos y la amplia iconografía que la simboliza por medio de crecientes lunares, aves o el ciclo vegetal, hace que sea una de las deidades más representadas en el arte tartésico, presente en santuarios como El Carambolo, Cancho Roano o Carmona, por poner los ejemplos más evidentes (fig. 29).


Fig. 29. Astarté de El Carambolo, Museo Arqueológico de Sevilla.

La rápida integración de las creencias fenicias en la sociedad indígena parece verse reflejada en la aparición de una serie de edificios que supieron integrar a las diferentes comunidades que conformaban Tarteso. Una prueba de ello es la existencia de construcciones circulares y ovaladas del Bronce Final, de grandes dimensiones, debajo de los santuarios orientales, lo que evidencia una intencionada continuidad, representada en la elección de puntos de referencia indígenas para construir los santuarios fenicios en los primeros momentos de la colonización, perpetuando el culto en un lugar que ya tendría para los indígenas un alto grado de sacralidad, además de ser un punto de referencia venerado por sus antepasados. Una vez configurado Tarteso en el siglo VII a.C., se observa una proliferación en la construcción de estos santuarios que van transformando su estructura arquitectónica oriental en función del territorio donde se establecen, o lo que es lo mismo, según las raíces indígenas de las sociedades que habitan ese espacio. Es por esa razón por lo que se advierten claras diferencias entre los santuarios de factura fenicia y los construidos sobre ellos pero siempre deudores de la cultura tartésica, del mismo modo que se aprecia el contraste entre la arquitectura de los santuarios del núcleo de Tarteso, caso de El Carambolo, y los que se construyen en los territorios del interior, como Cancho Roano.

El santuario constituye de ese modo un lugar donde no sólo se rendía culto a la divinidad que amparaba el asentamiento en el que se ubicaba, sino que además servía como lugar neutral para realizar transacciones comerciales con los indígenas bajo la protección de la divinidad. Según recogen Estrabón (Geografía III, 5, 5), la fundación de Gadir trajo aparejada la erección de un templo a Melkart, dios protector de la ciudad de Tiro, en la parte oriental de la isla, mientras que la ciudad ocuparía el lado occidental. Gracias a las fuentes hoy sabemos que el templo se encontraba aislado en el paisaje, que poseía planta rectangular, organizado en torno a un gran patio central descubierto y orientado a la salida del sol, en cuyo centro se levantaría un altar; por último, al fondo, sobre una pequeña plataforma, estaría ubicado el adyton o espacio restringido al culto. Se trataría, por lo tanto, de una construcción muy similar a la de otros templos fenicios orientales consagrados a Baal, donde el mejor ejemplo lo constituye el santuario chipriota de Bambula en Kition, la actual Larnaca, fechado en el siglo IX a.C. Así, aunque resulta complejo reconstruir con más detalle la estructura del templo gaditano, podemos aproximarnos a su diseño a través de algunas monedas fenicias, donde estos templos aparecen precedidos por dos columnas rematadas por capiteles.

El templo de Gadir debió servir de inspiración para la planificación del resto de templos fenicios de la costa peninsular y para los santuarios tartésicos, posteriormente. En el área de influencia fenicia del sur peninsular se levantaron los primeros santuarios siguiendo un patrón marcadamente oriental, aunque con el tiempo estos se irían transformando para adaptarse al paisaje en el que se ubicaban, los recursos naturales disponibles y las necesidades cultuales de la sociedad que los erige. La variedad formal que hoy presentan los santuarios tartésicos conocidos se debe, por lo tanto, a esos factores, aunque en esencia, comparten buena parte de su organización arquitectónica y ritual.

Gracias a las excavaciones en extensión, los santuarios tartésicos mejor conocidos son los de El Carambolo (Camas), Caura (Coria del Río) y Montemolín, los tres en la provincia de Sevilla; aunque también contamos con otros ejemplos excavados de forma parcial, caso de Carmona (Sevilla) y Huelva, restos constructivos de carácter cultual que se integran dentro del trazado urbano de estas ciudades tartésicas que, en buena medida, todavía se ocultan bajo los restos de sendas ciudades modernas. Este tipo de santuario se reproducirá en los territorios del interior, donde a partir de mediados del siglo VII y fundamentalmente a comienzos del siglo VI a.C., se llevó a cabo la reestructuración territorial del área que se extiende desde las desembocaduras de los río Tajo y Guadiana hasta los tramos medios de los mismos. Así, emplazamientos como Castro Marim, Abul, Neves-Corvo o Espinhasço de Cao constituyen excelentes ejemplos de esas influencias en el territorio actualmente portugués. A ellos se suman ejemplos más al interior, entre los valles del Guadalquivir y del Guadiana, donde se emplaza el edificio de Cancho Roano, el santuario tartésico mejor conocido gracias al excelente estado de conservación en el que se encuentra, lo que le convierte en un modelo excepcional para conseguir entender la funcionalidad de estos edificios, y donde Cancho Roano ‘C’, su primera construcción, guarda una gran semejanza tanto en su planta como en su concepción arquitectónica, con los santuarios más antiguos del valle del Guadalquivir.

La mayor parte de estos santuarios fueron construidos sobre cabañas de planta oval pertenecientes al Bronce Final, la etapa precedente a la colonización, lo que confirma la estrategia de los fenicios por mantener lugares sacralizados con anterioridad, mecanismo para fomentar el sincretismo entre las diferentes comunidades. Estos edificios originales reproducen sencillas plantas cuadrangulares de innegable influencia fenicia, aunque con el paso del tiempo se irán haciendo más complejas hasta convertirse en auténticos centros de culto con una funcionalidad más diversificada. Habitualmente se localizan en pequeños promontorios desde donde controlaban la ciudad a la que estaban vinculados, aunque existen ejemplos, como Cancho Roano, aislado en el paisaje, que ejercerían de hitos fronterizos donde las diferentes comunidades acudirían a realizar transacciones comerciales. Esto dota al santuario de un protagonismo como lugar neutral donde se garantizaría la equidad en las acciones comerciales que se llevarían a cabo en su entorno. Su mantenimiento debía proceder del diezmo que obtendrían por la intermediación en las transacciones comerciales, algo que podemos deducir al observar cómo los santuarios van ganando espacio o enriqueciéndose a medida que transcurre el tiempo, prueba de la rentabilidad que conseguirían. Por último, su control vendría refrendado por el poder político, pero no serían ajenos al estamento religioso, pues no debemos olvidar que la separación entre ambos, en el mundo oriental, es muy sutil.

Los santuarios tartésicos presentan unas similitudes arquitectónicas y simbólicas que facilitan su análisis funcional. En su planta cuadrangular se integran elementos como los altares circulares de adobe y, especialmente, los que ofrecen una forma de piel de toro extendida, habitualmente localizados en el centro de las estancias. En los laterales suelen localizarse bancos corridos, construidos también en adobe y en ocasiones decorados. Dichas construcciones tienden a presentar también un marcado hermetismo, por lo que el acceso se realiza a través de una única entrada que suele caracterizarse por la presencia de pavimentos de piedras foráneas o conchas, mientras que los suelos del interior suelen ser de arcilla roja apisonada. Por último, cabe destacar el hecho de que todas estas construcciones están orientadas a la salida del sol, característica que se ha puesto en relación con el culto a Baal.

Aunque el templo más conocido sea el de Melkart en Gadir, no podemos olvidar la aparición, en la ciudad de Huelva, de los restos de un posible santuario anterior incluso al de Cádiz si nos atenemos a los recientes hallazgos cerámicos que se han producido en el solar de la calle Méndez Núñez-Plaza de las Monjas; sin embargo, los restos son escasos y no nos permiten sacar conclusiones acerca de la estructura y entidad de la construcción, aunque sí debemos tener en cuenta, como ya hemos hecho alusión en otro apartado, que Huelva no parece que fuera colonizada, por lo que el santuario cobra una espacial importancia al suponer un ejemplo claro de la convivencia de ambos cultos desde fechas muy tempranas.

Especial interés despiertan dos sitios indígenas localizados fuera del núcleo de Tarteso pero coetáneos a la fase de colonización fenicia e influidos por ella. El primero de esos sitios es el castro de Ratinhos (Moura, Portugal), junto a la margen izquierda del río Guadiana. Se trata de un asentamiento del Bronce Final caracterizado por la existencia de cabañas de planta oval, donde hacia finales del siglo VIII a.C. se construyó un edificio cuadrangular de planta y técnicas mediterráneas que certifica la temprana influencia de los fenicios en el interior peninsular. El segundo de los edificios es Alcorrín (Manilva, Málaga), el cual, al igual que Ratinhos, está rodeado por una potente muralla y un foso, ubicado sobre un promontorio muy próximo a la costa mediterránea, cuya fundación parece coincidir con la llegada de los fenicios a la península Ibérica en el siglo IX a.C. Actualmente conocemos dos edificios, A y B, de clara raigambre mediterránea, como así lo deja intuir la aparición de conchas marinas adheridas con barro al suelo del porche del edificio, a modo de temenos y con una misión apotropaica bien conocida en otros santuarios del mediterráneo que lo ponen en relación directa con otras construcciones cultuales de Tarteso como son El Carambolo o Castro Marim, este último junto a la desembocadura del Guadiana.

El santuario tartésico mejor conocido es El Carambolo, localizado en un promontorio junto a la ciudad de Sevilla, la Spal fenicia. Es, sin duda, el símbolo de la arqueología tartésica desde que fuera descubierto su tesoro e interpretados sus restos constructivos, a finales de los años cincuenta del pasado siglo, como parte de una poblado tartésico de cabañas circulares, hallazgo que hizo hundir las raíces de Tarteso en la Prehistoria peninsular. La revisión de las excavaciones más antiguas y el desarrollo de nuevos trabajos a principios de siglo, han permitido esclarecer que los restos documentado en el Cerro de El Carambolo se corresponden con una serie de santuarios superpuestos dedicados al culto a Baal y Astarté, una diosa que además aparece representada en la pequeña estatua de bronce hallada, al parecer, en las proximidades del santuario. Por su localización, en un promontorio sobre la antigua desembocadura del Guadalquivir que le permitiría tener un control sobre el comercio marítimo y fluvial de la zona, tendría un carácter extraurbano. En cuanto a su cronología, la construcción del santuario original, sin duda fenicio, vendría a coincidir con la fecha que se atribuye a la colonización fenicia del valle del Guadalquivir, en torno a los años finales del siglo IX; sin embargo, el santuario que mejor se conoce es el denominado ‘C’, perteneciente a la fase III del yacimiento y fechado en el siglo VII a.C., en pleno desarrollo de Tarteso. El santuario se estructura en torno a un gran patio descubierto alrededor del cual se organizan una serie de estancias y dos habitáculos paralelos a modo de capillas dotados de bancos corridos en su interior decorados con pintura blanca y roja. En el centro de ambas estancias se construyeron sendos altares de adobe, uno circular consagrado a Astarté y otro en forma de piel de toro extendida en alusión a Baal, siendo este último una de las expresiones más significativas de los santuarios tartésicos, pues se han documentado numerosos ejemplos en todo el territorio de Tarteso, caso de los santuarios de Caura, Cancho Roano o Neves, al mismo tiempo que se conoce su perduración en la Cultura ibérica, igualmente asociados a lugares de culto o de carácter funerario (fig. 30).


Fig. 30. Santuarios de El Carambolo (según Fernández Flores y Rodríguez Azogue, 2010).

El santuario de El Carambolo debió ejercer una fuerte influencia sobre las primeras construcciones tartésicas, pues el primer edificio presenta una planta puramente mediterránea que pasa a convertirse en un complejo arquitectónico de cierta originalidad en el que se asimilan los nuevos rasgos de Tarteso, lo que inspiraría la construcción de otros santuarios dispersos por todo el sudoeste peninsular. Esta influencia oriental detectada en el edificio original se rastrea a partir de la aparición de objetos de raíz genuinamente mediterránea dentro del santuario, como los huevos de avestruz decorados, los escarabeos egipcios, los vasos rituales o de ofrendas, etc. A estos hallazgos se suman la aparición de exvotos, uno de ellos en forma de barco fenicio que marca la importancia de este enclave con el comercio marítimo y la protección de los navegantes, así como el hallazgo de gran cantidad de huesos de animales que nos remiten a los sacrificios que se debieron de llevar a cabo en su interior, un ritual repetido en otros edificios similares como Montemolín o Cancho Roano.

El primer santuario tartésico excavado en su totalidad y, sin duda, el mejor conocido hasta la fecha, es el de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz). Inserto en el valle medio del Guadiana, alejado de las principales vías de comunicación de la época, así como de yacimientos coetáneos levantados en las orillas de este río, constituye un caso excepcional de estudio, tanto por su localización como por su estado de conservación. Se ubica en una vaguada junto a un pequeño arroyo de aguas permanentes inmerso en un bosque de encinas que le permite permanecer camuflado en el paisaje. Durante las excavaciones se documentaron tres edificios, el primero de ellos, de clara inspiración fenicia, aunque ya construido en plena época tartésica, hacia finales del siglo VII o inicios del VI a.C. Su importancia radica en que gracias a su estado de conservación podemos reconstruir los diversos momentos de su existencia, conocer sus diferentes fases constructivas y la técnica mediante la cual fue edificado.

Arquitectónicamente, Cancho Roano es un edificio de planta cuadrangular construido a partir de cimientos de piedra sobre los que se levantan alzados de abobe. Su estructura interna se ordena en torno a un patio enlosado con lajas de pizarra, herencia de los santuarios del Guadalquivir, en torno al cual se organizan el resto de estancias. La habitación principal de los tres santuarios, H-7, funciona como un adyton y se corresponde con un espacio amplio de similares dimensiones que se respeta en las tres construcciones documentadas, en cuyo centro y en el mismo eje vertical se levantaron sendos altares de adobe. El altar del edificio más antiguo, Cancho Roano ‘C’, es circular y está rematado por un triángulo en cuyo centro se localizó un vaso cerámico donde se verterían los líquidos de los sacrificios, una forma que recuerda al Schen egipcio; el del segundo santuario, o Cancho Roano ‘B’, tiene forma de piel de toro extendida y sobre su plataforma se llevaron a cabo rituales de incineración; por último, el altar del último edificio, o Cancho Roano ‘A’, consistía en un gran pilar cuadrangular de abobe enlucido de blanco cuyo remate superior se ha perdido, pero que seguramente se prolongaría hacia un piso superior también desaparecido. Los tres edificios están orientados al este y disponen de una sola entrada flanqueada por dos torres. El santuario se encuentra rodeado por un foso, al menos en los edificios ‘A’ y ‘B’, que aprovecha la vena de agua para alimentarse, la misma que surte a los dos profundos pozos, uno localizado en el centro del patio interior y otro al exterior, en uno de los extremos del foso. Entre el edificio principal y el foso se construyeron una serie de estancias perimetrales, a modo de «capillas», en las que se documentaron interesantes conjuntos de ofrendas junto a los restos de huesos de animales procedentes de los distintos rituales de sacrificio. Junto al material de las estancias perimetrales, en el interior del edificio principal se documentaron interesantes conjuntos de materiales suntuosos y otros relacionados con el culto, entre los que destaca la gran cantidad de cerámica griega o los objetos de origen itálico que demuestran la capacidad comercial del enclave (fig. 31).


Fig. 31. Santuarios de Cancho Roano (según Celestino, 2001).

Quizá uno de los datos más interesantes aportados por Cancho Roano es el de su destrucción intencionada a partir de un ritual en el que debieron participar las comunidades de su entorno. En la ceremonia se sacrificaron unos sesenta animales, principalmente ovejas, vacas y cerdos, cuyos restos fueron arrojados al foso con la cerámica utilizada para su ingesta; aunque lo que llama poderosamente la atención es el sacrificio de dieciséis équidos cuyas cabezas fueron cortadas y depositadas en un extremo del foso. Tras los rituales y la deposición de las ofrendas, el ritual finalizó con la destrucción e incendio del santuario, posteriormente tapado con una gruesa capa de tierra que ha permitido su excepcional conservación hasta nuestros días.

Cancho Roano fue clasificado por su primer excavador, Maluquer de Motes, como un palacio-santuario, denominación en la que se aunaba tanto la monumentalidad del edificio como su marcado carácter sacro. Al ser el primer edificio excavado de esta naturaleza, se buscó su origen por todo el Mediterráneo, de tal modo que mientras para algunos derivaba de los hilani de la región sirio-palestina, para otros mostraba mayores analogías con los enclaves comerciales griegos o los santuarios etruscos. Sin embargo, el hallazgo de nuevos edificios en el valle del Guadalquivir, caso de Coria del Río, El Carambolo o el ejemplo de Abul en la costa atlántica de Portugal, demostraron que su construcción y funcionalidad derivaba de estos santuarios tartésicos, centros con un importante papel dentro del sistema comercial cuya arquitectura, en origen, es marcadamente mediterránea.

No existen ya dudas para especular acerca de la funcionalidad de Cancho Roano, al que se le ha otorgado un papel sacro como así lo dejan entrever la aparición de una sucesión de tres altares en la estancia principal del edificio, diferentes materiales relacionados con las actividades cultuales o la abundante presencia de huesos de animales procedentes de los sacrificios. El sitio sirvió de centro de intercambio comercial en un terreno neutral alejado de los grandes centros de poder, aislado en un paisaje de dehesa que le hace pasar completamente desapercibido. De ese modo, las hipótesis que defienden su función palacial apenas se sostienen, pues ni ha sido construido en un núcleo urbano, ni cubre un amplio abanico de servicios ni se conocen ejemplos en los que los bienes de un palacio que iba a ser destruido hayan sido protegidos y ocultados con tal intencionalidad, un acto que sólo puede ir vinculado a un fuerte componente religioso.

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9788446049562
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