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Destacan en este periodo J. R. Mélida y A. Vives y Escudero, el primero de ellos autor de un manual titulado Arqueología española en el que, siguiendo las pautas del historicismo cultural, hizo una primera síntesis de la cultura material púnica y propuso una periodización y una terminología que han perdurado hasta fechas recientes sin apenas modificaciones. Mélida distinguía dos fases en la colonización, una fenicia y otra cartaginesa, y de acuerdo a esto, realizó un interesante ensayo de clasificación de necrópolis fenicias (Cádiz, Carmona, Marchena) y cementerios cartagineses (Villaricos, Puig des Molins).

El cierre de este periodo lo representa la figura del hispanista alemán A. Schulten, quien dejó una impronta indeleble en la historiografía española hasta los años ochenta del siglo XX. No se ocupó en particular de los púnicos de Iberia ni de Cartago, sino como meros oponentes de dos naciones civilizadas, Tarteso y Roma; pero la trascendencia de dos de sus publicaciones, el Tarteso y las Fontes Hispaniae Antiquae, merece un comentario algo más detenido. En el primer título, los cartagineses aparecen revestidos con los calificativos que ya eran tradicionales en la historiografía española: avaros, codiciosos, falsos, crueles, pero Schulten los convierte también en responsables de la destrucción del reino de Tarteso y de colonias griegas en Iberia como Mainake. Integra a Cartago, como a Tarteso, reino de origen tirseno, es decir, de raza aria, y a los griegos foceos, en una dinámica de enfrentamientos entre bloques antagónicos que, por un lado, entronca con la disyuntiva civilización-barbarie de la tradición historiográfica clásica y, por otro, conecta con su presente, con las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, en el que Gran Bretaña asumía el papel de la pérfida Cartago.

La trascendencia de las Fontes Hispaniae Antiquae es, si cabe, mayor por cuanto Schulten llevó a cabo la titánica tarea de reunir en una colección todos los textos griegos y latinos referidos a Iberia-Hispania en la Antigüedad, recopilación que ha sido consultada por las generaciones posteriores hasta la redacción reciente de los Testimonia Hispaniae Antiqua. La excelencia de la empresa editorial supuso en contrapartida una cierta esclavitud a la traducción, a la ordenación cronológica de los textos, a las atribuciones de las fuentes originales y, en definitiva, a la interpretación propuesta por Schulten.

Con este autor se cierra simbólicamente un ciclo plurisecular en la historiografía española que estuvo caracterizado, entre otros, por tres aspectos: 1) el recurso casi exclusivo a los textos clásicos –única fuente de autoridad– en la construcción histórica; 2) la creación de un modelo secuencial en el cual los cartagineses sustituirían a los fenicios en la explotación de los recursos hispanos, repoblando las antiguas colonias fenicias e integrándose en el imperio cartaginés. La documentación arqueológica nunca modificó ni contradijo estos planteamientos pues no se disponían aún de recursos metodológicos ni de capacidad crítica; tan sólo pudo ejercer de complemento etnográfico del discurso historicista; 3) la heterogénea herencia clásica se integraría en una concepción sempiterna de España, como estado prístino habitado por naturales ingenuos y desunidos, hecho que favorecería las cíclicas invasiones, de las que la fenicia y la cartaginesa constituyeron dos episodios más en una larga lista de ocupaciones hasta la unión providencial bajo la monarquía unificadora de los Reyes Católicos. Consecuentemente, ni unos ni otros formaron nunca parte del componente racial y cultural español, salvo para el paréntesis ilustrado. Así, en palabras de J. Guichot, autor de fines del siglo XIX, Cartago «fue más extranjera en España que otro alguno de los pueblos que han dominado la península…»; y 4) las aspiraciones imperiales de Alfonso X, la construcción de la Monarquía Hispánica y del Estado moderno, las disputas con otras naciones europeas, la invasión napoleónica o la creación del Estado nacional, eran los contextos que determinaban los guiones de la historia patria, más atenta al presente que a una construcción histórica verosímil del pasado, en la que fenicios y cartagineses cumplieron siempre un papel secundario.

Fenicios y púnicos en la península Ibérica

La obra de García y Bellido Fenicios y cartagineses en Occidente, publicada en 1942, supuso un giro significativo en el desarrollo de los estudios, no tanto por el cambio en el discurso histórico, aún sujeto a la rigidez de la lectura literal de los textos clásicos, sino por la autonomía concedida a la documentación arqueológica como fuente de datos económicos, religiosos, demográficos y artísticos. De hecho, realizó un primer y completo corpus de la cultura material fenicio-púnica de Iberia y de Ibiza, ordenando todos los hallazgos registrados hasta la fecha, con estudios innovadores sobre la economía púnica, en particular sobre las salazones de pescado. Liberada del espíritu posromántico de la tradición decimonónica española y de Schulten, la imagen de los cartagineses se deshizo de los prejuicios racistas y del esencialismo y, en cierta manera, se desideologizó. El éxito de esta versión fue considerable y se puede medir por la pervivencia del esquema hasta los años ochenta del siglo XX y su influencia en autores como A. Blanco, J. M. Blázquez y M. Bendala.

En esta década y en las sucesivas se ha alcanzado la madurez metodológica, tanto en el análisis crítico de los testimonios literarios como en el estudio e interpretación del registro arqueológico, y lógicamente los avances han sido notables en casi todos los campos. Por un lado, los textos grecolatinos se han «desacralizado» como fuentes de autoridad en el sentido de que no se atiende a su literalidad sin una adecuada exégesis. También se han abandonado casi definitivamente los planteamientos de la arqueología filológica que establecían una jerarquía en la calidad de las fuentes de conocimiento, en la que los datos arqueológicos tenían un papel subsidiario, como mera comprobación de lo que apuntaban los textos.

Por otro lado, el incremento de la actividad arqueológica como consecuencia de los cambios de legislación sobre patrimonio, del traspaso de las competencias a las administraciones autonómicas y, sobre todo, de la expansión urbanística en estas cuatro últimas décadas y de la profesionalización de la actividad arqueológica, han sido factores coadyuvantes en el desarrollo experimentado por la arqueología fenicio-púnica, no sólo cuantitativo sino, sobre todo, cualitativo. Los avances han sido muchos y los iremos desgranando a lo largo de estos capítulos, pero en este apartado introductorio apuntaremos sólo las líneas generales de esta nueva etapa en la investigación.

Como comentamos antes, el espíritu posromántico en la conceptualizacón de España y de los españoles como sujetos transhistóricos, preexistentes a la propia conformación política de la nación, dentro de una visión étnica –e incluso racial– profundamente esencialista, ha ido perdiendo terreno hasta desaparecer en favor de una noción geográfica –la península Ibérica– como solar donde interactuaron comunidades de diverso origen geográfico y cultural. Por tanto, la consideración de los fenicios como pueblos ajenos al «componente racial hispano» ya no tiene sentido, y, una vez asentados en Iberia, ya no tienen por qué ser considerados colonizadores sino «indígenas», aunque esta dicotomía sigue presente en el subconsciente colectivo. Las ciudades púnicas, pasados los siglos arcaicos de dependencia metropolitana, no eran colonias, ni de Tiro ni de Cartago, sino ciudades-estado independientes, como así fue advertido por los testigos griegos y romanos.

Por tanto, el protagonismo de Cartago ha ido cediendo espacio al de las comunidades púnicas de Iberia como sujetos de su propia historia, independientemente de que las relaciones con la ciudad norteafricana sigan siendo objeto de polémica y de continuas revisiones. Es más, de acuerdo con las tendencias posmodernas, uno de los temas que más atención ha acaparado recientemente es el de la conciencia étnica de estas poblaciones, de los mecanismos de autorreconocimiento como tales y de su huella en el registro literario y arqueológico, particular sobre el que volveremos más adelante.

Donde más se han hecho notar los avances en la investigación es en la sistematización del registro arqueológico, aunque hay desi­gualdades notables entre áreas geográficas y yacimientos concretos. Esfuerzos individuales y colectivos han permitido que en la actualidad conozcamos mucho mejor el desarrollo y la evolución de los principales centros, Ebusus, Gadir, Malaca, Carteia, Abdera, Baria y Cartagena, los tradicionales en la nómina de ciudades púnicas, pero quizá el fenómeno más llamativo ha sido la extensión geográfica del objeto de estudio a áreas que hace quince o veinte años no se integraban en los límites de la influencia o de la actuación púnica: la costa atlántica de la península, desde el litoral onubense hasta Galicia, y la orilla mediterránea hasta el golfo de León.

I. Algunas precisiones conceptuales sobre metodología, terminología y cronología

La consideración de la cultura fenicio-púnica como protohistórica no es del todo correcta por cuanto este concepto engloba a aquellas comunidades ágrafas descritas por testigos ajenos a ellas, o bien a poblaciones con escritura no descifrada aún; en uno y otro caso no dispondríamos de informaciones escritas vernáculas. Sin embargo, la escritura fenicia y sus formas evolucionadas (púnica y neopúnica) son perfectamente legibles, aunque los testimonios, sobre todo los epigráficos, aun siendo abundantes, aportan una información muy limitada. Es conocida, además, la pérdida irrecuperable de fuentes escritas fenicias conservadas en bibliotecas y archivos, o transmitidas por autores de origen fenicio o griegos al servicio de Cartago, como Filino de Agrigento (Polibio I, 14), narrador de los acontecimientos de la Primera Guerra Púnica, Sileno de Calacte, autor de una historia de Cartago (Cicerón, Divinat. Lib. I), o Sósilo de Lacedemonia, profesor de griego e historiógrafo de Aníbal.

Así, hay referencias textuales de unos Libri Punici (Sal., Bell. Yug., XVII, 7), de una Historia Poenorum (Ps.-Arist., Mir. Ausc. 134) y de una Punica Historia (Serv., in Aen, I, 343), y de ciertos anales púnicos conservados al menos hasta el siglo IV (Avieno, Or. Mar., 414; Agustín de Hipona, Ep. XVII, 2). Las bibliotecas de Cartago debieron sobrevivir a la destrucción de la ciudad en 146 a.C. porque, según Plinio (Nat. XVIII, 22), el Senado romano había regalado los fondos a dinastas africanos, uno de cuyos descendientes, Juba II (ca. 52 a.C.-23 d.C.), aún los pudo consultar.

Son igualmente numerosos los testimonios directos e indirectos sobre archivos reales y de santuarios, sobre cuerpos de escribas en los templos de las principales ciudades fenicias de oriente y occidente, como tampoco son excepcionales las alusiones a autores de origen fenicio (Sancuniatón de Beritos, Filón de Biblos, Antípatros de Sidón, etc.), y a obras y a escritores de géneros literarios diversos: agronomía (Magón), geografía (en Amiano Marcelino XXII 15, 8; y Solino XXXII 2), filosofía, derecho público e internacional, poesía (Meleagro, Apolonio de Kition), épica y mitología, periplografía (Hanón, Himilcón) y cronística. Por último, y sin insistir más en ello, del extremo occidental sólo se conservan algunas referencias a archivos y registros de carácter histórico, geográfico y económico del templo de Melkart-Hércules de Gadir, y a un autor ya tardío, Moderato de Gades (siglo I d.C.), que lideraba una escuela filosófica.

Sobre metodología: las fuentes de información

Todos estos datos confirman la existencia de una cultura gráfica y de una tradición literaria centenaria en las comunidades fenicias de oriente y de la diáspora, pero también la pérdida irrecuperable de todo este acervo cultural. Este hecho condiciona lógicamente la metodología que empleemos en la construcción de la historia de estas poblaciones, al no disponer apenas de fuentes escritas vernáculas, sino tan sólo de una colección exigua de textos griegos y latinos –en su mayor parte inconexos y tardíos– y de un amplísimo caudal de datos arqueológicos, en algunos aspectos aún por sistematizar.

Hay que ser conscientes, por tanto, de la capacidad informativa de una y otra fuente, y de los límites de ambas. Los testimonios de autores griegos y latinos constituyen una visión etic (exógena, exoétnica) de las comunidades de origen fenicio, y por tanto deben ser analizadas teniendo en cuenta los conocimientos reales sobre otros pueblos de unos y otros, la evolución de la producción literaria clásica y de sus géneros a lo largo de más de un milenio, los intereses de los autores, sus prejuicios étnicos y, sobre todo, la condiciones de creación, transmisión y fosilización de noticias gestadas a lo largo de este extenso periodo, que podríamos acotar grosso modo entre el 500 a.C. y el 500 d.C. Los textos informan, centrándonos en Iberia, de hechos políticos y bélicos puntuales, como la Segunda Guerra Púnica, de aspectos geográficos y étnicos, de la onomástica, de fenómenos asombrosos, o de la evemerización de mitos clásicos en las tierras extremo-occidentales, que son, en definitiva, los conocimientos –reales o no– que los griegos acumularon desde el siglo VII hasta el III a.C., y, tras la conquista romana, recopilaron, o elaboraron como testigos directos, autores griegos y latinos de época tardohelenística e imperial romana. Salvo hallazgos muy ocasionales, como el del papiro de Artemidoro, se trata de un cuerpo de información cerrado, aunque admite continuas revisiones y exégesis.

El registro arqueológico es, al contrario, un corpus de datos emic, vernáculo, conformado por aquellos restos materiales producidos por estas comunidades y preservados una vez amortizados, que, de manera casual o sistemática, y a lo largo de los últimos cien años, se han ido integrando en el mismo. Al contrario que los textos, es un corpus (casi) ilimitado, dinámico, pues incorpora constantemente nuevos datos, aunque estos no están exentos de problemas de interpretación, entre ellos la propia consideración de los restos arqueológicos como púnicos, una categorización étnica y cultural que nosotros adjudicamos y de la que probablemente no eran conscientes las poblaciones analizadas.

La categoría «registro arqueológico» reúne datos de diversa naturaleza que tienen en común su documentación a través de la metodología arqueológica (excavación, prospección), su estudio mediante análisis privativos de la disciplina arqueológica (arqueometría, tipología, geoarqueología, estudio del territorio y del paisaje, etc.), y su interpretación a través de las tendencias epistemológicas existentes. La investigación arqueológica perfila otro tipo de historia, más atenta a los procesos históricos de larga duración que a los personajes y a los hechos históricos, por lo que es capaz de generar una imagen diferente de cualquier sociedad sin memoria escrita o sin memoria conservada, sobre todo de aquellos aspectos sin voz en la historia textual: costumbres funerarias y religiosas, tipos de asentamiento, distribución de la población y explotación económica del territorio, comercio, artesanía, datos demográficos, etcétera.

Entre los testimonios arqueológicos hay dos grupos que, por sus características y la especialización de sus estudios, merecen un tratamiento aparte: las monedas y los epígrafes. Las primeras se pueden analizar casi siempre como documentos epigráficos ya que suelen incorporar leyendas, normalmente topónimos y en ocasiones fórmulas sobre la autoridad de emisión, pero no son sólo soportes epigráficos sino también fuentes de información sobre la economía de estas comunidades, sus relaciones con otros estados (Cartago, Roma), sus símbolos identitarios, la metrología o los estudios de circulación monetaria. El único problema es que su adopción por las ciudades púnicas de Iberia es relativamente tardía, las más precoces (Gadir, Ebusus) a principios de siglo III a.C., aunque la mayoría acuñaron después de la Segunda Guerra Púnica y, por ende, bajo la administración romana.

En cuanto al segundo grupo, asumido que la mayoría de los soportes escriptorios utilizados por los fenicios, como el papiro, sólo se conservan en condiciones determinadas, queda la duda del volumen de documentación perdida, que debió ser notable como cultura con tradición gráfica que fue. De este conjunto, sólo han sobrevivido los epígrafes en soportes duros (piedra, cerámica, moneda) que, aunque numerosos desde el punto de vista cuantitativo, contienen informaciones limitadas habitualmente a iniciales, numerales, topónimos, teóforos o cortas fórmulas reiterativas.

Sobre terminología

¿Fenicios o púnicos?

La confusión terminológica a la hora de otorgar un etnónimo genérico a estas poblaciones es considerable porque, como veremos, fueron muchos los nombres con los que los escritores griegos y latinos designaron a estas poblaciones. La raíz del problema está en que las comunidades que nosotros denominamos fenicias y/o púnicas no se consideraban a sí mismas como tales, porque no eran étnicos autoasignados, sino los utilizados por los griegos (Phoïnix, phoenices), de los que derivarían posteriormente las palabras latinas Poenus (poeni en plural) y su adjetivación poenicus (o punicus). No sabemos en realidad cómo se denominaban a sí mismos, si es que llegaron a asignarse un étnico aglutinante, quizá cananeos (chanaani), porque así era como se denominaban a sí mismos los habitantes del Sahel tunecino para distinguirse de los cristianos en tiempos de Agustín de Hipona (Ep. ad Rom. 13), aunque la identificación entre cananeos y fenicios sea tardía y no haya una asimilación completa entre ambas nociones.

El problema se complica por el uso, a veces indiscriminado, que hacen helenos y romanos de estos etnónimos y de un tercero, cartagineses (karchedonioi), y de la utilización que hacemos de ellos los historiadores contemporáneos, confundiendo aspectos étnicos, políticos y cronológicos, y generando vocablos que no fueron utilizados ni por unos ni por otros, como «fenicios occidentales». Los grecoparlantes emplearon el término «fenicio» con un valor étnico, el de pueblo, y el de «cartagineses» con un valor político, como habitantes de la ciudad norteafricana, de manera que estos últimos se incluían entre los primeros, como, por ejemplo, los naturales de Tiro, de Sidón o de Ebuso (Diod., V, 16, 3).

Por su parte, los latinohablantes emplearon tres étnicos: Phoenix, Poenus y Karchedonioi. Poenus –y su derivación poenicus o punicus– es la forma más antigua, derivada del griego, y es sinónimo de fenicio. Sin embargo, cuando Roma entró en contacto con Cartago, recurrió a la palabra Phoenix para distinguir a los habitantes de Fenicia de los poeni, sus interlocutores norteafricanos. Esto, no obstante, no fue una norma estricta si nos atenemos a los testimonios de Varrón (De lengua latina VIII, 23 y 36), quien utiliza poenicum como equivalente de fenicios; o Cicerón, para el que poeni es también sinónimo de Phoenicum (Pro Scauro XIX). Griegos y latinos no dudaron de la identidad común entre unos y otros, como Estrabón (III, 2, 14), al establecer una continuidad étnica entre los colonos fenicios de Iberia y el imperio cartaginés; o Plinio (Nat. III, 8), quien transmite la idea de M. Agrippa de que la costa de Iberia fue en su origen de los púnicos.

Nosotros emplearemos indistintamente los étnicos «fenicio» y «púnico» como sinónimos, aunque dado el matiz cronológico y geográfico del segundo, asumido convencionalmente por muchos como equivalente a las comunidades fenicias de época poscolonial del Mediterráneo central y occidental, prefiramos utilizarlo de manera sistemática, siendo conscientes de que no es asimilable a cartaginés, gentilicio con el que nos referiremos exclusivamente a los habitantes de la ciudad norteafricana.

Los fenicios «invisibles»: mastienos, tartesios, cinetes, bástulos

El problema terminológico-étnico se complica aún más cuando constatamos que el etnónimo «fenicio» adscrito a Iberia fue empleado en muy contadas ocasiones (Heródoto, Pseudo-Escílax) antes de la conquista romana, siendo un fenómeno característico del tardohelenismo. Esta «invisibilidad» de los fenicios se puede explicar, no obstante, si valoramos la existencia de otros etnónimos utilizados para designar a las poblaciones del litoral meridional mediterráneo y atlántico de Iberia, el área colonizada y habitada por los fenicios desde el siglo IX a.C.

La frecuentación de las costas ibéricas por navegantes y comerciantes griegos durante los siglos VII y VI a.C. propició la elaboración un mapa geográfico y étnico de Iberia muy esquemático, fijado hacia 500 a.C. en la obra Descripción de la Tierra de Hecateo de Mileto (fig. 1). De esta periégesis han quedado algunos vestigios en obras tardías que pueden dar una idea aproximada de cuál era la imagen del Extremo Occidente al final de la época arcaica. Paradójicamente en ella no hay alusiones a fenicios, pero sí a pueblos y ciudades del litoral meridional y oriental de Iberia: tartesios, elbestios, mastienos e íberos. Este es el esquema étnico que perduró hasta la conquista romana, aunque quedaron huellas de él en obras tardías, como la Ora Maritima de Avieno (siglo IV d.C.). En el siguiente esquema sintetizamos esta información:



Fig. 1. Mapa de Hecateo de Mileto (ca. 500 a.C.) y reconstrucción etnogeográfica del litoral meridional de la península Ibérica.

¿Cuál es el criterio seguido en estas clasificaciones étnicas? Extraña sin duda la ausencia de los fenicios, sobre todo si nos cercioramos por la documentación arqueológica de que samios y foceos habían frecuentado los activos puertos fenicios del Extremo Occidente y conocían su realidad étnica. La explicación a este enigma podría estar en que, en la elaboración de esta etnografía sintética, no intervinieron criterios de clasificación antropológicos y culturales sino geográficos, de manera que los habitantes de esos parajes serían agrupados según el topónimo de la región donde residían, ya fuera este de origen autóctono (Tarteso, Mastia), o un préstamo procedente de otra parte de la ecúmene (Iberia).

El criterio seguido fue, por tanto, el habitual entre los marinos y comerciantes que divisaban, describían y sectorizaban la costa teniendo en cuenta grandes hitos geográficos que permitían identificar el recorrido. Así, el litoral meridional y oriental de la península se compartimentaría de oeste a este en cuatro grandes áreas: la de los cinesios o cinetes (Hdt. II 33; IV 49) –cuyo etnónimo evolucionado (conios, cunetes) Estrabón (III 1, 4) relacionaría etimológicamente siglos después con la forma de cuña de la región–, extendida desde el cabo de san Vicente hasta la desembocadura del río Guadiana; Tarteso, desde este punto hasta las Columnas de Heracles, es decir, el golfo de Cádiz; Mastia, desde el estrecho de Gibraltar hasta un punto indeterminado de la costa levantina (¿cabo de Palos?); e Iberia, hasta el golfo de León.

Esta división étnica no incumbiría, como hemos comentado, a los aspectos antropológicos y culturales de estas poblaciones, pero es posible valorar otras noticias literarias y el registro arqueológico para indagar sobre el componente étnico de ellas. Otros datos extraídos de la obra de Hecateo informan de ciertas ciudades mastienas cuyos nombres se conservaron hasta época romana y son fácilmente identificables con poblaciones actuales: Sualis-Suel-Fuengirola, Sixo-Sexi-Almuñécar y Menobora-Maenoba-Torre del Mar. En los tres casos se trata de fundaciones fenicias. Por otro lado, algunas tradiciones más tardías identifican Tarteso como uno de los nombres de Gades (entre otros, Sall., Hist. II, 5; Plin., Nat. IV, 120; Avieno, Or. Mar. 85), o con Carteia (Mela II, 96; Plin. III, 8, 17), ambas colonias fenicias de época arcaica, o bien apodan al tartesio Argantonio como gaditano (entre otros, Cic. De sen. XIX 69; Plin. Nat., VII 156). Si contrastamos estos datos con el registro arqueológico, testigo irrefutable de la colonización fenicia desde las costas portuguesas hasta la desembocadura del río Segura (Alicante), nos cercioraremos de que cinetes, tartesios y mastienos tenían un componente étnico fenicio o culturalmente mixto, dependiendo del proceso colonizador, de la región y del contexto (urbano o rural).

Tras la conquista romana hubo un cambio en la nomenclatura de los pueblos del litoral meridional de Hispania: conios o cunetes, turdetanos-túrdulos y bástulos, aunque sería más acertado hablar de evolución si valoramos las hipótesis que establecen un cambio fonético o de trascripción de los mismos etnónimos: de cinetes a cunetes, de tartesios a turdetanos y túrdulos, de mastienos a bástulos. En el caso de estos últimos no hay duda de que ambos constituyen un mismo ethnos porque las ciudades ahora bástulas son las que antes eran consideradas mastienas. Pero observamos una novedad en esta fase: hubo una identificación de los bástulos con las poblaciones fenicio-púnicas, como queda patente en la aparición de étnicos mixtos como blastofenicios (App. Iber. 6) o bástulo-púnicos (Marcian. II 9), o la asimilación expresa de Ptolomeo (II 4, 6) entre bástulos y púnicos. En el cuadro siguiente sintetizamos la etnonimia posterior a la conquista romana:


Los bástulos, sin embargo, no eran únicamente oriundos de la antigua región mastiena, ya que compartían con los túrdulos la habitación de la costa occidental de la Bética, la antigua Tarteso (Mela, Chor. II 3; Plin., Nat. III 8). Es más, en la nueva ordenación provincial romana, los bástulos no dispusieron de un territorio étnico administrativamente reconocido sino que se integraron en su mayor parte en Turdetania, en la provincia Ulterior y, tras la reorganización de Augusto, en la Bética y en el conuentus gaditano, aunque otro sector, el más oriental, quedó adscrito a la Citerior, y posteriormente a la provincia Tarraconense.

No obstante, los autores de época tardohelenística eran plenamente conscientes del peso demográfico y cultural de los fenicios en la configuración étnica de Turdetania-Bética, si atendemos a la cita de Estrabón (III 2, 13) referente a que los habitantes de Iberia «llegaron a estar tan sometidos a los fenicios que la mayor parte de Turdetania y de las regiones vecinas se hallan en la actualidad habitadas por aquellos». Esta es la conclusión a la que llegó el geógrafo de Amasía después de consultar fuentes autópticas (Polibio, Posidonio, Artemidoro) de mediados del siglo II y principios del I a.C., en un momento en el que se estaba produciendo una revalorización de «lo fenicio» en todo el Mediterráneo, y en concreto en Hispania, como un antecedente civilizado de la «romanización».

La etnonimia del área meridional de Iberia-Hispania es, por tanto, como un palimpsesto donde se pueden advertir estratificadas las fases y los criterios de asignación de étnicos (siempre externos a las poblaciones descritas) a lo largo de más de quinientos años. Cinetes, tartesios y mastienos recibieron sus respectivos etnónimos de las regiones que habitaban, aunque todos compartían en diverso grado un componente étnico y cultural fenicio. Tras la conquista romana, el criterio geográfico dejó paso al étnico, identificándose bástulos con fenicio-púnicos, a la vez que se elaboraba una genealogía y, en cierta manera, una apología de la colonización fenicia de Iberia. Fue entonces, y no antes, cuando los términos «fenicio» y «púnico», casi siempre sinónimos, empezaron a ser usados asiduamente, conscientes de la trascendencia de la colonización fenicia en la historia y en la configuración étnica de las poblaciones meridionales de Hispania.

En la Antigüedad Tardía (siglos IV-V d.C.) se produciría un fenómeno paradójico, atribuible a la capacidad retroalimentadora de la literatura grecolatina: Avieno resucitaba la clasificación étnica más arcaica, creada novecientos años antes de su época, al mismo tiempo que Marciano de Heraclea, consultando a Ptolomeo, rescribía un periplo, ya anacrónico, en el que se exponía la etnonimia de época tardohelenística.

Los libiofenicios

En este sintético esquema étnico hay, sin embargo, una anomalía: la comparecencia de libiofenicios, introducidos en el mapa paleoetnológico por dos autores de época romana, Pseudo-Escimno y Avieno, cuya trascendencia en la historiografía española ha sido inversamente proporcional a la calidad y fiabilidad como fuentes de conocimiento para la descripción étnica de Iberia. El problema de origen reside, como veremos, en la identificación desde el siglo XIX de estos libiofenicios con determinadas cecas neopúnicas del sur de Iberia y, por otro lado, en una lectura exenta de exégesis de estos testimonios literarios. Una y otra han propiciado interpretaciones tan dispares como las que conciben a estos libiofenicios como colonos de Cartago establecidos en el litoral mediterráneo andaluz desde fines del siglo VI a.C. para repoblar los antiguos asentamientos fenicios, explotar las riquezas del sur de Iberia o repeler la amenaza de pueblos íberos, identificándolos a veces con los bástulos y blastofenicios; o bien como poblaciones de origen norteafricano, sobre todo númidas, trasladadas a Iberia durante la Segunda Guerra Púnica y asentadas en zonas poco habitadas de Lusitania.

Los libiofenicios son, como su nombre indica, originarios de África, pero su identidad étnica no está bien definida en los textos griegos y latinos. Diodoro (XX, 55, 4) y Livio (XXI, 22; XXV, 4) señalaban que eran una mezcla de púnicos y africanos, y que tenían lazos de epigamia con los cartagineses (Diod. XX, 55, 4), es decir, que podían celebrar matrimonios mixtos. Polibio (VII, 9, 3), testigo y colaborador de la destrucción de Cartago en 146 a.C., refiere que eran dependientes de Cartago y que se regían por las mismas leyes. Autores posteriores, como Estrabón (XVII, 3, 19), Plinio (V, 24) y Ptolomeo (IV, 3, 6), los identifican con poblaciones establecidas en diversas regiones, entre el litoral y las montañas de Getulia, o al sur de Cartago, en la región de Buzakitis o Byzacium, respectivamente.

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