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Sin embargo, y como por otra parte es lógico, lo que más ha transcendido de la cultura tartésica han sido sus objetos de lujo y prestigio vinculados con el culto y el ritual, generalmente procedentes de los santuarios y las tumbas más significativas; si bien también conocemos un buen número de elementos de alto valor artístico hallados fuera de cualquier contexto arqueológico, lo que a veces ha distorsionado el ámbito geográfico y cultural de Tarteso. Los bronces han sido con diferencia los objetos a los que más atención se les ha prestado a la hora de sistematizar los materiales de adscripción tartésica, tanto por su cantidad como por la calidad de las producciones; además, su temprano estudio sirvió para introducir el término «orientalizante», empleado, como ya se ha dicho, para definir el arte de estilo oriental que transmitían principalmente los jarros, pero que poco a poco se fue extendiendo a todas las manifestaciones artísticas de la época, lo que a la postre ha provocado un abuso del término que no ayuda a definir correctamente el concepto cultural de lo tartésico. La artesanía en bronce de Tarteso no se caracteriza precisamente por su especial abundancia, aunque sí por su calidad, fruto quizá de la experiencia acumulada durante el Bronce Final. Por otra parte, y a pesar de lo que nos transmiten las fuentes clásicas sobre la riqueza en plata de Tarteso, los objetos realizados en este metal son muy poco significativos, por no decir marginales, cuando se supone que era uno de los elementos clave para entender el despegue y el desarrollo de la economía tartésica; es posible que la plata estuviese destinada en exclusiva a la exportación, lo que justificaría su escasa presencia en los objetos tartésicos.

Los primeros objetos de bronce son del más puro estilo mediterráneo, pues se corresponderían con las primeras importaciones realizadas por los fenicios para satisfacer la demanda de las jefaturas locales. Posteriormente, con la consolidación de la colonización, llegarían metalúrgicos y artesanos fenicios que poco a poco incorporarían mano de obra indígena para elaborar sus propios productos de inspiración oriental. Así, y a partir del siglo VII a.C., ya podemos hablar de una auténtica artesanía tartésica de estilo orientalizante, con una variedad de objetos que seguramente se corresponden con diferentes centros artesanales repartidos por buena parte del territorio tartésico, lo que justificaría las singularidades formales de cada zona. Como ya se ha mencionado, los objetos más destacados son los jarros, muchos de ellos hallados fuera de contexto arqueológico, si bien, cuando se han encontrado in situ, aparecen en tumbas de relevancia social o en santuarios, acompañados habitualmente por el «brasero» ritual también de bronce, otro de los elementos más característicos de la artesanía tartésica que perduró con éxito en la Cultura ibérica (fig. 23).


Fig. 23. Conjuntos de jarro y brasero tartésico (según Garrido y Orta, 1989).

También los quemaperfumes o thymateria representan uno de los elementos más significativos de la toréutica tartésica, asociados igualmente a la liturgia y procedentes de tumbas y santuarios. Por otra parte, la escultura antropomorfa no es muy abundante, si bien destacan los reshef, de clara influencia egipcia, que fueron introducidos por los fenicios en los primeros compases de la colonización, pues aparecen en el entorno donde debieron levantarse los santuarios de Melkart en Cádiz y en Huelva. A estas pequeñas esculturas bien conocidas por todo el ámbito mediterráneo y de claro origen sirio-palestino, se les une el sacerdote de Cádiz o la Astarté de El Carambolo, la única expresión escultórica que conocemos de esta época a pesar de la importancia que tuvo esta diosa en la religión tartésica. En definitiva, un pequeño número de ejemplares que expresan la escasa tradición que los fenicios tuvieron por la escultura antropomorfa y que continuó en época tartésica, donde apenas conocemos algunas pequeñas esculturas relacionadas con representaciones zoomorfas, si bien casi todas fuera de su contexto arqueológico y, por ello, con unas cronologías muy dispares.

Los objetos realizados en marfil son los que muestran una mayor riqueza iconográfica de indudable origen oriental. Los primeros marfiles fueron descubiertos en las distintas necrópolis excavadas en los Alcores sevillanos por Bonsor, adscritos entonces al mundo fenicio y a los que el arqueólogo dedicó buena parte de sus estudios. Pronto, estos marfiles fueron considerados «orientalizantes» por su estilo, pero tartésicos por la cultura a la que pertenecían. Aunque el elemento mejor conocido de este material es el peine, hay otros objetos que también tienen una presencia significativa como las placas decoradas, las cajas circulares o píxides o las paletas con cazoleta circular, todos ellos muy vinculados a la ritualidad de la religión tartésica y en su inmensa mayoría hallados en las tumbas y lugares de culto tanto del núcleo de Tarteso como de su periferia geográfica, y en distintas fases cronológicas, desde el siglo VII al V a.C., lo que incide una vez más en la singularidad de la artesanía tartésica y en su fuerte implantación tras la fase de colonización. Los motivos iconográficos de los peines son reiterativos, principalmente leones, ciervos, esfinges y grifos, además de motivos vegetales, normalmente enmarcados en frisos decorados con trenzados o motivos en forma de zigzag. En cuanto a las placas, destacan los motivos de guerreros grabados en las de Bencarrón (fig. 24). Fechadas en el siglo VII a.C., estas placas muestran una decoración inspirada en la mitología oriental, con animales ajenos al imaginario indígena, lo que demuestra la pervivencia de esta iconografía hasta bien entrado el periodo tartésico. Por último, destacar las paletas rectangulares con cazoleta circular en el centro que aunque tradicionalmente se han interpretado como paletas cosméticas, ningún análisis ha podido certificar esta función; estos singulares objetos ofrecen una iconografía muy rica con grifos y esfinges, figuras humanas, flores de loto o caballos tirando de un carro, destacando las de Alcantarilla, aunque recientemente se han descubierto varios ejemplares en la necrópolis de inhumación de la Angorrilla, en Alcalá del Río, que han servido para completar el análisis de estos objetos vinculados especialmente a las tumbas tartésicas.


Fig. 24. Marfil del Bencarrón (Carmona, Sevilla), Hispanic Society of America, Nueva York.

En definitiva, los marfiles son una expresión más del producto artesanal genuinamente tartésico, elaborados por lo tanto en la península desde los primeros momentos de su aparición, primero en la costa y más tarde en talleres de su periferia geográfica, donde irrumpen con fuerza a partir del siglo VI a.C. En estos momentos postreros de la cultura tartésica, los marfiles son sustituidos por huesos también decorados a base de incisiones, si bien los motivos iconográficos que ahora predominan son los geométricos en detrimento de las alusiones mitológicas. No obstante, en estas tierras del interior siguió circulando el marfil procedente del comercio marítimo como lo demuestra el trozo en bruto hallado en el santuario de Cancho Roano, preparado para ser cortado y decorado por artesanos que se acercarían al propio santuario.

Para finalizar, hemos de hacer una obligada alusión a los tesoros áureos y a la orfebrería en general procedente, principalmente, de ocultaciones, aunque también se ha recuperado algún conjunto de importancia en el interior de tumbas y santuarios, donde destacan sin duda los de El Carambolo y Cancho Roano. En el caso de la orfebrería, partimos de un escenario muy distinto al que hemos visto hasta ahora para otros elementos como los bronces o los marfiles, pues desde el Bronce Final existía en la península talleres de orfebre que nos han dejado una gran cantidad de objetos de oro y plata procedentes de ocultaciones, una práctica que parece que se mantuvo en época tartésica a tenor de los numerosos tesoros recuperados en estas circunstancias. No obstante, es muy significativo que esos tesoros del Bronce Final proceden en su inmensa mayoría de la zona del interior de Portugal y Extremadura, es decir, de las zonas que se convertirán en la periferia geográfica de Tarteso siglos más tarde, una circunstancia muy similar a la que ya ocurría con las estelas de guerrero. De este modo, sólo a partir del siglo VII a.C. comenzarán a aparecer tesoros orientalizantes en el núcleo tartésico, si bien conocemos algunas joyas de factura original fenicia en los primeros momentos de la colonización. Los grandes y pesados torques y otros objetos realizados en oro macizo elaborados durante el Bronce Final pudieron ser uno de los reclamos para los comerciantes fenicios y explicaría la rápida penetración de productos mediterráneos hacia el interior, donde se localizaban los más importantes ríos con oro aluvial.

La llegada de los fenicios va a suponer la introducción de nuevas técnicas de elaboración para la orfebrería, destacando en primer lugar el trabajo en hueco, cuyos objetos pronto sustituirán a las grandes piezas macizas del Bronce Final por otras de mayor ligereza y, por lo tanto, con un sustancial ahorro en materia prima. Las nuevas técnicas también permitieron a los orfebres indígenas conocer nuevas aleaciones y controlar mejor las temperaturas para producir mejores acabados de las piezas; y, por último, se propagaron técnicas decorativas hasta ese momento ignoradas como la filigrana o el granulado, decoraciones que ya se habían generalizado en todo el ámbito mediterráneo. El éxito de esta nueva forma de elaborar las joyas supuso el repentino abandono de la tradición anterior, si bien se mantuvieron ciertas formas tradicionales que confieren a la orfebrería tartésica una originalidad evidente con respecto a la del resto del Mediterráneo.

La temprana aparición del Tesoro de la Aliseda, en Cáceres, y por lo tanto en un lugar muy apartado del núcleo tartésico, supuso una enorme sorpresa dentro del panorama arqueológico de la época. Pocos se atrevieron a dudar de la factura oriental de estas piezas, si bien no se relacionaron en ese momento con Tarteso, que carecía por entonces de una cultura material identificable (fig 25). La aparición del tesoro de El Carambolo supuso el paso definitivo hacia la identificación de un tipo y una técnica propia de Tarteso, donde se mezclaban dos técnicas de elaboración del Bronce Final con las innovaciones traídas por los fenicios y que en definitiva sintetizaban la expresión de la orfebrería tartésica. Un caso similar es el de los candelabros de Lebrija, donde se utilizó una técnica de unión heredera del Bronce Final. Una vez sistematizada la tecnología empleada en los primeros compases de la colonización, la interpretación del tesoro de Aliseda tomó un nuevo impulso, justificándose su aparición en un lugar tan apartado del núcleo de Tarteso como una donación o dote de algún comerciante fenicio para facilitar el acceso hacia las tierras del interior, donde precisamente se hallaban los placeres de oro y otras materias primas como el estaño. Sin embargo, un examen de las piezas nos permite diferenciar claramente las producciones de origen fenicio de las de factura indígena, si bien todos los temas iconográficos son de inspiración mediterránea pero adaptados a las concepciones indígenas. De esta forma, las arracadas o pendientes amorcillados, la diadema con remates triangulares, el cinturón o el propio conjunto jarro/brasero, son la mejor expresión de un típico conjunto tartésico perteneciente probablemente a una ocultación o bien a un tesaurus de la comunidad, una interpretación que podría servir para entender el hallazgo de otros tesoros como el de El Carambolo o el de Ébora, en Cádiz.


Fig. 25. Tesoro de la Aliseda (Cáceres), Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

Otros tesoros más recientes también parecen pertenecer a una ocultación junto a importantes poblados de la época; destacan especialmente los aparecidos nuevamente en tierras alejadas de Tarteso, en concreto en el valle del río Tajo, en Talaverilla (Cáceres), y en Villanueva de la Vera, más al norte aun, junto a la sierra de Gredos, fechados hacia los comienzos del siglo VI a.C. Por último, aludir al conjunto de joyas procedente del santuario de Cancho Roano, ya datado en el siglo V a.C., donde sin embargo aparecen arracadas de oro de tradición indígena junto a objetos decorados con filigrana y granulado; pero lo más llamativo de este conjunto es la existencia de dos arracadas geminadas elaboradas a la cera perdida aparecidas dentro de un vaso de plata que a su vez se hallaba dentro de una vasija cerámica en un hoyo bajo la escalera de acceso a la terraza del edificio, lo que sin duda se corresponde con un depósito de fundación para el que se utilizaron piezas realizadas con una técnica propia del Bronce Final.

En conclusión, podemos decir que a pesar de que hay una significativa presencia de piezas de origen mediterráneo entre los conjuntos de orfebrería tartésica (como los sellos de El Carambolo, los anillos giratorios de la Aliseda, los estuches para amuletos, etc.), la mayor parte de los objetos de oro y plata ofrecen una gran personalidad formal heredera de la tradición indígena, interpretada y enriquecida ahora con elementos iconográficos de origen oriental. Destaca, en este sentido, la diadema de extremos triangulares de claro origen indígena (como las de la Aliseda, Villanueva de la Vera o Ébora), como se pueden ver en las denominadas estelas femeninas o diademadas del Bronce Final; se trata de producciones exclusivas del ámbito tartésico, si bien ahora incorporan para su elaboración las nuevas técnicas introducidas por los fenicios; unas diademas que, por otra parte, perviven en la Cultura ibérica. También son exclusivas del ámbito tartésico las arracadas fusiformes, aunque ahora se adornan con una crestería donde se insertan motivos genuinamente orientales como las flores de loto, las palmetas o los halcones. Pero tampoco existen analogías formales fuera de la península de los brazaletes de El Carambolo o del magnífico cinturón de la Aliseda, un elemento que también aparece representado en las estelas del Bronce Final y al que, sin embargo, se le incorpora una decoración genuinamente oriental compuesta por grifos, palmetas invertidas y una lucha entre un hombre y un león rampante.

Por último, y a la luz de la importancia de la orfebrería en la periferia geográfica de Tarteso, de donde proceden un buen número de los tesoros localizados, se podría proponer la existencia de talleres de orfebres en el interior, además de los que sin duda existirían desde los primeros momentos de la colonización en las costas del sur. Estos talleres del entorno del Guadiana y del Tajo seguirían la tradición anterior, pero incorporando las nuevas técnicas introducidas por los fenicios hasta conseguir una orfebrería de gran originalidad que debemos clasificar sin ambages como tartésica.

VII. Tarteso a través de la muerte

La mejor documentación sobre Tarteso la encontramos a través del mundo de la muerte, la expresión social que nos sirve para valorar algunos comportamientos culturales, además de ser el mejor vehículo para analizar las manifestaciones artesanales de la época, aunque sin olvidar que se tratan de espacios cerrados vinculados con el poder y que, por lo tanto, en absoluto puede extrapolarse al resto de la población. Los rituales funerarios los conocemos exclusivamente por la arqueología, muy activa en este sentido desde que a finales del siglo XIX Bonsor iniciara sus trabajos en las necrópolis de los Alcores, en el valle del Guadalquivir, aunque el arqueólogo de Carmona nunca las relacionara con la cultura tartésica.

En contraste con la escasa información que tenemos de los rituales funerarios en el Bronce Final, con la colonización comienzan a detectarse un buen número de necrópolis fenicias en el sur peninsular que han servido para dibujar el mapa de la dispersión de las primeras colonias de origen mediterráneo. El impacto de la colonización fue de tal calibre que consiguió alterar las tradiciones locales, al menos entre las jefaturas y los personajes más destacados de esa sociedad, que incorporaron en sus rituales funerarios nuevas formas de enterramiento a imagen y semejanza de los que llevaban a cabo los fenicios; no obstante, las nuevas necrópolis que surgen a partir del siglo VIII a.C. gozan de una innegable originalidad como consecuencia de la conservación de sus propias tradiciones ancestrales. Por otra parte, y aunque en muchas ocasiones se mantiene el rito de la inhumación, se impone claramente la cremación y el sistema de ofrenda y ajuar de origen mediterráneo, una simbiosis que coincide con el final de las tumbas genuinamente fenicias para dar paso a una nueva expresión del ritual de la muerte que ya podemos definir como tartésico.

La escasa información que tenemos de las necrópolis fenicias del Levante mediterráneo perjudica el estudio comparativo del fenómeno con la península Ibérica; no obstante, de los datos disponibles de algunos lugares del Líbano e Israel se pueden extraer algunas conclusiones generales sobre el ritual que se llevó a cabo, que, por otra parte, es muy homogéneo. Aunque el rito generalizado es la cremación, también se han detectado algunas inhumaciones en cementerios como el de Achziv, en el norte de Israel. La información más completa procede de las excavaciones que M. E. Aubet realiza en la necrópolis de Tiro, donde parece detectarse un ritual funerario más complejo del que hasta ahora se atribuía a los fenicios. Las necrópolis fenicias se disponen junto al mar, alejadas del centro urbano; las urnas con los restos cremados seleccionados aparecen siempre tapadas generalmente con platos y enterradas en fosas, a veces señalizadas por estelas de piedra, aunque muchas otras pudieron estar igualmente señalizadas mediante estela de madera hoy desaparecidas. Las urnas suelen estar acompañadas de los típicos jarros de anillo junto al cuello, los de boca trilobulada y de los cuencos para beber, una vajilla que es muy común en todas las necrópolis fenicias de esa zona y que transcenderá a las necrópolis más antiguas de sus colonias occidentales.

La mayor parte de las necrópolis fenicias halladas en la península Ibérica se han localizado también junto al mar, en concreto en la costa sudoriental peninsular, en las provincias de Málaga y Granada, donde parece que comienzan a funcionar a partir del siglo VIII a.C. Los tipos de enterramientos son variados, aunque predominan las cremaciones guardadas en urna enterradas en pozos; si bien los más destacados son los que se disponen en cámaras o hipogeos como en la necrópolis de Trayamar. Suelen ser pequeñas concentraciones dispersas, de no más de veinte tumbas, que parecen responder a espacios familiares, mientras que los hipogeos funcionarían como verdaderos panteones de determinadas familias de colonos. A partir del siglo VII, buena parte de las cremaciones fueron depositadas en vasos de alabastro importados de Egipto, lo que da una idea de la fluidez de las relaciones comerciales de los fe­nicios de Occidente con el resto del Mediterráneo. También los ajuares de estas tumbas son muy homogéneos, destacando, además de las urnas de alabastro, los platos y los jarros de boca de seta o de bo­ca trilobulada de barniz rojo, pero también son comunes las ánforas de saco, los pithoi, los cuencos y determinadas joyas. A partir del siglo VII, la tipología de estas necrópolis varía sensiblemente como consecuencia de la incorporación de las comunidades indígenas, lo que dio lugar a rituales más complejos que terminarán por definir el ritual tartésico de la muerte. Además, las peculiaridades que presentan las diferentes necrópolis tartésicas, y a pesar de que compartan rasgos comunes en el ritual y en los materiales depositados en ellas, nos permiten delimitar territorios, pues los ritos funerarios son también uno de los mejores marcadores de la identidad de una comunidad.

La primera dificultad para realizar un análisis de la evolución del ritual funerario en Tarteso la encontramos, precisamente, en su origen. No son pocos los que defienden que el rito de la cremación, el más extendido en Tarteso, proviene de los Campos de Urnas del nordeste peninsular; mientras que otros defienden su introducción y rápida aceptación gracias a la colonización fenicia. Sin embargo, y a tenor de la rapidez con la que se extendió el rito por todo el sur peninsular a partir del siglo VIII a.C., y ante la ausencia de inhumaciones que se puedan datar con anterioridad a este siglo en el sudoeste, parece que la irrupción de la cremación, o al menos su generalización, se debió a los fenicios, que no sólo introducirían una nueva forma de tratar el cadáver, sino todo el ritual que lo acompañaba. La segunda cuestión no es menos importante y aún sigue teniendo un enorme peso en la bibliografía tartésica; la discusión se centra en la autoría de las necrópolis halladas en el valle del Guadalquivir: si pertenecen a colonos agrícolas fenicios o procedentes de otros puntos del Mediterráneo, o bien si son tumbas de indígenas fuertemente influenciados por la cultura oriental. La primera hipótesis, defendida en los años ochenta del pasado siglo por J. Alvar y C. Gonzalez Wagner, cada día tiene más adeptos, máxime cuando, como decíamos, las fechas de la presencia fenicia son cada vez más antiguas. No obstante, a medida que vamos conociendo más y mejor las necrópolis, nos vamos dando cuenta de que es difícil distinguir entre tumbas tartésicas o fenicias, pues en ambos casos comparten materiales y ritos que les son comunes; además, la diversidad de los rituales funerarios en una misma necrópolis es un síntoma inequívoco de la variedad de procedencias y clanes de los allí enterrados. Por todo ello, parece más idóneo catalogar estas necrópolis como tartésicas, al menos a partir del siglo VII a.C., cuando a pesar de la variedad formal de los rituales, se percibe una homogeneidad en los materiales utilizados en los ajuares funerarios.

Disponemos, en este sentido, de un ejemplo revelador en la necrópolis de Las Cumbres, junto al poblado de Doña Blanca, en el Puerto de Santa María (Cádiz) (fig. 26). La necrópolis es muy significativa por cuanto documenta la existencia de distintas prácticas rituales en el mismo cementerio. Aunque sólo conocemos un círculo funerario dentro de la extensa área dedicada a los muertos, se trata de una de las necrópolis más antiguas atestiguada hasta el momento, donde el rito de la cremación es exclusivo, y donde aparecieron ajuares cuyos materiales también se han documentado en el poblado. Sin embargo, la jerarquización del espacio funerario, así como la variedad de los rituales, parece que nos remite a la existencia de una sociedad mixta que habrá que estudiar con mayor detenimiento cuando se pueda ampliar la excavación de tan magnífico yacimiento. Lo cierto es que gracias al estudio de las necrópolis tartésicas podemos llevar a cabo, o al menos ensayar con ciertas garantías, la organización social de los vivos. En este sentido, la necrópolis que mejores datos nos ha proporcionado es la de Setefilla, en Lora del Río (Sevilla), fechada a partir del siglo VIII a.C. La necrópolis acoge una serie de túmulos cuya estructura es similar al de otras necrópolis tartésicas. En el centro de estos túmulos funerarios aparece excavado el ustrinum donde se depositaba el cadáver antes de ser cremado. Alrededor del ustrinum se abrían pequeñas fosas donde se colocaban las urnas que guardaban los huesos quemados seleccionados y lavados, así como los objetos de adorno que acompañaban al difunto. Junto a la urna se depositaba el ajuar funerario, compuesto tanto por elementos indígenas como por otros de importación mediterránea. Una vez que el espacio funerario se completó, se procedió a taparlo con piedras y tierra hasta formar el túmulo artificial que ha llegado a nosotros, alcanzando algunos hasta los tres metros de altura. En Setefilla se ha documentado una gran variedad de rituales, lo que incide una vez más en la variedad étnica, al menos en origen, de estas poblaciones; así, se han encontrado tumbas de cámara levantadas con mampuestos; fosas excavadas en la roca; tumbas o cistas limitadas por lajas de piedra que guardaban inhumaciones; y, por último, urnas con los restos de las cremaciones que pertenecen a los enterramientos más antiguos, coincidiendo así con la necrópolis de Las Cumbres, donde a pesar de su antigüedad no se ha detectado ninguna inhumación. Llama poderosamente la atención que los ajuares de estas tumbas están compuestos tanto por materiales típicos del Bronce Final indígena como por elementos de origen fenicio, un dato más para apuntalar la idea de la existencia de una sociedad mixta desde momentos muy tempranos de la colonización.


Fig. 26. Necrópolis de Las Cumbres, Puerto de Santa María, Cádiz (según Ruiz Mata y Pérez, 1995).

La necrópolis de Setefilla también nos ha proporcionado valiosos datos sobre la organización social de estas gentes; en concreto a partir del túmulo B de la necrópolis, donde se excavaron un importante número de cremaciones depositadas en urnas y distribuidas en el espacio de una manera jerárquica (fig. 27). Así, los enterramientos con los ajuares más ricos se ubicaban en el centro del túmulo, pertenecientes a hombres adultos, rodeados de otros enterramientos femeninos también con destacados ajuares. A medida que las tumbas se iban alejando del círculo funerario, los ajuares eran más modestos, algunos de ellos pertenecientes a nonatos. Esta jerarquización coincide con la estructura social de estas comunidades de base económica ganadera, consistente en jefaturas familiares que debieron ser preponderantes entre los indígenas antes de la colonización, cuando ya cobra más valor la agricultura y la explotación de los recursos mineros y marinos. Por último, gracias a los análisis realizados en varias tumbas, sabemos que la edad media de los habitantes de Setefilla no rebasaba los treinta años de edad, cuando tan solo tres generaciones después, y en zonas con economías de base agrícola como Medellín, la edad se elevó hasta casi los cuarenta, sin duda debido a la estabilización de los poblados tartesios en torno a la agricultura, la pesca o la explotación de la sal, pero también al consumo de nuevos productos alimenticios introducidos por los fenicios que consiguieron una dieta mucho más rica y variada.


Fig. 27. Túmulo B de Setefilla, Lora del Río, Sevilla, (según Aubet, 1978).

Pero el conjunto funerario más amplio se ha documentado dentro del paisaje eminentemente agrícola de Los Alcores, donde Carmona, en una excelente posición estratégica, se erige como el eje poblacional en torno al cual se organizaron un buen número de túmulos funerarios. La necrópolis más significativa es la de La Cruz del Negro, de la que conocemos más de un centenar de tumbas que nos permite analizar con ciertas garantías sobre la organización social de la zona, pero también sobre sus ritos funerarios. En sintonía con las necrópolis ya mencionadas de Las Cumbres y Setefilla, las tumbas más antiguas de La Cruz del Negro, del siglo VIII a.C., son también de cremación, siendo muy escasas las inhumaciones, ya a partir del siglo VII a.C. y relacionadas con mujeres y niños principalmente. De nuevo el ustrinum rectangular de tamaño humano es la estructura principal de estos túmulos donde se recogían algunos huesos calcinados para depositarlos en urnas cerámicas que se depositaban en huecos realizados en la roca. Las urnas, cuyo tipo característico, junto con las de cerámica gris, es el denominado «Cruz del Negro» por ser en esta necrópolis donde primero se documentaron, se han convertido en un símbolo de la identidad cultural de Tarteso, pues se extienden por todo el ámbito del sudoeste peninsular, pero también por las zonas periféricas de los valles del Tajo y Guadiana e incluso por el Levante peninsular e Ibiza, lo que ha servido para configurar el mapa de dispersión de la cultura tartésica y su capacidad de influencia. No obstante, este tipo de urna también se documenta por buena parte del Mediterráneo central y el norte de África, mientras que son escasas, curiosamente, en contextos puramente fenicios. Pero lo que nos interesa señalar es que la profusión de este tipo de urna coincide con el momento de mayor esplendor de la cultura tartésica, armonizando con la exposición de ajuares repletos de objetos de origen Mediterráneo o de estilo Orientalizante, ya realizados en talleres peninsulares, caso de los marfiles, los broches de cinturón, las fíbulas, la rica orfebrería, los vidrios o los jarros de bronce, por poner los ejemplos más conocidos.

Por último, recientemente se ha excavado una nueva necrópolis que ha ayudado a entender mejor el significado social y ritual de estos sitios. Se trata de la Angorrilla, en Lora del Río (Sevilla), junto al Guadalquivir, una necrópolis con más de sesenta tumbas cubiertas por un túmulo artificial hoy perdido. Las tumbas más antiguas datan del VIII a.C., pero sin duda lo más llamativo es que ya en esas fechas se practicaba también la inhumación, un hecho prácticamente inédito hasta ahora que nos invita a pensar que se podría tratar de un rito ya practicado con anterioridad por las poblaciones indígenas. Por su parte, la jerarquización del espacio y los rituales llevados a cabo no desentonan con el resto de las necrópolis tartésicas.

Uno de los focos más importantes de la cultura tartésica es sin duda la ciudad de Huelva, donde no se puede atestiguar de forma fehaciente la existencia de una colonia fenicia, aunque sí la de un importante asentamiento fenicio que estaría relacionado con el intercambio comercial entre el Atlántico y el Mediterráneo, seguramente vinculado a la explotación metalúrgica desde los momentos más antiguos de la colonización como demuestran los objetos recuperados en el solar Méndez Núñez-Plaza de las Monjas de la ciudad. De aquí deriva precisamente la enorme importancia de la necrópolis de la Joya, de cuyas ricas tumbas se pueden extraer sólidas hipótesis sobre la estructura social de Tarteso, pero sin olvidar que se tratan, una vez más, de tumbas pertenecientes a los personajes más destacados de esa sociedad. La población de Huelva estaría muy vinculada a la explotación minero-metalúrgica desde el Bronce Final, por lo que no responde a los cánones socioeconómicos y culturales que hemos visto en otras zonas más vinculadas con la economía agropecuaria; además, su posición estratégica como uno de los focos del comercio atlántico, habría permitido a sus jefaturas negociar con los comerciantes fenicios sobre bases muy diferentes. Esto explicaría la temprana llegada de los comerciantes fenicios a la zona, como también manifestaría la ausencia de una colonia en esta área. Por ello, las necrópolis de Huelva, y especialmente la de la Joya, ofrecen una mayor presencia de expresiones indígenas en sus tumbas, mientras que no se ha detectado ni un solo enterramiento genuinamente fenicio. A pesar de todo ello, la necrópolis de la Joya, de gran originalidad y riqueza, difiere en poco del resto de necrópolis tartésicas en cuanto al ritual y al ajuar recuperado; así, dominan las cremaciones sobre las inhumaciones; las urnas pertenecen en su mayor parte al tipo «Cruz del Negro»; hay una gran variedad de platos y vasos fenicios; o aparecen asociados los jarros y braserillos de bronce. Sin embargo, los ajuares están compuestos por un gran número de materiales indígenas que prevalecen sobre los productos exógenos. Destaca entre otras la tumba 17, una fosa de más de 10 m2 en la que se empleó leña y cal para acelerar el proceso de cremación del cadáver de un personaje especialmente destacado que se rodeó de un magnífico ajuar compuesto por el conjunto de jarro y braserillo de bronce, un espejo, un quemaperfumes, un cinturón y diferentes objetos de uso personal, pero entre los que destaca especialmente un carro y los atalajes de los caballos del tiro; así mismo, el difunto se rodeó de elementos de clara tradición fenicia como las ánforas tipo R-1, los platos de barniz rojo, los vasos de alabastro, etc., pero junto a otros vasos cerámicos indígenas hechos a mano. Las tumbas de la Joya, denominadas «principescas» por la riqueza de sus ajuares, no sobrepasan el siglo VII a.C., por lo que son algo más modernas que las procedentes del valle del Guadalquivir o Cádiz, lo que demostraría que la sociedad de Huelva, al no ser colonizada, tardó más tiempo en asimilar los rituales fenicios, reservados en todo caso a las jefaturas de la zona (fig. 28).

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9788446049562
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