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Como es lógico, los mayores problemas surgen a la hora de intentar detectar los poblados asociados a la explotación ganadera, donde Setefilla, en Lora del Río, se erige como el único ejemplo a partir del cual podemos interpretar este tipo de sociedad por lo general nómada y socialmente muy jerarquizada, como nos han legado las necrópolis bajo túmulo documentadas en este vasto yacimiento, donde es muy significativo cómo los rituales indígenas se combinan con los ajuares fenicios. La multiplicación de los asentamientos destinados a las actividades agrícolas propiciaron la estabulación ganadera, lo que supuso un sensible aumento de la productividad y la introducción de nuevas especies hasta ese momento menos valoradas o incluso desconocidas, como es el caso de la gallina. Aunque los análisis de fauna son todavía escasos en los poblados tartésicos excavados, se detecta un fuerte aumento de la explotación de cabras y ovejas en detrimento de los bóvidos, predominantes en la dieta de la época anterior y destinados ahora a las tareas agrícolas, aunque pronto serían sustituidos por los burros, que contribuyeron también de forma determinante en el desarrollo del transporte de mercancías. Cabe destacar también el aumento del empleo del cerdo en la alimentación en un momento en el que cabría pensar en el retroceso de su consumo por influencia de poblaciones de origen semita, lo que incide una vez más en la participación de las diferentes identidades a la hora de configurar una nueva cultura; así, los rituales documentados en el último edificio Montemolín son un claro ejemplo de ello.

Por último, una consecuencia directa de la multiplicación de los asentamientos destinados a la explotación agrícola de las fértiles tierras de la vega del Guadalquivir fue el cultivo intensivo de especies hasta ese momento desconocidas o explotadas de forma marginal, lo que sin duda contribuyó en la mejora de la dieta alimenticia de los habitantes de Tarteso. A este respecto, cabe reseñar un aumento del cultivo de leguminosas, la introducción de nuevas variedades de cereales y frutales y una intensificación de los productos hortícolas; aunque quizá el mayor desarrollo económico vino de la mano de la introducción de la vid y el olivo, que se extendió rápidamente por todo el sudoeste peninsular y que ha marcado, hasta nuestros días, la economía agrícola de todo este paisaje. La única evidencia acerca de la explotación de la vid en este territorio desde fechas tan antiguas ha sido detectada en Huelva, concretamente en las excavaciones arqueológicas del Seminario, donde según sus excavadores, parece haberse documentado un paleosuelo testigo del desarrollo de dicha actividad.

La implicación directa de población fenicia en la economía agrícola de Tarteso viene avalada por la introducción e intensificación de los nuevos cultivos, la importación y cría de nuevas especies de ganado pero, sobre todo, por la implantación de nuevas tecnologías para la producción agropecuaria. Esto ha empujado a algunos investigadores a considerar que la causa de la colonización fenicia del valle del Guadalquivir pudo haber sido, precisamente, la disponibilidad de tierras fértiles apenas ocupadas por los indígenas, quienes se sumarían posteriormente a su explotación a tenor de los beneficios que pudo producir en un momento en el que la demanda de alimentos era intensa en todo el Mediterráneo oriental, sumido en una inestabilidad política profunda que seguramente incidió en la emigración de parte de su población hacia las nuevas colonias fenicias de Occidente. No obstante, los ajuares documentados en las numerosas necrópolis del valle del Guadalquivir demuestran que la colonización del campo no estuvo de forma exclusiva en manos de los fenicios, sino que existió una intensa participación de contingentes indígenas que influyeron decididamente en la configuración cultural de Tarteso. Es más, es precisamente en el valle del Guadalquivir donde mejor se perfila la cultura tartésica gracias a la participación fenicia e indígena; sin embargo, en zonas como Cádiz se aprecia con claridad cómo la huella fenicia es más patente; mientras que en Huelva se observa una preponderancia indígena, por lo que el grado de aculturación es algo diferente en sendas zonas. Además, es precisamente la zona del Bajo Guadalquivir la que va a encabezar la verdadera revolución cultural y económica de Tarteso, tanto por su localización geográfica entre Huelva, Cádiz y los territorios del interior, como por presentar una economía diversificada, basada en la explotación agropecuaria y la comercialización del metal y la pesca, convertida en otro foco de inversión económica gracias a la captura del atún y al inicio de su distribución comercial por buena parte del Mediterráneo.

Como hemos visto, el auge de Tarteso se ha explicado abogando a la riqueza de los metales que guardaba, principalmente la plata, pero también el oro y el estaño. Aunque no cabe duda de que esa sería una de las causas principales que empujaron a los fenicios a llevar a cabo la colonización de la península Ibérica, es lógico también pensar que, una vez consolidada la colonización, los fenicios se vieran obligados a diversificar su economía para evitar los riesgos de una producción basada en un único producto. Así, cobra especial relevancia la explotación de la sal marina, pues debió suponer un incentivo de gran importancia para fomentar el comercio con el interior peninsular y activar así nuevas vías de intercambio. La producción y comercialización de sal marina debieron suponer una revolución dentro de los mecanismos de intercambio con los centros del interior, donde se concentraban precisamente los metales que más interesaban a los fenicios. Aunque la explotación de la sal marina es muy antigua, desconocemos la importancia que pudo tener durante el Bronce Final, pues apenas disponemos de algún dato que nos documente sobre el aprovechamiento de los recursos marinos en ese periodo más allá de una explotación basada en la subsistencia. Sin embargo, a partir de la colonización fenicia se documenta una paulatina actividad pesquera que culminará en época púnica, cuando los productos procedentes de la bahía de Cádiz ya eran bien conocidos en el resto del Mediterráneo. De ese modo, la explotación de la sal marina primero y la industria del salazón, posteriormente, acabaron convirtiéndose en uno de los sectores más pujantes de la economía tartésica, pues debemos tener presente que ni la pesca ni las salazones eran actividades destacadas de la economía fenicia, por lo que su incorporación al modelo económico se debió seguramente a la iniciativa indígena, de ahí que su desarrollo fuera más tardío. De hecho, no parece que su explotación generalizada y su posterior comercialización sea anterior al siglo VI a.C. en la bahía de Cádiz.

La escasez de restos arqueológicos asociados a la explotación de los recursos marinos durante los primeros momentos de la colonización no nos permite calibrar la verdadera importancia que esta tuvo en plena época tartésica; sin embargo, el fuerte impacto que tuvo en el entorno de Gadir a partir del siglo VI a.C. permite hacerse una idea de la importancia que ya debía poseer en fechas anteriores, al menos en la zona del Estrecho. Dicha zona era rica en fauna marina, en cuyas aguas se puede pescar un gran número de especies, especialmente escómbridos (atún y bonito) y escualos (tiburones o cazones), aunque al parecer lo que más predominaba era la pesca de la corvina. La posterior elaboración de las salazones era un proceso largo en el tiempo desde la obtención de la salmuera hasta el autodiálisis por exposición al sol o bien mediante el uso de hornos como los que se han detectado en la zona. Existen indicios suficientes para conocer que la fabricación de las salazones se realizaba artesanalmente, y no como una actividad exclusivamente doméstica, por lo que la producción estaba orientada a la explotación y, por lo tanto, a la obtención de beneficio. Sin embargo, cuando se detecta una producción a gran escala, parece que esos medios de producción estaban controlados por la propia ciudad de Gadir, quizá bajo el control de los templos, al igual que parece ocurrir con la explotación del vino. Este hecho queda atestiguado en los sellos de las ánforas destinadas a la explotación de las salazones, razón por la cual vinculamos a este sector de la producción la expansión de la industria alfarera encargada de elaborar los grandes envases para el almacenaje y la exportación de los productos, lo que al mismo tiempo justifica la existencia de importantes complejos alfareros en la bahía de Cádiz. No podemos olvidar que los sellos documentados en las ánforas eran una garantía más de la calidad del producto, lo que seguramente favorecía el ejercicio de las transacciones internacionales a nivel estatal.

Esta revolución económica, no sólo basada en la explotación minera como se ha venido defendiendo reiteradamente, benefició especialmente a los colonos fenicios, quienes controlaban la comercialización de las materias primas y los productos manufacturados, por los que conseguirían grandes beneficios. Así, el interés de los fenicios por el amplio territorio del interior peninsular estaría basado en los ricos recursos mineros y agropecuarios que ofrecía, pero también humanos, al mismo tiempo que las jefaturas guerreras representadas en las estelas se convertían en los intermediarios más idóneos para conseguir esos productos. Esta bonanza económica repercutió muy positivamente en dichas jefaturas indígenas, como así nos lo indica la elevada demanda de productos de lujo o prestigio, cada vez mejor documentados en lugares apartados del núcleo de Tarteso, caso del valle del Tajo. Los indígenas serían cada vez más conscientes de su esencial papel como intermediarios para hacer llegar esos productos a los puertos del atlántico peninsular, lo que reforzaría su autoridad política. La confluencia de intereses terminaría por forjar una fuerte alianza entre ambas comunidades a través de pactos políticos y sociales que han dado como resultado lo que algunos han definido como «aculturación», aunque parece más ajustado el término de hibridación, pues se trata de un proceso bidireccional en el que la sociedad tartésica se encuentra en plena expansión.

Como consecuencia de esta demanda de productos de prestigio para abastecer a las jerarquías tartésicas, se crearían talleres de artesanía en el sur peninsular, centros en los que se realizarían objetos siguiendo el estilo oriental, pero utilizando formas e incluyendo imágenes propias del mundo indígena, lo que le aporta a estas piezas una marcada personalidad. La orfebrería, la toréutica o trabajo en bronce, la eboraria o la artesanía del marfil, así como la alfarería para las vajillas de lujo, adquirieron un estilo oriental que, sin problemas, podemos calificar como tartésico, pues es el resultado de la fusión entre temas y tecnologías orientales e indígenas que los diferencian de otros ámbitos del Mediterráneo.

Más difícil nos resulta conocer cuáles fueron los mecanismos de hibridación e integración cultural de ambas comunidades, pero también es cierto que a partir del siglo VII a.C. se detecta una organización social mucho más compleja que se acercaría a un modelo de organización estatal, tal vez inspirado en los patrones orientales. Esta nueva organización social no estaría exenta de dificultades, adscritas principalmente a la existencia de conflictos sociales y raciales. Posiblemente, entre las jefaturas indígenas debieron producirse conflictos de intereses por el control de las vías de comunicación a través de las que se distribuirían las materias primas del interior; de igual modo, entre los fenicios existirían tensiones sociales, principalmente entre los primeros colonizadores, considerados ya plenamente indígenas, y aquellos que fueron llegando en generaciones posteriores, relegados a tareas menos lucrativas que las derivadas del comercio exterior; y, por último, existirían conflictos entre las distintas comunidades procedentes del interior, las cuales ocuparían el último estrato social, llegando algunas de ellas a subsistir, posiblemente, en régimen de esclavitud.

El desarrollo de la explotación metalúrgica, la especialización agrícola y el aprovechamiento de los recursos pesqueros traerían aparejada la adopción de un nuevo patrón urbano asociado al sensible aumento de la población en Tarteso que se vio traducido en el inmediato y rápido crecimiento de los poblados indígenas a partir del siglo VIII a.C., los cuales adaptaron el modelo urbano oriental para racionalizar sus espacios. Así mismo, los pequeños asentamientos coloniales fenicios se fueron haciendo más complejos para dar cabida tanto a los nuevos contingentes de población llegados desde el Mediterráneo, como a los indígenas que buscaban prosperar en los núcleos de población donde el desarrollo económico era más intenso. De ese modo, la demanda de manos de obra crecerá exponencialmente, lo que propiciará la entrada de un número muy elevado de población indígena que conformaría, con su integración, buena parte de la masa social de Tarteso.

Como ya apuntábamos con anterioridad, una de las actividades más destacadas, sin olvidar la gran variedad de trabajos relacionados con la artesanía, es la alfarería, imprescindible para llevar a cabo la comercialización de los productos susceptibles de ser exportados, caso de las salazones, el aceite o el vino. La elaboración de ánforas para el transporte marítimo, así como de otros recipientes destinados al almacenaje, se completaron con la fabricación de vajillas de mesa y cocina que sirvieron para abastecer las necesidades básicas de la población. Es curioso observar cómo la producción de ánforas indígenas comienza a ganarle paulatinamente el terreno a las genuinamente fenicias, mientras que en los poblados del interior se comienzan a imitar los tipos cerámicos fenicios gracias a la introducción y uso del torno de alfarero, hasta ese momento desconocido en la península.

Un claro reflejo del desarrollo económico de Tarteso es el aumento de sus poblados, así como la mayor complejidad que adquiere su sistema constructivo. Destaca especialmente la construcción de murallas, que al mismo tiempo que protegían los poblados, servían para adquirir el estatus de ciudad al modo mediterráneo, siguiendo así los cánones fenicios de la poliorcética. A ello se une la realización de obras de mayor envergadura técnica cuya finalidad no era otra que la de asentar los mecanismos de poder. Un ejemplo de ello lo constituyen los santuarios, edificados en los inicios del siglo VIII a.C. bajo una evidente influencia fenicia, pero amortizados para volver a levantar sobre sus restos nuevos santuarios que, a pesar de conservar el genuino estilo oriental, introducen variaciones en la articulación de sus plantas arquitectónicas que responden a la asimilación o inclusión de las creencias indígenas. Estaríamos hablando, por lo tanto, de los primeros santuarios tartésicos propiamente dichos, lugares donde no sólo se compartiría el culto, sino donde además se normalizarían los rituales y las advocaciones religiosas de las diferentes comunidades. La aparición de estos santuarios en áreas generalmente apartadas de los poblados ha favorecido su conservación al no haber estado supeditados a las constantes reformas que sufren los trazados urbanos de las ciudades modernas; y precisamente por este motivo desconocemos la planta de los palacios y santuarios tartésicos urbanos, cuyos materiales constructivos serían seguramente aprovechados para las reconstrucciones y remodelaciones de las nuevas ciudades que se fueron levantando sucesivamente en núcleos como Huelva, Sevilla o Carmona. Tampoco se tiene constancia de restos de edificios públicos de esa naturaleza en Cádiz o en el Castillo de Doña Blanca, donde habría grandes posibilidades de localizarlos, si bien apenas se ha excavado una pequeña parcela de esta última ciudad.

La adopción de este nuevo modelo tuvo una inmediata repercusión en los pequeños asentamientos del interior, donde se pasó de la cabaña redonda u ovalada característica del Bronce Final a la adopción de estructuras cuadrangulares que permitían gestionar de mejor manera el espacio al poder adosar unos edificios a otros. A estas obras debemos añadir el trazado y posterior pavimentado de las vías principales en los núcleos urbanos, la construcción de estructuras de desagüe y otras obras de infraestructura imprescindibles para el buen funcionamiento y mantenimiento de los poblados. No obstante, todavía no se han localizado grandes poblados amurallados de esta época en las tierras del interior peninsular, de donde se deduce que, a pesar de la influencia oriental detectada, los modelos de asentamiento siguieron manteniendo una estructura muy similar a la existente con anterioridad.

El aumento del tráfico marítimo, derivado del aumento de las actividades productivas mencionadas y, por ende, del comercio, trajo aparejada una intensa concentración de mano de obra en las áreas de costa, destinada a la construcción o ampliación de los principales puertos del litoral atlántico. El aumento de la actividad comercial supondría la construcción de nuevos muelles para facilitar las tareas de estibación y de almacenes en los que proteger las mercancías. Del mismo modo, parte de esta mano de obra encargada del funcionamiento de los puertos estaría destinada al mantenimiento de la industria naval, lo que supondría la especialización en trabajos relacionados con el empleo de la madera para la construcción de barcos o del tejido del lino para la fabricación de las velas. Es de suponer que toda esta actividad tendría una amplia repercusión ecológica, como la tala de árboles de los bosques cercanos a los puertos.

Lo que parece claro es que los enormes beneficios generados por el comercio entre el Atlántico y el Mediterráneo y la introducción de novedades tecnológicas fueron las circunstancias que permitieron una estabilidad social en Tarteso hasta su descomposición en el siglo VI a.C., momento en el que la irrupción del poder cartaginés causó el traslado de la estructura socioeconómica hacia la costa mediterránea peninsular, lo que convirtió a Gadir en una potencia renovada ahora de espaldas al antiguo territorio de Tarteso.

VI. Las manifestaciones artesanales

La infructuosa búsqueda de la ciudad de Tarteso a través de los textos clásicos durante la primera mitad del siglo XX, dejó de lado su identificación arqueológica; se daba así la paradoja de que se buscaba con ahínco una ciudad de la que se ignoraban los materiales arqueológicos que la caracterizaban. Fue a partir del hallazgo en 1956 de El Carambolo, identificado en un principio con Tarteso, cuando se asimilaron los objetos allí hallados como prototipos de la cultura material tartésica. A partir de ese momento, comenzaron a encajar otros materiales procedentes del sur peninsular hasta esa fecha poco definidos culturalmente, como los tesoros de oro, los jarros de bronce, algunos tipos de cerámicas decoradas, etc. Por último, como se aludirá más adelante, las necrópolis excavadas por Bonsor en el valle del Guadalquivir entre los años finales del siglo XIX y los iniciales del XX pasaron a representar la manifestación de la muerte en Tarteso, incorporándose así una serie de objetos hasta esa fecha poco definidos. A partir de ese momento comenzaron a elaborarse mapas de dispersión de hallazgos basados en los objetos que se definían ya como tartésicos, si bien la mayor parte de ellos eran descubrimientos producidos fuera de cualquier contexto arqueológico. De esta forma, en los mapas donde se intentaba dibujar la presencia de la cultura tartésica se utilizaban tanto las necrópolis como los fragmentos cerámicos dispersos, lo que distorsionaba gravemente la verdadera dimensión de su cultura. Del mismo modo, también se han utilizado esos materiales para configurar un territorio geográfico para Tarteso, sin discriminar los tipos de objetos, cuando sabemos que la capacidad de penetración de un objeto de lujo es muy superior al de los elementos de uso común, que por otra parte siempre son mucho más indicativos.

La llegada de los fenicios supuso un avance tecnológico en todos los campos que afectó directamente a las producciones artesanales; a partir de ese momento, la orfebrería, de gran tradición en las tierras del interior durante el Bronce Final, adopta nuevas técnicas de elaboración y decorativas (fig. 20). También se incorporan nuevas técnicas y tipos en la elaboración de los bronces, abandonándose paulatinamente la industria del batido de los vasos de bronce por la del fundido, que permite fabricar vasos mucho más sólidos y sofisticados en su decoración; en este sentido, es muy relevante la introducción del jarro de bronce, uno de los objetos más característico de esta época junto al denominado «braserillo», un conjunto que se ha venido utilizando hasta hace poco como base tipológica para construir una cronología para Tarteso, lo que no deja de ser un error toda vez que estos conjuntos, y fundamentalmente los «braserillos», se siguieron utilizando en época ibérica. También irrumpe con fuerza la eboraria, el trabajo del marfil, con motivos iconográficos de clara influencia mediterránea; es interesante observar cómo en el caso de Tarteso la técnica decorativa empleada en estas decoraciones es la incisión, mientras que en los marfiles del resto del Mediterráneo predomina la decoración en relieve, una muestra de la originalidad de estos marfiles peninsulares que, no obstante, mantienen los motivos orientales en sus ornamentos.


Fig. 20. Bronce Carriazo, Museo Arqueológico de Sevilla.

El avance más significativo en el ámbito artesanal se produce con la introducción del torno de alfarero, una innovación que va a permitir revolucionar la tipología cerámica indígena al poderse crear nuevas formas con pastas más finas y resistentes, además de potenciar su especialización, hasta ese momento restringida al ámbito doméstico o comunal; pero también incidirá en el desarrollo de hornos más potentes capaces de alcanzar altas temperaturas para elaborar estos nuevos productos de calidad; y por último, repercutirá en el fomento de las redes de intercambio, en muchos casos reconstruidas gracias a los vestigios cerámicos de esta época. No obstante, las comunidades indígenas elaboraban ciertos tipos cerámicos que se resistieron a la innovación tecnológica importada; así, por ejemplo, los objetos cerámicos realizados a mano y relacionados con el culto, resistieron hasta épocas más avanzadas, conviviendo con los nuevos vasos introducidos originariamente por los fenicios, por lo que el cambio no sería tan radical como algunos han propuesto. Otros tipos mantienen su formato original procedente del Bronce Final, si bien ya realizados a torno y con decoraciones más acordes con la nueva iconografía de raíz oriental.

El cambio que se produce en la cerámica es muy significativo, si bien se siguen manteniendo tipos de la época anterior, incluso realizados a mano, destinados principalmente a las tareas de cocina. Es muy revelador el hecho de que a la vez que se produce la colonización fenicia en el valle del Guadalquivir, hagan su aparición los dos tipos cerámicos más característicos vinculados a la cultura tartésica: los vasos con decoración bruñida y los pintados con decoración geométrica, asociados a las poblaciones indígenas y que progresivamente fueron sustituidos por los elaborados a torno. Pero si el primer tipo parece que tiene su raíz en las producciones indígenas del Bronce Final, la decoración geométrica se relaciona con los gustos del protogeométrico griego que se generalizó durante el siglo VIII a.C. en todo el Mediterráneo y que pudo introducirse en el sur peninsular a través de los primeros contactos fenicios antes de la colonización histórica. Pero las cerámicas tartésicas por excelencia son las grises realizadas a torno, continuadoras en las formas de los tipos que ya se elaboraban durante el Bronce Final y que tienen una amplia presencia en el sudoeste peninsular hasta incluso después de la crisis de Tarteso, por lo que han servido de base para sistematizar los estudios sobre el territorio y las relaciones culturales en esta época, pues están muy presente en la periferia geográfica de Tarteso e incluso en el sureste peninsular. Lo que parece lógico pensar es que ni los fenicios se trajeron a la península Ibérica todo el ajuar cerámico que necesitaban utilizar, ni que los indígenas prescindieron del suyo para aceptar los nuevos tipos; por ello, debemos ser muy cautos a la hora de sistematizar yacimientos y establecer cronologías en función del número de cerámicas de uno u otro origen.

En resumen, antes de la llegada de los fenicios, en el sur de la península Ibérica las cerámicas se realizaban en hornos sencillos de cocción reductora, lo que daban como resultado vasos negruzcos que se elaboraban en el entorno familiar. Sin embargo, y gracias a los diferentes tipos que se han podido documentar, ya había un estilo común en esta amplia zona del sudoeste peninsular, lo que significa que existía un rasgo cultural común o, si se quiere, una identidad cultural a través de las cerámicas. Esta consideración es de gran interés, pues si tenemos en cuenta que aún no existía una producción industrial de estas cerámicas precisamente por la poca capacidad de los hornos y las dificultades de distribución, se acentúa aún más la uniformidad cultural del territorio donde se van a asentar los colonizadores mediterráneos. En realidad no existe una gran variedad de formas ni de estilos decorativos, aunque sí se aprecia un sensible aumento de la producción a partir del siglo VIII a.C., en paralelo a la llegada de los primeros contactos comerciales mediterráneos, que concuerda con la elaboración de grandes recipientes para guardar excedentes. También coincide este momento con la sustitución paulatina de las decoraciones típicas del Bronce Final, realizada a base de bruñidos y donde destacan especialmente las denominadas «retículas bruñidas», por las pintadas con motivos geométricos. Pero no podemos olvidar que las cerámicas a mano se siguieron elaborando en el sur peninsular hasta bien entrado el I milenio, conviviendo con las cerámicas más sofisticadas de clara influencia mediterránea.

Pero no cabe duda de que el tipo cerámico más significativo de Tarteso, y que se ha convertido en una especie de «fósil-guía» de su cultura, es el denominado «tipo Carambolo», por ser en este yacimiento donde se hallaron con mayor profusión (fig. 21). Si en un principio no se dudaba de la adscripción de estas originales producciones al mundo indígena, la revisión cronológica de El Carambolo y de otros yacimientos tartésicos las han hecho coincidir con el momento de la colonización, lo que ha disparado las interpretaciones sobre su verdadero origen, sin olvidar que son cerámicas realizadas a mano, aunque con decoraciones geométricas en sintonía con el gusto mediterráneo que prima en ese momento. La decoración se basa en pinturas monocromas en rojo hasta cierto punto similares a las bruñidas del Bronce Final, aunque con mayores variantes temáticas. Las formas apenas cambian, destacando las cazuelas carenadas, pero también aparecen otras nuevas como los grandes vasos cerrados. Más significativa es su dispersión geográfica, circunscrita al núcleo tartésico, con algunas variantes en su periferia geográfica, que sin embargo gozan de una gran originalidad, lo que hace dudosa su derivación directa de aquellas.


Fig. 21. Cerámicas tipo Carambolo.

También son muy características de la cultura tartésica las cerámicas pintadas con motivos vegetales y zoomorfos, asociadas por norma general a recintos con clara funcionalidad cultual. Estas cerámicas irrumpen hacia el siglo VII a.C. y parece que sustituyeron a las «tipo Carambolo», que no vuelven a hacer acto de presencia en la zona. Estas cerámicas, pintadas por regla general en rojo y negro, presentan formas comunes como cuencos y copas, si bien las más características son los pithoi, ya que gracias a sus grandes dimensiones permiten realizar una decoración profusa y narraciones iconográficas significativas. Destacan las escenas de seres fantásticos marchando entre una abundante decoración floral o la sucesión de capullos y flores de loto, unas decoraciones muy similares a las que ofrecen los marfiles. Por último, destacar otro de los elementos cerámicos definidor de la cultura material tartésica: las urnas denominadas «Cruz del Negro», que ocupan prácticamente todo el periodo tartésico (fig. 22). Estas características urnas de cuerpo globular y asas geminadas tienen como función contener los huesos cremados de los difuntos y caracterizan así a las necrópolis tartésicas, no sólo en el núcleo cultural, sino en buena parte de su ámbito geográfico.


Fig. 22. Urna tipo Cruz del Negro, Hispanic Society of America, Nueva York.

Estas cerámicas tartésicas convivieron con las producciones fenicias de barniz rojo, primero importadas y poco después imitadas en la propia península, por lo que estos característicos ejemplares de origen fenicio, donde destacan los cuencos, los platos y los jarros de «boca de seta» y los trilobulados, las lucernas o los quemaperfumes, prolongaron su producción hasta el siglo VI a.C., es decir, hasta el final del periodo tartésico en el valle del Guadalquivir.

La forma que irrumpe con más fuerza por su importancia funcional es el ánfora, fundamental para fomentar el comercio marítimo a larga distancia y para el almacenamiento de excedentes agrícolas. La presencia de ánforas en la península es muy temprana, procedentes de los más variados puntos del Mediterráneo como consecuencia de los primeros contactos fenicios con las zonas de Huelva y Cádiz; muy pronto, estos contenedores comienzan a elaborarse en la península imitando los tipos fenicios y generalizándose por todo el área tartésica y su periferia geográfica. Con las ánforas, donde destacan las «tipo R-1» con una gran dispersión geográfica, y las «tipo Sagona-2», llegan productos como el vino o el aceite, pero también pronto se exportarán bienes elaborados en la península como las salazones, que adquirirán una significativa importancia económica hasta época romana. Las ánforas han servido, y siguen siendo un referente, para reconstruir la red comercial de Tarteso, así como para registrar la dieta practicada gracias a las analíticas que de su contenido se vienen realizando en los últimos años. Y no son menos importantes para conocer a fondo el comercio internacional que se llevaba a cabo desde Tarteso, gracias también en buena medida a las inscripciones que algunas guardan, donde entran en juego las ánforas «tipo SOS» procedentes del comercio griego, así como otras procedentes de Cerdeña y otros puntos del Mediterráneo a partir del siglo VIII, pero especialmente a partir del VII a.C.

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