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Читать книгу: «El trapero del tiempo», страница 3

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Capítulo Iii
El cónsul

No os culpo tanto por vuestra voracidad, querido amigo, eso es natural y no puede remediarse. Lo interesante es dominar ese carácter tan malvado.

H. Melville, Moby Dick

Albert Joseph Kummer era un hombre elegante y distinguido. Era alto, fornido y poderosamente atractivo. Hacía tiempo que había superado los cincuenta años, pero sabía lo irresistible que seguía resultando a las mujeres, algo que supo desde muy joven, desde que con sólo quince años tuviese su primera relación íntima con la nodriza que convivía con la familia Kummer en la majestuosa casa en la que se crio, cerca de la catedral de Berlín. Tuvo una infancia acomodada, repartida entre colegios elitistas y clases de música e idiomas, en las que el estudio del español ocupó una parte importante de las materias. Jugaba al cricket los fines de semana, y amenizaba las fiestas de su familia con pequeños conciertos de violín, que entusiasmaban a su abuelo Boris.

Por aquel entonces, Martha Shultz llevaba trece años sirviendo como institutriz en casa su padre, el general Kummer, y una fría noche del crudísimo invierno de 1922 no pudo resistirse a los encantos adolescentes de aquel jovenzuelo con cuerpo de hombre que, sin cumplir los dieciséis, ya alcanzaba el 1,80 de estatura. Albert tenía en esos años la espalda ancha y el mentón prominente, los labios carnosos y el torso musculado; atributos que nublaron la vista de la nodriza, que se dejó llevar en demasía ante la contumaz insistencia de aquel joven burgués. Los cinco hermanos pequeños de Albert se amontonaron tras la puerta del dormitorio enorme que el muchacho tenía en la segunda planta, lleno de cuadros de caballos y de imágenes de eventos deportivos, ignorando lo que ocurría allí dentro; tan sólo alcanzaban a oír gemidos de la joven y ruidos de lo que parecía el cabecero de la cama golpeando al armario. Por fortuna, los pequeños eran demasiado jóvenes aún, e ignoraban la realidad de lo ocurrido, y el general Kummer y su esposa todavía tardarían en volver del teatro.

Esa primera relación íntima consumada otorgó al joven Albert una parte importante de la autoestima de la que llevaba gozando toda su vida, e inculcó en él una obsesión —no siempre placentera— por la conquista y la seducción ante las mujeres, arte que solía poner en práctica a diario con notable éxito y con damas de diferente rango y estofa.

Los encuentros con la niñera se mantuvieron durante un año, aprovechándose ambos de las ausencias del general y de su esposa Sophie, más preocupados de las fiestas y los actos sociales de aquella Alemania en decadencia que de su familia y sus pequeños.

El general Kummer nunca supo a ciencia cierta lo que ocurría entre su primogénito y la nodriza, pero siempre sospechó que en las miradas que furtivamente se dirigían había probablemente más que la simple relación del servicio con un joven burgués para el que trabajaba. Éste tampoco veía con buenos ojos el ambiente que se respiraba en la capital germana por culpa de la tremenda crisis económica que golpeaba la República de Weimar. Se sucedían revueltas y manifestaciones, y por momentos reinaba el caos y el desorden. Por si fuera poco, se iban creando nuevos partidos políticos, algunos de ellos violentos, a los que numerosos jóvenes se afiliaban deseosos de un futuro mejor para aquella gloriosa Alemania en horas tan bajas. No quería esas circunstancias para su hijo mayor, y siguiendo el consejo de un general ingeniero decidió enviarlo a la universidad de Múnich, donde cursaría estudios de ingeniería industrial.

El 2 de octubre de 1923, el joven Albert Kummer subió al tren en dirección a Baviera, a una residencia de estudiantes del Campus de la Universidad de Múnich, donde compartiría habitación con otro joven berlinés. El poderoso general no vivió lo suficiente para darse cuenta de lo mucho que se había equivocado.

* * *

La mañana del 23 de mayo de 1973 en la Costa del Sol lucía un sol enorme y abrasador que se sostuvo en el cielo más de trece horas. La jornada resultaba extrañamente cálida para tratarse de una primavera fría y oscura que había resultado demasiado lluviosa. Esa mañana de asueto el cónsul general de Alemania prefirió no dar el paseo larguísimo habitual a sus dos preciosos perros bracos grisáceos y de ojos azules con los que solía llegar hasta las montañas de Barranco Blanco. Aunque era sábado, el calor repentino no le pareció propicio para la caminata, que entre la ida y la vuelta distaba casi quince kilómetros. En una pequeña casa del barranco vivía un íntimo amigo que había pertenecido a la Wehrmacht, nacionalizado español, con el que solía departir hasta el mediodía los fines de semana y días festivos sobre la situación de la Alemania Federal, y de paso maldecir y hablar pestes de la República Democrática Alemana. Aquel hombre era además uno de los accionistas mayoritarios del entramado empresarial que el cónsul había ido forjando desde su llegada a España, Codusfin, en el que únicamente la construcción y sus materiales les proporcionaban enormes beneficios. Sin embargo, aquel solitario compatriota era un hombre de letras, un escritor, y prefería dejar los negocios y la gestión económica en manos de Kummer. Aquella ruta a pie la solía hacer en unas cinco horas, y después, en su inmenso chalet con vistas a Fuendetorres, realizaba estiramientos y abdominales en el jardín, ayudándose de una colchoneta y unas máquinas modernas con algunas pesas. Ese día prefirió dar una vuelta por el pueblo y comprar algo en el mercadillo del Compás de Majer.

Desde hacía algún tiempo se estaba poco a poco convirtiendo en un ermitaño. Le encantaba estar solo, y odiaba que lo reconocieran por la calle sus paisanos e intentaran agasajarlo o convidarlo a una copa. Llevaba siempre un panamá beige y unas gafas de piloto con las que intentaba pasar desapercibido, algo que casi nunca conseguía. Apenas salía de casa, exceptuando los numerosos —demasiados— actos de sociedad y cenas de gala que no paraban de producirse en aquellos años merced al auge del turismo y de la construcción de la costa sureña, donde los negocios y la emigración alemana subían como la espuma.

Una diferente mezcla de suerte, azar y la inestimable ayuda del régimen del general Franco habían proporcionado a Albert Kummer su mejor y más próspera época vital, y sin duda una felicidad más que razonable. No siempre sopló el viento a su favor, ya que desde el año 46 había sorteado con destreza algunas dificultades relativas a su oscuro pasado, pero ahora estaba mejor que nunca y disfrutaba del momento. Su sueño de hacerse inmensamente rico hacía ya años que lo había cumplido.

Mathilda Kummer, su esposa, daba esa mañana toquecitos en el cristal que separaba el salón del inmenso jardín que la casa tenía ante el mirador, intentando llamar la atención de su marido, que permanecía absorto mirando el mar y la maravillosa mezcla de azules y verdes que ese día le estaba regalando. Mathilde salió a avisarle al comprobar que no le oía, y los perros aprovecharon para colarse dentro de la casa, algo que sacaba de quicio a la esposa del cónsul, pero que Kummer siempre permitía. Decía que la mayoría de las personas estaban más sucias que sus perros.

—¡Albert!, ¡Albert! ¿Es que no me oyes? —llegó diciendo la señora Kummer hasta donde estaba su esposo estirando los brazos con la mirada perdida.

—Disculpa, querida, creo que estoy perdiendo el oído, ¿qué ocurre?

—Es el teléfono. Es Ansaldo, parece importante —dijo Mathilda.

El cónsul dejó la toalla en la colchoneta y se puso la parte de arriba del jersey blanco con pico azul marino con el que solía hacer ejercicio y se fue hacia su despacho, malhumorado y pensando por qué demonios nunca pasaba tranquilo un solo día. Estaba muy cansado. La semana había sido agotadora entre reuniones y actos profesionales. No entendía a santo de qué su secretario personal había de molestarlo ese día de asueto y vida familiar.

—Pablo, ¿qué es lo que quiere usted ahora? —le preguntó contrariado—. Creía que después de tantos años conocía mis normas. Le recuerdo que hoy es sábado.

—Perdóneme, señor Kummer. Acaba de llamar la secretaria del ministro Villalcázar. Al parecer esta noche dan una fiesta en la casa de la playa, la de debajo de la antigua fortaleza fenicia, en Fuendetorres. Su hija se acaba de prometer con un joven millonario de Extremadura y quiere celebrarlo por todo lo alto. Lamentaban haber avisado tan tarde y con tan poco tiempo.

Albert Kummer se frotaba el cuello y negaba con la cabeza. Lo pensó unos instantes y, tras encender un cigarrillo, aceptó la invitación.

—Qué vamos a hacer. Es Villalcázar. No puedo negarme. Dile que estaremos allí —ordenó con voz muy baja.

—Está bien, señor Kummer. Recuerde que es a las diez en punto y de etiqueta —dijo el secretario personal antes de colgar—. No se preocupe que le llevaré el esmoquin planchado y almidonado.

—De acuerdo, traiga el blanco. Y ya sabe, que se esmeren en el planchado.

Cuando el cónsul y Mathilda terminaron de acicalarse en el inmenso vestidor del cuarto matrimonial con vistas al mar, Kummer aprovechó para fumar otro cigarro en su despacho y llamar al chófer. Serafín Galiano hacía catorce años que llevaba al cónsul alemán de un sitio para otro y a cualquier hora del día. Después de una semana frenética, a Serafín también le tocó trabajar en sábado por la noche.

—¿Dónde vamos, cónsul? —preguntó el chófer, curioso. No había en él rastro de cansancio.

—Es muy cerca. Aquí abajo, a la casa de Villalcázar, el ministro —dijo el cónsul, ajustándose la pajarita con el cuello estirado mirando el espejo retrovisor del centro del coche.

Serafín conocía de sobra al cónsul y su patológico sentido de la perfección y el atractivo personal. No tardó en elogiarle y en asegurarle que estaba como siempre, espléndido y muy elegante, algo que agradeció Kummer con una pequeña sonrisa y convidándolo a un cigarro que sacó de su brillantísima pitillera de plata americana.

—¿Tardará mucho la señora Mathilda, don Alberto? —preguntó algo impaciente Serafín.

—No tengo ni la más remota idea. Hace años que dejé de impacientarme y de preguntar —dijo Kummer, resignado—. Para esta mujer el tiempo no existe.

Diecisiete minutos después el lujoso Volkswagen Karmann Ghia oficial del cónsul germano se dirigía a través del Compás de la Virgen de la Peña en dirección a la carretera de Fuendetorres.

Eran las diez menos tres minutos de la noche cuando la inmensa verja, que daba al aparcamiento privado de la enorme finca y chalet del ministro franquista Alfonso Villalcázar, se abría con ayuda de dos guardeses para que entrase el automóvil de Albert Kummer. Serafín aparcó junto a un coche de la Benemérita, en la puerta principal donde se realizaba la recepción, y rápidamente se bajó a abrir la puerta al matrimonio alemán. La mujer del cónsul estaba preciosa, con un escueto y sencillo traje de chaqueta con falda blanca y el pelo recogido y rubísimo. El cónsul bajó después y con un gesto efusivo saludó al ministro y flamante hombre de negocios con un caluroso apretón de manos. Hacía muchos años que se conocían y se notaba que la relación entre el Régimen y la Alemania Federal era espléndida. Comenzaron las presentaciones, y el pasamanos se le hizo eterno. La hija del ministro era bajita y chata, pero no era fea. El prometido sí lo era. Era muy moreno y con el pelo lleno de fijador y los ojos muy cerrados. Luis Blanco era muy rico pero no tenía clase alguna. Al cónsul le pareció vulgar. Posteriormente, los invitados pasaron al esplendoroso jardín donde se daba el ágape, donde había muchísimas mesas con champán y cóctel con canapés. El cónsul calculó unas cien personas entre las parejas que charlaban y los amigos de los novios. Había en el jardín dos piscinas con dos grupos de jóvenes, uno formado por chiquillos y otro de muchachas que se bañaban y jugaban a la pelota; el resto eran mesas redondas, barras de bar y una orquesta de siete músicos con elegante frac color claro.

No había terminado la primera copa cuando el cónsul comenzó a notar que las fiestas y los compromisos sociales le causaban un profundo aburrimiento, y se preguntó para qué diablos había acudido. Dejó hablando al conocido promotor inmobiliario de Estepona, Domingo San Martín, y se marchó solo a dar un paseo por el majestuoso jardín. No había caminado ni diez pasos cuando su atención se detuvo en una exuberante joven con biquini blanco que saltaba desde el trampolín más alto de la piscina del chalet del conocido prócer. Creyó, por la edad que aparentaba, que sería una amiga de la prometida, acaso familia. Le calculó unos diecisiete o dieciocho años, podría ser incluso más joven. Tragó saliva, maravillado, y no pudo en al menos diez minutos apartar ni un segundo la mirada de la joven que parecía disfrutar del sensual contoneo de su lozano cuerpo lleno de curvas. El agua hacía transparentarse el biquini blanco que vestía, y rápidamente el cónsul intuyó los pezones pequeñitos y muy oscuros en unos pechos carnosos y turgentes que parecían salirse del minúsculo bañador. En otra de las ocasiones en que la niña subió al trampolín el cónsul comprobó también la zona oscura que se adivinaba entre las piernas. Había cinco chicas, pero el cónsul no miró a ninguna más. Esa jovencita había destruido su fortaleza en tan sólo unos minutos y lo había convertido en un vulgar preso de la lujuria más salvaje. Albert Kummer había detectado una presa, y en la Costa del Sol todo el mundo sabía que al cónsul ninguna pieza se le escapaba.

Retornó desconcertado al pequeño grupo en el que estaban su mujer y el promotor con su señora. Saludó a los nuevos miembros que se habían incorporado cortésmente, y ofreció a Mathilda una nueva copa de Moët, su espumoso favorito. Se levantó de la silla de nuevo a los cinco minutos, y se fue hacia la barandilla del jardín que daba a la playa con la intención de situarse más cerca de la piscina de las niñas. Ahora jugaban dentro y se pasaban entre ellas una pelota roja. El movimiento perfecto y constante de los senos de la niña lo maravillaba. La pelota, de un golpe, cayó cerca de él, y la chica, tímidamente, acudió a cogerla. Esta se agachó de espaldas y el cónsul no pudo apartar la vista de los glúteos prietos en aquel bañador traslúcido, ni de la pequeña rajita que sobresalía por el biquini, que estaba algo caído. El alemán se retorcía de deseo y tuvo que morderse el puño derecho intentando aplacar la lascivia feroz.

Suspiró hondo y siguió saludando al resto de invitados y conocidos españoles, alemanes e ingleses que se encontraba a su paso, hasta que se situó en el banquito de la piscina donde las chicas habían dejado sus toallas. Sacó la pitillera de plata argentina, encendió otro cigarrillo, y se sirvió otra copa de la botella del mejor champán de la casa, que se había llevado con él. Simuló la pose de galán de cine que tanto le gustaba y de la que tanto había abusado en su larga trayectoria de conquistador, esperando que la muchacha reparase en el maduro hombretón de metro noventa y con impecable esmoquin con chaqueta blanca. La chica no tardó en verlo, y se sintió cohibida y observada. Esta lo volvió a mirar de reojo y le dijo algo a su amiga al oído. Todas lo miraron y se rieron de vergüenza. «Qué guapo», se escuchó. «Es extranjero», dijo otra. Salieron de la piscina corriendo y se metieron en una de las salas de la casa en la que había una fiesta para jóvenes con globos y tarta.

Albert Kummer no era un hombre impaciente. Sabía que todo en la vida llevaba su tiempo. Incluso que las mujeres que uno desea de inmediato no se ablandaban en el momento. Ya tenía una presa, pero esta vez, sin embargo, la cacería sería más dificultosa de la cuenta, porque hacía demasiado tiempo que no jugaba sus partidas corriendo tanto riesgo. Se empezó a sentir poderoso de nuevo, con ganas de lucha y conquista. Sabía que la muchacha lo había mirado y que, si no era muy torpe, sabría cuáles eran sus intenciones. Ni un solo ciudadano de la Costa del Sol ignoraba cuál era el pie del que cojeaba el cónsul, y no pocas muchachas atrevidas hacían lo que fuera por intimar con él. Era irresistible y lo sabía. Esa muchacha lo había desconcertado y lo celebró llenando hasta arriba un vaso con whisky escocés gran reserva, dejando allí la botella de champán intacta.

Mathilda Kummer parecía estar pasándolo en grande. Se había sentado en una mesa grande y circular donde estaban algunas personalidades del municipio. El conocido y ya veterano alcalde, don Casimiro Molina, el promotor de Estepona y un médico al que había acudido en alguna ocasión, pero del que no recordaba el nombre. Las esposas departían en el lado izquierdo y los hombres en el derecho.

—Señor Kummer —dijo levantándose el promotor San Martín—, no quiero que se marche de aquí hoy sin conocer al mejor médico de toda Andalucía. Los ciudadanos de Fuendetorres tienen la fortuna de que desde el 49 no se haya movido de aquí —insistía el magnate del ladrillo efusivamente, haciendo que el doctor se incorporase, ligeramente avergonzado, ante el gesto de asentimiento del resto del grupo.

—Es un placer, señor cónsul —dijo el médico, que lucía un diminuto bigote y el abundante cabello engominado hacia atrás—. Sé que es usted un hombre importante. Me llamo Roberto Quiles, y aunque no lo recuerde, hace años lo visité en su casa. Deliraba por la fiebre, por lo que entiendo que no me recuerde.

—Por si fuese poco, señor Kummer —añadió el promotor—, tiene un gran ojo para los negocios. En su día invirtió bien con el ministro y con nuestras empresas. Anímele a que siga, que vienen tiempos buenos.

—¡Oh, vaya! Tendrá que disculpar mi despiste. Es un placer para mí también, pero no se crea, doctor, esto está creciendo tanto que pronto no sabrá nadie ni cómo me llamo —dijo bromista el alemán—. Y mucho menos mis compatriotas —exclamó ante las carcajadas del grupo.

El cónsul apartó a Roberto de la mesa, buscando cierta intimidad. Estaba eufórico. Era sumamente hipocondríaco y aprovechó para preguntarle al doctor por una mancha que tenía en la mano, a la que Roberto no dio importancia alguna.

—Soy muy amigo de su secretario Pablo Ansaldo, solemos jugar al dominó de vez en cuando —dijo el médico—. Su mujer y la mía son buenas amigas también. Es un auténtico sabio.

—Es un buen hombre, doctor, aunque debería dejar de estudiar todas esas cosas raras que le gustan y centrarse más en los negocios de los alemanes y en sus problemas —dijo fingiendo reír—, que no son pocos.

—¿Ha visto todo lo que sabe? Es una auténtica enciclopedia —preguntó sonriente el médico—. Su fuerte es la astronomía. Creo que conoce la mayoría de las estrellas.

—Sí que lo es, doctor. Pero antes está el deber. El trabajo. La rectitud. Supongo que conoce la obra de mi paisano Schopenhauer: la voluntad, los placeres… en fin, es demasiado para el primer día, amigo Quiles —dijo el cónsul pasándole amistosamente una mano por el hombro al médico al tiempo que le ofrecía una copa y lo conminaba a pasear por aquel jardín majestuoso y con una decoración digna de una aristocracia extinta.

—Gracias, señor Kummer, siempre estoy de guardia y apenas pruebo el champán, pero la ocasión lo merece y voy a acompañarle.

Los dos hombres se dirigían de nuevo hacia el grupo del jardín tras un breve paseo en busca de la barra de los licores, donde estaban sus esposas junto con la anfitriona, acompañadas por el promotor San Martín. La señora del ministro, Margarita, era una mujer encantadora, y había presentado hacía ya rato a Mathilda y a la esposa del médico, Amelia. Las dos se habían sentado juntas y parecían haber congeniado muy pronto. Aunque la noche se tornó algo fría y tuvieron que ponerse el chal y la chaqueta respectivamente, ambas habían encontrado diversos temas de conversación interesantes, y apenas notaron el cambio repentino del tiempo. Junto a ellas se sentó Margarita, que iba de mesa en mesa intentando agradar a todo el mundo, algo que consiguió con creces.

Amelia Barranco se había casado con Roberto Quiles cuando sólo tenía diecinueve años, y su llegada a Fuendetorres junto al doctor causó un gran impacto en los siete mil habitantes que por entonces tenía el humilde pueblo pescador por su extraordinaria belleza y altura. No había mujeres así entonces, y mucho menos en una pequeña población de la posguerra española. Muy pronto se había ganado la admiración del pueblo por su bondad y buen hacer, a lo que contribuyó la buena fama que su marido iba ganando poco a poco con su por entonces frenético ejercicio de la medicina. Ese día había elegido una falda estampada con unos tacones de plataforma negros y una camisa sin mangas con un chal muy oscuro. Llevaba el pelo recogido y con dos grandes perlas en las orejas.

El cónsul saludó uno por uno a todos los componentes de la mesa, y en el turno de Amelia Barranco se detuvo unos instantes tras la presentación por parte del médico, antes de besarle la mano con una reverencia exagerada.

—Es usted el hombre más afortunado que conozco, Quiles —dijo Kummer—. Su esposa es bellísima, doctor.

—Lo sé, cónsul. Todos los días doy gracias por la vida que tengo —dijo el médico, orgulloso, mientras Amelia enmudecía ante la imponente presencia del germano y su chaqueta de esmoquin blanca con pajarita oscura y clavel rojo en la solapa.

Los dos llenaron sus copas de nuevo apartándose del pesadísimo promotor y fueron juntos hacia la barandilla que daba al mar tras la gigantesca piscina, en un intento de huir de la música de la orquesta, que tocaba un repetitivo pasodoble tras otro. Allí, durante casi una hora, departieron largo y tendido acerca de asuntos de toda índole: negocios, medicina, construcción, Alemania, Franco y un largo etcétera. Fuendetorres y su entorno representaban para los dos una especie de sueño americano que les había permitido prosperar y vivir con una posición social y económica envidiable. Pero ninguno de los dos intuía entonces, en aquella soberbia velada, lo poco que tardarían las cosas en torcerse y hasta dónde podían llegar las miserias humanas en un mundo infestado de corrupción como era aquella España gris y siniestra, en la que seguían mandando los mismos prebostes que se resignaban a creer que la luz y el aire puro comenzaban a entrar en el país.

399
665,34 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
611 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788494363382
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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