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1.3 Charles Taylor y la objeción de la neutralidad valorativa

Charles Taylor, en Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, lleva a cabo una investigación sobre las principales fuentes morales que articulan la modernidad. En esta búsqueda, Taylor (1994: 98-99) ubica por lo menos tres grandes formas de asumir los problemas éticos: la primera de ellas representada por la razón desvinculada iniciada por Platón, continuada por Descartes y Kant -caracterizada como la ética de la autodeterminación racional (también denominada en su etapa moderna como la tradición de la ilustración). La segunda, personificada por la tradición romántica que situamos en los neonietzscheanos de la cual Foucault defiende una importante variación, que emerge en contra de la ética procedimental, racionalista. Y, en tercer lugar, frente a la inconformidad que generan las posiciones neonietzscheanas, en tanto se centran exclusivamente en una actitud de sospecha, denuncia y desenmascaramiento de la filosofía moral moderna, emerge un trabajo filosófico distinto, del cual Taylor hace parte. Se trata de un grupo de pensadores que sin la necesidad de situarse en la posición de sospecha absoluta neonietzscheana consideran que las creencias morales han de partir desde la base de una comunidad histórica y de una base teleológica de la eticidad; en esta denominación podemos ubicar a Taylor y Ricœur.

Ricœur comparte con Nietzsche la idea que en el cogito cartesiano se produce una reducción de la existencia al mundo interior, que conduce no solo a un substrato de sujeto, sino también porque crea la ficción del pensamiento entendida como unidad completamente arbitraria. Además, Ricœur asume la proposición nietzscheana en su ataque contra el positivismo, cuando el filósofo alemán argumenta que el positivismo está equivocado porque no existen hechos por sí solos, solo interpretaciones sobre estos. No obstante, para Ricœur (1990: 400-402), la crítica acertada de Nietzsche al sujeto cartesiano termina en la afirmación de un nuevo dogmatismo, el dogmatismo de la voluntad de poder.

Por su parte, para Taylor (1994: 99), el problema crucial de las posiciones neonietzscheanas es su incapacidad de articular sus propias fuentes morales. Por el contrario, su interés consiste en considerar más seriamente el papel de las ideas de bien, de las actitudes y de los contextos morales que determinan la acción. Uno de los argumentos fundamentales de la obra es que no existe una manera unívoca de comprender la identidad moderna, sino que a partir del análisis de las distintas concepciones de “bien” podemos vislumbrar las diferentes formas constitutivas de dicha identidad. Así, el filósofo canadiense reclama la necesidad de volver sobre los contextos de trasfondo que articulan nuestras consideraciones morales. Su perspectiva consiste en reivindicar el papel de las distinciones cualitativas que sostienen nuestras convicciones morales más profundas y que edifican nuestra concepción de la vida buena. Taylor se opone así a todos los naturalismos que cimientan una noción de neutralidad valorativa, como es el caso de la tradición neokantiana, y argumenta la necesidad de que nuestros juicios de acción se establezcan en el interior de una prioridad de la vida buena con el propósito de obtener una concepción más auténtica de la moral. Por consiguiente, es posible afirmar dos proposiciones en torno al pensamiento de Taylor; la idea anterior según la cual su propuesta filosófica es teleológica, en el sentido en que defiende la importancia de la pregunta por la vida buena y las ideas de bien como elementos determinantes de la moralidad:

Esta filosofía moral ha tendido a centrarse en determinar qué es lo correcto en la acción más que en lo que es bueno ser, en definir el concepto de obligación, más que en la naturaleza de la vida buena; [...] Esta filosofía ha acreditado una estrecha y truncada visión de la moralidad, en un sentido reducido, que también afecta el rango entero de las cuestiones relativas al intento de vivir la mejor de las vidas posible{16}.

Taylor le objeta así a la tradición ilustrada la forma como en su interior han infravalorado la pregunta por los elementos teleológicos dentro de la concepción de la razón práctica. La segunda proposición tiene que ver con su carácter ontológico en la formulación de la investigación moral. Desde la primera línea de su obra, Taylor indica, como problema fundamental, la configuración de las diversas fuentes que constituyen nuestra identidad moderna occidental; de tal manera, el problema principal al cual se dirige es una versión renovada del problema hegeliano del reconocimiento. Su propósito consiste en ampliar el rango legítimo de nuestras descripciones morales a partir de lo que denomina los lenguajes de trasfondo (background languages). De esta manera, Taylor lleva a cabo una empresa que pretende articular nuestra visión moral contemporánea desde una perspectiva, no lineal sino comprensiva. Porque, ampliar el rango de las descripciones morales legítimas y examinar la riqueza de los lenguajes de trasfondo, que reconocemos como cimientos de los diferentes puntos de vista morales, implica para Taylor reconocer que los términos que utilizamos solo tienen valor explicativo cuando poseen un sentido en la vida misma. Puesto que las variaciones cualitativas tienen la función de explicar el significado de nuestras acciones morales, al mismo tiempo conducen a una concepción más sustantiva de la moral.

Taylor, haciendo referencia a una expresión de Donald Davidson, cuestiona el hecho de que varias teorías morales sustraigan las nociones de bien de los contextos que las explican y les otorgan su sentido. De esta manera, la cuestión de fondo para él es: ¿Qué lugar ocupan estas distinciones cualitativas en nuestro pensamiento y juicio moral? En otras palabras: “¿Cómo estas distinciones relacionan la total amplitud de la variación de lo ético, adoptando este término según Williams, para la categoría indivisible de consideraciones que nosotros empleamos para responder cuestiones sobre cómo debemos vivir?”{17} Así, la empresa ontológica de Taylor se caracteriza primordialmente por su reivindicación de ciertos elementos de contexto y de la cultura de trasfondo sobre los que se edifican las acciones y los juicios morales. En Sources of the Self, el filósofo canadiense tiene la intención de propiciar una recuperación antropológica en el ámbito moral, en cuanto vuelve la mirada sobre las intuiciones morales y espirituales de los agentes, y en tanto propugna por una captación hermenéutica y fenomenológica de la vida corriente o de la vida cotidiana.

En realidad, Taylor sostiene que su investigación se concentra en tres aspectos fundamentales de la identidad moderna: primero, su interioridad; en el sentido en que nosotros mismos somos seres con una profundidad interior y la noción que se relaciona con ello es que somos “mismidad” (selves). Segundo, en la afirmación de la vida corriente, vida común, sobre todo en los desarrollos de la primera etapa de la modernidad; y tercero, en la noción expresivista de la naturaleza como una fuente moral interna.

Estos elementos propician una cercanía entre el pensamiento de Taylor y Ricœur, principalmente a partir de sus indagaciones de la identidad moral. Pues de manera simultánea, ambos parten de la afirmación que gran parte de la filosofía moral contemporánea ha tendido a centrar su análisis de la moral partiendo del concepto de lo correcto, en lugar de lo que es bueno ser; un énfasis que establece como prioridad el papel y el contenido de la obligación en lugar de la naturaleza de la vida buena. La segunda dificultad radica en que las distintas formas de naturalismo, en las cuales Taylor incluye a Kant, al utilitarismo y a sus desarrollos posteriores, se constituyen en teorías morales definidas principalmente a partir de la noción de obligatoriedad, al mismo tiempo que abandonan otros elementos del fenómeno moral: “La moralidad es concebida únicamente como una guía para la acción. Se ha pensado que concierne simplemente sobre lo que es correcto hacer, más que en lo que es bueno ser. De esta manera, el objeto de la teoría moral es tanto identificar, como definir el contenido de la obligación en lugar de la naturaleza de la vida buena”{18}.

Esta crítica va dirigida contra la línea de argumentación en la que se encuentra la tradición kantiana y otras formas de naturalismo como el utilitarismo. Taylor piensa que ambas perspectivas morales giran en torno a la pregunta: “¿Qué debo hacer?”, mientras con Kant, el bien sobresaliente es la noción de justicia universal; este lugar preponderante en la filosofía moral utilitarista lo ocupa la idea de la benevolencia universal. Para Taylor, uno de los problemas fundamentales de la ética de Kant reside en su concepción de moralidad, la cual es definida a partir del imperativo categórico, y este a su vez determina el contenido moral a partir de su universalidad y su participación en el reino de los fines. Para el utilitarismo, el problema consiste en que solo se requieren descripciones de acción con el objeto de distinguir cuál de ellas ha de considerarse como obligatoria. Por su parte, el filósofo considera que en los procesos de decisión racional se debe incluir una articulación de las distinciones cualitativas, puesto que dicha articulación significaría exponer de una manera más sustancial y completa el significado de nuestras acciones morales:

La filosofía moral ha sido entendida como la filosofía de la acción obligatoria. El objeto central de la filosofía moral es considerar qué genera las obligaciones que nosotros hemos adoptado. Una teoría moral satisfactoria es generalmente pensada como aquella que define algunos criterios o procedimientos que permiten derivar todas, y únicamente, las cosas que nosotros estamos obligados a hacer. Así, los principales contendientes en estas apuestas son el utilitarismo, y diferentes derivaciones de la teoría de Kant [...]{19}.

Taylor señala así un elemento que afecta tanto el pensamiento moral de Habermas como el de Rawls, el establecimiento de la acción correcta como prioridad de la filosofía moral a partir de la construcción de criterios y procedimientos de elección racional. Para el pensador canadiense tal concepción no es adecuada porque los seres humanos siempre tomamos decisiones y hacemos elecciones de objetos en el mundo, dependiendo de nuestros intereses y de las inquietudes que les atribuyamos. En consecuencia, Taylor cuestiona las distintas formas de naturalismo, que han vendido la idea de la vida corriente como pura opinión, no solo por la influencia que se produjo por las posturas metafísicas modernas, en las cuales se separa el bien del mundo de la vida, sino porque ha existido también un despropósito metodológico, resultado de emplear en las ciencias humanas el método de las ciencias naturales de construir leyes y reglas universales. Por tal circunstancia, esta objeción gravita en torno a la piedra angular del sistema crítico kantiano, las nociones de autonomía y libertad. Para Taylor (1994: 83-83), la concepción moderna de la libertad es entendida como la independencia del sujeto, en el sentido en que la determinación de sus objetivos no puede basarse en ninguna interferencia externa, y donde las ordenes normativas deben originarse en su propia voluntad. Kant y Rawls comparten este acento moderno de afirmar la libertad como autodeterminación racionable que concibe la ley moral, resultante de procesos autolegislativos de la razón práctica.

Para la empresa ontológica de la moral, esta concepción de la libertad moderna ilustrada define al sujeto como un “yo puntual”, o un yo neutro, un ser sin cuerpo, ni memoria, ni autobiografía:

Esto es lo que yo deseo denominar el yo “puntual” o “neutral”; puntual porque “el yo” es definido en abstracción de cualquiera de sus aspectos constitutivos, y por eso, de cualquier identidad en el sentido que [sic] he venido usando el término en la sección previa{20}.

Por tanto, Taylor emplea el término “yo neutro” porque el individuo es definido con independencia de cualquier marco referencial, una noción de sujeto racional desvinculado, fundado en la creencia que se puede obviar el papel determinante del tiempo y del espacio en las decisiones éticas. Es decir, la objeción se dirige en dos sentidos sobre Kant; en primera instancia, porque asume una postura que considera irrelevantes las distinciones cualitativas para establecer una acción moral; y en segundo lugar, porque habilita una distinción entre las acciones realizadas por deber y aquellas que se basan en inclinaciones que son descritas como heterónomas.

Esta posición permite objetar las construcciones morales que separan la concepción del bien de sus contextos vitales, tal y como sucede, por ejemplo, en la ética de Platón, Kant y Rawls. En Platón porque la perfección de la justicia, y en general del bien, se encuentra en el estado supraceleste. En Kant porque su postura metafísica propugna por el ideal del supremo bien como el enlace sistemático y perfecto entre la virtud y la felicidad en el mundo inteligible. Y en Rawls, principalmente, por el significado que tiene la posición original y el velo de ignorancia en su pensamiento como procedimiento restrictivo de los términos de valor.

Los anteriores argumentos preparan el distanciamiento entre la filosofía de Taylor-Ricœur con el pensamiento de Rawls. Este distanciamiento se origina en diversas circunstancias; las dos primeras, ya mencionadas, son el carácter deontológico de la teoría de Rawls, mientras Ricœur y Taylor adoptan un punto de partida que en principio puede denominarse como teleológico, sobre todo por el lugar que ambos le proporcionan tanto a la pregunta por la vida buena, como a la imposibilidad de dejar de lado las explicaciones de carácter ontológico en su pensamiento moral. La segunda circunstancia es que mientras Kant y Rawls crean un conjunto de procedimientos que implican una elección racional con una aspiración de carácter neutral, tanto Taylor como Ricœur sostienen la inaceptabilidad de tal posición, debido a la importancia que ellos le otorgan a los términos de valor y a las distinciones cualitativas.

1.4 Michael Sandel y la objeción sociológica

En esta misma línea de argumentación se encuentran los planteamientos de Michael Sandel (1998: 11), quien en Liberalism and the Limits of Justice sostiene que la pretendida independencia del sujeto como un concepto puro de la razón es una ilusión, en el sentido en que se configura como una mala interpretación de la naturaleza humana, dado que no tiene sentido pensar un sujeto fuera de la sociedad y la experiencia. Sandel (1998: 7-8) reconoce la diferencia entre el sujeto de la razón teórica y el de la razón práctica; sin embargo, para él ambas constituyen formas de un solo argumento trascendental. Por un lado, el sujeto epistémico consiste en una reducción de la noción de sujeto a un simple concepto de identificación, es un simple “yo” que antecede todas las representaciones y los juicios morales: “El sujeto es algo 'allá atrás’ que antecede cualquier experiencia particular; que unifica nuestras percepciones diversas y las sostiene juntas en una sola conciencia”{21}. Por su parte, el sujeto de la razón práctica tiene dos implicaciones: primero, como objeto de la experiencia los individuos están determinados por las leyes de la naturaleza que gobiernan el mundo sensible. La segunda implicación, por contraste, consiste en la proyección del mundo inteligible donde los seres son autónomos, tienen la capacidad de actuar en concordancia con la ley moral y con independencia de las leyes de la naturaleza.

Por esta vía, dice Sandel (1998: 9), la ética deontológica de Kant concibe una noción de sujeto desde los presupuestos del autoconocimiento epistémico y de la posibilidad de la libertad como una facultad independiente de la experiencia, que instauran a su vez, una prioridad de lo correcto sobre el bien. Por tanto, el punto de vista kantiano de la prioridad de la justicia es al mismo tiempo moral y fundacional; en el sentido en que se concibe una sociedad mejor ordenada cuando los principios que la estructuran no presuponen ninguna concepción particular del bien y los individuos son tratados como fines en sí mismos.

Sandel (1998: 9-11) considera que las propuestas liberales de Rawls, Dworkin y Ackerman, defienden este punto de vista, en el cual, el concepto de virtud es independiente de los supuestos psicológicos y teleológicos. Así, para lograr lo anterior, estas teorías contemporáneas emplean una noción de sujeto, perteneciente a cierto tipo de mundo, que conduce a una autoimagen parcial de la identidad. Este argumento lleva, a su vez, a Sandel a esgrimir la objeción sociológica, la cual consiste en señalar que el liberalismo está equivocado porque defiende una concepción de neutralidad cuya existencia es inadmisible. Sandel considera imposible la neutralidad valorativa, porque nosotros, los seres humanos, jamás podemos escapar a nuestras propias condiciones existenciales:

No existe un punto de excepción, no existe un sujeto trascendental capaz de permanecer fuera de la sociedad o de la experiencia. Nosotros somos, en cada momento, lo que vamos a hacer, una concatenación de deseos e inclinaciones, no existe nada que nos incline a habitar un reino noumenal{22}.

De esta manera, Sandel cree que la teoría de Rawls no se escapa de las objeciones que tradicionalmente se le hacen a Kant, sobre todo porque la concepción de la justicia termina siendo tan trascendental como la del filósofo alemán: “Este ensayo argumenta que el intento de Rawls no es exitoso y que el liberalismo deontológico no puede ser rescatado de las dificultades asociadas con el sujeto kantiano”{23}. Así, Sandel asume que las objeciones que se esgrimen contra el trascendentalismo de la filosofía moral de Kant, pueden ser trasladadas a la imagen de sujeto moral que edifica la justicia como imparcialidad de Rawls. Las consecuencias que se derivan de la defensa de los derechos individuales, y de la posición contractual inicial, conducen a la construcción de lo que Sandel denomina un mundo moral neutral que resulta imposible en nuestra realidad{24}.

En síntesis, hasta este momento, hemos planteado unos argumentos básicos que, desde la perspectiva de Rorty, Taylor y Sandel, objetan el concepto de sujeto que defiende la filosofía moral que hunde sus raíces en la idea de la ilustración. Para efectos de esta disertación, denominaremos a este conjunto de planteamientos como: las objeciones ontológicas y sociológicas. El aspecto fundamental que define estas objeciones consiste en señalar una fractura entre los elementos deontológicos y teleológicos en la filosofía ilustrada, la cual repercute directamente en la concepción de persona y de mundo moral que cimientan. Los dispositivos que tienen la función de establecer la distinción entre lo deontológico y lo patológico, junto con los procedimientos que buscan propiciar la autonomía y la libertad del sujeto racional, tienen la característica de producir una escisión entre la persona que se piensa exclusivamente en términos de la razón pura y su identidad autobiográfica.

1.5 Ricœur y la identidad ídem, un análisis desde la semántica y la pragmática filosófica

El análisis ídem puede definirse como la aplicación del giro lingüístico a la investigación por la constitución de la persona dentro de la intencionalidad ética de Paul Ricœur. Ahora, este análisis ídem como filosofía del lenguaje agrupa dos grandes aspectos: una primera lectura realizada desde la semántica; una segunda desde la pragmática del lenguaje. Con el primer nivel de la semántica, Ricœur dice que su intención es analizar la singularidad de la persona con el objeto de establecer su identificación.

El lenguaje, en efecto, está estructurado de tal manera que puede designar a individuos, mediante operadores específicos de individualización como son las descripciones definidas, los nombres propios y los deícticos, en ellos comprendidos los adjetivos y los pronombres demostrativos, los pronombres personales, y los tiempos verbales (Ricœur , 2001: 103).

Es decir, estos elementos de la semántica del lenguaje cumplen la función de operadores de individualización en la atribución de una acción a una persona. Por lo demás, en el ámbito de la semántica, Ricœur también tiene como gran objetivo establecer las implicaciones referenciales de la persona. El filósofo francés, valiéndose del trabajo realizado por Strawson, logra determinar la persona como particular de base en cuanto ella es el mismo referente de los enunciados psíquicos y físicos. Además, en la exposición de la semántica, y con entrecruzamiento de la pragmática, Ricœur analiza cómo la operatividad del discurso depende del contexto de interlocución a partir de la teoría de los actos de habla. Su análisis tiene un objetivo específico: lograr separar los juicios de acción de su referente epistemológico. Esto es, a pesar de la diferencia planteada por Austin entre actos lingüísticos constatativos y performativos, Ricœur sostiene que estos últimos se siguen moviendo en la misma perspectiva lógica de los primeros, y de esta manera, los performativos no logran dar cuenta del sujeto que habla sino únicamente de una acción desde una perspectiva igualmente descriptiva.

Con la pragmática, el problema al que Ricœur se enfrenta consiste en establecer si el análisis de la designación de un agente, mediante las frases y los discursos, permite alcanzar una dimensión de la atribución e imputabilidad de la acción. La adscripción se entiende, en un sentido general, como la atribución de un predicado a un sujeto. Sin embargo, la adscripción obtiene otro carácter cuando el propósito es imputar una acción a un agente. La imputación posee un horizonte moral, y por tal motivo, es fundamental la determinación de una acción como intencionada o no, sobre todo por sus implicaciones en términos de exoneración, culpa y responsabilidad. A continuación, plantearé de la forma más sucinta posible, la exposición de los aspectos que componen la investigación Ricœuriana sobre la semántica y la pragmática filosófica en torno a la persona. El objetivo de esta exposición consiste en derivar del análisis ídem, algunas objeciones fuertes a propósito del velo de ignorancia y la posición original.

Ricœur (1990: 29) piensa que la afirmación de la identidad ídem reclama una serie de aspectos cuyo inicio es la identificación del agente. Esta identificación comienza con la autodesignación del agente moral como aquel que actúa precisamente en actos del discurso con base en enunciados, proposiciones y, especialmente, en verbos y frases de acción. Por esta vía, Ricœur tiene la aspiración de superar la inmediatez del cogito cartesiano representado por el binomio “¿qué?” y “¿por qué?, incorporando como tercer interrogante el ¿quién? de la acción desde una doble consideración: a) “¿De quién hablamos cuando designamos, sobre el modo referencial de la persona, en tanto que distinta de las cosas”{25}; y b) “¿Quién habla en la designación de sí mismo como locutor (que dirige la palabra a un interlocutor)?”{26}. Para Ricœur (1990: 44) se trata de dos procesos de designación del sujeto hablante que se llevan a cabo por medio de dos enfoques de la persona: la referencia identificante y la autodesignación{27}. Por el concepto de identificación, Ricœur entiende, dentro de un conjunto de cosas particulares del mismo tipo, la capacidad de dar a conocer a otro, aquella de la cual tenemos intención de hablar. Así, la individualización reposa sobre los procedimientos específicos de designación a través de los cuales se apunta a un ejemplar, y solo a uno, frente a la exclusión de todos los otros de la misma clase. Desde el punto de vista semántico, estos procedimientos no tienen ninguna unidad fuera de la intencionalidad, solo operan en la enunciación entendida como acontecimiento en el mundo. Empero, la referencia identificante no es una descripción completa de la persona, tan solo se constituye en la identificación de un cuerpo físico, un algo que existe; por consiguiente, el proceso de la referencia identificante radica únicamente en identificar algo.

El proceso de identificación o la referencia identificante posee, en primera instancia, una intencionalidad individualizante, por la cual Ricœur concibe la determinación de una muestra no repetible, y además no divisible sin alteración, mediante unos procedimientos denominados operadores de individualización{28}. El segundo aspecto fundamental de la individualización es la autodesignación de la persona como particular de base; el objetivo es la identificación no ambigua en la que los protagonistas de la interlocución, no solo designan, sino que en efecto hablan de la misma “cosa” dentro de una multiplicidad de circunstancias.

Sobre el segundo nivel de la semántica, Ricœur se refiere a una estrategia inicialmente planteada por Strawson en Les individus, a través de la cual el filósofo francés se preguntará a sí mismo: “¿Cómo pasar de un individuo cualquiera al individuo que somos cada uno?”{29}. La estrategia consiste en identificar el cuerpo físico y la persona que cada uno de nosotros es -asumiendo que nada podría identificarse sin remitirse en última instancia a estas dos nociones-. Ricœur (1990: 46) dice que esta es la segunda gran tesis de Strawson, los cuerpos de los individuos como el carácter primario del esquema espacio-temporal; la mismidad se apropia de esta perspectiva, la mismidad es el marco espacio-temporal del sí mismo entendido como un individuo único y recurrente. Una persona se constituye gracias a lo que su cuerpo y su psique es, pues ambos coexisten en una relación como particular de base, donde la mayor fuerza existencial radica en el propio cuerpo:

Esta prioridad reconocida del cuerpo es de la mayor importancia para la noción de persona. Porque, si es verdad, como será dicho más tarde, que el concepto de persona no es menos una noción primitiva que la de cuerpo, no se tratará de un segundo referente distinto del cuerpo, semejante al alma cartesiana, pero, de una manera que queda por determinar. De un único referente dotado de dos series de predicados, los predicados físicos y los predicados psíquicos. Que las personas son también cuerpos, es la posibilidad de tener en reserva en la definición general de los particulares de base, según la cual éstos son cuerpos o poseen cuerpos. Poseer un cuerpo, [sic] [...] es lo que hacen, o en primera instancia son las personas{30}.

El reconocimiento del cuerpo como particular de base le permite a Ricœur (1990, 49) instaurar un concepto primitivo de persona, el cual tiene tres puntos constitutivos: el primero de ellos es la adscripción, entendida como la fuerza en la designación de cada uno, la determinación de la noción “persona” a partir de los predicados que les atribuimos. El segundo punto es que la persona es “la misma cosa” a la que se le atribuyen tanto los predicados físicos como los predicados psíquicos denominada por Ricœur (1990, 50-51) la identidad de atribución. Y, el tercer punto, son las propiedades reflexivas y la enunciación; este aspecto es el concerniente a un otro como mismidad, asumida por el lenguaje y el pensamiento cuando caracterizamos una persona como cosa particular.

Desde el punto de vista de la pragmática, el primer problema que se presenta es la reflexividad, el cual alude a la dificultad entre el sentido y la referencia, la confrontación entre el objeto designado y la expresión lingüística que transporta su significado. La reflexividad es problemática por la opacidad del signo, es decir, por la “transparencia” o “borrosidad” del referirse a algo. No obstante, el interés de Ricœur por la reflexividad no obedece a un interés general del problema de la referencia y la opacidad del signo, sino a uno más particular. Los individuos cuando se comunican lo hacen en situaciones de interlocución, se trata de un fenómeno binario que implica simultáneamente un “yo” que dice algo y un “tú” a quien el primero se dirige. La reflexividad quiere señalar la dificultad de reconocer un individuo por parte de otro a través de los juicios de acción.

Ricœur (1990: 58) se apropia de la teoría de los actos del discurso de Austin, Searle y Grice porque piensa que a través de ella es posible inscribir el lenguaje en el plano mismo de la acción; pero, a su vez, les plantea tres objeciones fuertes: la primacía de la primera y la segunda persona; la despsicologización del agente; y el carácter epistémico de los juicios y frases de acción. De Austin toma su importante distinción entre los actos locutivos, ilocutivos, performativos, y los actos constatativos y performativos. De Searle, su argumento según el cual, hablar una lengua es tomar parte en una forma de conducta altamente compleja y su reconocimiento de la teoría del lenguaje como parte de una teoría general de la acción. De Grice su hipótesis, según la cual todo acto de enunciación consiste básicamente en una intención de significar, donde la interlocución así interpretada se manifiesta como un intercambio de intencionalidades que se buscan recíprocamente. Aparece entonces para Ricœur el problema de la reflexividad, de la opacidad, ligado al problema de la intencionalidad de la acción.

Una intencionalidad de la acción, que junto a la investigación de la opacidad del signo llevada a cabo por Renacati y Benveniste, le permiten comprender a Ricœur (1990: 61) que en los actos de enunciación el uso del “yo” conduce a una designación muy escasa del referente, en cuanto la persona que se designa al hablar no se deja remplazar -más que deícticamente- por las implicaciones del pronombre; pues no existe una equivalencia desde el punto de vista referencial entre la frase “yo estoy contento” y la persona que se designa está contenta. En este sentido, se presenta un problema de fondo en la tradición de Austin, Searle y Grice, en cuanto emplea los indicadores de individualización que privilegian la primera y la segunda persona; al tiempo que excluyen casi expresamente la tercera; por el contrario, el enfoque referencial privilegia la tercera persona, o al menos, cierta forma de ella, a saber: “él”, “ella” (lui/elle), “alguien” (quelqu’un), “cada uno” (chacun), “se” (on){31}.

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9789585148871
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