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La fuente original desconocida que Polo consultó no fue el Almanaque Peruano y Guía de Forasteros de 1807, si se toma en cuenta el texto que reproducimos a continuación:

… Concluida la impresión del Almanaque, al rematar la Guía, el día 1 de diciembre a las seis de la tarde, se sintió un temblor [en Lima], el más fuerte de los que han acaecido después del terrible de 1746. Comparable con los de 1584, 1630, 1687 si se atiende al movimiento de la tierra y vaivén de los edificios; pues en minuto y medio de duración, dejó maltratadas muchas casas y algunas Iglesias. Se cree vino del Norte por los estragos que causó en varios parajes y haciendas de esta costa. No será mucho que hayan padecido Truxillo y las ciudades ulteriores porque estos suelen conmover hasta mucha distancia el continente como lo hizo en toda Europa el temblor que arruinó Lisboa en 1755. Los periodos con que se han sucedido los grandes temblores en Lima fueron como se ve 50, 57, 59 años: desde el último de 46 a este han corrido 60. Quiera Dios haya cerrado el intervalo correspondiente… (Moreno [1806]).

En esencia, lo que Moreno ofrece es un conjunto de informaciones que giran alrededor de la mención de la duración del sismo, su relevancia, los efectos en las edificaciones civiles y religiosas de Lima, el área afectada, algunas reflexiones generales, y hasta una invocación a la misericordia divina, pero no hay especificaciones respecto a la violenta salida del mar en el Callao, la cual, en efecto, podría servir de base para sugerir la acción de un tsunami. En otras palabras, la sola consulta de la fuente oficial original no le sirvió a Polo para insertar la información de tsunamis que acompañaron al terremoto. De las otras referencias que anotamos en nuestro Catálogo, puede decirse que la de Bachmann copia íntegramente a Polo —sin reconocerlo— y que la de Silgado es una apretadísima, pero exacta, síntesis de lo consignado por Polo.

En resumen, lo que sabemos sobre el sismo de Lima y el tsunami del Callao, de 1806 —el mayor después de sesenta años—, se basa en una fuente original desconocida, consultada tanto por Córdova como por Polo, aunque citada, al parecer, de manera más completa por el segundo.

Otra consideración respecto al cotejo de las fuentes se vincula al hecho de que algunas veces los autores no son fieles a la información original. Una inexactitud flagrante se revela al comparar las afirmaciones de Silgado con fuentes originales, cuando describe el sismo acaecido en Arequipa, en 1812, en los siguientes términos: “Enero 3, a 11 horas. Fuerte temblor en Arequipa. Castelnau dice que duró 50 segundos…” (Silgado 1978: 37). En cambio, lo afirmado por Polo, quien reproduce directamente la relación de viaje del conde de Castelnau, es distinto: “… 3 de enero, a las 11h y 45m de la noche, fuerte temblor en Arequipa, que duró 40 segundos…” (Polo 1899: 28). Aun cuando ambos se refieren al sismo en términos de fuerte temblor, de la comparación se revela que Silgado está equivocando tanto la hora de ocurrencia como la duración. Aunque la diferencia sea nimia, los geofísicos sí que podrían apreciarla.

En ocasiones, cuando se comparan con las fuentes originales, los catálogos históricos revelan errores. La fecha de ocurrencia del inusual sismo de 1813, en Ica, ha sido consignada erróneamente con una diferencia de dos meses respecto a la verdadera. El cosmógrafo José Gregorio Paredes, contemporáneo al hecho, afirmó que el “… 30 de mayo de 1813 sucedió un temblor en Ica que causó en sus edificios una ruina lamentable…”. Córdova y Urrutia pareciera haber consultado directamente la Guía de aquel, y mantuvo dicha fecha: “… En 30 de mayo de 813 acaeció en Ica un fuerte temblor que causó en sus edificios una ruina lamentable” (Córdova y Urrutia [1844] 1875, VII: 142).

El error aparece, primero, en el catálogo de Polo, quien señala como fecha de ocurrencia “30 de marzo”, además de la hora, aunque inserta información más abundante, proveniente de El Investigador, diario limeño en el que apareció la noticia:2

… El 30 de marzo, día del santo del Rey Fernando VII, hubo un terremoto en Ica, a las 4 y 1/2 de la mañana, que duró un minuto. Se destruyeron las casas y templos; murieron 32 personas con el Presbítero D. Pedro José Guerrero, aparte de una mujer a quien el día siguiente mató una pared al caer. Del Desaguadero de Chanchajailla hasta Garganto se abrieron grietas desmedidas en el cauce del río y vertieron copiosísimos raudales de agua hedionda y cenicienta. Se rompieron como 4000 botijas de aguardiente en las haciendas, y fueron grandes los destrozos. Quedaron en tierra la iglesia del Señor de Luren, que respetó el terremoto del 13 de mayo de 1644, y la del Convento de San Agustín…

Como sucede con frecuencia, Silgado (1978: 37) resume la información de Polo: “… Marzo 30 a 04:30. Terremoto en Ica, se destruyó las casas y templos, muriendo 32 personas. Grandes grietas se formaron en el cauce del río, del cual surgió gran cantidad de lodo…”. En consecuencia, a efectos de su inclusión en el catálogo, consideraremos una referencia original (la de Paredes, indicando la fecha) y una secundaria (los datos de Polo, presumiblemente extraídos de un periódico contemporáneo a los hechos) como válidas.

Si procedemos a analizar la obra de Silgado, se nos plantea un conjunto de interrogantes. Las primeras se vinculan a su aparente arbitrariedad cuando elige incluir en su catálogo un evento sísmico. Por ejemplo: ¿por qué, de los 39 sismos ocurridos en Arequipa a lo largo de 1812, apenas elige uno: el del 3 de enero? Al calificarlo de fuerte temblor, se podría entender que fue el único que presentó tal característica. Sin embargo, en la fuente original —el relato del viajero francés Castelnau—, cada uno de los 39 sismos aparece con la misma denominación: fuerte temblor. Es evidente que los geofísicos se llevarían una imagen distorsionada de la actividad sísmica arequipeña si siguieran acríticamente el testimonio de Silgado.

Cabe hacer, por último, una suerte de síntesis de la sismicidad regional del siglo XIX. Lima es la ciudad de la que se tiene la mayor cantidad de registros, seguida de Arequipa, con base en una consulta más amplia de fuentes; por el contrario, las demás ciudades cuentan con una ínfima cantidad de referencias: con tres están Cusco (1804, 1823 y 1832), Ica (1813, 1839 y 1845) y Piura (1814, 1845 y 1857), y con dos, Arica (1810 y 1815) y Moquegua (1833 y 1868). Apenas una referencia tuvieron Ayacucho (1861), Tacna (1861), Trujillo (1863), Jauja (1807) y Chanchamayo (1839). Gran sorpresa revela otro tipo de movimiento sísmico, ya no telúrico, sino sentido en el mar: fenómenos que suscitaron tanta extrañeza se sintieron frente al mar del Callao en 1828 y 1847.

En realidad, la suma de registros para Arequipa viene de la riqueza del catálogo publicado por Castelnau. Y es de tal índole valioso, pues existen años para los que la única referencia, no solo para Arequipa, sino para todo el Perú, proviene de tal fuente: es el caso de los años 1819-1822, 1824-1826, 1828-1830 y 1832.

4. Los relatos de viajeros

También es amplia la lista de viajeros que llegan al Perú a lo largo del siglo XIX: sobre todo europeos —entre ellos, franceses, ingleses y alemanes—, arriban al país por múltiples razones. Científicos, o simplemente aventureros, opinan sobre el Perú. En la primera mitad de ese siglo llegan expediciones científicas, principalmente francesas. Así, en la década de 1820, arriban las expediciones de los barcos La Vénus o La Bonite. La última en hacerlo estuvo al mando del conde Francis de Castelnau, quien reunió un equipo de científicos para observar los diferentes aspectos de la naturaleza sudamericana. Después de recorrer Brasil y Bolivia, la expedición ingresó al Perú por el sur, por el río Desaguadero, iniciando un periplo que, al cabo de unas semanas, la condujo hasta Lima.

Debemos a Castelnau la publicación de la más exhaustiva recopilación de sismos peruanos en el siglo XIX. Estando en Arequipa, tuvo acceso a los apuntes de Miguel Pereira, quien había emprendido la ardua tarea de registrar los sismos ocurridos en dicha ciudad en treinta y cinco años; en efecto, entre 1810 y 1845 se habían registrado 931 sismos, la mayoría de ellos sentidos en Arequipa. Sin ese carácter exhaustivo, pero dejando testimonio de la sensibilidad que se suscita a raíz de una experiencia sísmica, encontramos el bello relato de Flora Tristán sobre el terremoto de 1833, que lo vivió apenas llegada a Arequipa.

Otros viajeros también fueron fuente de información. El relato de Stevenson sobre los sismos sentidos en Lima en 1805 y 1810 es valioso y, al parecer, único entre las fuentes contemporáneas. En otras ocasiones, el relato del viajero informa sobre sismos percibidos en regiones inhóspitas, en las que no había ninguna presencia del Estado; es el caso de Tschudi, cuyo testimonio, único y valioso, insertamos para el sismo en Chanchamayo en 1839.

5. Observaciones finales

En definitiva, el estudio de la sismicidad histórica del siglo XIX es interesante, no solo por la posibilidad de ir desentrañando el complejo modo en que se ha ido configurando la información disponible en la actualidad, sino por las vías abiertas a investigaciones posteriores; en tal sentido, la consulta de las Guías de Forasteros abre insospechadas posibilidades de búsqueda. En ocasiones, la información sísmica que aportan las Guías no es lo suficientemente exacta como para identificar las características esenciales de un sismo, a saber: fecha y hora. Apréciese, por ejemplo, las posibilidades de búsqueda que se abren con la información que proporciona el Calendario y Guía de Forasteros de la República Peruana para el año de 1842, publicado a fines de 1841 y que contiene el registro sísmico del año que terminaba:

… Los temblores del año pasado [1841] en el intervalo de 11 meses y 14 días contados desde el 16 de noviembre de 1840 en que terminó el catálogo de los de éste, publicado en la Guía del año anterior [1840], hasta el 31 de octubre de 1841, fueron 26, todos pequeños de más ruido que remezón… (Carrasco 1841: 9).

Ello significa que en casi un año de observaciones (noviembre de 1840-octubre de 1841), el cosmógrafo registró en Lima un total de 26 movimientos sísmicos. Si sumamos a estos los 11 sismos referidos para 1842, los 8 para 1843 y los 5 para 1850, tendríamos un total de 50 nuevos puntos de partida para búsquedas de sismos en Lima. Podrían, por último, convertirse en nuevas referencias si se hallasen las precisiones respectivas en diarios, como El Comercio, que ya circulaban por entonces. Pero la búsqueda podría no ser satisfactoria. Hicimos un ejercicio parecido en el transcurso de la investigación, cotejando la información ofrecida por la Guía para 1846 con las referencias de El Comercio: si la Guía ofrece cinco referencias sísmicas, el diario apenas aporta dos. Por consiguiente, para una época en que los diarios se encuentran al vaivén de las agitaciones políticas, estas desplazarían o distraerían la actitud científica, basada en la permanente observación de la naturaleza.

Hay varias colecciones documentales valiosas, pero ninguna como la del P. Víctor Barriga. Su obra permite entrever las enormes posibilidades de acceso documental para conocer las variadísimas consecuencias provocadas por un sismo. Basada en fuentes oficiales constituidas por provisiones de virreyes, memoriales de autoridades, reales cédulas y demás, y aun dejando de lado el gran cúmulo de documentos eclesiásticos, la obra del mercedario es la más importante de su género. Para los sismos de tiempos republicanos aparecen, en sucesión, los documentos provenientes de toda la jerarquía burocrática del Estado, compuesta por gobernadores, subprefectos, prefectos y ministros. Su satisfacción de reproducir la documentación queda patente cuando indica que “… motivó alguna vez se tratara de ubicarla en otro lugar, cuya dispersa y abundante documentación es satisfactorio presentarla coleccionada…” (Barriga 1951: VIII).

No se nos escapa el hecho de no haber podido completar uno de los objetivos que perseguíamos al iniciar esta investigación. Razones de tiempo, derivadas de la enorme inversión que implica evaluar cada número de periódico consultado, hizo que prefiriéramos fortalecer la base fáctica —que ha sido la constante en las investigaciones anteriores—, soslayando las posibilidades de análisis que se abrían en el estudio del terremoto de marzo de 1828 en Lima. Si del terremoto y tsunami de 1806 se decía que era el mayor ocurrido desde el cataclismo de 1746, el de 1828 lo superó tanto en intensidad como en magnitud. Como el punto que queríamos destacar era la labor del Estado en el proceso de reconstrucción de la capital y, ciertamente, sin haber sino planteado las pistas documentales, muchas fuentes concurrirían para estudiar mejor dicho terremoto. No solamente se halla disponible la memoria del prefecto del departamento de Lima para ese año, sino que se puede encontrar una mejor precisión en los efectos locales del sismo consultando la documentación de subprefectos y gobernadores, quienes representan la escala del poder local del Estado. Estas pistas se fueron planteando a la luz de la amplísima información proporcionada por Víctor Barriga, mercedario arequipeño, en su documentado trabajo sobre el terremoto que en 1868 asoló el sur del Perú.

Finalmente, un estudio de la sismicidad decimonónica no podría soslayar la riqueza de una fuente valiosa, inexistente para los siglos anteriores: la fotografía, irreemplazable medio para apreciar las dimensiones dantescas de destrucción en las que un fenómeno sísmico dejaba a una población. En ese sentido, una fuente valiosa y única es el álbum de fotos del Topaze, barco de la marina inglesa que realizó un viaje por el Pacífico entre 1866 y 1869. En agosto de 1868 arribó a Arica, pocos días después de producido el terremoto y tsunami de ese año, el más fuerte de tiempos históricos. En el álbum, que forma parte de la Colección Cisneros Sánchez —bajo custodia de la Sala de Investigaciones de la Biblioteca Nacional—, se incluyen diez fotos de nitidez excepcional, que dan cuenta del valor de dicha fuente, en las que se pueden apreciar los destrozos ocurridos en Arica y Arequipa, así como varios barcos que quedaron varados en tierra tras el tsunami.

Las fuentes icónicas también aparecen en otros lugares. Gran sorpresa nos deparó el hallazgo de la Colección Kozak, disponible en la página web del Centro de Investigaciones de Ingeniería Sísmica de la Universidad de California (Berkeley).3 Durante años, Jan Kozak, científico checo, fue acopiando casi 900 imágenes sobre la destrucción producida por sismos en todo el mundo. Para el Perú, aporta un esquema del avance de la ola del tsunami que arrasó el Callao en 1746, así como varios grabados sobre los efectos producidos por el terremoto de 1868 en varias ciudades del sur, publicados en diarios europeos y norteamericanos de la época, como el London News Ilustrated. Más adelante extenderemos con profundidad nuestra apreciación respecto a la fotografía como fuente para la sismicidad histórica.

La sismicidad histórica y las fuentes peruanas del siglo XIX

A partir de la agrupación de los sismos sobre la base de un doble criterio, espacial y cronológico, hemos hallado 689 ocurrencias sísmicas para el periodo 1868-1899, de las cuales 275 son registros inéditos, no considerados anteriormente en los catálogos publicados. A título de ejemplo, tenemos entre ellos los registros del observatorio instalado por la Universidad de Harvard en Arequipa a fines del siglo XIX, los que Polo conocía, pero que no llegó a ver publicados.

Polo presenta los movimientos sísmicos de varias maneras. Junto al tradicional término sismo aparecen, también, estremecimiento, movimiento, remezón, sacudida y sacudimiento, usados, sin duda, como sinónimos del primero. Es bueno considerar que conforme a los estándares establecidos por los geofísicos, el término idóneo para referirse a un movimiento de tierra es sismo, toda vez que si se trata de un movimiento de pequeña magnitud se le califica de temblor, y si alcanza determinada magnitud, de terremoto. Un hecho que nos ha llamado la atención es el hallazgo del término concusión, empleado como sinónimo de sismo. Lo sorprendente es que, en la actualidad, dicha expresión se refiere a un hecho legal, más que a uno físico.

Por lo general, Polo ofrece dos parámetros para identificar cada evento sísmico: lugar y hora de ocurrencia. En cuanto al primero, siempre se refiere a una localidad específica; en cuanto a la hora, no siempre la especificó con exactitud. Otro parámetro ofrecido por Polo es la duración, aunque con menos frecuencia con que aparecen los dos primeros. Sus datos ofrecen la duración en segundos, o en minutos, si se trata de eventos de mayor magnitud. Llaman la atención los sismos que exceden el minuto. Y cuando se carece de observaciones instrumentales para la determinación de la duración, Polo indica que se trata de un evento corto, prolongado o pasajero.

Los calificativos para indicar la intensidad del sismo son muy variados y cubren una amplia escala, que incluye desde ligero, débil, tenue y leve, hasta, en grado ascendente, regular, brusco, fuerte, bastante fuerte, recio, rudo, terrible y violento. En ocasiones, Polo combina rasgos y resultan expresiones como recio e instantáneo o recio e impetuoso, que abren interrogantes. Menos aclaradoras son expresiones como casi imperceptible, poco considerable, de poca consideración, de gran intensidad o extraordinario y alarmante, calificativo con el que las fuentes se refirieron al sismo del 26 de noviembre de 1870.

Menos frecuente es la mención de otros fenómenos asociados, como la dirección del movimiento; en estos casos, la fuente indica la dirección supuesta, usando puntos cardinales. Cuando se carece de tal indicación, se opta por expresiones como sacudimiento oscilatorio u oscilación débil, y, si se considera la dirección del vaivén, se utiliza vertical recio.

Otro elemento asociado al sismo es el ruido, sobre el cual también hallamos variados calificativos, como insignificante, escaso o excesivo. Aunque pudiera parecernos redundante calificar el ruido de un sismo como subterráneo, la fuente original podría estar refiriéndose a otras consideraciones. Alguna alusión poética se desliza cuando nos encontramos con la expresión bramido pasajero. Polo también combina términos, y el resultado se expresa en calificaciones como ronco y prolongado, bastante intenso, el contradictorio ligero y sordo [sic], o aquel que entendía el ruido del sismo del 16 de agosto de 1891 como de golpes. Infrecuente es la calificación de extraordinario, como la utilizada para el sismo del 18 de noviembre de 1872.

Las descripciones del evento sísmico pueden ser muy ricas en detalles. Destacan, por ejemplo, aquellos terremotos que no permitían a los individuos mantenerse en pie, o aquellos en los cuales las campanas empezaban a tocar solas, como efecto de la fuerza del vaivén producido por el sismo. De igual modo, el hallazgo de alguna manifestación religiosa puede resultar indicativo. Es difícil que un temblor ligero origine de inmediato una procesión, lo cual será, más bien, consecuencia de un terremoto, como sucedió luego del sismo del 23 abril de 1884.

En algunas fuentes, la información se ve sumamente enriquecida por el afán del testigo de asociar el evento sísmico con otro tipo de fenómenos, como los meteorológicos o astronómicos.

A partir de todo lo planteado se nos abren difíciles problemas, que solo dejamos enunciados. En aras de la unificación terminológica, ¿qué término resulta idóneo para calificar un sismo entendido como poco considerable o de gran intensidad? ¿Es apropiado calificarlo de ligero o fuerte, respectivamente? ¿Cómo diferenciar un sismo calificado de fuerte de otro entendido como recio? Y, por último, el asunto medular: ¿cómo transformar la adjetivación en un grado específico de una escala sísmica? En definitiva, se trata de la empresa más delicada de un catálogo sísmico, pues supone el esfuerzo de entender la riqueza expresiva del lenguaje y sintetizarla, para a partir de allí producir un parámetro estandarizado, luego de asignarle a un sismo un grado específico en una de las escalas sísmicas disponibles.

En el mismo sentido, debemos plantear otro orden de problemas. Lo primero está asociado al asunto de las réplicas, y creemos que en algunos casos se puede hallar ese comportamiento; si presumimos la existencia de ellas, es evidente que no podemos considerarlas como eventos en el catálogo histórico-sísmico. El caso que, entendemos, presenta ese carácter es el de Abancay, el 5 de diciembre de 1875, y otro caso podría ser el del 23 de enero de 1871.

Finalmente, la determinación de los epicentros se puede establecer a partir de cierto tipo de información; por ejemplo, cuando de dos sismos percibidos en dos localidades, se identifica en cuál de las dos se sintió primero: 5 de octubre de 1871, primero en Tarapacá y luego en Arequipa; 10 de junio de 1872, primero en Arequipa y luego en Tacna; 5 de abril de 1875, primero en Trujillo y luego en Lima y Callao.

1. Los sismólogos y la historia: la identificación de los eventos

A mediados de la década de 1940, la geofísica dio entre nosotros un gran paso con el establecimiento del Instituto Geológico del Perú. Desde junio de 1944, la flamante entidad expresaba —en palabras de su director, Jorge Broggi— “la necesidad de conocer mejor el pasado sísmico del país”.

Como forma eficaz de difusión, el instituto decidió, tempranamente, durante su primer año de vida, sacar a luz un boletín. Entre 1945 y 1950 se publicaron trece números dedicados a asuntos varios, como glaciología, climatología y, ciertamente, sismología. El primero de los boletines fue de una utilidad extraordinaria: presentó una exhaustiva bibliografía sobre el desarrollo de la sismología en el Perú, de Alfredo Rosenzweig (1945). Luego apareció una serie en la que se daba cuenta de la ocurrencia sísmica anual registrada en todo el país, gracias a las numerosas estaciones sismológicas establecidas por el instituto a lo largo del territorio.4 La responsabilidad de su publicación recaía en la sección de geofísica del instituto, a cuya cabeza se encontraba un joven egresado de la Escuela de Ingenieros y que había cursado estudios de especialización en el Instituto Tecnológico de California: Enrique Silgado Ferro, uno de los más importantes científicos dedicados al estudio de la geofísica en el Perú durante el siglo XX.

Desde su puesto, Silgado jugó un rol importante en la sistematización del registro sísmico, pues era el encargado de procesar y publicar la información que llegaba de las estaciones que el instituto monitoreaba en todo el país. Del mismo modo, cada vez que se registraba un evento sísmico de gran magnitud, encabezaba comisiones técnicas que, constituyéndose en el lugar del desastre, levantaban información valiosa. Tras los devastadores sismos de Satipo en 1947 y Cusco en 1950, las misiones dirigidas por Silgado evacuaron interesantes informes sobre el área afectada, los efectos sobre la población y la infraestructura, etc.

Existen sismos para los cuales la documentación resulta abundantísima; es el caso del terremoto de Arequipa, de 1868. En cuanto a los relatos disponibles sobre este sismo, contamos con los valiosos testimonios de los testigos directos del evento, como los marinos norteamericanos Billings y Gillis, los viajeros ingleses Stevenson5 y Hutchinson, y el comerciante G. Nugent, agente en Arica de la Compañía Inglesa de Vapores. Pese a no haber podido acceder de manera directa a algunas de las obras originales, el panorama documental es alentador, pues se dispone de traducciones, al parecer completas, de los relatos de Stevenson y Billings (Silgado 1992: 53-58; 60-67), y de otras, más bien parciales, como la de Nugent.6 También hay versiones parciales del texto de Billings en la web.7

¿Qué credibilidad nos ofrecen estas fuentes? Una breve aproximación biográfica a los autores puede contribuir a delinear la calidad documental de los testimonios. Veamos un caso. Luther Guiteau Billings, marino norteamericano, nació en Nueva York en 1842 e ingresó al servicio de la armada norteamericana en 1862. Luchó al lado de los confederados en la Guerra de Secesión y luego estuvo asignado a la dotación del USS Wateree, en el Escuadrón Naval del Pacífico, y, en su condición de oficial, fue testigo del tsunami que arrasó Arica, donde dicha nave se hallaba al ancla. Condecorado por los servicios que prestó en tan álgida circunstancia, desempeñó posteriormente otros cargos administrativos, hasta retirarse del servicio activo en 1898. Murió en 1920, pero antes, en 1915, publicó en National Geographic el relato que devino casi en el relato “clásico” que testimonia la dimensión del maremoto de 1868. No obstante, debe considerarse el hecho de que dicho relato, al haberse compuesto pocos años antes de su publicación, representa un recuerdo lejano de lo vivido, lo cual, ciertamente, plantea cuestiones esenciales sobre el grado de confiabilidad que debería asignársele.

Por el contrario, los relatos de Hutchinson y Gillis son poco conocidos. Thomas Hutchinson (1820-1885) publicó en 1873, en Londres, Two years in Peru with exploration of its antiquities, obra dedicada al presidente Manuel Prado, donde relata el viaje que hizo por el Perú desde 1871. En ella afirma que el primer puerto peruano al que arribó, en abril de 1871, fue Arica, ciudad que se hallaba aún completamente devastada a raíz del terremoto de 1868 (Hutchinson 1873, I: 61). A diferencia de Stevenson, testigo directo del suceso, Hutchinson no estuvo presente en él. El valor de su relato radica, más bien, en lo iconográfico: tres grabados alusivos al evento de 1868 enriquecen su relato; el primero lleva por título: “Arica antes del maremoto”, y el segundo: “Arica después del terremoto”. El tercero es un grabado relativo a Arequipa (Hutchinson 1873, I: 64, 66 y 90).

El relato del comandante James H. Gillis, a cargo del USS Wateree, es de primera importancia, dado que Gillis fue sobreviviente de la tragedia. Tanto la carta que envía a T. Turner, comandante del Escuadrón del Pacífico Sur, como la comunicación que este envía, a su vez, al secretario de Marina, ambas de 1868, eran inéditas y las reproducimos —aunque, lamentablemente, no traducidas— en la sección correspondiente.

El USS Wateree fue una cañonera a vapor, de casco de hierro, de 1.173 toneladas, construida en Chester, Pennsylvania, en 1864. Ese mismo año, y luego de una larga travesía que la llevó hasta el Cabo de Hornos, llegó en noviembre a San Francisco. Desde 1865 hasta mediados de 1868 formó parte del Escuadrón del Pacífico de la Marina norteamericana, dedicándose a labores de patrullaje en las costas occidentales de Centro y Sudamérica.

En conclusión, para el evento de 1868 hemos emprendido un ordenamiento de la documentación identificando cinco relatos de diferente valor. Por una parte, testimonios proporcionados por testigos que se hallaban en la ciudad de Arica en el momento del maremoto, como Billings, Stevenson, Gillis y Nugent, se complementan con el que ofreció tiempo después el viajero Hutchinson, quien además ofrece grabados. Los documentos respectivos los incluimos en la parte correspondiente del presente catálogo.

Para 1877 no hemos hallado tanta variedad de relatos. Por el contrario, nos ha parecido de suma utilidad el texto publicado bajo la autoría de F.V.G., siglas que —en opinión de Montessus— corresponden a Francisco Vidal Gormaz.

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9789972453670
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