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Interacción entre diferentes

Usualmente se argumenta que uno de los problemas fundamentales del Chile contemporáneo es la desigualdad. Yo mismo lo he argumentado en mis columnas. No obstante, los efectos de la desigualdad no son lineales. Los datos con que hoy contamos para América Latina13 muestran que la desigualdad ha caído de modo significativo en la región (al menos a partir de datos provenientes de encuestas de hogares, en las que no es posible estimar el ingreso del top 1% más rico)14. ¿No debiésemos entonces esperar una reducción de los conflictos sociales y políticos? No necesariamente. La reducción de la desigualdad, especialmente en sociedades que siguen siendo altamente desiguales, puede incrementar los conflictos al visibilizar las diferencias y los múltiples obstáculos que interfieren con la movilidad social ascendente.

El contacto, algo más frecuente entre los diferentes, así como el empoderamiento de quienes, por ejemplo, no llegaban a las costas del lago Ranco (o simplemente no se confrontaban con el «dueño» de la playa), puede generar roces que la alta desigualdad y segregación social evitaban en el pasado.

La impugnación permanente a la élite y al establishment, y la incomodidad con que estos últimos deben transitar espacios en que deben interactuar con diferentes, es uno de los signos de este tiempo. Pero la interpelación a la élite tiene, como veremos, limitaciones bien tangibles.

Viralización y las «armas de los débiles»

La viralización por redes sociales no existía en los tiempos de O’Donnell y Scott. Las redes permiten hoy visibilizar e impugnar socialmente las actitudes de quienes, como Pérez Cruz y Rosselot, intentan seguir abusando de aquellos que poseen menos recursos y estatus social. En este sentido, las redes se han vuelto tribunales de justicia sucedáneos. En estos tribunales, donde todos operamos desde la superioridad moral, ni se respetan el debido proceso ni la presunción de inocencia, ni se calibra demasiado la naturaleza de cada falta. Tampoco se pueden administrar las consecuencias de la «pena» (la «funa» en redes sociales), ni garantizar que el victimario sufrirá un castigo conmensurable a su ofensa. Ni para un lado, ni para el otro.

Incluso si usted estuvo entre los indignados, entre los que compartió un meme, o entre quienes intentaron cosechar likes y followers con alguna ingeniosa humorada, le apuesto que hace ya tiempo que no se acuerda del «guatón de Gasco» o del «abogado abusador» de Pirque. Seguramente, Pérez Cruz y Rosselot han sufrido en estos meses, en su vida personal y profesional, algunas consecuencias dolorosas de la viralización de sus actos. Pero, tal vez solo un poco más lentamente, ellos también habrán dejado su infortunio atrás.

Sin embargo, la pregunta socialmente relevante es otra: la viralización de estos incidentes, ¿aporta algo a la reducción del abuso y a la desigualdad, en un contexto social más amplio? ¿Hay algo más que «pan y circo» en todo esto?

Me temo que, como argumenta O’Donnell para el caso del «y a mí, ¿qué mierda me importa?» argentino, y como lo hace Scott respecto a «las armas de los débiles», el escándalo que creamos en las redes sociales resulta bastante funcional a la continuidad del statu quo. Aunque nos desahogamos cotidianamente, contribuimos poco a buscar soluciones que nos hagan indignarnos menos en el futuro.

La desarticulación de lo nuevo

A las pocas horas del incidente en el lago Ranco, «Gasco» se convirtió en trending topic nacional en Twitter. Mientras tanto, el video se había viralizado, siendo compartido por más de 30.000 usuarios en menos de 24 horas, generando a su vez más de 5.000 comentarios. Asimismo, un intento de «funa» in situ había acumulado al menos 70.000 adhesiones, transformándose ya en el proyecto de un cuasifestival en el jardín del «guatón de Gasco».

Hoy quizás el único residuo tangible de este incidente sea la declaración y multa por parte del Ministerio de Bienes Nacionales, el que salió raudo a reiterar que en Chile no existe tal cosa como la «playa privada». Así, generó un antecedente relevante que tal vez evite por un tiempo la recurrencia de incidentes similares a este. Mientras tanto, más allá del entusiasmo online que generó, la «funa» in situ no prosperó. Y, pocos días después, ya todos comentábamos otras noticias en redes sociales.

Como los campesinos de Scott, los indignados online descargamos nuestra frustración en la red, mientras afirmamos nuestro sentido de pertenencia y de épica, molestando un poco a quien hace los méritos suficientes.

Por lo pronto, aquellos sectores de la élite cuyos espacios de socialización son hoy levemente menos exclusivos, deben transitar con un poco más de cautela por la vida. No sea cosa que algún teléfono indiscreto los grabe in fraganti y los saque de su anonimato por unos días.

La indignación rotativa de unos es la contracara de la incomodidad pasajera de otros. La ausencia de articulación y canalización institucional del conflicto social explica tanto la recurrencia del descontento, como la impasibilidad de élites que no comprenden muy bien qué está pasando.

Mientras tanto, pasmados por el temor a salirse del libreto y liderar, los políticos se resignan a evitar escándalos e intentar mantener su popularidad mediante la exégesis de las encuestas y las redes sociales. Aunque sistemáticamente les tiende a ir mal, siguen intentando pegarle el palo al gato, sin que, al mismo tiempo, se les desordene el gallinero.

Conflicto sin mediación

También durante el verano de 2019 Revolución Democrática (RD) desarrolló su elección interna. Fiel a su consolidación como un partido moderno y con masiva actividad en redes sociales, RD organizó un sistema de votación online a través del cual cualquiera de sus más de 42.000 adherentes podía participar en no más de tres minutos desde la comodidad de su cocina. Compare la modernidad y simpleza de este proceso con el vetusto operativo de la elección del Partido Socialista (PS) la semana pasada.

A pesar de ser una campaña interna caldeada, votaron poco más de 3.000 personas, es decir, menos de un 8% de sus adherentes. Como ocurrió con el intento de «festival» en el jardín de Pérez Cruz, la distancia entre el ruido de las redes sociales y la acción colectiva fue enorme (aun cuando los costos de participar fueran bajísimos).

Esa fue la suerte del partido político que logró captar más adhesiones en los últimos años, siendo uno de los colectivos que pretende representar a los descontentos y renovar la política. Una fuerza que tiene el mérito (¿también la limitación?) de haberlo intentado construyendo un partido y apostando a la vía institucional.

Mientras tanto, en el vetusto PS votaron más de 17.000 militantes, entre los que seguramente hay algunos acarreados y otros que añoran un pasado que se les escapa como el agua entre las manos.

El problema que hoy enfrentan nuestras sociedades no es solamente que contamos con una institucionalidad analógica para una realidad digital. Como muestra el caso de RD, la solución para la «baja intensidad» y la tibieza de nuestras convicciones no es meramente tecnológica. Es también la ausencia de sustitutos normativamente aceptables y socialmente legítimos para el añejo modelo representativo tradicional. La sociedad actual parece no contar con proyectos colectivos y mecanismos de agregación de intereses que permitan canalizar de modo constructivo el malestar y el conflicto. En el pasado, ese era el rol de los partidos políticos.

Tampoco alcanza con bajar significativamente los costos de participar. Hay una asimetría flagrante entre lo mucho que participamos para lapidar alguna iniciativa o a alguien caído en desgracia, y lo mucho que nos cuesta participar en procesos de construcción colectiva. Mientras tanto, como la interna del PS, el modelo analógico sigue funcionando por defecto, generando más curiosidad y extrañamiento que legitimidad. Es una pieza de anticuario en un contexto como el que genera la realidad social, económica y tecnológica actual. Pero permanece. Inerte.

Para ser claros, no tengo un modelo alternativo que proponer y descreo fuertemente de las opciones que se están pensando15. Pero eso no me parece suficiente para solventar la esperanza de que la solución pase por reformar o renovar el sistema. Estamos básicamente atrapados en una lógica en que el sistema de mediación de intereses, crecientemente ilegítimo y debilitado, produce coaliciones electorales que cristalizan un domingo cada cuatro años y rápidamente se desmantelan o se quedan sin respaldo en la ciudadanía.

Hoy es más fácil ganar una elección que gobernar. Y, por lo mismo, a quince meses de la instalación de un nuevo gobierno, ya estamos esperando una nueva elección y proyectando candidaturas. La ausencia de legitimidad genera una fuga hacia delante.

Chile no está solo en este problema ni se encuentra en una situación límite como la de otros países que viven ya fenómenos de recesión democrática. En todo el mundo el sistema representativo ha perdido la capacidad de representar de modo legítimo las preferencias de la ciudadanía. Esas preferencias, por lo demás, son formateadas mediante procesos complejos (cuyos impactos recién estamos comenzando a dimensionar), sobre los que la política y los Estados-nación han perdido el control.

La sociedad contemporánea enfrenta un problema civilizatorio —adicional al del cambio climático— para el que no tenemos respuestas normativamente satisfactorias. Las «salidas» que conocemos vienen del pasado, más o menos de los años treinta del siglo XX: son oscuras y se asocian a lo que los ecólogos denominan «colapsos poblacionales». Se trata del fascismo, el nacionalismo y el autoritarismo.

Por otra parte, las salidas que imaginamos —por ejemplo, la incorporación de tecnología al proceso de formulación de decisiones democráticas— son hoy practicables, pero levantan fuertes cuestionamientos normativos. No obstante, esa no debe ser razón para buscar comodidad en la inercia. Hay que seguir intentando innovar, buscando reconstituir los ideales normativos de una democracia que se nos está volviendo imposible de practicar como antaño.

3. Por qué usted puede estar ayudando a la crisis de nuestra democracia16

Según datos de la Auditoría de la Democracia17, quienes no se identifican con ningún partido pasaron de ser un 53% en 2008 a un 83% en 2016. Además, casi nueve de cada diez chilenos creen que el Congreso y los partidos cumplen mal o muy mal con su función de representar los intereses de los ciudadanos.

Si bien los porcentajes observados en 2016 fueron récord (y por definición están cerca del techo de cada indicador), la crisis que hoy viven los partidos políticos no es nueva; tiene raíces de larga duración y viene profundizándose hace años18. Tampoco es una crisis que deba explicarse por la aparición masiva de casos de corrupción. Estos casos, sin duda, han catalizado la desconfianza y el hastío ciudadano, pero el origen de la crisis es distinto. Su raíz es política y desde ahí se traspasa al sistema económico y social.

Es, en esencia, una crisis de legitimidad, en que el sistema político no logra reconstituir niveles razonables de confianza ciudadana.

Pensando la transición chilena y su problemática, el sociólogo Norbert Lechner escribió a mediados de los ochenta que la legitimidad era una «cuestión de tiempo». Afirmaba que construir un orden legítimo dependía de que los líderes tuvieran la capacidad de utilizar la confianza ciudadana para sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento) con los tiempos subjetivos de la sociedad.

Así, pensaba Lechner, los líderes conseguían legitimidad (y tiempo para hacer su pega) cuando persuadían a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil aunque plausible construcción) en el futuro.

Un buen ejemplo de esto se observa en el gobierno del presidente Patricio Aylwin. En su momento, construyó legitimidad convenciendo a los chilenos de que era necesario pasar por un periodo de normalización (luego de la dictadura militar), en que las demandas sociales y aquellas asociadas a la justicia respecto a las violaciones de DD. HH. debían contenerse, al menos durante la primera etapa de la transición. Con este movimiento, Aylwin logró sincronizar los tiempos sociales y políticos, creando niveles significativos de legitimidad.

Remarco esta idea de Lechner porque resulta claro que hoy el sistema político chileno está fuertemente desincronizado. En la columna «Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad» analizaré cómo el proceso de desmovilización hizo que la élite política se alejara de los ciudadanos y se identificara crecientemente con los intereses del empresariado, generando desconfianza, falta de empatía y dificultando la capacidad de las élites para interpretar y canalizar institucionalmente las demandas ciudadanas. Aquí el problema se abordará desde los ciudadanos, describiendo tres causas de la desincronización que se originan en ellos y los afectan principalmente a ellos: la compresión temporal, la vida en universos paralelos y el ascenso de los ciudadanos monotemáticos (single-issue citizens).

La rendición de cuentas

La institucionalidad democrática, al igual que la legitimidad, se estructura fuertemente sobre la base del tiempo. Examinemos, por ejemplo, las elecciones presidenciales. Si seguimos la conceptualización del politólogo Juan Linz, las elecciones generan mandatos, y en un régimen presidencialista como el chileno los elegidos (idealmente en base a un programa de gobierno) tendrán cuatro años para realizar dicho mandato o persuadirnos de las dificultades que les impidieron cumplirlo, antes de tener que someterse nuevamente a evaluación en las urnas. En este nuevo ciclo electoral, la ciudadanía evaluará al gobierno y decidirá darle continuidad u optar por la alternancia.

Esta concepción de «la rendición de cuentas» está en la base de la institucionalidad de la democracia liberal y, sin embargo, se ha vuelto increíblemente anacrónica. Los problemas que enfrentó España para formar gobierno durante el 201619 demuestran que el parlamentarismo como una solución alternativa probablemente también se ha quedado corto. ¿Qué ha sucedido?

El tiempo comprimido

Una explicación plausible es que los tiempos sociales y políticos se han comprimido brutalmente. Las «lunas de miel» de los nuevos gobiernos probablemente sean hoy más breves y frágiles que en el pasado. Cualquier escándalo que se viralice en las redes sociales alcanza para acortar el periodo de gobierno que la ciencia política reconocía como clave para asentar a un gobierno y avanzar en su programa. Las redes sociales y la irrupción de lo que el sociólogo Zygmunt Bauman denominó la «sociedad líquida» tienen sin duda un impacto significativo en la compresión temporal. Solo a modo de ejemplo, mientras usted lee este párrafo se han publicado solo en Twitter 30.000 comentarios a nivel global, varios de los cuales tienen contenido político20.

No obstante, otros procesos menos señalados son también clave. La irrupción de las encuestas y la medición permanente de la popularidad de actores y propuestas también comprime el tiempo.

En la política del pasado, los líderes buscaban implementar su programa y trabajaban con un elenco de su confianza. Si bien recibían señales mediante la penetración social que poseían sus aparatos partidarios desplegados en el territorio, dichas señales llegaban con filtros, con sesgos, y eran en todo caso menos nítidas que el porcentaje de aprobación obtenido en la medición semanal. Como la industria televisiva que pasó del ratingmensual al people meter por segundo, obligando a los productores a maximizar los peaks de audiencia improvisando al minuto, del mismo modo los políticos deben marcar bien en las encuestas y sostener su popularidad con frecuencia semanal. Entonces, no cuesta mucho imaginarse al otrora «segundo piso» racional y cerebral en una continua crisis ansiosa.

Universos paralelos

En la primera columna argumenté que, dada la fuerte desigualdad económica que tiene Chile, los ciudadanos de distinto nivel social viven en universos paralelos. Eso permite a los partidos desplegar estrategias electorales distintas y a veces contradictorias en los diferentes sectores sociales, y así ser competitivos en todos.

Los primeros datos provenientes del análisis de las actas del proceso constituyente nos están mostrando ahora que las preferencias de la ciudadanía también siguen un patrón de segmentación territorial y socioeconómica. Así se desprende del trabajo realizado por académicos del Centro de Investigación de la Web Semántica (CIWS). Según su análisis (que busca generar grupos de comunas en base a los siete valores y conceptos más frecuentemente mencionados en los Encuentros Locales Autoconvocados y que resultan identitarios21), es posible concluir, entre otras cosas, lo siguiente:

En un primer grupo de comunas predominan las preocupaciones por los derechos de propiedad, la libertad económica y la familia (Banco Central, derecho de propiedad, derecho a la libertad de enseñanza, familia, tribunal constitucional, subsidiaridad).

En un segundo grupo predominan valores asociados a preferencias respecto a procedimientos democráticos y ciertas referencias a valores de izquierda, formulados en términos bastante abstractos (voto obligatorio, democracia participativa, asamblea constituyente, Estado laico, equidad, derechos sociales, libertad personal).

En un tercer grupo de comunas, los términos más frecuentes priorizan cuestiones similares, aunque con énfasis en la igualdad económica y en formato «combativo» (dignidad, derecho a la sindicalización y negociación colectiva, cambio o reforma constitucional, derecho a la salud, derecho a la educación, igualdad, protección y respeto de los derechos humanos y fundamentales)22.

Cualquier observador medianamente informado sobre la realidad chilena puede estimar, con grados altos de precisión, qué comunas pertenecen a cada grupo.

El primero corresponde, exactamente, al viejo distrito electoral 23 (Vitacura, Las Condes, Lo Barnechea). En el segundo grupo de comunas predominan territorios de residencia emblemáticos de la clase media y media alta «progre» (Ñuñoa, La Reina, Providencia, Peñalolén, Santiago). En el tercer grupo, finalmente, encontramos comunas populares, con historia de movilización de izquierda. Varias de ellas también cuentan hoy con alcaldías de ese signo político (La Pintana, Cerro Navia, El Bosque, Pedro Aguirre Cerda, San Ramón, Lo Espejo, Renca, Cerrillos, etc.).

También sería relativamente sencillo identificar grupos de comunas en función de los niveles de participación ciudadana registrados en los Encuentros Locales Autoconvocados.

En suma, los resultados de la primera etapa del proceso constituyente replican, con altísima precisión, un mapa político segmentado en términos socioeconómicos y territoriales. Aun en el marco de un proceso que por definición busca elementos comunes entre los diferentes y que «baja» a los territorios de forma homogénea (la convocatoria y el formato de los cabildos fue realizada a nivel nacional), la presencia de universos paralelos se muestra determinante.

Ciudadanos monotemáticos

Un tercer factor, el ascenso de los ciudadanos monotemáticos, constituye también un rasgo predominante en la actualidad. En los años ochenta y noventa, los analistas europeos manifestaban preocupación por el ascenso de los partidos de un solo asunto (los partidos verdes eran el caso más claro en ese contexto). Los viejos y estructurados sistemas de partidos europeos se veían desafiados por la emergencia de partidos muy radicales (intensos), pero preocupados por una agenda muy restringida (en el caso de los verdes, la política medioambiental).

Actualmente, los intensos se han atomizado aún más: ya ni siquiera construyen partidos de un solo asunto. Se organizan cada vez más en red. Si bien logran superar la segmentación y los problemas de acción colectiva que crean los universos paralelos (gente muy diversa converge en torno a agendas específicas, pero comunes, y se organiza de forma virtual o eventual), son radicales de una sola causa.

En función de esta configuración de sus preferencias, los ciudadanos monotemáticos, desde la superioridad moral que genera toda preferencia absoluta, someten a juicio al gobierno, a los actores políticos y a sus pares en las redes sociales. Dichos juicios son generalmente negativos porque, por definición, no pueden ser otra cosa. Aun cuando puedan celebrar una declaración o decisión de política pública, seguramente otras muchas los alienarán y descontentarán. Si la política es el ámbito de la negociación de diferencias y la búsqueda de mínimos comunes denominadores, los ciudadanos monotemáticos son en esencia antipolíticos. Algunos líderes lograr canalizar la energía que aporta esta radicalidad y movilizan electoralmente a los monotemáticos. No obstante, una vez ganada la elección, cuando se trata de gobernar se vuelven el blanco perfecto de sus electores ocasionales (y de tantos otros conglomerados de monotemáticos) y descubren lo endeble de su zurcido electoral.

Nobleza obliga. Ser político —tradicional o emergente— se ha tornado una pesadilla. El juego democrático, que contó siempre con la legitimidad procedimental de su lado, no puede hoy sincronizar los tiempos políticos y los tiempos sociales. La compresión temporal, la consolidación de universos paralelos y el ascenso de los ciudadanos monotemáticos hace virtualmente imposible crear plataformas programáticas y candidaturas que logren «comprar tiempo» en función de un futuro consensualmente deseado y plausible.

Si bien la alta segmentación ha permitido a los políticos especializar sus campañas de acuerdo con el territorio en que compiten, la compresión temporal, los universos paralelos y el ascenso de los monotemáticos suponen en conjunto un enorme desafío para las élites políticas nacionales. ¿Cómo hacer para representar tal diversidad de preferencias en base a un programa común? ¿Cómo crear plataformas programáticas medianamente coherentes e integradas?

Aunque sin esas plataformas se puede ganar elecciones a nivel local y armar una bancada parlamentaria que constituya la «suma de las partes» a nivel nacional, resulta muy difícil generar coaliciones políticas que sean más que eso. Y sin esas coaliciones, gobernar el todo se torna básicamente en una fuga hacia delante en que es necesario, constantemente, apagar incendios locales o actuar sobre temas y problemáticas puntuales para lograr sobrevivir una medición de popularidad más.

Desde hace unos años, los comentaristas de los discursos del 21 de Mayo acusan la falta de «relato». Los discursos son, en cambio, una colección amorfa de anuncios segmentados sobre bonos o iniciativas de política pública que interesan a públicos específicos. Son también un conjunto de declaraciones políticamente correctas que intentan satisfacer el hambre de algunos votantes, sin —ojalá— alienar a otros. En la sociedad actual, en que la legitimidad es la nueva utopía (así de inalcanzable se ha vuelto), los discursos del 21 no podrían ser otra cosa.

Los tres factores sociales descritos no son exclusivos del caso chileno, sino que constituyen fenómenos que se verifican a nivel global. En este contexto social es cada vez más difícil construir partidos políticos que, mediando entre el Estado y la sociedad, logren sincronizar los tiempos y producir legitimidad. En el caso de Chile, el distanciamiento entre élites y ciudadanía y el quiebre de las confianzas complica aún más esa construcción. Además, algunas de las medidas impulsadas recientemente en Chile para solucionar la crisis de confianza y legitimidad corren el riesgo de destruir lo poco que queda, sin promover, necesariamente, el surgimiento de partidos políticos con capacidad de articular, mediar y representar intereses.

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9789563249002
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