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¿Cómo salir de este intríngulis? Si usted busca soluciones fáciles, no las encontrará aquí. En la última parte de este libro argumentaré que debemos abandonar la «solucionática». Es hora de asumir que tener una propuesta de política pública para cada problema se parece más a la sublimación que a una solución. Las soluciones hay que construirlas políticamente, serán tentativas e inciertas y requerirán tiempo y negociación entre sectores e intereses que en Chile no acceden a espacios de interacción frecuente. Todo lo otro son formas de evadir la realidad y el desafío.

Mapa de ruta

Las interacciones entre distintos aspectos problemáticos de la coyuntura chilena actual hace difícil separarlos claramente en términos analíticos. Sin embargo, al organizar el material, intenté estructurarlo temáticamente. La parte uno presenta columnas que describen la situación antes del estallido, así como una primera reacción, en caliente, al 18-O. La parte dos aborda el agotamiento del modelo económico, aunque sus textos también introducen una visión de largo plazo sobre las razones estructurales que dispararon la crisis política actual. La parte tres hace foco en distintas dimensiones, más contingentes, de esa misma crisis política. Allí se analizan las respuestas del sistema político y del gobierno a la crisis del estallido, así como el proceso previo y los resultados de los eventos electorales de 2020 y 2021. La parte cuatro hace foco en un aspecto particular de la debilidad estatal: el conflicto y la pérdida de control territorial. Especialmente se discute la situación del crimen organizado y el narcotráfico. La parte cinco retoma un tema central en todo el texto: el rol de las élites y su desorientación. Finalmente, el coda asume el desafío prospectivo, delineando cuatro escenarios y discutiendo cuán plausible parece cada uno. También se discute el rol de la tecnocracia y de las ciencias sociales en la formulación de políticas públicas de nuevo tipo.

Otra forma posible de recorrer el texto es haciéndolo en orden cronológico. Si usted quiere recorrer ese camino, el orden de lectura apropiado es el siguiente: 1, 20, 3, 16, 21, 15, 2, 4, 9, 8, 17, 11, 22, 5, 12, 13, 6, 18, 19, 10, 14 y 7.

Algunos días después del 18 de octubre de 2019, mi amigo y colega Sergio Toro me envió un whatsapp con un link y un mensaje críptico: «Luna, aquí estaba todo». El link era a la canción «La chusma inconsciente» de Evelyn Cornejo. Después de escucharla varias veces no tuve más que concordar con Sergio: ahí estaba todo. Y lo estuvo mucho antes de la revuelta, al igual que el descontento, las contradicciones estructurales y la crisis que finalmente cuajaron en el 18-O y que hoy se reflejan en la fragilidad de las «soluciones». El título del libro y los epígrafes (con versos desordenados de la canción) que abren cada parte del texto son un homenaje a la lucidez de Evelyn Cornejo y «La chusma inconsciente». Y a la capacidad de cristalizar en un texto tan breve lo que a otros aún nos cuesta tanto sintetizar.

I.
LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ
(Y LO QUE NOS TRAJO EL FUEGO)

«Hay voluntad para dejarnos en el hoyo, sumergidos en la rabia y en el odio

Pero tenemos fuerza y creatividad pa’ escapar y encontrar libertad

No estamos solos, somos una sola voz, desde el Walmapu hasta Burkina Faso

Soy el chicano, la palestina, el africano, el terrorista, la zapatista, el desplazado soy yo

No estamos solos, no, somos una sola voz, no estamos solos, no

La zapatista, la palestina, el desplazado, somos una sola voz

No estamos solos, no.

El mundo está como está porque todos tienen mala voluntad,

Porque todos tienen mala voluntad, porque todos tienen mala voluntad»6.

1. Alcaldes para ricos y alcaldes para pobres7

Chile tiene un problema endémico con los perros callejeros. A principios de los 2000, cuando investigaba el sistema político chileno, dos dirigentes de una importante colectividad que controlaba varias alcaldías en la región Metropolitana me relataron la solución que su partido implementó para este problema y que no implicaba ni esterilizar a los perros (muy costoso) ni sacrificarlos (habría generado alarma y críticas).

Lo que el partido hizo fue atrapar a los perros que habitaban en comunas centrales (las llamadas «emblemáticas» y con alta visibilidad pública a nivel nacional) y trasladarlos a municipalidades pobres donde ellos también controlaban la alcaldía. Aplicada gradualmente, esta estrategia no atrajo demasiada atención pública, pero contribuyó a mejorar la calidad de vida en los sectores más acomodados y visibles de la ciudad.

Mientras tanto, los alcaldes de municipalidades pobres que estuvieron dispuestos a recibir perros fueron compensados económicamente por el deterioro que se causaba a la calidad de vida en sus comunas. La compensación (en ocasiones pagada en especies donadas por la base social tradicional del partido; por ejemplo, cajas de alimentos, anteojos, premios para bingos, etc.) podía usarse para financiar campañas electorales mediante la organización de «operativos sociales» y, en ocasiones, para realizar transacciones abiertamente clientelares (como el pago de cuentas de luz, agua, etc., a cambio de la promesa de adhesión electoral).

Estos alcaldes también recibieron el reconocimiento de los líderes del partido que estaban a cargo de implementar la estrategia. Mientras tanto, el alcalde de la municipalidad emblemática que se deshizo de los perros pudo aumentar su popularidad a nivel nacional y proyectarse como candidato presidencial, en función de la contribución de su gestión a mejorar la calidad de vida durante su mandato (sin necesariamente hacer referencia directa a la menor cantidad de perros en el espacio público).

Esta viñeta no busca denunciar a un partido en particular, sino iluminar los mecanismos de fondo del sistema político, mostrando a los ciudadanos las debilidades de la democracia chilena, las cuales exceden el problema de la corrupción y el financiamiento ilegal.

En el ejemplo de los perros vagos está implícito un problema que se menciona poco en la discusión pública: cómo la marcada desigualdad social y territorial que hay en Chile se relaciona con los mecanismos de representación política. Dicha relación puede resumirse en siete puntos que están vinculados.

Primero, los partidos son capaces de implementar estrategias altamente segmentadas con el objetivo de movilizar electoralmente a distintas bases sociales, particularmente en contextos de alta desigualdad social. Como se ilustra en el ejemplo de los perros vagos, una misma colectividad puede proveer bienes públicos en un distrito, deteriorarlos en el otro y ser electoralmente competitivo en ambos.

Segundo, si la sociedad se encuentra fragmentada (con muy poca comunicación entre las clases sociales) y si los partidos logran segmentar y simultáneamente armonizar sus estrategias electorales, ni la prensa ni los votantes se darán cuenta de los discursos distintos y a veces contradictorios que ofrecen a los diferentes públicos. Esto último es posible incluso si los distritos son colindantes o están separados —como en el ejemplo anterior— solo por unos pocos kilómetros.

Tercero, aunque la segmentación electoral (es decir, la implementación de estrategias diferenciadas para distintos sectores sociales) es promisoria para los partidos, puede también generar dilemas y tensiones. En el ejemplo eso habría ocurrido si la estrategia del partido hubiese sido conocida a nivel público, o si los alcaldes de las municipalidades pobres no hubiesen estado de acuerdo con implementarla.

Cuarto, para minimizar dichas tensiones, los líderes del partido deben lograr armonizar las distintas estrategias segmentadas. Tal armonización requiere que los líderes posean recursos materiales y simbólicos para disciplinar y movilizar a los miembros y activistas del partido. Dicho en breve, requieren mucho dinero o, en su defecto, de un liderazgo legítimo que logre movilizar a las bases.

Esto ayuda a entender mejor cómo se articula el financiamiento ilegal de la política con las estrategias de representación. Aunque los medios han simplificado el tema como un asunto de «venta de conciencia», la viñeta muestra que los líderes del partido necesitan contar con acceso a bienes materiales para distribuir entre los alcaldes de las municipalidades pobres, pues dichos recursos harán viable, más adelante, el éxito electoral de los alcaldes que compiten en comunas populares. Al mismo tiempo, los líderes del partido jugaron un rol clave en potenciar como candidato presidencial para las siguientes elecciones al alcalde de la comuna emblemática, evitando vulnerar las preferencias ideológicas de la base tradicional del partido, que es la que aporta los recursos que financian las campañas.

Quinto, el orden institucional refuerza la segmentación socioeconómica y territorial de la población. Por ejemplo, el hecho de que haya distritos marcadamente pobres y otros marcadamente prósperos facilita que los partidos usen distintos discursos y estrategias. Resulta bastante evidente que «la solución» dada al problema de los perros vagos no hubiera sido factible en distritos socialmente heterogéneos.

Sexto, las estrategias segmentadas producen resultados distributivos tangibles. En nuestra viñeta, quienes viven en municipalidades de clase alta se beneficiaron de la provisión de mejores bienes públicos (la reducción de quiltros en el espacio público). Mientras tanto, los habitantes de municipalidades pobres vieron deteriorada su calidad de vida. Aunque invisible para este último grupo social, el crecimiento geométrico de las jaurías aumentó, en el corto plazo, su acceso a regalos (anteojos, tortas para bingo, etc.) entregados por sus candidatos durante el periodo electoral.

Finalmente, dado que estas estrategias segmentadas y su necesidad de recursos frescos son una constante en todo el sistema político, resulta evidente que el establishment se colocó en una «relación de dependencia» con sus financistas, quienes se beneficiaron de un acceso privilegiado al ámbito legislativo. Dicho acceso ha limitado la capacidad del Estado chileno de regular la actividad privada, generando oportunidades masivas para el «lucro» y la inversión (un ejemplo clásico son las conocidas irregularidades que aparecen en los contratos de basura de los municipios).

Así, si bien la inversión privada estimuló durante varias décadas un pujante crecimiento económico que permitió la reducción masiva de la pobreza, lo hizo manteniendo y profundizando desigualdades sociales y territoriales. Incluso en un contexto de despliegue de la agenda de protección social, la influencia del sector empresarial permitió la mantención de brechas significativas respecto a la provisión de bienes públicos tales como la salud, la educación, las pensiones, la infraestructura urbana y la seguridad ciudadana.

La viñeta sugiere también dos extensiones relevantes. Por un lado, enciende una alerta sobre un objetivo político que parece tener un amplio respaldo: la descentralización política. En un contexto de desigualdad social y territorial esta descentralización puede contribuir a empeorar la situación, abriendo la puerta a dinámicas de movilización política fuertemente locales y personalistas, que arriesgan reproducir la desigualdad (social y territorial) más que mitigarla.

Por otro lado, muestra que es relativamente falaz esperar que en sociedades desiguales como la chilena, en que los partidos pueden segmentar sus estrategias de campaña, la democracia contribuya progresivamente —vía la manifestación electoral de las preferencias del votante promedio— a disminuir la desigualdad socioeconómica. En realidad, lo que ha ocurrido, durante mucho tiempo, es que las estrategias segmentadas permitieron esconder el problema distributivo y reducir la conflictividad.

La aguda segmentación que exhibe Chile da cuenta de la desaparición casi completa de una plataforma programática, una identidad partidaria y un mensaje claro hacia los votantes, todos elementos que alguna vez caracterizaron a los partidos. Las personas se pueden preguntar hoy en qué cree un partido que, por ejemplo, le habla a la élite de la urgencia de flexibilizar el trabajo, pero que en los distritos populares, donde viven las personas cuyo trabajo será flexibilizado, compite en función de otras temáticas y estrategias de campaña, sin hablar de la flexibilización laboral.

Lo cierto es que no se puede saber en qué cree el partido, porque su discurso varía según el escenario y porque los escenarios no se comunican. Cada uno vive en un universo paralelo y nadie está atento a lo que pasa en una comuna donde las personas tienen más o menos recursos que uno.

Con el correr de los años y la fuerte localización y personalización de las campañas, los partidos han perdido cohesión y coherencia programática. No es que escondan su programa; simplemente no tienen uno que sea estructurado y consensuado. Y esto no es solo un problema de cara a los ciudadanos, sino también a nivel interno, pues abre la puerta a la indisciplina interna y al surgimiento de «díscolos», en un contexto —como se verá en las siguientes columnas— en que cada uno es dueño de sus votos y no le debe nada al partido.

Así, los pocos electores que los partidos logran movilizar en las elecciones votan por una suma de motivos válidos, pero ese respaldo poco tiene que ver con el apoyo a una plataforma programática o la adhesión a una identidad colectiva. Entre muchos otros elementos, pesan la simpatía de cada candidato/a y, en las elecciones municipales, las promesas concretas, como viajes a la playa, sistema de bicicletas municipal, farmacia popular, nueva piscina, los avances o retrocesos en salud y educación comunal, las gestiones del alcalde o alcaldesa a favor del club de fútbol, el comité de vivienda, el centro de madres, el club de huasos o el centro de adultos mayores, la cesión de algún terreno a la Iglesia evangélica, el nuevo plan regulador comunal, la gestión de la basura, las nuevas áreas verdes y las iniciativas para mejorar la seguridad pública. Tal vez algún escándalo local cargue la suerte de uno que otro incumbente.

Algo crucial, sin embargo, desaparece en medio de esta oferta concreta y segmentada: es la construcción de partidos programáticos capaces de articular plataformas y liderazgos que logren forjar coaliciones sociales amplias, más allá de regiones, circunscripciones, distritos y municipalidades particulares.

Esos partidos programáticos son fundamentales para superar los desafíos de la representación política en contextos de alta desigualdad. Su ausencia es patente en el caso chileno. No obstante, las condiciones necesarias para la emergencia y construcción de partidos programáticos están largamente ausentes, tanto en la política tradicional como (¿todavía?) en los nuevos movimientos. Esto es clave para entender los alcances de la crisis de representación que hoy vive Chile y lo incierto de su «solución».

Mientras tanto, a nivel local, cada municipalidad funcionará como un universo paralelo. Y los dirigentes de partido seguirán, también, viviendo en un universo paralelo al de la mayoría de los potenciales votantes.

2. ¿Por qué no pasa nada? Cómo la ira en internet es funcional al statu quo8

A quienes argumentamos que el capitalismo democrático pasa por una crisis profunda, se nos enrostra —por parte de colegas más optimistas— la continuidad del sistema tal como lo conocemos. Ese argumento es particularmente fuerte para el caso chileno, en el que por ahora no se han producido irrupciones populistas exitosas o signos marcados de recesión democrática.

El problema con esta satisfecha defensa del sistema es que no considera el carácter inercial de una crisis. «Inercia» proviene etimológicamente de «inerte» y describe la situación de un cuerpo/objeto que no tiene la capacidad por sí mismo de alterar el estado (quietud o movimiento) en que se encuentra. Por supuesto, esta noción de crisis es la que describe un famoso pasaje de Antonio Gramsci en sus Cuadernos desde la cárcel: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados»9.

En esta columna me interesa volver sobre algunos fenómenos que hicieron mucho ruido en Chile durante el verano pasado y que se han olvidado. Lo efímero de lo que nos indigna cotidianamente constituye una clave importante de la tesis que me interesa plantear aquí: aquello por lo que nos movilizamos por un rato (al menos en espacios que abaratan la indignación y la «movilización» como son las redes sociales), tras alimentar nuestro morbo y ansia de estimulación constante, sale rápidamente de la agenda y se olvida10.

De la misma forma, es muy probable que pronto dejemos de hablar de lo que hoy nos indigna: la inclusión de los hijos del presidente Piñera en la comitiva oficial a China y la desprolija elección interna del Partido Socialista (PS). Nuestras iras cotidianas son síntomas mórbidos que indican la decadencia de lo viejo y la falta de articulación de lo nuevo.

Las armas de los débiles

Un ensayo clásico sirve para introducir el problema de por qué las cosas que nos indignan finalmente no cambian. Es el texto del politólogo Guillermo O’Donnell, titulado ¿Y a mí, qué me importa? Allí O’Donnell compara la sociabilidad en Brasil (retratada por el antropólogo Roberto DaMatta) con la de Argentina. Entre múltiples observaciones O’Donnell destaca algo fundamental: mientras el brasilero de clase alta restituye el orden social y pone al pobre en «su» lugar diciendo «você sabe com que esta falando?» (¿Usted sabe con quién está hablando?), cuando un argentino de clase alta dice lo mismo recibe como respuesta: «Y a mí, ¿qué (mierda) me importa?».

O’Donnell argumenta que pese a ser diferentes formatos, ambos refuerzan la conciencia de la desigualdad entre estratos sociales. En la versión argentina, explica O’Donnell, «[…] el interpelado no niega ni cancela la jerarquía: la ratifica, aunque de la forma más irritante posible para el «superior» —lo manda a la mierda—». Luego, el autor concluye: «En Río, violencia acatada. En Buenos Aires, violencia reciprocada. ¿Mejor o peor? Simplemente, diferente. Pero con un importante punto en común: en ambos casos, estas sociedades presuponen y re-ponen, cada una a su manera, la conciencia de la desigualdad».

En ambos formatos, uno «oligárquico» (Brasil) y otro «populista» (Argentina), la desigualdad entre clases perdura y se refuerza.

Aunque el texto de O’Donnell es de 1984 permite, en mi opinión, echar luces sobre eventos largamente comentados en los medios y en las redes sociales durante el pasado verano chileno.

Antes de hacerlo, me interesa también recordar un segundo clásico de las ciencias sociales contemporáneas: el libro Las armas de los débiles de James Scott. Publicado en 1985, el texto nos transporta a comunidades de campesinos del sudeste asiático, con el objetivo de entender por qué, aunque se encuentran en una situación de explotación que bordea la esclavitud, no se rebelan.

Scott argumenta que los «débiles» sí se rebelan, pero de modo inorgánico. Todos los días cometen actos de sabotaje contra los intereses de sus patrones (por ejemplo, rompiendo herramientas o arruinando parte de lo cosechado), generando así perjuicios significativos a quienes los explotan laboralmente. No obstante, estos actos de rebelión cotidiana que Scott denomina las «armas de los débiles» funcionan también como válvulas de escape que impiden la consolidación de un movimiento campesino que eventualmente logre presionar por cambios estructurales.

Los clásicos de O’Donnell y Scott siguen siendo pertinentes para echar luz sobre procesos sociales contemporáneos. En lo que resta de esta columna me interesa revisitar el incidente que involucró a Matías Pérez Cruz en el lago Ranco11. El análisis también aplica al intercambio que protagonizó Cristián Rosselot en un supermercado de Pirque12.

En ambos incidentes, un individuo de clase alta intentó restituir «la jerarquía social» al interactuar con individuos de estratos sociales inferiores y terminó incinerado en las redes sociales. A los videos, memes y troleos, siguieron sendas columnas de opinión sobre cómo estos incidentes exponían resabios feudales que el proceso de modernización social en Chile volvía ya inadmisible. Aquí intentaré explorar otros ángulos analíticos.

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9789563249002
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