Читать книгу: «La chusma inconsciente», страница 3

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También me sigue sorprendiendo cuán parroquiales son el discurso y las referencias (culturales, teóricas, etc.) que circulan en ese mundo. Esto último salta a la vista al comparar las diferentes actitudes de las élites empresariales extranjeras con intereses e inversión en Chile (mucho más moderadas) y las de sus contrapartes locales. Para ponerle nombre, uno no se topa con tanto Juan Sutil por ahí afuera.

Pero más que festinar con la desconexión y sobrerreacción de las élites (que por lo demás, no son las únicas que andan descolocadas), me interesa ahondar en los discursos predominantes con que buscan explicar (y expiar) la crisis chilena. Algunos de esos discursos, como argumenté arriba, hacen referencia a que lo que pasa en Chile es parte de un problema global. A modo de ejemplo, se habla de la crisis global de la democracia y se la vincula a las redes sociales y al advenimiento del populismo. Las redes sociales sin duda generan efectos significativos en la comunicación política y en la movilización social. Pero nada refleja mejor la exageración del efecto presunto y real de las redes que el papelón del denominado Informe Big Data4.

El populismo ha cundido en el mundo contemporáneo. Pero ninguno de los dos (ni las redes sociales, ni el populismo) alcanza a proveer una explicación completa (las redes) o un diagnóstico acertado respecto a qué es lo que pasa en Chile (la irrupción del populismo). En cuanto a este último fenómeno, nos pasamos el año pasado temiendo la llegada del populismo y discutiendo sobre la definición y los ejemplos comparados de ese tan jabonoso como aterrador mal: primero fue la Jiles, luego Jadue y más tarde la Lista del Pueblo (llamativamente, la amenaza del populismo de derecha y del nativismo conservador, larvado en el Partido Republicano, no asusta a nadie). Pero al menos por ahora, «esto no prendió, cabros».

A los chivos expiatorios globales se suman los nacionales. La tesis de la «modernización capitalista» es el equivalente funcional a la tesis de «la trampa de los ingresos medios». Y, nuevamente, es parcialmente cierta. Quienes se movilizan y protestan están mejor educados y acceden a mayor bienestar material que sus padres. Pero por eso mismo, ahora visibilizan desigualdades que antes solo intuían, y las politizan. La evidencia es abrumadora.

No obstante, también es cierto que estos «aspirantes a élites» topan con techos de cristal que reproducen redes de privilegio, las cuales traicionan, una y otra vez, la promesa meritocrática. Esas redes de privilegio y su operación se resignifican en clave política y colectiva en los múltiples escándalos de corrupción que las dejan expuestas. La mejora —hay que reconocerlo— ha sido, además, tentativa: se ha financiado a punta de deuda y es frágil ante cualquier contratiempo personal o familiar.

Es así como los jóvenes politizan desigualdades y vulnerabilidades que se encuentran fuertemente asociadas a la imagen de una «coalición de abusadores». Esa coalición, nucleada en torno al «modelo» y al «sistema» y nombrada como «la élite», aparece, en los discursos emergentes, en un mismo paquete que integra referencias a los políticos, los partidos, los empresarios, los jueces, los fiscales, los medios de comunicación, los «pacos». Y cuando preguntamos qué vincula a esos actores, surgen las referencias a «las clases de ética», «la cocina», «el CAE», «las AFP», «la salud», «la corrupción» y «la colusión».

Al comienzo del proceso de la Convención Constitucional, en el marco de la Plataforma Telar del Instituto Milenio Fundamentos de los Datos, y en base a los ejercicios de escucha ciudadana que estamos desarrollando, pedimos a individuos de sectores populares y medios enviar un whatsapp a su constituyente electo. Las respuestas, de modo abrumador, comenzaban con el fraseo «que no…»: «que no robe», «que no se olvide de nosotros», «que no sea corrupto», «que no lo vea como un negocio», «que no juegue con nuestras esperanzas». Quienes pedían algo en clave positiva apuntaban a lo mismo: «que escuche», «que se ponga en mi lugar», «que se acerque», «que haga un esfuerzo por llegar a nosotros», «que cumpla sus promesas de campaña». En estas expresiones no hay polarización izquierda-derecha. Lo que hay es un rechazo a las formas, estilos y figuras de la política tradicional y la esperanza de una política distinta.

Es por esta razón que el recurrente latiguillo de la «polarización» o del «vaciamiento del centro», nuevamente predominante en el análisis político convencional, no logra dar cuenta del fenómeno subyacente. No es una polarización ideológica, lo que hay es una impugnación a un estilo de hacer política asociado a la clase y a la distancia social. Y cuanto más intenten los políticos desconectados empatizar con una ciudadanía que desconocen, en base a una polarización ideológica bastante trivial y superficial por lo demás, más profundizarán la brecha (aunque en un contexto de desesperanza y crisis, los discursos polarizantes eventualmente puedan prender).

La contracara de quienes polarizan la conforman quienes llaman al diálogo, a retomar las formas, los consensos, la cohesión social. Contra la violencia y la odiosidad, el antídoto es dialogar y conversar. ¡Tenemos que hablar! Nuevamente hay mucho de atendible en este llamado, pero quienes lo realizan con fruición usualmente niegan lo obvio. El problema no es que se haya suprimido socialmente el valor del diálogo y el consenso, sino que lo que ya no se tolera más es el diálogo («y la transaca») entre los mismos.

Tampoco resiste ya una conversación donde unos explican y otros asienten, según su estatus o posición social. O abrir conversaciones para saber lo que piensan los excluidos, para que luego, con esa información, los de siempre formulen diagnósticos y propuestas. El problema con el diálogo no es que se niegue su valor: lo que está en entredicho es el carácter excluyente de un diálogo en que siempre los mismos tenían la razón y explicaban al resto. He ahí, nuevamente, una de las claves de la adhesión lograda por la Convención Constituyente al conocerse la diversidad y cercanía con el Chile real de quienes resultaron electos como representantes.

Esa adhesión no está anclada en la negación del diálogo, sino en la heterogeneidad social, de género y étnica de quienes fueron electos para dialogar. Ese diálogo, no obstante, no debe ser meramente una conversación. Porque en una democracia que funciona bien, se negocian intereses y no siempre ganan los mismos. La debilidad de la democracia de los consensos estribaba en que su vocación por suprimir el conflicto terminó despolitizando a la política, y politizando a la sociedad en contra de la política.

El estallido como antítesis enfrenta otras debilidades relevantes. Entre las fundamentales está la probabilidad de que la Convención Constituyente pierda adhesión ciudadana, especialmente en sectores medios y populares. Esto último es bien probable a raíz de la volatilidad de las preferencias de las clases medias y populares en sociedades que transitan procesos de estancamiento y crisis social como el actual. Muchos de quienes se sintieron esperanzados e interpretados por la antítesis que representó el estallido, tras dos años de crisis política, sanitaria y económica, enfrentan con temor las vulnerabilidades que se volvieron mucho más palpables de lo que ya eran. Las ansias de transformación social mutan así en una nostalgia por las seguridades de un pasado que aunque era jodido, se percibe más ordenado y estable.

En conjunto con otros sectores conservadores, activados políticamente para defender el avance de políticas progresistas como las que impulsan la igualdad de género y los derechos de las mujeres y disidencias sexuales, o motivados por la xenofobia en un contexto en que la inmigración se ha vuelto más visible socialmente, las clases medias nostálgicas del orden perdido pueden propiciar el crecimiento de coaliciones fuertemente conservadoras. El riesgo de reversión del proceso iniciado por el estallido está a la vuelta de la esquina.

Un obstáculo adicional para la articulación de una síntesis, entre tesis y antítesis, es el carácter multidimensional, y no meramente político, de la crisis que hoy experimentan Chile y su modelo. ¿De qué se trata la crisis chilena, si no es meramente otra crisis de la democracia liberal contemporánea? ¿Dónde está el problema, si no es en las redes sociales, en la demanda por liderazgos populistas, o en la polarización y resentimiento social? En mi opinión, la crisis chilena tiene cuatro componentes fundamentales. El primero es la ya mencionada incapacidad de la élite política, social y económica de aquilatarla en todas sus dimensiones e implicancias.

Segundo, Chile vive hoy una descomposición política profunda. Su sistema político está fragmentado, se basa en adhesiones fuertemente personalistas y, en los últimos años, ha intentado suplir su desconexión mediante una polarización ideológica cosmética y maniquea. Como si fuera poco, sus actores e instituciones principales no solo carecen de legitimidad, sino que son sistemáticamente repudiados por la ciudadanía. Entre los que se salvan o logran emerger a pesar de todo, nadie genera mucha adhesión. Predominan los techos bajos y la movilización en base al mal menor. Estos atributos son consistentes con lo que usualmente se denomina una crisis de representación, siendo este un fenómeno típico de las democracias liberales contemporáneas.

Al mismo tiempo, el estallido y su desenlace es asimilable, en alguno de sus rasgos fundamentales, a las denominadas «(segundas) crisis de incorporación», que varios países de la región transitaron sobre finales de la década de los noventa y principios de los 2000. Aquellas crisis dieron por tierra con los sistemas de partido tradicionales cuando grandes masas se movilizaron contra la exclusión social generada por las políticas de ajuste económico («neoliberales») que sobrevinieron a la crisis de la deuda de los ochenta. En esas crisis emergió la movilización étnica, la de los trabajadores informales, así como irrumpieron conflictos —muchos de ellos ambientales— que politizaban la exclusión también a nivel territorial.

En Chile, el temprano éxito del «modelo», así como el acceso al consumo y la promesa de movilidad ascendente, lograron ralentizar y evitar la crisis de incorporación, solo esbozada en la vieja discusión entre los flagelantes y los complacientes de la Concertación. Esa discusión reemergió más tarde, con el trasfondo de espasmos de protesta cada vez más frecuentes pero parciales, que luego derivaron en el proceso de reformas abortado bajo la segunda presidencia de Michelle Bachelet.

Como resultado de haber dilatado la crisis de incorporación en los noventa y los 2000, Chile vive hoy dos crisis políticas en una. Las demandas por incorporación política y la impugnación al sistema tradicional se producen en un contexto en que la profundización de los procesos de fragmentación social, la compresión temporal de la política y la irrupción de fenómenos como la microsegmentación en redes sociales vuelven más difícil que en el pasado la emergencia de alternativas al sistema tradicional razonablemente articuladas. Varias de las columnas que se presentan a continuación exploran el carácter de esta crisis política.

Tercero, en el contexto latinoamericano y en términos comparativos, el aparato estatal chileno es usualmente considerado como el más capaz de la región, destacando en dicho sentido desde el siglo XIX. El éxito de la campaña de vacunación es testimonio de esta fortaleza relativa. No obstante, ese aparato estatal ha desnudado carencias importantes en los últimos años. Entre otras, son evidentes hoy una limitada capacidad para formular e implementar políticas públicas —y hacerlo de modo relativamente homogéneo a nivel territorial— y la pérdida progresiva de la capacidad de coerción en algunos territorios.

Respecto a la incapacidad para formular e implementar políticas públicas, los problemas para entregar ayuda social en el momento más álgido de la pandemia, así como la increíble demora en montar un sistema de trazabilidad adecuado durante un largo año, volvieron a poner en el tapete los sesgos y puntos ciegos de los sistemas de información con que se cuenta para leer a la sociedad. Esos sesgos estuvieron detrás de otras crisis del pasado, como la del Transantiago y los censos con altas tasas de omisión.

A modo de ejemplo, durante 2020, Colombia y México, enfrentando desafíos mucho más complejos en términos de su envergadura y heterogeneidad territorial, implementaron un sistema de datos para el monitoreo de la pandemia mejor y más ágil que el chileno. Además, la impericia del gobierno de Piñera politizó —y, por tanto, deslegitimó— el sistema de datos estatales, profundizando las dudas y la crisis de popularidad de su administración.

Si uno de los componentes esenciales del poder estatal es su capacidad de generar información para orientar la gestión —de ahí la etimología de la palabra estadística, directamente derivada de la noción de registro y padrón estatal—, más allá de su relativa buena situación comparativa en la región, el Estado chileno ha mostrado pifias relevantes. En un contexto en que los datos se han vuelto más fundamentales que nunca en la sociedad humana, el Estado chileno se ha quedado significativamente atrás en la capacidad de levantarlos, integrarlos y hacerlo, además, cautelando la integridad de la información personal.

La irrupción de tecnologías y empresas privadas muy eficientes para generar, recoger y analizar información masiva y a gran nivel de granularidad también genera problemas regulatorios serios. ¿Cómo regular el trabajo y las transacciones basadas en apps como Airbnb, Uber, etc.? ¿Cómo regular la actividad económica de empresas, muchas internacionales, que operan ilegalmente en el país? Al viejo problema latinoamericano de la informalidad económica, hoy se añade un nuevo desafío que limita el poder estatal en base al bypass tecnológico y los vacíos regulatorios.

El problema no está solo en la enorme asimetría de información que generan los datos a favor de las compañías privadas, sino también en los múltiples efectos que dichas compañías generan a nivel local. Uber, por ejemplo, funciona como un seguro de desempleo informal para quienes pierden su empleo formal, descomprimiendo así la demanda frente al Estado y al gobierno. A su vez, en conjunto con Waze, Uber tiene hoy un impacto masivo en cómo se configuran los flujos de tránsito en nuestras ciudades. Aunque dicho impacto sea conveniente desde el punto de vista individual, también puede terminar siendo socialmente subóptimo. Además, esa capacidad de formatear los flujos de tráfico otorga a las compañías un recurso de poder adicional sobre las autoridades y la ciudadanía.

La integridad de los datos personales de los chilenos está también fuertemente comprometida por el acceso, por parte de privados, a bases de datos masivas, de fuente estatal y privada. Piense, por ejemplo, en el historial de compras asociado a su RUT en tarjetas de crédito o de casas comerciales. Añada ahora su historial de denuncias en la app Sosafe, la que muy probablemente tenga convenio con la municipalidad en la que usted reside. Combine esa información con el historial de navegación asociado a la IP de su conexión a internet y a su huella digital en redes sociales. Añada su historial de desplazamientos en la ciudad, con horas y trayectos. Triangule y haga match de esa información con datos estatales asociados a su RUT(solo a modo de ejemplo, el Servel está obligado a publicar el padrón, con RUT y dirección de residencia, antes de cada elección; otras muchas bases de datos estatales en que su RUT está asociado a múltiples características personales y familiares circulan públicamente, pueden «scrapearse» de portales estatales o ser solicitadas por Transparencia, o ya han sido filtradas, a la mala, a privados). Asocie ahora, a los datos previos, características de su sector de residencia, las que pueden imputarse desde fuentes estatales (censos, encuesta Casen, informes de fiscalía o Carabineros sobre hechos delictuales en el sector, resultados electorales a nivel de mesa y centro de votación, etc.) y desde fuentes privadas (imágenes de infraestructura y equipamiento urbano vía, por ejemplo, Google Street View, densidad y contenido de tuits asociados a cada barrio, consumo promedio de productos en cada sector, series de Netflix más vistas en su segmento socioeconómico, etc.).

La soberanía estatal depende del monopolio de la coerción, pero dicho monopolio siempre dependió de otro: el monopolio, por parte del Estado, de datos estratégicos sobre la población y el territorio. Las posibilidades para integrar, triangular y analizar datos son hoy prácticamente ilimitadas. Es por ello que, en la actualidad, la soberanía se juega más que nunca en los datos y en su regulación, porque hoy los privados tienen mayor capacidad de integración y análisis que el Estado, que debiera regular y cautelar su circulación. Y aunque el desafío es global, Chile nuevamente se ha quedado atrás en términos comparativos (en América Latina, por ejemplo, México y Uruguay son parte hace tiempo del grupo de Digital Nations).

Los chascarros recientes de la política pública chilena también han dejado en evidencia problemas de calidad de los datos estatales (desde los trayectos de micros no mapeados por el MOP para la reforma del Transantiago, a la trazabilidad del COVID-19). La mala información estatal (recuérdese la frase que terminó acelerando la salida de Jaime Mañalich como ministro de Salud, respecto al «desconocido» hacinamiento presente en los sectores populares5) no solo asienta y perpetúa la desconexión de la élite respecto a sectores periféricos que solo se analizan (y conocen) a través de datos. Además, complica la llegada de las políticas públicas a los sectores donde más se las requiere. Y esto también le pena al «Estado municipal».

Los alcaldes y alcaldesas de Chile salieron del estallido como la institución política mejor conectada con el día a día de la ciudadanía. Para los sectores populares, la municipalidad es su vínculo directo con la política y con lo público. No obstante, la investigación de campo en contextos de vulnerabilidad social indica consistentemente que el Estado (la «muni») también es percibido con resquemor por una ciudadanía que dice recibir malos tratos y «tramiteo», mientras observa la obtención de privilegios indebidos por quienes están «apitutados» o acceden al favor del liderazgo municipal. Parte esencial del «tramiteo» lo facilitan hoy sistemas de información poco integrados y con vacíos significativos. La corrupción también campea a nivel municipal.

Los déficits de capacidad estatal son relevantes porque nuevamente desde la élite se tiende a empaquetar la discusión en torno a los problemas de Chile en virtud de la oposición entre más Estado o más mercado. Y en esa misma discusión, esa oposición se monetiza rápidamente en preferencias respecto a las tasas de imposición a las empresas e individuos. La ciudadanía, en cambio, más que reclamar más de uno y menos de otro, demanda mejor Estado y mejor mercado. Y mejor de uno es imposible sin mejor del otro: solo un buen Estado es capaz de regular y mitigar las diferencias y ventajas que genera el mercado, en lugar de potenciarlas como hace el Estado chileno —no solo a nivel macro, sino también a micro—, en su relación cotidiana con quienes no tienen más alternativa que recurrir a sus prestaciones y servicios.

Una serie de columnas incluidas en esta compilación abordan un problema adicional del Estado chileno: la pérdida relativa de control territorial. Esa problemática no solo tiene que ver con la situación de la denominada «Macrozona Sur» y de las zonas en que se han afianzado bandas criminales. También hay indicios de pérdida de control territorial a nivel fronterizo, en torno al borde costero, en las tomas de terreno —sean de parques nacionales o en zonas urbanas o periurbanas—, en los loteos brujos, y en una serie de actividades asociadas al actuar de bandas de crimen organizado (por ejemplo, microcrédito, venta informal de remedios, máquinas de juego, tráfico de migrantes, impuesto de seguridad y extorsión, etc.).

Respecto a la problemática del control territorial es importante subrayar un punto adicional. Esa pérdida de control no es propiciada unilateralmente por la fuerza presuntamente avasalladora de quienes compiten con y se enfrentan a los agentes del Estado («los malos», quienes en el latiguillo presidencial «no conocen ni Dios ni ley»). Por un lado, asignando recursos escasos, el Estado decide implícitamente dónde estar presente y dónde no. Recordemos, por ejemplo, con qué intensidad se cuidaban ciertos sectores de la ciudad de Santiago durante el estallido, mientras otros territorios quedaban abandonados a su suerte.

Por otro lado, la pérdida de control territorial no resulta de la ausencia física del Estado, sino que muchas veces es propiciada por la colusión entre agentes estatales y actores no estatales involucrados en la actividad criminal. Es por esta razón que dotar de más equipamiento y presupuesto a las fuerzas de orden, en un contexto de pérdida de control territorial y en ausencia de otras medidas estructurales, termina usualmente fortaleciendo a los desafiantes del Estado.

Chile presenta hoy niveles alarmantes de circulación de armas en la sociedad. Y si bien la información es escasa y parcial (en parte porque no hay control ni vigilancia civil de las fuerzas de orden), también existen indicios claros que una fracción no menor de las armas en circulación «se le perdieron» al Estado de Chile. Por todo esto, un componente de debilidad estatal primordial lo constituye la crisis de sus fuerzas de orden, hoy impugnadas por su doble implicación en violaciones a los DD. HH. durante las protestas, así como por irregularidades sistemáticas que incluyen desde montajes hasta connotados casos de corrupción. La corrupción y el abuso también están presentes en la relación cotidiana de las policías con los sectores sociales más vulnerables. Aunque nadie ande solicitando condenas públicas y enfáticas contra ese tipo de violencia (estructural), los repertorios de abuso constituyen pilares esenciales de realidad que aquejan cotidianamente a los más pobres.

Cuarto, Chile vive hoy la crisis de su modelo de desarrollo. Tras décadas de crecimiento económico a punta de la exportación de productos primarios, retail y financiarización, desde 2015 el crecimiento económico se estancó significativamente. El estancamiento está detrás, sin duda, de la irrupción del descontento masivo. El modelo de crecimiento está agotado, más aún en el contexto del cambio climático y tras décadas de aguda presión sobre los servicios ecosistémicos en la explotación de productos primarios.

Por un lado, descontando los connotados «unicornios», la matriz productiva chilena incorpora poco valor añadido. En este sentido, existe un desacople relevante entre las habilidades con que entrenamos a las nuevas generaciones y la necesidad de generar un modelo de crecimiento anclado en la innovación. Este desacople, que también se manifiesta en la brecha de expectativas de quienes apostaron a la educación y hoy no encuentran trabajos acordes a su formación, constituye una oportunidad perdida en términos de la capacidad de innovación.

Por otro lado, a nivel de comunidades locales, la sobreexplotación de los recursos naturales y la baja capacidad para regular las implicancias sociales y ambientales de los proyectos extractivos, han generado un fuerte resentimiento contra la inversión productiva. En este contexto, los niveles de conflictividad social a nivel territorial se han incrementado marcadamente. Al mismo tiempo, los proyectos generan, a nivel local, procesos de fragmentación y conflicto en las propias comunidades, entre quienes apoyan los proyectos y quienes se oponen a ellos. Ese mismo tipo de fragmentación y conflicto local lo generan los conflictos sobre el acceso al agua, un recurso clave y crecientemente escaso.

Así, contamos con una matriz productiva que genera niveles crecientes de disputa, que agrega poco valor, y que ha propiciado profundos daños ambientales y a la salud de las poblaciones locales. Al mismo tiempo contamos con una masa laboral cuyos niveles de formación han aumentado significativamente, pero que carece de oportunidades laborales acordes a dicha formación. Esto último responde en parte al desacople entre las políticas de desarrollo de capital humano y formación técnica, y las habilidades demandadas por empresas que apuestan poco a la innovación y a la implementación de políticas de recursos humanos (sacrificando renta de corto plazo por mejoras en productividad e innovación para aumentar las rentas de mediano y largo plazo).

Adicionalmente, en estos años, el modelo chileno se quedó sin lo que en ciencias sociales denominamos «economía moral». A diferencia de lo que tradicionalmente asume la economía neoclásica (contra sus propios intereses, por lo demás), los mercados no se autorregulan a partir de la acción de individuos orientados racionalmente. Esto es relevante porque para el empresariado chileno parece no existir otra forma de capitalismo que la presente en Chile hasta el 17 de octubre de 2019. Desconocen lo que en la literatura especializada se denomina «variedades de capitalismo», y así, no consideran la posibilidad de pensar en mecanismos de coordinación entre capital, trabajo, comunidades y Estado que trasciendan lógicas basadas en la renta de corto plazo y «las pasadas» en el mercado financiero.

La utopía de la autorregulación de los mercados es suicida porque niega los fundamentos políticos y sociales que hacen posible que los mercados operen. En otras palabras, los mercados están anclados en instituciones sociales que proveen legitimidad y empotramiento social a las reglas de juego que los actores económicos asumen como dadas (Polanyi, 2001). En ausencia de esa legitimidad, las instituciones se desbordan y se desdoblan. En dicho escenario, no importa cuán buena sea técnicamente una institución, cuán «constitucional» sea una materia, porque dejará de producir e inducir los comportamientos que inspiraba en el pasado.

En suma, no solo se requiere volver a crecer, sino hacerlo con claves nuevas. No se trata entonces de que las instituciones que anclaban el modelo previo al 18-O vuelvan a «funcionar», porque esas instituciones están vacías de legitimidad. Y por lo demás, fueron parcialmente responsables de haber potenciado los fundamentos estructurales que explican el descontento y el desborde institucional. Chile requiere, en otras palabras, encontrar ese nuevo modelo no solo por los topes y pifias estructurales del antiguo, sino también porque una salida constructiva de la crisis necesita anclar una nueva institucionalidad (aquella que resultará del proceso constituyente) en una economía moral que le dé sustento y estabilidad. Dilatar una discusión sobre qué modelo de capitalismo requiere Chile para hacer frente a los desafíos presentes y futuros equivale a propiciar nuevos estallidos a la vuelta de la esquina.

Los cuatro componentes de la crisis (el desfonde de la política; las élites desubicadas; un Estado débil, territorialmente desparejo y desafiado; y los topes estructurales del crecimiento económico) generan entre sí interacciones problemáticas. Solo a modo de ejemplo, la élite desconcertada demanda de la política soluciones a los problemas de crecimiento (desde el denominado clima de inversión, a la racionalidad de la política pública tan invocada en torno a la problemática de los retiros de las AFP). En una fuga hacia delante, la élite también espera que las soluciones lleguen con un nuevo ciclo electoral. Sin embargo, en un contexto como el actual, la política convencional es parte del problema y no es capaz, por sí misma, de generar una solución. El nuevo ciclo electoral generará, en el mejor de los casos, una victoria pírrica.

En otra interacción problemática, la sociedad demanda más de un Estado que es relativamente más débil y que enfrenta hoy desafíos relevantes en varias dimensiones claves de su institucionalidad. Las incapacidades del Estado hacen que cualquiera que pueda «privatizar» su prestación de bienes sociales básicos lo haga, escapando así, en clave individual, de la mala calidad. La «salida con los pies» de quienes pueden acceder a mejores prestaciones en el mercado deteriora las coaliciones políticas que apuntalan los bienes públicos estatales (quienes quedan entrampados en la prestación estatal son las comunidades e individuos más vulnerables y con menos capacidad de presión política).

A través del tiempo, esto contribuye a profundizar la segmentación y la propia debilidad estatal. Ese Estado débil, desparejo, territorialmente segmentado, crecientemente patrimonialista es lo que los políticos tienen a la mano para implementar políticas públicas, proveer incentivos e institucionalidad que estimulen la inversión, regular a los mercados y asegurar, por ejemplo, el orden público. Cuando el Estado se queda corto —y cada vez se queda más corto— apuntamos con nuestro descontento a los políticos.

Y así todos asistimos, con resignación y hastío, a una sátira patética en que los políticos desfilan por nuestras pantallas tratando sin éxito de encubrir su desconexión. Cargando con una enorme mochila de impopularidad, pisando huevos para no terminar de caer en desgracia, intentan controlar los daños y generar alguna ventaja, inventándose un personaje, ocultando a sus correligionarios (aún menos populares) y enfrascándose en peleas fratricidas que no representan a nadie. Haciendo gala de una disociación profunda, aunque sabemos que en ese show no está la solución a la crisis, algunos consumimos el espectáculo con fruición y una buena dosis de morbo.

1 243,91 ₽
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370 стр. 18 иллюстраций
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9789563249002
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