Читать книгу: «La chusma inconsciente», страница 2

Шрифт:

INTRODUCCIÓN

El 18-O encastró las piezas de un rompecabezas que por mucho tiempo solo veíamos por separado, en sus luces y en sus sombras. En ese momento, quienes mencionábamos la crisis latente en Chile teníamos que responder agudas críticas basadas en métricas objetivas («los datos duros», presumiblemente omniscientes) y en comparaciones convenientes cuyo sustrato último era la noción de que Chile se había escapado de los patrones típicos de las sociedades latinoamericanas, en cuanto a su modelo de desarrollo y calidad democrática. Aunque la metáfora de «Chilezuela» sí prendió, en el fondo sentían, a ciencia cierta, que Chile era un oasis en el desierto de la región.

En mayo de 2019, en la conferencia de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) en Estados Unidos, un connotado columnista y académico de plaza me espetó: «¿Dónde está esa crisis de la que tanto te gusta hablar hace años? ¿Dónde están los indicadores, cómo los mides?». Sin contar con datos objetivos para sostener el punto, me llamé a silencio. Pero tras darle vueltas al asunto en el viaje de regreso, escribí una respuesta. El segundo texto de esta compilación de columnas aparecidas entre 2016 y 2021 fue lo que pude articular. Lo hice arriesgando una interpretación (equivocada, en su énfasis sobre el efecto de las redes sociales como válvula de escape) sobre por qué, aunque la crisis estaba ahí, no la veíamos. Pero confieso que la escribí bajo una duda que me persiguió durante mucho tiempo: ¿por qué los niveles de conflicto social que veíamos en terreno, desde hacía tiempo, no escalaban y se mantenían larvados? ¿Eran tan potentes el individualismo, la fragmentación y las promesas del modelo, en el sentido de mitigar la agregación de múltiples descontentos y desasosiegos presentes a nivel local y en los discursos de los individuos?

Cuando sorpresivamente Chile «estalló», apuramos interpretaciones sobre lo que había pasado. En aquel momento argumenté que se trataba de la politización de múltiples desigualdades. Esa politización, de nuevo, no se condecía con la evolución del coeficiente de Gini, ni con la modernización capitalista que el país ha efectivamente vivido. «¿Cómo va a ser la desigualdad si el Gini ha bajado? ¿Cómo van a salir a romper todo si hoy están mucho mejor que sus padres y hasta les encanta ir al mall los fines de semana?». ¡Las métricas (y los parámetros normativos) nuevamente!

Ahí resurgieron, para iluminarnos, el informe Desiguales del PNUD, los textos de Kathya Araujo sobre las asimetrías de poder en Chile, los trabajos de Manuel Canales sobre las frustraciones de una generación más educada, con más acceso a bienes de consumo, pero también fuertemente vulnerable. Una generación empoderada, pero también endeudada. Una generación cuyos padres apostaron a las promesas del modelo y que hoy, estando objetivamente mejor, tenía una ilusión rota entre manos: la promesa de movilidad social ascendente, aunque parcialmente cumplida, chocaba con redes de reproducción del privilegio que desafiaban al mercado y al mérito individual, porque eran propias de una sociedad marcadamente estamental.

Eran redes cuya operación comenzó a volverse más visible desde principios de los 2000, a través de escándalos de corrupción que exponían los distintos mecanismos que vinculaban a figuras prominentes del sistema político, a diversas instituciones sociales y del Estado (incluyendo, por ejemplo, al sistema de acreditación de la educación universitaria y a varias universidades) y a actores connotados de la élite económica.

Y por si faltara combustible, los escándalos dieron paso a la sensación de impunidad. Estaban el Dicom y una dura e implacable «justicia para pobres» (cuyas facetas más denigrantes quedaron expuestas en el incendio de la cárcel de San Miguel), y estaban «las clases de ética» y los «perdonazos» para los empresarios y políticos corruptos. Todo legalmente permitido y constitucionalmente garantizado.

Los siguientes tres gráficos muestran, a modo de recordatorio, la retahíla de casos de corrupción que emergieron públicamente a lo largo de este tiempo. Utilizando datos de la encuesta CEP, también ilustran el efecto progresivo de esos escándalos en la creciente valoración de la corrupción como un problema en la sociedad chilena1.

Con este trasfondo, la potencia del estallido estuvo en constituir una antítesis respecto a la tesis del «modelo chileno». Como antítesis, cristalizó en una expresión colectiva lo que antes se vivía y padecía en clave individual. Esto último lo reflejan bien los relatos recogidos en la protesta2. El estallido logró unificar sentires y demandas que eran muy diversas en el tipo de negación y oposición que ofrecían a la tesis del modelo y en la impugnación a sus representantes («la élite»).

En un escenario difícil, los resultados electorales de 2020 y 2021 lograron lo que parecía bien improbable tras el estallido mismo: institucionalizar la antítesis en la Convención Constituyente. Detrás de ese resultado hay un logro indudable de quienes promovieron, acorralados por la protesta y el caos, el acuerdo del 15 de noviembre de 2019. También hay un mérito mayor en la obtención de la paridad y la representación de los pueblos originarios para la elección de convencionales. La Convención Constituyente logró, en base a ello, niveles inéditos (en toda la historia republicana de Chile) de representación descriptiva, tanto en términos de género e identidad étnica como en cuanto a extracción socioeconómica.

Sin embargo, ese resultado también responde a un proceso subterráneo, menos estridente, pero de enorme relevancia: la incorporación a la política electoral de una nueva generación. Durante años lamentamos la estratificación socioeconómica y el sesgo etario del voto, así como los bajos niveles agregados de participación electoral. Teníamos tan arraigada la noción de la despolitización juvenil que no la vimos venir. Sin mediar cambios institucionales que remediaran el efecto regresivo del voto voluntario, jóvenes que no votaban (especialmente de sectores medios y bajos) comenzaron a hacerlo en el plebiscito de 2020 y en las elecciones a la Constituyente de 2021.

Me permito ejemplificar la importancia de este proceso en algunas experiencias de los últimos años. A partir de 2011 y hasta 2016, en el marco del Núcleo Milenio para el Estudio de la Estatalidad y la Democracia en América Latina (un proyecto financiado por la Iniciativa Científica Milenio), realizamos una serie de talleres destinados a profesores de educación media. Se trataba de talleres sobre educación ciudadana. En esos pocos años, vimos cambiar radicalmente la demanda y las necesidades de los participantes (profesores de enseñanza media de colegios municipales y subvencionados). Si en los primeros años nos pedían con resignación herramientas para transmitir mejor a sus estudiantes la importancia de la política para sus vidas, en los últimos años el requerimiento era otro: «¿Cómo hacemos para que entiendan que tienen que canalizar institucionalmente su rabia, que no sirve romper todo?».

En 2017, luego de publicado En vez del optimismo (Ciper-Catalonia), recibí un mensaje a mi celular de María Callealta, en ese entonces alumna de tercero medio del Colegio Jorge Huneeus Zegers de la comuna de La Pintana. Allí, me invitaba a discutir el libro y la situación política con un grupo de estudiantes del establecimiento. María remató su mensaje con lo siguiente: «…para hablar sobre un tema tan importante que podemos evitar que pase a mayores… [y con] la esperanza, que me reconforta, para una sociedad chilena justa». Una vez agendada la visita, recibí una llamada en que me advertía que no esperara mucha gente en la sala. Habían tenido recién una actividad con un candidato a diputado (finalmente electo por Revolución Democrática unos meses más tarde) y «casi no había llegado nadie».

El día de la charla, sin embargo, me encontré con más de setenta estudiantes en la sala (eran otros tiempos, sin restricciones de aforo). Ante mi sorpresa y para romper el hielo pregunté: «¿Por qué vienen a hablar de un libro aburrido sobre política y no van a conversar con quienes están compitiendo para representarlos en el Congreso?». La respuesta fue tan rápida como transparente: «Porque queremos saber cómo funciona el sistema. ¿Por qué los políticos se han cagado a nuestros padres, a nuestros abuelos? ¿Por qué nos quieren hacer hueones a nosotros?».

Esa respuesta me sigue resonando aún hoy. Para intentar abordarla y problematizarla, el segundo semestre de 2019 dictamos junto a Lihuén Nocetto un curso titulado «Mafia y Democracia», que estaba destinado a estudiantes de tercero y cuarto medio en el Programa Penta-UC de la UC. Dicho programa, que nada tiene que ver con el grupo empresarial Penta, busca promover el talento académico de jóvenes chilenos y funciona en convenio con distintas corporaciones de educación municipal de la región Metropolitana.

Nuestro curso comenzaba con la comparación de los procesos de formación del Estado-nación en Europa y en América Latina, introducía las nociones de ciudadanía civil, política y social, y terminaba discutiendo, en base a un análisis comparativo de sociedades contemporáneas, las tensiones propias de democracias que funcionan en el contexto de Estados débiles y sociedades fuertemente desiguales. Aunque el curso tenía vocación comparativa, cada clase terminaba, sin mucha inducción de nuestra parte, en Chile, en el barrio o sector de los estudiantes, y en los problemas sociales y familiares. Y desde esa perspectiva se planteaba una impugnación directa no solo a «los políticos» (a todos los políticos), sino también a la institucionalidad.

El curso terminó con el estallido, sin posibilidad de darle un cierre. Cuando al final pudimos reencontrarnos con los estudiantes en una actividad de puesta en común sobre lo que estaba pasando en Chile organizada por todo el Programa Penta, escuchamos testimonios durísimos, no solo referidos a la represión a la que habían sido sometidos algunos de nuestros alumnos, sino también a los saqueos e incertidumbre que varios habían sufrido en sus casas y poblaciones, de donde habían «desaparecido» los carabineros. No obstante, el clima era alegre, hasta esperanzado. Estudiantes que ni se saludaban al llegar cada sábado a la sala esta vez se abrazaban y conversaban. Había muchísima incerteza y hasta miedo, pero también había nacido una esperanza, tenue y frágil, pero que meses atrás tampoco se veía venir por ningún lado.

Desde que vivo en Chile no pasa mucho tiempo sin que algún colega extranjero o un compatriota uruguayo me pregunte ¿cómo aguantas vivir en una sociedad tan individualista y desigual? ¿Por qué vives ahí, donde todo está tan jodido a pesar del crecimiento económico? Más allá de razones personales y de la fascinación analítica que siempre me ha producido tratar de entender las contradicciones profundas de esta sociedad, mi respuesta a esa pregunta siempre termina en los jóvenes. Desde hace mucho tiempo siento que Chile viene cambiando con su juventud.

Pero ese cambio no es solo generacional. Recuerdo claramente una mañana del 2011 cuando volviendo en taxi desde el aeropuerto nos topamos con una de las manifestaciones estudiantiles de aquel año. Cuando el taxista me dijo «jefe, vamos a tener que desviarnos porque están los cabros protestando», al igual que ante el colega en LASA me llamé a silencio. Años de conversaciones similares me hicieron anticipar el consabido «cabros de mierda, por qué mejor no se ponen a estudiar». Pero ese día la cosa cambió y el taxista me confesó: «¿Sabe?, yo estoy con ellos. Tengo dos hijas, ambas profesionales universitarias. Me he sacado la mugre para pagarles la universidad. Ellas también. Pero no encuentran trabajo».

El problema y la demanda ya no era de los estudiantes, sino también de sus mayores. Y la contracara de esa situación estaba en jóvenes que habían visto trabajar a sus abuelos toda la vida, y ahora los veían comenzar a recibir pensiones miserables. Si no se quebraban con una enfermedad, las familias quebraban por arriba con las pensiones y por abajo con las deudas que dejaba (la mala) educación. En la precariedad de las experiencias familiares, estirada a punta de créditos de consumo y tarjetas de casa comercial con tasas de usura, y en su contraposición con el discurso de éxito del modelo, había un potencial de agregación de múltiples descontentos. Esa agregación terminó de cristalizar en el estallido del 18 de octubre de 2019.

No obstante, en sí mismo, el estallido sería lógicamente incapaz de generar una síntesis que lograse integrar y superar a la tesis del modelo y a su antítesis. Esta limitación es fundamental para comprender su derrotero y sus posibles consecuencias futuras (las que abordo brevemente al final del libro). Los recordados eslóganes «Son tantas hueas que no sé qué poner», «Nos quitaron tanto que terminaron quitándonos el miedo», reflejan por un lado la potencia del carácter antitético del movimiento, pero, por otro, la patente incapacidad de síntesis.

Tras el estallido también comenzaron a aparecer crónicas y análisis desde las asambleas territoriales, desde regiones, desde zonas de sacrificio, que tensionaban las interpretaciones más convencionales sobre el tipo de demanda y solución que se buscaba desde el mundo popular (ver los trabajos publicados por Sergio Toro y Macarena Valenzuela en Ciper Académico). En esas crónicas se verifican la potencia del estallido, pero también sus limitaciones. La rabia contenida (y ahora desembozada) durante años de «desesperanza aprendida» (Toro y Valenzuela, 2020) y el fuerte carácter antiinstitucional del movimiento, hacían difícil ser optimista respecto a un componente necesario (aunque insuficiente) para la síntesis: un proceso exitoso de institucionalización del estallido. Esas mismas crónicas ponen en entredicho las posturas y eslóganes ideológicos de quienes, desde arriba (y especialmente, desde la izquierda), pretenden interpretar y representar una demanda que desconocen en base a repertorios que están tan cuestionados como «el modelo».

Sin embargo, contra todo pronóstico, la vía institucional fraguada el 15 de noviembre de 2019, y especialmente los aplastantes resultados electorales del plebiscito de 2020 y de la elección de convencionales de 2021, lograron legitimar una vía de salida al conflicto. La elección de la Constituyente fue primordialmente una elección destituyente de quienes eran percibidos como operadores políticos de la «coalición del abuso» que articuló el modelo durante estas décadas. Es en ese carácter destituyente que radica la legitimidad con que se inició el proceso constituyente.

A su vez, el pésimo rendimiento electoral —más allá de las comunas del «Rechazo»— de las campañas con más apoyo de la élite empresarial, así como la irrupción de independientes, potenciaron una profunda representación descriptiva (la Convención Constituyente refleja a Chile mejor que cualquier otro órgano electo en la historia del país). Y esa mayor representación descriptiva otorgó a la Convención un piso adicional de legitimidad social.

Mediante este resultado, la elección de convencionales permitió incorporar a la calle y a la protesta en la institucionalidad. Y si bien tentativo y provisorio, este resultado puede generar un poderoso efecto de demostración respecto a la revalorización de la vía electoral (aun cuando un porcentaje sumamente relevante de la ciudadanía sigue restándose). Quienes antes negaban la vía electoral como una forma de conseguir cambios en el país (porque con razón sentían que no importaba lo que votaran, la cosa seguía igual), hoy han descubierto el potencial disruptivo de su voto.

El plebiscito de 2020 y la elección de convencionales de 2021 representaron una vocación de cambio y transformación social tan estridente, porque también lograron convocar a un grupo mucho más amplio que el que salió a protestar durante 2019. La calle y las urnas, que hasta hace poco funcionaban como repertorios separados y hasta antagónicos para la acción política, comenzaron a generar sinergias relevantes. A pesar de todos sus méritos, sin embargo, la capacidad de síntesis necesaria para articular un modelo alternativo para Chile sigue siendo limitada.

En ese sentido, la fragilidad y evanescencia de las estructuras de representación política, así como la falta de alternativas funcionales para reemplazar o complementar adecuadamente el vacío de mediación, constituyen un desafío central. Las sociedades contemporáneas, no solo Chile, no están logrando canalizar legítimamente conflictos sociales que se han vuelto al mismo tiempo más fragmentados e intensos. Así, la institucionalidad de la democracia representativa heredada de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, y perfeccionada durante el siglo XX, se nos ha quedado corta. En otras palabras, las democracias liberales contemporáneas están teniendo problemas para vertebrar y mediar legítimamente conflictos intensos entre grupos e identidades sociales crecientemente fragmentadas.

Por esta razón, hoy se ha vuelto frecuente explicar resultados electorales sorpresivos o cambios súbitos en las preferencias y la adhesión a liderazgos o referentes políticos recurriendo a la noción de «liquidez». Mi impresión es que tras resultados que nos parecen líquidos hay bastante más estructura de la que se presume. Pero es una estructura fragmentada. En cierto momento, en torno a una elección, liderazgo o evento particular, los fragmentos se agregan dando lugar a un resultado visible, cristalizado. Pero rápidamente esa sumatoria de fragmentos se desfonda. Los domingos de fiesta (electoral) dan rápidamente paso a lunes de resaca.

En 2016 sugerí que dada su fragmentación y personalización creciente el sistema político chileno avanzaría más rápido hacia un escenario de «peruanización», de lo que el sistema peruano se movería hacia la anhelada institucionalización del sistema de partidos que (aparentemente) tenía Chile. La tesis de la «peruanización» ha ganado tracción, pero en un formato distinto: es el nuevo «Chilezuela». El punto de aquella columna era analítico y descriptivo, no normativo. Intentaba enfatizar los problemas que tienen las sociedades contemporáneas, en contextos de Estados débiles y desparejos y de sociedades fuertemente desiguales y fragmentadas, para anclar sistemas de partidos como el que varios imaginaban estaban presente en Chile.

El fenómeno de la Lista del Pueblo en las elecciones para la Convención Constitucional refleja bien la fragilidad de la agregación electoral. Por mecánica del sistema electoral y generando una marca atractiva que le dio visibilidad, la Lista del Pueblo logró, en esa elección, sumar liderazgos muy bien enraizados en sus comunidades. Cada uno aportó sus adhesiones y prestigio local a la Lista, y entre todos lograron elegir un número tan significativo como imprevisto de convencionales. Pero bastaron unas semanas en la Convención y la búsqueda de un candidato presidencial capaz de representar al colectivo para que la Lista se quebrara escandalosamente. Cuando hay que ponerse de acuerdo en algo la agregación dura poco. La legitimidad se desfonda rápido cuando la superioridad moral se encuentra (siempre muy rápido) con las miserias humanas que todos llevamos a cuestas.

Los partidos políticos actuales no están tan lejos de los problemas de la Lista del Pueblo. Siguen eligiendo autoridades locales y parlamentarios, pero lo hacen más en función de trayectorias personales y de individuos con bases electorales propias. Los partidos pueden hacer poco para disciplinarlos una vez electos y no tienen incentivos para hacerlo porque, de incomodarlos, corren el riesgo de generar un nuevo independiente y perder representatividad. En ese sentido, los partidos son hoy cáscaras vacías con muy poca capacidad de agregación sustantiva. Por lo mismo, sus candidaturas presidenciales buscan venderse como independientes, en función de trayectorias personales que los separan de sus colectividades, porque saben que tienen más capacidad de movilizar adhesiones en clave individual que sincerando sus apoyos, equipos y elencos partidarios.

La compresión temporal de las adhesiones políticas (que se derrumban ante la primera controversia) y la fragmentación social de las identidades, demandas y preferencias ciudadanas no son problemas exclusivos de Chile y su estallido. Tienen que ver con la imposibilidad de los mecanismos tradicionales de representación política de generar orden legítimo en las sociedades contemporáneas. Y a este respecto, estamos a ciegas.

Por un lado, unos repiten una y otra vez que la democracia liberal no funciona en ausencia de partidos programáticos. Añaden raudamente que los independientes no son solución: o se convierten a poco andar en un partido más o se disuelven (a veces dañando en su tránsito a la institucionalidad democrática). Aunque en teoría todo esto es cierto y relevante, no parecemos comprender que el argumento tiene limitaciones prácticas. En América Latina, de acuerdo con una estimación reciente (Munck y Luna, 2022, extendiendo estimaciones previas de Levitsky et al., 2015), menos del 4% de los más de trescientos partidos políticos surgidos desde 1975 en diecinueve países logró enraizarse y perdurar con un mínimo de éxito. En ese 4% se encuentran tres partidos chilenos (el PPD, la UDI y RN) y otros como ARENA y el FMLN de El Salvador y el FSLN de Nicaragua, los tres recientemente desplazados por liderazgos personalistas y autoritarios en ambos países. Juzgue usted.

El caso del PPD (Rosenblatt y Toro, 2022), por ejemplo, refleja otro problema de la utopía del partido político programático: le llamamos partido político a vehículos electorales que no logran cumplir las funciones de agregación vertical y coordinación horizontal que permiten a los partidos contribuir a la representación democrática (Luna et al., 2022). En otras palabras, muchas veces confundimos vehículos personalistas o etiquetas partidarias sin organización colectiva detrás con partidos políticos, por el mero hecho de que cuentan con el timbre oficial que otorga el Servel.

Ese sesgo nos hace sobreestimar en el análisis el peso de los partidos y sus organizaciones y subestimar la influencia que tienen hoy movimientos electorales fugaces, no partidarios y muchas veces antipartidarios (Meléndez, 2011) al momento de generar un resultado electoral. Para ser claros, los independientes no solucionan nada. Pero pensar que cualquier cosa que tenga el sello oficial de partido político es intrínsecamente buena para la democracia, tampoco ayuda mucho.

Por otro lado, algunos hacen apuestas por innovaciones democráticas: desde la clásica democracia directa a la democracia por algoritmos, pasando por innovaciones participativas, deliberativas, la democracia líquida y la votación cuadrática. También está la experiencia más ambiciosa respecto a combinar la descentralización del poder a nivel local y la «re-regulación» a nivel supranacional en torno a un sistema de gobernanza multinivel (la Unión Europea). Por múltiples razones, ninguna de estas innovaciones, implementadas a gran escala, genera en sí misma la capacidad de solucionar los problemas de agregación legítima que enfrentamos.

Tampoco hemos descubierto cómo combinar virtuosamente elementos de nuestra tradición democrática-liberal con estas innovaciones, sin que las incompatibilidades entre ambas generen problemas serios. Lo mismo sucede con otras innovaciones de política pública que tienen una fuerte adhesión transversal: las políticas de transparencia y la descentralización. En principio, todos estamos de acuerdo en su conveniencia y necesidad. Pero en un contexto como el actual, esas innovaciones deberán interactuar con los elementos que predominan en la sociedad (por ejemplo, la consolidación de caudillismos regionales, la captura del Estado por poderes fácticos a nivel local, sean empresas extractivas o actores criminales, la preeminencia de la desconfianza y la indignación, aun cuando lo que se transparenta esté ajustado a derecho, etc.). Más transparencia y más descentralización generarán tantos o más problemas como los que vienen a solucionar3.

La inadecuación funcional de la institucionalidad democrática-liberal para tramitar con legitimidad el tipo de conflicto que se produce en las sociedades contemporáneas y la precariedad de los modelos institucionales alternativos desarrollados hasta el momento, nos tienen en una encrucijada similar a la del cambio climático. O bien ponemos manos a la obra en la búsqueda urgente de nuevos modelos que logren el doble objetivo de preservar los valores democráticos con innovaciones institucionales capaces de adaptarse a los nuevos rasgos de la sociedad, o bien deberemos enfrentar un escenario en que se consolide el proceso de recesión democrática iniciado hace ya unos años a nivel global. A pesar de ser aterrador, este último escenario, lamentablemente, es el más compatible con la historia de la humanidad en que alternan cíclicamente periodos de cooperación, prosperidad y en las últimas décadas democracia, con otros marcados por el conflicto y la violencia.

Conseguir «el fin de (esa) historia» de alternancia entre ciclos de cooperación y violencia requiere mucho más que salir a afirmar, citando a la cátedra, que «los partidos políticos son necesarios para la democracia y que no hay democracia sin partidos políticos». Esta referencia ineludible en las conversaciones doctas tiene otros paralelos interesantes y recurrentes en los discursos de una élite que hace todo lo posible por sublimar el conflicto y la crisis.

Los emplazamientos del tipo «pero usted, ¿está seguro de que condena la violencia?» que se volvieron cliché estos años, cumplen la misma función que la referencia a la necesidad de los partidos para la democracia. Si declarar que los partidos son imprescindibles no los crea por arte de magia, el que todos condenemos la violencia, como por supuesto lo hacemos, no nos sirve mucho para entender qué procesos sociales y mediante qué mecanismos han ambientado los episodios de violencia y desborde institucional a los que asistimos.

Otro recurso usual consiste en afirmar que la crisis de la democracia es global y que lo que pasa en Chile está pasando en todo el mundo. Si bien hay mucho de cierto en esta afirmación, también constituye una media verdad. Peor aún si utilizamos esa referencia no como recurso analítico, sino como un atajo para la exculpación y para instalar una complacencia triste y resignada. Este tipo de desplazamiento ilustra otro componente esencial del momento: la incapacidad que ha mostrado la élite para entender dónde está parada.

El desconcierto de la élite (en términos más técnicos, su anomia) constituye un obstáculo fundamental para buscar soluciones a la crisis. Confieso que durante estos últimos años las actitudes predominantes en la élite han sido fuente para mí de perplejidad e ingenuidad. ¿Cómo tan perdidos y desconectados en el oasis? ¿Cómo no logran ver más allá de sus temores? ¿Cómo tan suicidas? ¿Cómo tan impermeables a una realidad que si bien desconocían hace un par de años, les viene dando cachetadas día a día? ¿Cómo no se dan cuenta que están generando una profecía autocumplida?

Si mi perplejidad respecto a los discursos y actitudes de la élite fue fuente de inspiración usual durante estos años, también lo fueron las actitudes (en rigor, los actos fallidos) de Sebastián Piñera. Entre ellas destacan la retahíla de frases vacías, con tres adjetivos fijos, cuál más rimbombante, con que Sebastián Piñera presentó con gran parafernalia un sinnúmero de proyectos de ley que no tenían apoyo parlamentario (porque aun siendo un gobierno políticamente débil nunca se molestaron en negociar apoyos antes de lanzar cada operación comunicacional y emplazamiento al Congreso). Ambas perplejidades tienen vínculos obvios. El presidente Piñera ha devenido en la mejor caricatura de la élite desconcertada y descolocada, con actitud de winner, desprovisto de empatía, indolente, con un pasado lleno de dudas, y con un presente en que a cada paso trastabilla hundiendo un poquito más todo lo que llegó a salvar (remember «Chilezuela»).

En estos años también me tocó interactuar más frecuentemente con esa élite, a la que como extranjero, y como cualquiera que no haya sido criado en las redes de socialización del barrio alto, solo veía de lejos. Lo primero que me llamó la atención en estos últimos años es otro desdoblamiento. Desde la élite se realiza hoy una crítica feroz al rol de Piñera como catalizador de la crisis actual, haciéndose mención frecuente a su incapacidad patológica para entender dónde está parado y para actuar en consecuencia. Esa crítica, tan extendida hoy en sectores socioeconómicos altos, convive con el predominio, en esos mismos sectores, de tropismos, actitudes y visiones sobre la realidad del país que perfectamente podrían imputársele también a Piñera. Sin los rasgos más exagerados de la caricatura presidencial, la élite repite en su visión sobre la crisis interpretaciones cuya desconexión con la realidad es equivalente a la que atribuye en su crítica a Piñera.

No obstante, también encontré en esos diálogos intentos honestos por comprender la crisis. Asistí a su vez a esfuerzos relevantes por contribuir con soluciones, antes y después del 18-O. Como en todo grupo humano —y esto es algo que quienes operan desde la superioridad moral desconocen hasta que les toca enfrentar la condición humana de alguien a quien han idealizado o satanizado—, hay de todo en la élite.

Pero esa diversidad es poco visible a nivel social. El «efecto burbuja» que generan en Chile los medios de comunicación tradicionales (las redes sociales de quienes critican a las redes sociales), también a punta de medias verdades y de alguna noticia falsa, generan comportamientos «en manada» que contribuyen a disociar los discursos y actitudes de la élite de la realidad en que vive el resto de la sociedad. Si usted quiere encontrar anomia, en el sentido sociológico del término, así como numerosas referencias a la anomia en su sentido coloquial (como sinónimo de violencia callejera), basta darse una vuelta por los medios más cotizados de plaza y, especialmente, por su sección de «opinión».

1 243,91 ₽
Жанры и теги
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
370 стр. 18 иллюстраций
ISBN:
9789563249002
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
178