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Las causas de esa falta de atención fueron diversas y complejas. González Gullón las analiza con detalle en su estudio El clero en la Segunda República. Solo deseo destacar este hecho: los medios que se pusieron para llevar el Evangelio a las personas que vivían en las zonas más pobres de la ciudad fueron notoriamente insuficientes.

Esta realidad sirve para encuadrar el comportamiento de Escrivá durante ese periodo y puede servir para que los lectores menos familiarizados con esa época de la historia de España entiendan mejor qué sucedió pocos años después.

Josefina Santos guardaba grabada en su memoria la imagen de Escrivá, un joven sacerdote de veinticinco años, llevando la Comunión a los enfermos de Vallecas, Lavapiés, San Millán, Lucero o la Ribera del Manzanares. Otra testigo de aquel tiempo, Margarita Alvarado, le recuerda visitando y confesando a pobres, moribundos y personas necesitadas: «Iba en tranvía o andando, como pudiera».

Recorría muchos kilómetros al día –hasta diez, con frecuencia–, caminando o en medios públicos, para atender a esas personas, desahuciadas por los médicos en su mayoría25. Escrivá no los olvidó nunca. Años más tarde recordaba a aquel tuberculoso de dieciséis años que agonizaba en un cuchitril miserable, en el nº 11 de la calle Canarias. «Le administré los sacramentos y, cuando acabé, el chico no quería que me marchara. Me quedé a su lado hasta que murió»26.

Las reacciones de los enfermos ante la presencia de un sacerdote eran diversas y oscilaban entre el agradecimiento y el rechazo:

Un enfermo gravísimo –contaba Escrivá– vivía en la Almenara (Tetuán de las Victorias). Doña Pilar Romanillos me habló de él con pena, porque se negaba a recibir al sacerdote y estaba grave. Me habló también del mismo pobre Dª Isabel Urdangarín. Les dije: encomendémoslo al Señor, por mediación de Merceditas, esta tarde durante la bendición [...]. Llegué a casa del enfermo. Con mi santa y apostólica desvergüenza, envié fuera a la mujer y me quedé a solas con el pobre hombre. «Padre, esas señoras del Patronato son unas latosas, impertinentes. Sobre todo una de ellas»... (lo decía por Pilar, ¡que es canonizable!). «Tiene Vd. razón», le dije. Y callé, para que siguiera hablando el enfermo. «Me ha dicho que me confiese... porque me muero: ¡me moriré, pero no me confieso!». Entonces yo: «hasta ahora no le he hablado de confesión, pero, dígame: ¿por qué no quiere confesarse?». «A los diecisiete años hice juramento de no confesarme y lo he cumplido». Así dijo. Y me dijo también que ni al casarse se había confesado. Al cuarto de hora escaso de hablar todo esto, lloraba confesándose27.

Octubre de 1927. En la Academia Cicuéndez

Estas actividades, que González-Simancas ha analizado con detalle28, le impidieron avanzar en el estudio de las asignaturas del doctorado. Su profundo sentido de la misericordia se acabó imponiendo. Se había propuesto sacar dos asignaturas al año, pero no lo logró, porque además del tiempo que dedicaba al Patronato por las mañanas, había conseguido –posiblemente por medio de Ángel Ayllón, al que conocía de la Casa sacerdotal– un trabajo como profesor de Derecho Canónico y Derecho Romano en la Academia Cicuéndez, donde empezó a dar clases por la tarde desde octubre de 192729.

Desde el verano de aquel año disponía de un cuarto en el Patronato, gracias a su trabajo como capellán; y al cabo de unas semanas, los ingresos que obtenía en el Patronato, en la Academia Cicuéndez y dando clases particulares le permitieron alquilar unas habitaciones para su familia en un ático del nº 56 de la calle Fernando el Católico. En noviembre de 1927 su madre y sus hermanos se reunieron de nuevo con él en Madrid.

Muy pronto sus jóvenes alumnos de la Academia Cicuéndez le tomaron afecto. Algunos de ellos, como Mariano Trueba, José María Sanchís, Manuel Gómez Alonso y Julián Cortés Cabanillas evocan en sus testimonios su simpatía, su «alegre desenfado juvenil», su cercanía, su buen humor y su afán por ayudarles. Una prueba de su amistad es que a los que se habían matriculado como alumnos libres de la Facultad de Derecho de Zaragoza (matricularse por libre en una facultad de otra ciudad del país era algo relativamente frecuente en aquel tiempo) les acompañaba hasta aquella ciudad para ayudarles en los exámenes30.

Cortés Cabanillas recordaba los paseos que daban, una vez terminadas las clases, hasta El Sotanillo, una chocolatería cercana a la Puerta de Alcalá. «Era fácil trabar amistad con él», comentaba Gómez Alonso. Escrivá siguió cultivando la amistad y se carteó con muchos de ellos hasta el final de su vida.

Uno de sus alumnos en la Academia era un hombre mayor, padre de familia, que se había propuesto obtener el título de abogado para mejorar la situación económica de su familia. Llegaba agotado tras un largo día de trabajo, y Escrivá, aunque no iba sobrado ni de tiempo ni de dinero, le daba gratuitamente clases extraordinarias para ayudarle.

Según los testimonios que han dejado sus alumnos, sus lecciones se desarrollaban en un ambiente distendido y los estudiantes agradecían que, además de hacerlas amenas, se preocupara por sus problemas personales31.

Un día se enteraron, por medio de otro sacerdote que trabajaba en la Academia, de que su joven profesor atendía, después de dar clase, a los niños y enfermos de los barrios de chabolas. No podían creérselo: en aquella época resultaba insólito que un sacerdote culto como Escrivá atendiese a personas de la periferia. Para confirmarlo, le siguieron por las calles sin que se diera cuenta. Tras esa «investigación» comprobaron que iba a los arrabales para confortar espiritualmente a los pobres abandonados y ayudarles en sus necesidades32.

En las barriadas más pobres de Madrid

La sorpresa de estos estudiantes pone de manifiesto otra paradoja de aquel tiempo. Madrid ofrecía una imagen de aparente prosperidad, fruto de la bonanza económica y social de los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera.

Se comenzó –escriben Suárez y Comellas– la electrificación de los ferrocarriles y se construyeron grandes embalses para impulsar la producción de energía eléctrica. Apareció la Telefónica y muchos españoles de clase media o alta pudieron permitirse el lujo de tener un teléfono, un aparato de radio o comprarse un automóvil. [...] Evidentemente, la gente vivía mejor, y luego se recordaría aquella época como los felices años veinte. Se generalizaron espectáculos como las salas de cine, se empezó a practicar el turismo (y también llegaba turismo de fuera), se puso de moda el fútbol, y en 1927 comenzó a jugarse el Campeonato de Liga. Los españoles tendían a una vida alegre y despreocupada33.

Pero esa bonanza no alcanzó a una gran masa de población, que subsistía en condiciones penosas. Se daba un contraste lamentable entre el tono de vida de un sector acomodado de la ciudad –que proclamaba su fe de forma «oficial» en novenas, procesiones, etc.– y el de un gran sector social sumido en la miseria, que se iba descristianizando día tras día entre el desinterés y la desidia de muchos católicos.

Pocos años después, en una carta dirigida al Papa, los obispos españoles emplearían la palabra «espejismo» para describir la situación religiosa de aquel tiempo:

El oficialismo de la religión favorecía ciertamente la apariencia externa de la España católica [...]. La tradición social del catolicismo deslumbraba en las solemnidades y procesiones típicas, pero el sentimiento religioso no era profundo y vital, las organizaciones militantes escasas, el espíritu católico no informaba de verdad y con constancia la vida pública34.

Y añade Luis Cano:

No se reconocía la parte de responsabilidad que cabía al discurso cato-patriótico que con tanta profusión se había predicado a los fieles. Se había reducido el reinado de Cristo, tantas veces, a un recurso retórico que no representaba un estímulo para desarrollar las nuevas formas de apostolado católico que estaban triunfando en otros países. No se había comprendido –salvo pocas excepciones– que representaba una llamada a la evangelización, al dinamismo apostólico, a emprender obras concretas y prácticas, a buscar la propia santidad35.

Explicaba Escrivá: «El apostolado se concebía como una acción diferente –distinguida– de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales del cristiano –en ocasiones, impidiéndole cumplirlas con perfección– y que constituían un mundo aparte, sin fundirse ni entretejerse con el resto de su existencia»36.

Ese abandono de décadas de los sectores menos favorecidos de la sociedad por parte de tantos pastores, sacerdotes y laicos, unido a la propaganda marxista, propiciaba en ellos un clima cada más hostil hacia lo religioso. Margarita Alvarado, una chica joven que colaboraba con las Damas Apostólicas, recordaba que «el apostolado era muy penoso y difícil: había que ir por los barrios extremos de Madrid, donde no sabíamos si nos iban a recibir bien o mal. Se necesitaba mucho espíritu de sacrificio, sobre todo en aquella época anterior a la República».

Tiempo después, en el barrio de Tetuán, arrastraron por la calle a varias de aquellas mujeres, «mientras les clavaban una lanceta de zapatero en la cabeza. Una de ellas, Amparo de Miguel, trató de defender heroicamente a las demás y le arrancaron el cuero cabelludo y la maltrataron hasta dejarla desfigurada»37.

En una ocasión –probablemente en los días anteriores a las Navidades de 1927– le pidieron a Escrivá que atendiera a un enfermo en estado muy grave, alojado, según los vecinos, en una casa de mala vida. No era exactamente así: el enfermo estaba atendido por una hermana casada que vivía honradamente; pero residía con ellos otra hermana que ejercía la prostitución en su cuarto.

Escrivá se aseguró de estos hechos, consultó el asunto con el Vicario de la Diócesis, y pidió a la hermana casada que impidiera que se ofendiera a Dios en aquella casa durante aquel tiempo; y prudentemente, para evitar habladurías, acudió al domicilio acompañado por Alejandro Guzmán, un hombre mayor y respetable, buen amigo suyo. Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa con las medicinas que necesitaba el enfermo, ya agonizante, junto con los óleos sacramentales y le estuvo confortando y asistiendo hasta que falleció38.

De sus apuntes personales y las notas de algunas señoras del Patronato se deduce que recorría, jornada tras jornada, la ciudad entera a pie, de un extremo al otro, después de haber estudiado previamente el itinerario para no malgastar el poco tiempo que tenía. «Estaba siempre disponible para todo, jamás nos ponía dificultades», comentaba una de las religiosas que trabajaban en el Patronato de enfermos39.

«Yo tengo sobre mi conciencia [...] –evocaba años después– el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Hubiera querido irles a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y desamparadas del mundo. Venían con los moquitos hasta la boca. Había que comenzar limpiándoles la nariz, antes de limpiarles un poco aquellas pobres almas»40.

Ya en esa época –señala Martin Schlag– Escrivá vivía y enseñaba a vivir lo que años después se denominó «una opción preferencial, pero no exclusiva, por los pobres»41.

Brian Kolodiychule, Postulador de la Causa de la Madre Teresa, recordaba que el encuentro de Cristo en los pobres –carisma específico de Teresa de Calcuta–, se puso de manifiesto «muy en particular en los primeros años de la historia del Opus Dei [...]. En ambos casos, tanto para el fundador del Opus Dei como para la Madre Teresa, en la raíz de este compromiso se advertía la fe que les hacía descubrir a Cristo en cada hombre»42.

Su trabajo sacerdotal no se reducía a los aspectos de beneficencia y solidaridad: nacía de su unión con Cristo, de su afán por llevar su mensaje a todos, sin ningún tipo de discriminación social, ni «por arriba» ni «por abajo». Urgía a todos los cristianos a «conocer a Jesucristo, hacerlo conocer, llevarlo a todos los sitios»43, y les sugería que se preguntasen a diario: «¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana?»44.

En su pensamiento, en su modo de obrar y en sus enseñanzas, el amor a los pobres estaba profundamente unido con la responsabilidad y el ejercicio de la justicia en el propio trabajo profesional; y también con el desprendimiento y la virtud de la pobreza cristiana, que solía escribir en ocasiones con mayúsculas: la Santa Pobreza. «Ambas virtudes –escribe Schlag–, el amor a los pobres y la pobreza, nacen de la misma fuente: el deseo del cristiano de imitar a Cristo, nuestro Señor, hasta hacerse uno con Jesús, el modelo»45.

Ese afán sacerdotal le llevó a atender, desde 1927 hasta 1931, a centenares de enfermos y personas que malvivían en el cordón de suburbios que rodeaba Madrid46. Los llamados barrios bajos, en los que se arracimaban desordenadamente las chabolas, fueron el escenario habitual de aquellos años de su juventud. Es importante retener esta idea para comprender plenamente su personalidad.

Con frecuencia lo único que tomaba durante el día era un bocadillo, salvo que encontrara un mendigo por el camino y se lo diera47.

VI
«Madrid fue mi Damasco»
(2 de octubre de 1928)
2 de octubre de 1928

Aunque el interior del edificio se haya transformado en un hospital, aún son visibles los muros exteriores de la Casa Central de los Paúles, junto a la Basílica de la Milagrosa, donde se encontraba Escrivá a comienzos de octubre de 1928, participando en unos ejercicios espirituales para sacerdotes de la diócesis de Madrid.

La Casa Central estaba situada en el nº 45 de la calle García de Paredes. Era una edificación grande, de cuatro pisos, con fachada de ladrillo visto y ventanas dispuestas en hilera. Las habitaciones, sencillas y austeras, daban a unos largos corredores en torno a un patio central. Durante el tiempo libre que dejaban las pláticas y los ejercicios de piedad, los ejercitantes podían pasear por la huerta contigua que tenía una arboleda.

En la mañana del 2 de octubre, fiesta de los Ángeles Custodios, tras celebrar la Eucaristía, Escrivá se dirigió a su cuarto y comenzó a releer las anotaciones que había ido escribiendo durante los últimos años. Y en un determinado momento –anotó más tarde– «vio», por fin, lo que Dios quería de él: aquello por lo que había estado rezando desde los dieciséis años.

«Recibí la iluminación sobre toda la Obra –recordaba en sus notas personales– mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé –estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática–, di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles»1.

Había tenido algunas mociones interiores en el pasado, pero solo habían sido «ideas sueltas», «intuiciones», «sugerencias»...2; nunca «una idea clara general»3, como la experimentó aquel día. Aquella luz cambió profundamente su existencia, hasta el punto de establecer un antes y un después. Siempre consideró que aquel 2 de octubre había nacido la Obra, aún sin nombre.

No se trató –apunta Illanes– del resultado de una suma de ideas. Tampoco fue el fruto de un conjunto de intuiciones y decisiones personales: «lo que ocurrió en esa fecha implica una verdadera novedad, un auténtico comienzo que cambió el rumbo de su vida»4.

Escrivá utilizó siempre el verbo ver para describir aquella moción interior. ¿Qué vio? ¿Rostros concretos, facciones singulares? No. ¿Una estructura jurídico-canónica determinada? Tampoco. De la lectura de sus notas solo se deduce que vio que Dios llamaba a los hombres5 para que se santificaran en su trabajo cotidiano; y que le pedía –a él– que abriera un camino de santidad en el seno de la Iglesia para difundir ese mensaje.

Sí; él –que tan consciente era de sus limitacionesdebía promover ese fuerte impulso de renovación cristiana en los cinco continentes6.

«Madrid fue mi Damasco», decía desde entonces, porque en esa ciudad, al igual que a Pablo de Tarso, se le cayeron las escamas de los ojos que le impedían ver lo que Dios esperaba de él7.

* * *

Desde una perspectiva sin fe, estos hechos resultan inexplicables. Anteriormente, al hablar del efecto que tuvieron en Escrivá las huellas en la nieve, me referí a André Frossard, un francés de veinte años, no bautizado, ateo, hijo del Secretario General del Partido Comunista que se convirtió de repente al entrar en una iglesia parisina. Su conversión, justamente famosa, muestra cómo se desarrollan este tipo de sucesos.

Frossard entró a las cinco y diez de la tarde en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo. Salió a las cinco y cuarto completamente transformado.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar [...] volví a salir, algunos minutos más tarde, «católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable8.

Lo que había visto –explicó Escrivá años después– no fue una ocurrencia personal; ni un ya lo encontré; ni la conclusión de un proceso intelectual propio. Desde luego, aquello no era un fruto de su tiempo, porque los movimientos teológicos y espirituales marchaban en otra dirección. Y nunca había sospechado que Dios quisiera que fundase algo9.

Eso explica que en un primer momento pensara que el hecho de que hubiera visto aquello no significaba, forzosamente, que él debiera fundarlo. Quizá existiera ya en el seno de la Iglesia, y lo único que debía hacer, por su parte, era incorporarse a ese camino. «Me dio la aparente humildad de pensar –contaba Escrivá– que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser fundador de nada...»10.

Comenzó a indagar y a preguntar si aquello existía ya. Habían surgido diversas realidades eclesiales en Italia, Alemania, Suiza, Francia, Hungría y Polonia, donde el Padre Honorato había creado varias instituciones11. Quizá...

Solicitó información, por ejemplo, a la Compañía de San Pablo, que había sido fundada en Milán por un sacerdote, Giovanni Rossi, con la aprobación del cardenal Ferrari. Pero al enterarse, entre otras cuestiones, de que admitían a mujeres, la descartó12.

Cuando, tras muchas cartas y gestiones, comprobó que no existía nada parecido, se resignó a la idea de abrir un camino nuevo. Sí; aquello era por lo que venía rezando desde los quince años. «Yo quería y no quería», afirmaba13.

Comentaba tiempo después: «Sabéis qué aversión he tenido siempre a ese empeño de algunos –cuando no está basado en razones muy sobrenaturales, que la Iglesia juzga– por hacer nuevas fundaciones. Me parecía –y me sigue pareciendo– que sobraban fundaciones y fundadores: veía el peligro de una especie de psicosis de fundación, que llevaba a crear cosas innecesarias por motivos que consideraba ridículos. Pensaba, quizá con falta de caridad, que en alguna ocasión el motivo era lo de menos: lo esencial era crear algo nuevo y llamarse fundador»14.

No eligió su misión: Dios se la hizo ver –decía–; y en medio de circunstancias poco favorables, podemos añadir, porque no estaba incardinado en Madrid15; no contaba con un encargo pastoral que le permitiera mantener de forma estable a los suyos, y no disponía de recursos económicos ni materiales. Por no tener, aquello no tenía nombre siquiera. «Solo tenía yo veintiséis años, gracia de Dios y buen humor. La Obra nació pequeña: no era más que el afán de un joven sacerdote, que se esforzaba en hacer lo que Dios le pedía»16.

«Veintiséis años, gracia de Dios y buen humor». Vale la pena reflexionar sobre este autorretrato que nos deja Escrivá centrándonos en aquellos últimos meses de 1928 en los que la historia todavía no estaba escrita, porque nunca lo está: depende siempre de la libertad humana.

Para situar al joven Escrivá dentro de aquel contexto conviene despojarse mentalmente de lo que sabemos que ocurrió después; no solo porque los hechos podían haber sucedido de otro modo, sino porque –quizá– podían no haber ocurrido.

Escrivá, como todo hombre, no tenía «un sino inexorable»: recibió una propuesta y respondió positiva y libremente a un querer de Dios. Ese querer fue haciéndose realidad y encarnándose –también como fruto de respuestas libres a la gracia– en millares de vidas concretas... lo mismo que podía no haberse hecho realidad por falta de fidelidad, ya sea por parte de Escrivá o de esas personas.

Josemaría conocía bien lo que se cuenta que Cristo dijo a Teresa de Ávila: «Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido»17.

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9788428561563
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